4
¿Qué significa el amor?
Los siguientes días estuve intentando provocar un encuentro casual con Jay. Recogía a los perros y daba largos paseos con ellos hasta acabar sentada en el mismo banco de la primera vez. Sin embargo, no lo vi. Y aunque me costaba procesar la idea, eso me molestaba bastante, como si me sintiera abandonada por mi mejor amigo, cuando, en realidad, lo acababa de conocer.
A mitad de semana salí deprisa del bloque de apartamentos, llegaba tarde y no quería ser impuntual. En ciertos aspectos seguía teniendo el mismo miedo que me corroía cuando vivía en España. Miedo a defraudar, a no ser lo que los demás esperaban de mí. Me detuve de golpe, con una expresión entre estupefacta y entusiasta.
Jay estaba en la puerta. Llevaba la misma cazadora de cuero y unos vaqueros negros. Se había cubierto con un gorro de lana del mismo color y me ofreció una sonrisa deslumbrante y tremendamente triste a la vez.
—¡Hola! —exclamé, sintiendo que algo extraño se agitaba en mi estómago.
—Buenos días, chica cobarde. Te he traído café y una magdalena de chocolate. Porque me imagino que no habrás desayunado, ¿no?
—No —musité, cogiendo el café, que me calentó las manos de forma inmediata.
—¿Y cómo vas a cuidar de nuestros hijos si no eres capaz de cuidar de ti misma?
—¿Qué? —Me atraganté con el primer sorbo y lo miré sorprendida.
—Dos. La pareja, niño y niña. Tampoco me importaría que fueran dos niños o dos niñas, o incluso tres, si tú quieres.
—Ninguno. No quiero niños, ¿estás loco?
—Los querrás algún día. —Suspiró hondo y me miró divertido—. Y estoy dispuesto a que los tengas conmigo.
—¿Estás loco? —repetí, sintiéndome ignorada.
Antes de que me diera tiempo a replicar con más ímpetu, vi aparecer a Penny con unas enormes gafas de sol y el pelo en exceso cardado. Iba tambaleándose sobre unos tacones de aguja gigantescos. Se detuvo a nuestro lado.
—Tú debes de ser el actor que hace galletas —dijo, examinando a Jay de arriba abajo con total descaro.
—Lo soy, ¿y tú eres...?
No di tiempo a que Penny abriera la boca.
—Penny, mi vecina de arriba.
—Interesante —murmuró Jay, enarcando una ceja en su dirección.
—Voy a llegar tarde —dije, quizá demasiado alto, interrumpiendo el encuentro de miradas.
—Adiós, niña. Que te vaya bien el día. Al menos mejor de lo que me ha ido a mí la noche. —Se acercó y me plantó un beso en la mejilla con la única intención de susurrarme al oído—: Éste se quiere meter en tus bragas.
Me atraganté de nuevo y tosí disimulando. Di media vuelta y me encaminé en silencio hacia Central Park. Jay me siguió con las manos en los bolsillos, observándome de reojo. Por fin habló.
—No y sí.
—No y sí, ¿qué? —pregunté despistada, controlando el tráfico para cruzar la calle.
—No estoy loco. Sí quiero meterme en tus bragas.
—Sí estás loco. Y no te vas a meter en mis bragas.
—Pero, chica cobarde... —me sujetó del brazo evitando por un segundo que un taxi me atropellara—, ¿cómo voy a conseguir entonces dejarte embarazada?
—¡Por Dios! ¿Es que en Nueva York no hay nadie normal? —exclamé una vez a salvo, ya en la Quinta Avenida.
—No —afirmó él—, ni siquiera tú, chica cobarde. Tú eres la más especial de todas.
Negué con la cabeza con resignación y me acerqué al primer portero, que ya estaba esperando con Audrey saltando a sus pies. Recogimos el resto de los perros y caminamos despacio hacia el parque. Hacía una bonita mañana. El sol brillaba en el cielo y, aunque el aire seguía siendo fresco, invitaba a pasar el día fuera. Jay me condujo hacia un claro escondido de turistas y transeúntes y nos sentamos junto a un árbol centenario.
Crucé las piernas y jugué con los dedos con la hierba recién cortada. Él apoyó la espalda en el tronco y estiró las piernas, haciendo chocar la suela de sus Doc Martens. Pese a mis reticencias, habíamos dejado que los perros corrieran en libertad. De vez en cuando, alguno se acercaba y Jay le volvía a tirar una pequeña pelota de goma o un palo para que lo recogiera. Me sentía reconfortada de un modo extraño a su lado, como si todo lo que yo intentaba hacer, él lo mejorase para mí.
—Y dime, chica cobarde: ¿cuándo quieres regresar a España?
Lo miré inquisitiva y me aparté el pelo que me caía sobre la cara.
—Hace un rato estabas hablando de nuestros futuros hijos, ¿y ahora me preguntas cuándo regreso?
—No he dicho que fueras a hacerlo, sino que cuándo querías regresar.
—¿Y qué me lo va a impedir?
—Yo. Por supuesto. No querrás abandonar al padre de tus hijos, ¿no? —preguntó enarcando una ceja que le llegó al borde del gorro de lana, lo que le dio una apariencia juvenil y divertida.
Sonreí a mi pesar.
—Debería volver esta semana. Se me acaba el visado de turista, así que creo que me voy a convertir en ilegal.
—Uhhh... ¿la chica cobarde se convierte en chica peligrosa?
—No creo, más bien en desesperada. O loca. Quizá la loca sea yo y no tú.
—Bueno, yo no estoy loco y lo que veo es que estás aterrorizada con la idea de volver. Ni siquiera has pensado en ello desde que llegaste.
Fruncí los labios porque tenía razón. No quería pensar en lo que había dejado atrás. Tampoco quería pensar en lo que me esperaba después.
No quería pensar.
—Creo —vacilé—, creo que si regreso no me recibirán con los brazos abiertos. Quiero decir —aclaré—, sé que lo que hice estuvo mal y él...
—Así que hay un él.
—¿Lo hay? En realidad no sé siquiera si lo había o si lo habrá.
—¿Te hacía daño? —Su voz se volvió más ronca y se tornó seria de repente.
Negué con la cabeza.
—No. Era desquiciantemente perfecto.
—¿Lo amas?
Se quitó el gorro y se revolvió el pelo castaño oscuro con una mano. Un rayo de sol lo iluminó un instante y lo convirtió en bronce pulido. Recuperé la concentración y emití algo parecido a un gruñido perruno. Al parecer todo acaba pegándose tarde o temprano.
—Si lo amara, ¿por qué lo habría abandonado? ¿Por qué no lo echaría de menos?
—No lo amas —afirmó, y pareció aliviado. Cogió un cigarrillo y, después de encenderlo, me lo ofreció.
—¿Qué es el amor? —pregunté, dando una larga calada—. ¿Mariposas en el estómago? ¿Desear verlo a todas horas, no despegarte de su piel, no ver más que por sus ojos? No, está claro que no lo amaba.
—Chica cobarde, no sabes nada del amor. —Jay sonrió con tristeza.
—Es probable. No sé nada de casi nada y mucho menos de sentimientos reales.
—Una pregunta rápida. Contesta lo primero que te venga a la cabeza: ¿qué significa para ti amar?
—¿No tener que decir nunca «lo siento»? —Lo miré entrecerrando los ojos.
—¡Nop! Respuesta equivocada. Eso es una frase de Love Story.
—Vale, Jay, entonces respóndeme tú: ¿qué es para ti el amor?
—Cuando tú lo sientas por mí, descubrirás que es lo mismo que yo siento por ti. Así de simple y así de complicado.
—Pero —farfullé, empezando a enfadarme—, ¿por qué crees que me enamoraré de ti? ¿Por qué parece que estás del todo seguro de que voy a caer rendida a tus pies?
—Porque terminarás haciéndolo, chica cobarde, y porque yo nunca te dejaré caer a mis pies. Eso no sería amor, sería sumisión. Algo que me temo que practicabas con todos los que te rodeaban en tu hogar.
—No es cierto, yo nunca... —me defendí.
—Sí, tú siempre intentabas agradar a los demás, te olvidabas de lo que tú eres para convertirte en la persona que ellos querían que fueras.
Abrí la boca y la cerré con fastidio.
Él rebuscó algo en un bolsillo interior de su cazadora y me ofreció un pequeño paquete cuadrado.
—Tómalo. Éste será mi primer regalo, y el que estoy seguro que recordarás siempre, en cada aniversario.
—Jay, no me conoces de nada, ni siquiera sabes cómo me llamo o qué edad tengo. Tú y yo...
Me interrumpió enseguida.
—Tú y yo. ¿Ves?, ya lo vas pillando.
Rasgué el papel con furia. Con la furia templada que me permitían mis controladores químicos en forma de pastillas blancas y amargas. Era un diario de piel verde, cerrado con un pequeño candado del que pendía una diminuta llave. Lo abrí y acaricié las hojas satinadas, delgadas, casi transparentes. Había unas palabras escritas en la primera hoja:
Querido diario, una vez me llamaron chica cobarde. Ésta es la historia de cómo me convertí en una chica valiente...
Quería llorar, pero ya no tenía lágrimas. Todas se agolpaban en mi garganta, haciendo que me doliera de soportar la congoja.
—Ven, chica cobarde, ven a mí y empieza a sentir —murmuró él, percibiendo el cambio en mi estado de ánimo. Y me arrastró hasta que mi rostro descansó sobre su ancho pecho cubierto por una camiseta negra. Su tacto era cálido y podía oír el sonido de su corazón bombeando. Bum, bum, una pausa, bum, bum, una pausa, bum, bum. Sentí que podría quedarme allí a vivir la vida entera, sobre su pecho, sobre el único lugar donde extrañamente me sentía a salvo.
Me desperté sin darme cuenta de que me había quedado dormida. Jay me acariciaba el pelo de forma rítmica, con suavidad, con templanza y seguridad. Y deseé cerrar los ojos y que aquél fuera mi sueño. Sin embargo, la realidad me esperaba. Me incorporé sintiéndome algo violenta y él me miró mientras sonreía a medias desde el suelo.
—Creo que tenemos que devolver los perros a sus dueños —dije, deseando que no recondujera de nuevo la conversación hacia arenas movedizas.
Jay se levantó de un salto y los fue llamando uno a uno. Le respondían mejor a él que a mí. Quizá fuera la seguridad que imprimía a cada cosa que hacía sin que nadie lo notara.
Caminamos en silencio hasta dejarlos en sus respectivos hogares y luego me acompañó de nuevo al apartamento. Me pregunté por qué esta vez no me llevaba a comer con él y sentí que le había fallado de alguna manera que yo no llegaba a entender.
—Tengo una comida con mi agente de prensa y con mi representante —me dijo en la puerta.
—Ah, ya, lo entiendo.
—No me avergüenzo de ti, chica cobarde. —Me cogió la barbilla y al sentir sus dedos sobre mi piel, percibí de nuevo ese pellizco extraño en mi interior—. En realidad, me avergüenzo de ellos. No quiero que te conozcan.
—¿Por qué? —pregunté con curiosidad.
—Porque no quiero que conozcan mi más valioso secreto.
Se volvió y me saludó con la mano, antes de meterla en el pantalón y andar con paso decidido de vuelta a dondequiera que fuera.
Subí la escalera envuelta en una bruma. Ahora era el «valioso secreto de Jay» y eso me emocionaba mucho más que ser la «mujer despiadada» para mi jefe. Entré en el apartamento sin percatarme de que la puerta cedía sin que apenas girara la llave. Alguien me puso una mano sobre la boca y me atrapó las manos a la espalda. Dejé caer la mochila e intenté pegarle una patada sin conseguirlo. Comencé a sentir un miedo aterrador y mi primer pensamiento fue para el tipo de enfrente, el que era adicto al crack. «Ya está —me dije—, ahora me devolverán a España en un ataúd de zinc. Ni huir en condiciones puedo.»
El hombre siseó a mi oído.
—No grites, por favor, no grites.
La verdad era que no me pareció una amenaza realmente amenazante e intenté girar la cabeza para ver quién era el que me pedía que no gritara. Vi a un joven de color y grandes ojos castaños, que parecía tener mucho más miedo que yo. Le hice un gesto negando y él me destapó la boca y me soltó los brazos.
—Soy Joseph, el hijo de Lulah. Me buscan y, como no sueles estar nunca en el apartamento, he pensado que era un buen lugar para esconderme —explicó jadeando.
—¿Y quién te busca? —pregunté con más curiosidad que preocupación.
—La policía.
—¡Joder! —La curiosidad dio un salto y se precipitó hacia el terror.
—¡Ya suben! —exclamó él, mirando en derredor.
Oímos los golpes en las puertas y el grito de una mujer, que debía de ser su madre.
—¿Se puede saber qué has hecho? —inquirí, mirando yo también a mi alrededor buscando un posible escondite.
—Una pelea callejera.
—¿Bandas?
—Sólo quería ayudar a un amigo, pero la cosa se descontroló.
—Se descontroló, ¿eh? —Me froté la frente con desesperación sin saber qué hacer—. ¡Pégame! —exigí.
—¿Qué? No voy a hacerlo. Nunca he pegado a una chica.
—Hazlo.
—No. Así podrías acusarme de agresión —negó él, retrocediendo.
—Yo no haría nunca eso, idiota —contesté, para a continuación hacer lo más estúpido que se me ocurrió. Me pegué yo misma un puñetazo. Caí hacia atrás y me golpeé con uno de los cerrojos de la puerta, comenzando a sangrar de inmediato.
Él se arrodilló a mi lado y me sujetó la cabeza.
—¿Estás bien?
—No. Me siento idiota.
—Bueno, también lo pareces.
Me levanté maldiciendo y en ese momento golpearon con fuerza la puerta.
—¡Policía de Nueva York; abra!
—Mierda —musité, y vi que Joseph corría hacia la escalera de incendios.
»Por ahí no —siseé, y lo arrastré hacia el baño—. ¡Métete en la bañera!
Salí deprisa y abrí la puerta antes de que la tiraran abajo, lo que podían hacer sólo con un pequeño empujón. Dos policías con uniforme azul marino me observaron con detenimiento y uno de ellos dio con el pie en la puerta para dejarla abierta por completo, mientras sujetaba la pistola con las dos manos. Y ahí sí que sentí verdadero pavor, porque si me pedían los papeles, con suerte me vería embarcada en un vuelo esa misma noche con destino a Madrid. No tenía sentido disimular, así que interpreté como si estuviera en España; tantos años de fingir lo que no era me habían dado una buena base para ello.
Lo delaté en la primera frase.
—¡Por allí! —grité—. ¡Ha saltado por la escalera de incendios!
Uno de ellos corrió hacia la ventana abierta y el otro, que parecía un poco más amable, me observó con atención.
—¿Está herida? Veo sangre en su ropa.
—Me ha empujado al intentar retenerlo y me he caído, nada importante. ¡Corran o se les escapará! —aullé con intensidad.
El policía entrecerró los ojos un instante, dudando, pero yo estaba demasiado acostumbrada a ser escrutada, así que no me inmuté, destilando seguridad. Al final, caminó con lentitud, mirando el pequeño apartamento como si esperara ver aparecer a Joseph detrás del sofá y, deteniéndose un segundo angustioso frente a la ventana, decidió saltar a la escalera de incendios sin más preguntas.
—¡Buen trabajo! —dije, asomando medio cuerpo por la ventana—. ¡A la derecha! —les indiqué cuando los vi examinar la estrecha calle.
Ellos levantaron la vista un momento hacia mí y yo señalé un edificio abandonado en la acera de enfrente. Cuando vi que se acercaban a él, cerré la ventana y corrí al baño.
—Y ahora ¿qué? —le pregunté a Joseph jadeando.
—Esperaremos un rato a ver si desaparecen. ¿Eres actriz? Penny dice que sales con un actor.
—No. —Sonreí girando la cabeza y gemí al notar el chichón—. Soy paseadora de perros.
—¿Y eso te gusta?
—Más que ser actriz —contesté, y descubrí que hacía tiempo que no me sentía tan bien.
Esperamos casi una hora, hasta que se dejaron de oír las sirenas y no vimos más uniformes por la calle. Acompañé al chico a la puerta y me despedí de él.
Suspiré hondo y miré al joven de mi misma altura y complexión, quizá demasiado delgado.
—Joseph, no le des estos disgustos a tu madre.
Él agachó la cabeza con gesto apesadumbrado y comprendí que era algo que escuchaba a menudo. Una vez que lo vi bajar la escalera, cerré la puerta con los cinco cerrojos, me dirigí al baño de nuevo y me di una larga ducha. Cuando me miré en el espejo tenía un ojo entrecerrado y empezaba a teñírseme de morado.
Me puse unos vaqueros y una camiseta al oír de nuevo golpes en la puerta.
—¿Sí? —pregunté antes de abrir.
—Soy Lulah, la madre de Joseph.
Descorrí los cerrojos y abrí. Frente a mí había una mujer de color, oronda, con el pelo corto ensortijado y una bata floreada hasta media pierna. Se cubría con un delantal blanco y olía deliciosamente a comida recién hecha. Llevaba una fuente cubierta con un paño oscuro.
—Usted dirá.
—Sólo quería agradecerle que haya ayudado a mi hijo. Aquí es difícil encontrar gente amable y que se preste de forma desinteresada a ocultar a un... un...
—Un joven que está despertando a la vida y a veces tiene que cometer errores para descubrirla —la interrumpí.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y extendí la mano, invitándola a entrar.
Ella se sentó en el sofá con gesto desconsolado y yo me instalé a su lado.
—Intento ser una buena madre, conocer a todos sus amigos, tener siempre comida en la mesa, llevarlo a la iglesia todos los domingos. Pero eso no es suficiente.
Parecía sentirse derrotada y le sujeté la mano con cariño.
—Bueno, puede que ahora no le parezca suficiente, pero creo que Joseph es un joven inteligente y que sabrá aprender de sus errores.
—¿De verdad lo cree?
—De verdad lo deseo.
—Le he traído una tarta de manzana. Es lo menos que podía hacer por... por ya sabe.
Cogí la fuente y levanté el pequeño paño, aspirando el aroma dulce y picante.
—Gracias, es usted muy amable —conseguí decir.
—Veo que pocas veces le han regalado algo —comentó ella.
—Nunca me habían regalado nada tan sabroso —confesé.
Se levantó con gesto cansado y se dirigió a la puerta.
—Penny dijo que era una buena niña y Penny nunca se equivoca.
—Penny habla demasiado.
—Por lo que veo, usted tampoco se equivoca. Buenas noches.
—Buenas noches.
Me senté de nuevo en el sofá y comí casi con gula parte de la tarta. De nuevo me había olvidado de comprar algo para cenar. Eché un vistazo a la cocina de gas, que nunca había sido encendida, y me pregunté si algún día conseguiría convertirme en una chica valiente, como afirmaba Jay.
Y también me pregunté si él estaría pensando en mí en ese momento.