3
Tú
Me desperté al amanecer, parpadeando despistada, sin saber dónde estaba. Un cielo gris plomizo asomaba por la ventana e iluminaba apenas la pequeña habitación. Cuando recordé, el estómago me dio un vuelco al ver la hora y eso hizo que me levantara de un salto y corriera al baño. Dejé que el agua de la ducha terminara de espabilarme, mientras oía el gorgoteo de las viejas tuberías. Cinco minutos después, todavía con el cabello húmedo, me puse unos vaqueros negros y un jersey ancho de lana. Me calcé unas Converse también negras y me quedé un momento mirándome en el desconchado espejo, dudando si recogerme el pelo en una coleta alta o dejármelo suelto. Cogí el neceser repleto de los últimos productos de maquillaje de las mejores marcas y lo descarté, sonriéndole a mi propia imagen. No tenía por qué maquillarme ni recogerme el pelo para parecer mayor de lo que era. No tenía por qué demostrarle nada a nadie.
Salí a la calle con mi mochila al hombro y abrochándome el abrigo, y con el papel en el que estaban las direcciones sujeto entre los labios. Me paré unos cientos de metros más adelante, frente a Central Park, y me dirigí a la izquierda. La Quinta Avenida se extendía frente a mí y fui parando en cada número marcado e identificándome ante el portero. Yo esperaba en la calle y alguien del personal de servicio bajaba a mi nuevo acompañante de paseo. A algunos los reconocí al instante, como una caniche, Audrey; otros me asustaron por su tamaño, como el gran danés llamado Brando, y hubo uno que me enamoró y que no había visto en mi vida, un shih tzu de nombre Jacky, de pelo negro brillante, que me pareció un oso amoroso en miniatura.
Decidida a ser una perfecta paseadora de perros, me encaminé a una de las entradas laterales del parque con las correas fuertemente sujetas entre las manos. En realidad, cualquiera que me viese sabría al instante que no era yo la que paseaba a los perros, sino que ellos me paseaban a mí, ya que iba trastabillando, tropezando y enredándome con las correas de piel una y otra vez.
Llegué hasta el Carrusel y lo circundé, sonriendo al ver a varios grupos de turistas haciéndose fotos de recuerdo. No fue buena idea, ya que los animales se excitaron y se asustaron con el revuelo de la gente y los flashes de las cámaras, por lo que decidí alejarme hacia el norte, una zona menos concurrida.
No había transcurrido una hora y ya estaba agotada. En un pequeño camino de tierra, bajo una tupida arboleda, encontré un banco vacío. Me senté con un gemido y me miré las manos, que ya mostraban marcas rojizas de los tirones. El cielo parecía haber despertado por fin al nuevo día y unos tímidos rayos de sol se colaban entre las hojas de los árboles que me cubrían. Un par de mis nuevos compañeros se relajaron y se tendieron a mis pies. Me agaché y los acaricié detrás de las orejas, asombrándome de lo acostumbrados que estaban a compartir su tiempo con personas ajenas.
Al levantar la cabeza, vi a un joven caminando hacia mí. Era delgado y alto, aunque su aspecto distaba mucho de ser frágil. Su espalda ancha se marcaba bajo una cazadora de cuero negro abierta. Llevaba unos vaqueros azules desgastados, caídos en la cintura, y las manos en los bolsillos. Golpeó con un pie, calzado con unas Doc Martens negras desabrochadas, una pequeña piedra y se sentó en un banco justo frente a mí. Echó la cabeza hacia atrás y me dio la impresión de que suspiraba con cansancio. Rebuscó algo dentro de su cazadora con gesto desganado y sacó un paquete de tabaco y un Zippo metálico, que destelló con un rayo de sol, haciéndome entrecerrar los ojos. Aspiró el humo y, con la mano libre, se apartó el pelo castaño oscuro que le caía sobre la frente.
En ese momento me miró fijamente, sin mudar su gesto serio. Desvié la vista disimulando y, al agacharme para acariciar de nuevo a uno de mis clientes, vi de reojo cómo enarcaba una ceja morena con gesto divertido. Sentí que enrojecía y fruncí los labios. Levanté la cabeza y ahí seguía, impertérrito, examinándome con detenimiento. Me revolví incómoda y ayudé a Jacky a subirse al banco, donde gimoteó y se apoyó sobre mis piernas.
Deseé decirle al desconocido que no me mirara, que me hacía sentir violenta. Que yo no quería ser mirada u observada por nadie. Que era invisible y, por tanto, inaccesible. Pero él no parecía ser de la misma opinión. Cerré los ojos y aun así seguí sintiendo la profundidad de sus ojos fijos en mi persona, como si me clavaran pequeñas astillas de hielo que se convertían en fuego al tocar mi piel. Y, con valentía, enfrenté mis ojos oscuros a los suyos, desafiándolo. Esbozó una sonrisa ladeada e inclinó la cabeza sin dejar de sostenerme la mirada, como si un hilo invisible nos uniera a través de aquel camino de tierra, en medio del parque. Rodeados de un millar de personas y a la vez solos por completo.
Debería ser delito contemplar así a una persona, con tanto descaro. Debería estar prohibida tanta insolencia en una simple mirada. Jugueteé unos minutos con el pelo ensortijado del shih tzu, sintiendo que sus ojos se adherían a mi piel, que la recorrían y la acariciaban.
Por último, me levanté deprisa, deseando alejarme de allí y de él con rapidez, pero al dar un paso, un solo paso, me enredé con las correas y caí al suelo con bastante poca elegancia y mucha vergüenza. Escupí arena y giré el rostro en la tierra al ver cómo unos pies calzados con unas Doc Martens negras entraban en mi radio de visión.
—Te ayudaré —dijo con una voz extraordinariamente ronca, rasgada, rota. Pero no era una voz castigada, sino una voz propia y particular.
No preguntó: «¿Puedo ayudarte?» ni dijo «Déjame ayudarte». Sólo: «Te ayudaré». Y esas palabras implicaban mucho más que su simple significado.
—Gracias —farfullé incómoda—, podrías empezar por quitarme a Titán de encima.
Él se agachó y apartó al mastín inglés, que había puesto las dos patas delanteras sobre mi espalda, señalándome como su próxima presa. Comenzaba a sentirme como Gulliver atado por los liliputienses.
—No —mascullé—, Titán es el chihuahua que me está mordisqueando la oreja —aclaré.
No se rio, pero pude ver cómo fruncía los labios con una mueca divertida y procedía a hacer lo que le había indicado. Titán le gruñó y ladró de forma aguda, pero él consiguió calmarlo y apartarlo de mi oreja, que era lo que en realidad me importaba en ese momento.
Me incorporé y él me sujetó el brazo, ayudándome a levantarme. Sentí la calidez de su contacto traspasando la tela de mi abrigo, pero también noté un escalofrío, una extraña y desconocida corriente eléctrica que me recorrió el cuerpo entero.
—¿Estás bien?
No. No lo estaba. Nunca me había sentido tan ridícula y tan... tan expuesta. Sí, era como si estuviera desnuda ante él, como si no pudiera esconderle nada.
—¡Perfectamente! De vez en cuando me gusta hacerlo, ya sabes, revolcarme por el suelo. —Al decirlo me aparté un mechón de pelo de la cara, recogiéndomelo detrás de la oreja—. Para que ellos me vean como uno más.
—Pues creo que lo has conseguido. El schnauzer está intentando violar tu pierna.
—¡Creía que era hembra! —exclamé, sacudiendo mi extremidad hasta que Winnie la soltó con un ladrido de protesta.
Levanté la vista y observé cómo él se mordía el labio inferior para no reírse. Sin embargo, lo que me dejó paralizada fueron sus ojos. Dicen que en los ojos de una persona puedes ver su alma. Sus ojos me mostraban un dolor escondido, una felicidad negada, una intensa melancolía. Percibí mi propio miedo a que en su iris se reflejara con exactitud lo que expresaban los míos. Rasgados y rodeados por unas espesas y largas pestañas oscuras, tenían un color extraño, como una hoja en otoño cuando se niega a perder el verdor intenso.
—No se te dan bien los perros —afirmó, sin apartar la vista de la mía.
Mis labios se movieron sin pronunciar sonido alguno. Me sentía como si me hubiera hipnotizado, o más bien idiotizado. Carraspeé e intenté sonreír.
—Se me dan peor las personas.
—¿Y a quién se le dan bien las personas? —preguntó, inclinando la cabeza.
—A los psiquiatras, supongo.
—Los psiquiatras son gilipollas.
—¿Tienes un psiquiatra? —inquirí con curiosidad.
—¿Y quién no lo tiene en estos tiempos? —respondió con desidia.
—Tienes razón —susurré, bajando la vista—. ¿No serás psiquiatra? —dije de repente.
No lo parecía. En realidad, parecía el malo malote por el que todas las chicas suspiran en su adolescencia, pero aquello era Nueva York; nadie parecía ser lo que era.
—No. —Esta vez mostró su sonrisa de dientes iguales y blancos—. Soy actor.
Vaya, yo tenía razón, el malo malote por el que las féminas se desintegran. Un James Dean, un rebelde sin causa aparente. Esperé a que su próxima palabra fuera nena. Y hasta me preparé para salir corriendo si llegaba el caso.
Pero se quedó en silencio, esperando quizá una réplica ingeniosa o un reconocimiento de su persona. No pude ofrecerle nada, mi mente parecía haberse bloqueado y además no lo conocía. Sujeté las correas y puse a mis acompañantes en orden.
—Bueno, me tengo que ir. Ha sido un placer...
—Te acompañaré.
Otra vez. No un «¿Quieres que te acompañe?» o «¿Necesitas que te acompañe?».
Me sujetó las correas de los perros más pesados y los dorsos de nuestras manos se rozaron con suavidad. Ahí estaba, esa corriente eléctrica que me dejaba sin respiración. Lo miré de reojo para averiguar si a él le había pasado lo mismo, pero lo único que percibí fue un concentrado interés en el tráfico.
Caminamos en silencio por la Quinta Avenida, dejando a los perros con sus dueños, y, una vez libre, me quedé quieta esperando en mitad de la acera. No sabía qué esperaba, pero tampoco quería separarme de él. Me metí las manos en los bolsillos del abrigo y me balanceé con timidez.
—¿Cómo te llamas, paseadora de perros? —preguntó él, y aunque no levanté la vista supe que estaba observándome fijamente.
La gente pasaba a nuestro alrededor, esquivándonos con rapidez. Todos tenían un lugar al que ir. ¿Lo teníamos nosotros?
—Mmm... ¿cómo te gustaría llamarme? —respondí mientras alzaba la vista.
Él apretó los labios reprimiendo una sonrisa y habló de nuevo:
—¿Lo siguiente que me vas a preguntar es cómo me gusta que me la chupen?
Abrí los ojos sorprendida y enrojecí de forma violenta, apartándome un paso.
—¿No habrás pensado que yo... que yo soy...?
—¿Una prostituta? No, no lo he pensado, pero sí que tu pregunta ha sido digna de un casting para una peli porno.
—¿Eres actor porno?
Y esta vez sí rio, elevando las comisuras de sus labios, como si algo invisible impidiera que una carcajada brotara de su garganta.
—No. ¿Te supone un alivio o quizá una decepción?
—En realidad ni lo uno ni lo otro.
—Entiendo. —Se apartó un paso y cruzó los brazos entornando los ojos—. Eres una joven educada, hablas un inglés académico, no americano. Ropa cara, pelo limpio y cuidado, sin maquillaje, y te sonrojas con facilidad. Hasta tu torpeza resulta entrañable.
Apreté los puños sin darme cuenta, de súbito enfadada.
—Pero te niegas a decir tu nombre porque tienes miedo de mostrar lo que de verdad eres, como si al dejar libre una simple palabra liberaras tu alma de un encierro autoimpuesto. Estás en Nueva York paseando perros y vives en...
—Harlem —mascullé, deseando que dejara de analizarme.
—Harlem.
—Sí.
—Cuando deberías estar en España. —Lo miré sorprendida—. Te ha delatado el acento. —Sonrió—. Haciendo... dime, chica cobarde, ¿qué hacías en España que te ha empujado a esconderte en Nueva York?
—Nada. No hacía nada. No sentía nada —farfullé bastante incómoda.
—Así que, chica cobarde, ¿no sentías nada?
—No.
—¿Ni siquiera hambre?
Lo miré con furia contenida. ¿Quería reírse de mí? Sin embargo, estaba serio y me estudiaba con interés.
—Hambre sí.
—Está bien, porque conozco un sitio estupendo para almorzar. Vamos —dijo, tirando de mi mano.
De nuevo esa seguridad en sí mismo, no un «¿Quieres acompañarme?», «¿Te apetece almorzar?». Sólo aquel «Vamos».
—Has dicho que no conoces a las personas —jadeé, intentando seguir su paso.
—Pero sí conozco a los cobardes, porque yo fui durante muchos años uno de ellos.
—Ah —dije, esperando más explicaciones, que no llegaron—. ¿Y cómo debo llamarte?
—Llámame Jay, todos me llaman así.
¿Jay? ¿Era un diminutivo? ¿Un apodo? ¿Una simple inicial?
Sin darme tiempo a pensarlo demasiado, habíamos llegado a nuestro destino. No era un restaurante, sino una confitería con un toldo rosa con grandes franjas blancas. Biscuit Factory.
—¿Vamos a comer aquí? —pregunté extrañada.
—No. Vamos a hacer galletas, que es mucho más divertido.
—¡¿Galletas?! ¿Y qué tiene eso de divertido?
Se paró un momento en la puerta acristalada y me observó con curiosidad.
—Por lo que veo, chica cobarde, no te has divertido mucho a lo largo de tu corta vida.
—En eso llevas razón, y creo que éste tampoco será un momento divertido.
—Espera y verás —afirmó.
Tiró de nuevo de mí hasta plantarnos frente al mostrador, donde una mujer mayor con un delantal impoluto con la frase: «NADA ES DEMASIADO DULCE», nos recibió con una sonrisa.
—Hola, Jay; ¿otra de tus chicas?
¿Otra de sus chicas? ¿Es que se dedicaba a buscar chicas para llevarlas allí? ¿Sería ese negocio la tapadera de uno de trata de blancas? ¿Estaría con un psicópata y yo sin haberme dado cuenta, perdiéndome en la profundidad melancólica de sus ojos?
—No, ella no es de las mías. ¿Está libre? —preguntó, señalando con la cabeza una puerta posterior.
—Sí, todo vuestro. ¡Que lo disfrutéis!
En dos días me habían sucedido cosas raras, pero realmente lo más raro de todo fue lo que pasó a continuación. Entramos en un obrador amplio, con grandes mesas metálicas relucientes y varios hornos industriales detrás. Los ingredientes se agolpaban en la parte derecha, junto a algunos libros de recetas manchados con restos de harina y masa pegajosa.
Jay se quitó la chupa de cuero quedándose con una camiseta negra de manga larga con el nombre del grupo ACDC en el centro del pecho, y se lavó las manos en un fregadero de piedra.
—Venga, chica cobarde, que no tenemos todo el día —me animó.
Algo reticente, dejé mi mochila en una silla, junto con el abrigo, e hice lo mismo que él. Una vez con las manos limpias, permanecí mirándolo sin saber qué hacer.
—¿Galletas o pastel? ¿Qué prefieres? —preguntó, mientras se acercaba a los libros de recetas.
—¿Hay mucha diferencia?
—¿Cómo definirías tu vida? ¿Dulce? ¿Salada? ¿Sorprendente? ¿Ácida? ¿Crujiente? ¿Melosa?
—Para. Para —dije riéndome—. Me rindo. Galletas.
—Mmm... te gusta el riesgo, ¿eh?
La siguiente hora nos centramos en preparar cada uno la masa en grandes boles de aluminio, añadiéndole los ingredientes que quisimos. Pensé en mi vida como si fueran esas galletas; ¿qué le pondría? Amargura. Kilos de amargura. Como no estaba a mi disposición, agregué trocitos de chocolate.
Lo miré de reojo con gran atención. Su cabello, de un color canela oscuro, le caía hasta los hombros, de perfil, su nariz ofrecía una curvatura perfecta, y su gesto concentrado resaltaba su mandíbula casi aristocrática. Parecía estar por completo absorto en la labor de mezclar los ingredientes correctos. Sin embargo, sin levantar la vista del cuenco, dijo:
—¿Ves algo interesante, chica cobarde?
Di un respingo involuntario y con una mano me aparté el pelo que me caía sobre la frente.
—No. Sí. Esto es algo raro.
—¿Cocinar te parece raro? —preguntó, girando la cara hacia mí con una sonrisa sesgada.
—No es eso... es...
Él rio quedamente y se mordió el labio inferior como si pensara algo con gran concentración.
—¿Te estás riendo de mí? —le espeté algo molesta.
—No, es que tienes la mejilla manchada de harina; déjame que te la limpie —pidió, y se acercó a mí.
Yo retrocedí por impulso y su mano quedó alzada en el aire, inmóvil.
—Vaya, vaya... veo que no te gusta el contacto físico. No voy a hacerte daño —murmuró casi con una pincelada de ternura.
Me froté yo misma la mejilla y tosí ante la nubecilla de polvo blanco que se formó frente a mi cara.
Él cogió un paño humedecido en agua y, antes de pasármelo por la piel, me sujetó con firmeza del brazo. Tensé cada músculo y mi corazón amenazó con saltarse un latido, a la vez que yo contenía la respiración.
—Ya está, chica cobarde, ya puedes volver a respirar —afirmó, esta vez sin sonreír, pero sí mirándome con una dulzura difícil de transcribir en sus extraños ojos verde oscuro.
Me centré de nuevo en mis galletas, intentando olvidar lo que había sentido con el roce de su piel, con su simple presencia cerca de mí, como si deseara que su contacto fuera más intenso y a la vez temiera hasta sentir su aliento sobre mí. Cuando metimos las galletas en el horno, la temperatura aumentó de forma ostensible. Él asió un vaso de agua y me lo ofreció, mientras yo me quitaba el jersey, quedándome con una camiseta de tirantes blanca. Jay conectó el aire acondicionado y nos sentamos a esperar el resultado en silencio. Me sorprendí al comprobar que era un hombre que valoraba los silencios compartidos, que respetaba el mutismo de su acompañante sin forzar una conversación banal y llena de eufemismos.
Al poco rato empecé a sentir algo de frío y me froté los brazos desnudos con las manos. Noté su mirada fija en mí y esbocé una sonrisa.
—Chica cobarde... —Chasqueó la lengua. Su acento americano se hizo más profundo y su voz más ronca si eso era posible—. Tus pezones me están pidiendo una intervención armada.
Miré donde sus ojos se habían quedado fijos y crucé los brazos. Él rio y se levantó para acercarme el jersey.
—Póntelo —me ordenó—, me estás haciendo perder la concentración.
—¿La concentración en qué? Si sólo tenemos que esperar a que suene la alarma del horno.
—¿Es que todavía no te has dado cuenta? —Meneó la cabeza con gesto resignado—. Debo de estar haciéndolo muy mal entonces.
—¿Qué estás haciendo mal? —Cada vez entendía menos.
—Conquistarte.
Me atraganté con mi propia saliva y tosí.
—¿Es algún truco de actor? —farfullé.
—No, éste es propio. Un truco de Jay.
Y me sonrió como nunca me habían sonreído hasta ese momento. Su sonrisa sincera y a la vez llena de melancolía acarició mi corazón de tal forma que éste comenzó a latir desbocado.
La alarma sonó y me levanté como un resorte para sacar las bandejas, que posé sobre las mesas limpias. Él fue recogiendo nuestros dulces frutos y los metió en bolsas transparentes. Una vez fuera, me guio de nuevo hacia el parque. Pero en esta ocasión no entramos, nos quedamos en uno de los bancos exteriores, observando cómo pasaba la gente.
Le ofrecí una de mis galletas con trocitos de chocolate. Se la metió entera en la boca y la saboreó. No obstante, permaneció en silencio.
—¿Qué? —pregunté finalmente—. ¿Cómo están?
Él abrió los ojos y me miró con fijeza.
—Deliciosas. —Sonrió y continuó—: Me estaba preguntando si todo lo que haces resulta así.
—No —respondí, acordándome de mi vida en España—, nada es así. Dame tu bolsa —pedí.
Cogí una de sus galletas de vainilla y la observé.
—Jay, tus galletas tienen forma de pene gordo y torcido; ¿todo lo que haces te sale así?
—Ninguna se ha quejado hasta ahora —afirmó.
—¿Estamos hablando de galletas? —inquirí, mirándolo de reojo.
—¿De qué si no? —dijo, y se metió otra de las mías en la boca, sonriendo con malicia.
El tiempo pasaba muy deprisa con él a mi lado. Casi llegamos tarde al turno de paseo de los perros, al que fue conmigo y demostró que tenía bastante más habilidad que yo para controlarlos. Cuando los dejamos, iba a despedirme, pero Jay se negó.
—Te acompañaré a tu apartamento.
Otra vez lo mismo. No un «¿Podría acompañarte?», sino: «Te acompañaré».
Y yo me dejé acompañar.
—Si eres actor, ¿no deberías vivir en Los Ángeles? —pregunté.
—He vivido en Los Ángeles, pero prefiero Nueva York; me crie aquí. Conozco cada rincón.
—¿Dónde vives?
—En Brooklyn.
Bueno, no debía de ser un actor con mucho trabajo si vivía allí.
Llegamos en poco tiempo, o lo que a mí me pareció poco tiempo, al edificio de ladrillo donde me hospedaba.
—Es aquí —dije, sin ninguna intención a invitarlo a entrar.
Pero él tampoco hizo comentario alguno sobre que deseara entrar.
—Toma mis galletas, las necesitas, estás en los huesos. Es probable que no tengas nada que cenar; ¿me equivoco?
—No, no te equivocas —murmuré.
—Bueno, chica cobarde, espero verte pronto —dijo, y se alejó unos pasos.
—Espera, Jay.
—¿Sí?
—¿Por qué querías saber dónde vivo?
—Para saber dónde encontrarte.
Se dio la vuelta y lo vi desaparecer entre la gente que caminaba, como en un río a contracorriente. «Para saber dónde encontrarte», esa frase reverberó en mi alma como nada hasta entonces.
Y también me pregunté si lo volvería a ver algún día.
* * *
Subí al apartamento tanteando las paredes en la opaca oscuridad y me asomé al descansillo por si veía al tipo loco que vivía frente a mí. Todo estaba tranquilo, así que abrí la puerta y esta vez sí recordé cerrarla debidamente. Me quité el abrigo y lo dejé en el sofá junto a la mochila. Cogí la bolsa de galletas, el tabaco, y salí por la ventana a la escalera de incendios. Se tambaleó bajo mi peso, pero parecía estable. Encendí un cigarrillo y miré el atardecer sobre Nueva York. Pensé qué estarían haciendo en ese momento mi familia y Toño en España. Si estarían enfadados, preocupados o tan sólo disimulando ante las amistades mi extraña fuga. Casi con seguridad, lo último. Las apariencias siempre habían sido lo más importante, en sus vidas y también en la mía. Hasta entonces. Porque ahora yo no tenía nada de lo que aparentar.
Miré a mi alrededor. Vivía en un cochambroso apartamento en Harlem, trabajaba paseando perros y había estado haciendo galletas, que constituían mi único sustento del día, con un completo desconocido que decía ser actor. Debería sentirme avergonzada por mi huida, arrepentida incluso. Pero no lo conseguía. Mi medicación bloqueaba cualquier sentimiento que pudiera tener al respecto. Era como una presa de contención emocional.
—Esas galletas tienen una pinta estupenda; ¿me das una?
La voz que habló en castellano con un fuerte acento colombiano me sorprendió tanto que por poco me voy de cabeza al suelo. Me sujeté con una mano a la barra metálica y me volví para ver quién era. Tres escalones por encima de mí había una mujer regordeta, embutida en un minivestido azul eléctrico elástico, muy pintada y con el pelo oscuro cardado, que se le enredaba con los pendientes dorados en forma de xilófono.
—Soy Penny, vivo en el apartamento de arriba —explicó ella, alargando una mano con uñas postizas de color rosa chicle.
—Ah, tú eres... —Me callé, comprendiendo que estaba hablando de más, y le estreché la mano en un saludo enérgico.
—La puta. Puedes llamarme puta Penny, muchos lo hacen.
—Preferiría llamarte sólo Penny si no te importa.
—Gracias, eso me gusta más. ¿Una galleta?
—Sí, claro —dije, tendiéndole la bolsa de Jay—. ¿Cómo sabías que hablo español?
—Todo en tu aspecto dice que eres europea, pero tienes el pelo oscuro, así que el norte queda descartado; sin embargo, aunque tu piel es pálida, se ve que es porque te has estado escondiendo del sol mucho tiempo, porque por lo general no es así. No eres italiana, a ésas se las ve de lejos, ni tampoco francesa, no tienes esa caída lánguida de ojos que las caracteriza; ¿me equivoco?
¿Es que todo el mundo observaba, analizaba y adivinaba?
—Podría ser portuguesa.
—Niña, ¡mírate a un espejo y deja de decir tonterías!
—Vaya.
—No he querido ser brusca.
—No lo has sido.
—Sólo sincera.
—Eso sí lo has sido.
Ella rio de forma abrupta y se atragantó con la galleta.
—Hoy he conocido a un actor —dije.
—¿Lo has visto o lo has conocido? ¿Famoso?
—No, no es famoso. He hecho galletas con él.
—¿Y...?
—Ha sido... divertido. Diferente.
—Niña, debías de llevar una vida muy aburrida en España.
—La llevaba.
—Las galletas están deliciosas.
—Es cierto —aseguré.
—Si todo le sale como estas galletas, no deberías dejarlo escapar.
—No tengo ninguna intención de atraparlo.
—Pues deberías cambiar de idea.
—No creo que lo haga, pero gracias por el consejo.
—Niña, hay algo que no has entendido: lo que no se busca se encuentra y lo que se busca te esquiva toda la vida.
—¿Hablas por experiencia?
—Hablo por experiencia. —Y su voz se tornó triste de improviso. Se levantó y antes de entrar en su apartamento, se volvió—. Me gustas, y poca gente le gusta a Penny la puta.
—Gracias, supongo.
—Otra cosa. Esta noche trabajo, pero no te asustes por los gritos, se me da de miedo fingir los orgasmos.
—A mí también. Buenas noches.
El sonido de sus carcajadas me acompañó hasta el interior. Pero era cierto; la verdad era que desde que estaba en Nueva York no había mentido ni una sola vez y eso era francamente liberador.