5
«Querido diario... me he apuntado a un curso de repostería»
Jay, hoy habría sido nuestro aniversario. Tal día como hoy nos conocimos. Pero no me he permitido estar triste. Tú no me habrías dejado. Tampoco he ido a trabajar, necesitaba estar sola. Me he cambiado el traje por unos vaqueros desgastados y una camiseta y me he apuntado a un curso de postres creativos. Quiero ser capaz de hacer algo más que galletas con trocitos de chocolate. Sé que eso te gustaría.
La experiencia ha resultado frustrante. A mi lado se ha colocado el único hombre de las quince personas que estábamos apuntadas al curso. He sentido su mirada sobre mí durante más de la mitad de la explicación de la repostera, hasta que, por fin, se ha decidido a hablar.
—Un sitio interesante.
—Mmm... sí —he contestado sin prestarle mucha atención.
—Me lo recomendó un amigo que se acaba de divorciar —ha continuado—, como yo.
He seguido sin mirarlo, mostrándole lo poco cautivador que resultaba su argumento; yo sólo estaba allí para aprender a hacer unas galletas de las que te sintieras orgulloso.
—¿Estás divorciada? —ha preguntado el hombre.
—No.
—¿Soltera?
—No.
—No llevas anillo de casada.
—Lo sé.
—Eres lo más bonito de esta sala —ha dicho, bajando la voz e imprimiendo a su tono una pizca de seducción rancia.
Esa vez lo he mirado con atención.
—Ya sé por qué te divorciaste —ha sido mi respuesta.
Él ha reído con un sonido ronco y su brazo desnudo ha rozado el mío. Me he apartado algo incómoda.
—Ella nunca supo entender que, a veces, el hombre está caliente y necesita... más.
—¿Así que estás caliente? —he inquirido, enarcando una ceja y mordiéndome el labio.
—Sí, tú me estás poniendo así con tu actitud de falsa frígida que seguro que gime gritando con una buena polla entre las piernas —ha siseado, fingiendo un jadeo con un tinte asquerosamente lascivo.
—Puedo ponerte todavía más caliente —he dicho yo, reprimiendo una arcada.
Lo he mirado con una sonrisa cándida en los labios y he balanceado el bol metálico, lleno hasta la mitad de caramelo líquido y ardiente. Sin pensármelo dos veces, lo he dejado caer con disimulo sobre su entrepierna, que ya mostraba un claro abultamiento.
El hombre aullaba y maldecía mientras corría hacia al baño para refrescarse.
—¿Qué ha sucedido? —ha preguntado la profesora de repostería.
—El pobre necesitaba algo que lo calentara —he explicado, encogiéndome de hombros, mientras un coro de risas provenientes de las mujeres se alzaba cubriendo mi sonrojo.
Me he despedido antes de que él saliera del baño y he decidido no volver nunca más. Porque me he dado cuenta de una cosa: lo único que necesito para hacer galletas es a ti.
Y tú ya no estás.
Llovía cuando he llegado a casa y, tras ducharme, me he servido un tequila y después otro y después otro, sentada en mi jaula de barrotes de oro, hasta que he conseguido no sentir nada más. No sentir la soledad que me acompaña allá adonde voy, esté con quien esté.
Lo siento, Jay, pero no volveré a hacer galletas.