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«Querido diario... mis recuerdos»
Los recuerdos se amontonan, se solapan, se esconden, se filtran entre los resquicios de mi mente. Pero yo no los dejo escapar, porque son míos, eso es lo único que me queda de aquel verano en Nueva York. La ciudad que me engulló, que me atrapó, que me transformó.
Si rememoro el sonido de aquel verano es la risa franca de Malik, la carcajada abierta de Joseph, la tos inoportuna de Penny y el murmullo de Lulah y de Mara hablando entre susurros a través de las paredes del viejo edificio de ladrillos marrones. El tráfico llenando el silencio de mi habitación con las primeras luces del amanecer, el ronroneo de la ciudad despertándose, estirándose, irguiéndose desafiante ante un nuevo día.
El olor inconfundible de la tarta de manzana de Lulah, de la colonia barata de Malik, el de la suavidad de los polvos de talco de la discoteca improvisada en el SoHo, el de la humedad brotando del asfalto, el del verdor picante de Central Park, el del café de cada mañana y el de las tostadas quemadas.
El sabor de las alitas de pollo, de las galletas de vainilla, de la cerveza robada, de las mejores hamburguesas de la ciudad, del bourbon y del pinot noir.
El tacto del pelo de color petróleo de Malik, brillante y terso; de la mano áspera de Penny sujetando la mía, de la caricia en el rostro de Lulah, del pellizco cariñoso de Mara en mi brazo desnudo, de los labios gruesos y punzantes de Joseph.
Y si verdaderamente me abandono a todo aquello que viví, en el centro estás tú, Jay. Si cierro los ojos te oigo cantar Hold on to My Heart[9] o declamar Black Diamond.[10] Tu voz, siempre inconfundible, que brotaba desde lo más hondo de tu pecho y llegaba a las notas más altas, a los graves profundos, erizando el silencio. Te veo en mis recuerdos mirándome con el rostro ladeado, sonriéndome de forma sesgada, con ternura, con timidez, con temor, con amor, con diversión, con lujuria, con deseo. Tus ojos siempre de un color diferente, debatiéndose entre el marrón dorado y el verde musgo, brillantes de pasión, humedecidos por las lágrimas, empañados por el dolor. Tus ojos siempre dirigidos a mí. Atrapo de nuevo tu boca, recordando tu sabor, recorriendo tus labios anchos, jugando con la bola negra. Y puedo descubrir con las manos de nuevo tu cuerpo, tu piel suave, y besar cada rincón que no quedó olvidado, jugar con el piercing de tu pezón, leer una vez más el poema que adornaba tu cuerpo. Bajar las manos hasta coger las tuyas de dedos largos que acariciaban las cuerdas de la guitarra y las teclas del piano, y también mi piel produciéndome sensaciones que jamás había sentido con nadie hasta ese momento. Podría pasar una y mil veces los dedos por tu pelo grueso y a la vez suave, de color castaño oscuro que emitía brillos cobrizos en cuanto un rayo de sol se atrevía a robarme un pedazo de ti. Y podría también enterrar el rostro en tu cuello y aspirar tu olor, a la vez que siento la vena palpitar bajo mis labios y poso la mano sobre tu corazón, en el lugar justo donde comencé a sentir por primera vez.
Y si abro los ojos te veo a ti, con las manos metidas en los bolsillos de tu vaquero desgastado, sonriéndome con anhelo, esperándome... siempre esperándome.