10

El primer deseo

 

 

 

Al día siguiente me levanté la primera y preparé yo el café. Desperté a Jay haciéndole cosquillas y sonriendo como una tonta. Él me sujetó de un brazo, me arrojó a la cama y se colocó sobre mí.

—¿Quieres jugar? —susurró con voz ronca, subiéndome la camiseta y acariciándome la piel hasta que me estremecí, y no fue precisamente por las cosquillas.

—No. —Me solté y acabé rodando hasta caer al suelo.

Su rostro apareció sobre mi cabeza; sonreía de forma canalla.

—¿Estás bien?

—Muy bien —contesté, al tiempo que me levantaba de un salto, intentando olvidar lo que había sentido cuando sus manos rozaron mi piel—. Me voy de compras. Y quiero que desaparezcas hasta las ocho de la tarde, momento en el que me esperarás en el restaurante.

—A ver si lo he entendido: me despiertas con caricias...

—Eran cosquillas —repliqué.

—No tengo cosquillas

—Eso ya lo veremos.

—¿Es una promesa?

—Lo es.

—Bien, me despiertas con caricias...

Resoplé y él sonrió poniéndose las dos manos debajo de la cabeza y dejándome ver el comienzo de sus abdominales, cubiertos de una suave flecha de vello negro que apuntaba a una considerable erección, a la que se dirigió mi vista como si tuviera un imán.

—... para luego decirme que me largue; ¿lo he entendido bien?

—Sí.

—¿Me recompensarás esta noche?

—Espero que esté buena la comida.

—Eso no lo dudo. —Y su mirada recorrió ardiente todo mi cuerpo.

Me volví y le saqué la lengua mientras cogía el bolso. Subí la escalera y llamé a la puerta de Penny. Esta vez abrió sin preguntar y me dejó entrar. Dentro del pequeño salón esperaban Lulah y Mara.

—Perdón, no sabía que tenías visita —me excusé.

Mara se levantó sujetando un bolso de charol negro entre las manos y sonrió.

—Vamos todas —anunció—. ¿Cómo lo decís las jóvenes? —Se volvió hacia su nuera.

—Mañana de chicas —contestó Lulah, casi con el mismo aspecto juvenil que su suegra.

Y en ese momento me pregunté dónde me estaba metiendo de nuevo.

Salimos en unos minutos, charlando animadamente, y tropezamos con Malik en el portal.

—¿Adónde vais todas juntas? —preguntó.

—Mañana de chicas —explicó Mara.

—Me apunto. Hoy tengo el día libre.

—Mañana de chicas —repitió Mara.

—¿Y...? —replicó él.

—Vamos, él es una de nosotras. —Penny entrelazó un brazo con el suyo.

Recorrimos varias calles en dirección al centro de Harlem, una zona que yo desconocía por completo. Las aceras se hicieron más estrechas y el tráfico y la gente, extraño. Y entonces fui yo la que entrelazó el otro brazo de Malik. Penny rio y se adelantó con Lulah y Mara.

—Malik.

—¿Sí?

—He estado pensando en lo que me contaste hace semanas sobre tu familia.

—¿Y...?

—Tengo algo de dinero ahorrado...

—No lo digas muy alto...

Bajé la voz.

—El caso es que quisiera dártelo, para que puedas traer a tu hermano.

—Vaya. —Me miró totalmente sorprendido y se detuvo, haciendo que yo tropezara—. Eso es... No tengo palabras. Gracias.

—Las gracias a los curas, o a los imanes, o a quien se las merezca.

—Tú te las mereces. —Sonrió y me plantó un beso en la boca.

—Vamos, que nos esperan. —Tiré de él algo avergonzada hasta el grupo de las chicas, que esperaban en una esquina, frente a lo que parecía una pequeña boutique.

—¿Es aquí? —pregunté, mirando el escaparate con estupor. Lo más moderno que vi era con toda probabilidad de los años setenta.

—No te asustes; madame Bovary tiene un taller secreto —dijo Penny, arrastrándome adentro.

—¿Como la novela de Gustave Flaubert? —exclamé sorprendida.

—¿Y ése quién es? ¿Un nuevo modisto francés?

Y no sé lo que me dio más miedo, si el taller secreto o la secreta modista francesa con nombre de novela.

Nos recibió una mujer madura, con un falso acento francés, ataviada con un traje de chaqueta negro y un monóculo colgando del cuello. Penny le explicó lo que yo necesitaba y las demás se entretuvieron en toquetear la mercancía. Esperé con ansiedad una vez que se internó en las profundidades de la tienda. Salió a los pocos minutos con un único vestido en las manos. Lo depositó sobre el mostrador y lo mostró para que todos nos acercáramos.

—¿Es un Prada? —pregunté reconociéndolo.

—De imitación, por supuesto —aclaró Penny.

—De producción propia, por supuesto —contraatacó madame Bovary.

Acaricié la tela con suavidad.

—Es demasiado...

—Es ideal —intervino Lulah.

—Pruébatelo —insistió Mara.

Me metí en el pequeño probador, me quité la ropa y me puse con cuidado el delicado vestido de color granate, creado por tiras que se superponían unas a otras sin que se notara la costura, que se ajustó a mis curvas como una segunda piel. El cuello barco contribuía a estilizar mi figura y, al ser de escote bajo, le añadía un toque de sensualidad. Sencillo y asombrosamente elegante. Salí con una sonrisa tímida al centro de la tienda.

—¡Estás preciosa! —aplaudió Malik.

—Bueno, supongo que en el lugar de donde tú vienes tampoco habrás visto muchos de éstos —murmuré algo cohibida.

Penny lo miró con fijeza y le dio un tirón de orejas.

—¿Qué ha sido esta vez, Malik? ¿El pastor de cabras que huyó de Pakistán en una furgoneta de la Media Luna Roja?

Malik enrojeció y bajó la vista.

—¿Me has engañado de nuevo? —pregunté del todo sorprendida.

—Sus padres viven en Queens con su hermano pequeño —explicó Lulah, negando con la cabeza.

—¿Cómo?

—Sí; él abandonó su hogar para trabajar en un deli porque necesitaba encontrarse a sí mismo —continuó Mara.

—Serás imbécil —farfullé.

—¿Eso quiere decir que ya no me darás tu dinero? —preguntó Malik, recuperando su sonrisa.

—Eso quiere decir que ahora mismo estoy pensando por dónde meterte el dinero.

—¿Ah, sí?

—Y no es por donde tú piensas, descerebrado. ¿Querías que sufriera por ti?

—Quería averiguar qué tipo de persona eres.

—¿Y lo has conseguido?

—Sí. Tenemos mucho más en común de lo que tú crees.

Mascullé una maldición en silencio, pensando que, con bastante probabilidad, llevaba razón.

—¿Y Penny? —susurré, pero no lo bastante bajo.

—Yo sigo siendo puta —aclaró la mencionada.

—Ah, bueno, es un alivio. —Suspiré hondo.

Madame Bovary se acercó y estiró una arruga inexistente en mi costado, haciendo que todos nos centráramos de nuevo en el vestido.

—Ni siquiera podré llevar sujetador —musité, inclinando la cabeza y mirando el escote.

—No lo necesitas. —Penny se aproximó y bamboleó mis pechos.

—Es cierto. —Lulah hizo lo mismo, valorando su peso y caída.

—Ninguna mujer decente sale sin sujetador a la calle —argumentó Mara, cruzando los brazos.

—A ver. —Haciéndose hueco, Malik levantó mi pecho derecho—. Penny tiene razón.

Le di un manotazo y él se chupó el dedo con descaro.

—¿Queréis dejar de tocarme las tetas, por favor?

—¡Pobre chico de las galletas, si supiera el adelanto que le llevamos...! —añadió Penny, haciendo que todos rieran.

—Se parece a esa actriz, la de Pretty Woman, cuando la invitan al teatro. —Mara me miró pensativa.

—A la ópera —aclaró Malik sin perder la sonrisa.

—Sí, pero no te rías como ella —intervino Lulah.

—Aunque si te ofrece un collar de diamantes, acéptalo —decidió Penny.

Reí totalmente superada por la situación.

—¿Estáis locas?

—Yo no —replicó Malik.

—Tú el que más. —Lo miré con furia.

—Pero bragas llevarás, ¿no? —preguntó Lulah.

—Sí, y que estén limpias, que luego no se sabe en qué acaban estas citas —intervino Mara.

—¡Ay, Dios! —mascullé.

—Mejor no lleves nada, así no hay problemas de logística. Te lo digo por experiencia —explicó Penny.

Sentí un cachete en el culo y me volví para ver a Malik riéndose a mandíbula batiente.

—Ponte un tanga, será lo mejor —decidió él.

—Lo mejor será que me quite ya el vestido —exclamé, y me dirigí al probador arropada por un coro de risas.

Salí al poco rato y me mostraron varios zapatos que combinaban con el vestido. Me decidí por unas sandalias negras de tacón de aguja atadas al tobillo y también compré un clutch de piel negro. Después los invité a todos a almorzar en un pequeño restaurante y a primera hora de la tarde, charlando en un ambiente distendido, nos dirigimos al edificio de apartamentos. En concreto, a mi propio apartamento.

—De verdad —me excusé—, no necesito ayuda.

—Ya lo sabemos, pero nos gustaría ver el resultado, así que a ducharte rápido o llegarás tarde —replicó Lulah.

Sonreí y me metí en el baño dejándolos sentados en el sofá, mientras se tomaban un café y galletas de chocolate.

—¿Te has maquillado ya? —Penny asomó la cabeza por la puerta y yo me envolví más en la toalla.

—¡Estoy desnuda! —exclamé.

—No tienes nada que yo no tenga, así que espabila.

—Está bien —me resigné—, ahora te llamo.

Una vez vestida y con el pelo seco, me lo sujeté con una pinza en la nuca para maquillarme. Llamé a Penny conforme rebuscaba en mi neceser, abandonado del todo los dos últimos meses. Ella entró acompañada de Lulah, Mara y Malik.

—¡Madre mía! ¡La Mer! ¡Tiene la crema de La Mer! —Penny cogió el bote y lo mostró como si estuviera en un stand de promoción.

—Sí —contesté distraída, aplicándome la base del maquillaje—, fue un regalo de... —Me quedé en silencio, había sido un regalo de mi futura suegra—. Fue un regalo; ¿la quieres?

—¿Que si la quiero? Mataría por ella. —Penny se puso a dar saltitos con el bote en la mano.

—Toda tuya —dije, eligiendo el color de las sombras.

Al fin conseguí terminar de maquillarme, incluidos los labios, en el mismo tono que el vestido. Me dejé el pelo suelto, como solía llevarlo, y me miré al espejo sin reconocerme. No reconocía a la persona que vivía en España, ni a la persona que había llegado a Nueva York. Era como si hubiera creado a otra persona completamente diferente de las anteriores. Mis ojos brillaban y no podía evitar sonreír. Pensé en Jay y mi sonrisa se hizo más amplia.

—¡Momento fotos! —exclamó Malik cuando abandoné el baño, lista para salir.

Me cogió por la cintura y me dio un beso en la mejilla que quedó inmortalizado para la posteridad.

—Ésta deberías mandársela a tu madre, a ver si te deja volver a casa, una vez que compruebe que has encontrado por fin a una mujer de provecho —argumentó Mara.

Malik puso los ojos en blanco y alejó la cámara de modo que pudiéramos salir todos. Nos juntamos, sonreímos y la cámara disparó una ráfaga. Me sentía más viva que nunca, emocionada, contenta, arropada y querida. Les di un abrazo, recibí algún consejo más que procuré olvidar y bajé hacia el taxi que me esperaba en la puerta.

El vehículo se detuvo frente a la puerta del restaurante media hora después. Me apeé respirando hondo y alisándome el vestido, que me llegaba justo por encima de las rodillas. Noté alguna mirada curiosa posada en mí y pisé la alfombra roja bajo el toldo del mismo color, con mis tacones de aguja. Caminé firme hasta la entrada, donde un guardia de seguridad ataviado con un traje negro me abrió la puerta acristalada. El barullo de fuera se disipó y sólo oí el suave murmullo del hilo musical, a la vez que el maître inclinaba la cabeza en un saludo detrás del atril.

—Bienvenida al Bistró Le Fleur.

—Gracias. Tengo una reserva para las ocho —dije.

—¿Su nombre?

Me quedé muda. No había dado ningún nombre al reservar y me pregunté si no habría sido todo una burla del hombre del día anterior para quitarse a una farsante de en medio. El maître enarcó una ceja y esperó mientras yo intentaba balbucear algo sobre una cancelación. Él bajó la vista y recorrió con el dedo índice el grueso libro encuadernado en piel negra.

—Aquí está. Un caballero la espera —dijo sonriendo.

Chasqueó dos dedos y al instante se personó a mi lado un camarero uniformado, que abrió otras puertas de cristal adornadas con filigranas doradas, situadas a mi izquierda.

Lo seguí mientras se internaba en un salón sobriamente decorado con elegancia francesa mezclada con el chispeante estilo de los felices años veinte neoyorquinos. Las paredes estaban empapeladas en tonos caramelo y los sillones festoneados en terciopelo burdeos. Lámparas de plata pendían del techo artesonado, iluminando la estancia de forma cálida e íntima.

Un hombre alto se levantó de una mesa al fondo en cuanto nos vio acercarnos. Lo cierto es que no lo reconocí. Me quedé parada a un par de pasos de Jay y emití un suave jadeo de sorpresa, aferrando con fuerza mi pequeño bolso entre las manos. Sentí que lo veía por primera vez y que en realidad lo conocía de toda la vida. Se había peinado hacia atrás, intentando sujetar el pelo con fijador, pero aun así le seguía cayendo un mechón rebelde sobre la frente y las puntas se le ondulaban sin remedio. Sus ojos brillaban con una tonalidad verde especial a la luz de las velas, situadas de forma estratégica sobre las mesas, y sonreía con amplitud, consciente del efecto que me había causado. Se acercó y me dio un suave beso en la mejilla, que se me encendió al instante, compitiendo con el tono de mi vestido.

—Estás impresionante —me susurró al oído con su voz tan ronca y rasgada.

—Gracias. Tú estás... diferente —murmuré, sentándome en el butacón que sujetaba el camarero por el respaldo.

—¿Eso es bueno o malo? —inquirió Jay sin perder la sonrisa y tomando asiento frente a mí.

—Diferente.

Me forcé a devolverle la sonrisa, ya que me había quedado sin palabras. Su apariencia de eterno adolescente había desaparecido, para resurgir en una masculinidad sin parangón. Incluso parecía más corpulento vestido con aquel traje a medida que con sus vaqueros desgastados y sus camisetas de grupos de rock.

—¿Desea tomar algo mientras decide? —me preguntó el camarero, haciendo que volviera a la realidad.

—Lo mismo que él —dije, tras mirar el vaso de grueso cristal que había a un lado de la mesa redonda, cubierta por un mantel de hilo de color crema.

—De acuerdo —asintió el hombre, y me entregó la carta encuadernada en piel negra con ribetes dorados.

Antes de que pudiera respirar de nuevo, depositaron un vaso lleno hasta la mitad de un líquido ambarino con cubitos de hielo, que tintinearon en cuanto lo tuve entre las manos. Bebí un largo sorbo y me atraganté. Jay sonrió divertido.

—¡Está fuerte! —exclamé, al tiempo que parpadeaba ante las lágrimas que brotaron de mis ojos.

—Es bourbon.

—Ah, vale —musité, cogiendo la carta y escondiéndome tras ella. Jay me había conocido con vaqueros y sin maquillar, en pijama, con el pelo enredado y sucio, gritando como una posesa y llorando como una chiquilla. Y ahora, vestida con un traje de perfecta imitación de uno de Prada, maquillada, con el pelo suelto y limpio, oliendo a perfume... me sentí desnuda por completo ante su mirada. Me retorcí un mechón entre los dedos y examiné la carta a conciencia mientras pensaba qué decir.

—Está en francés —murmuré, pasando las hojas satinadas y buscando la traducción en alguna parte.

—Es un restaurante francés.

Asomé los ojos por la parte superior y lo miré.

—No entiendo nada.

—¿Qué te apetece, carne o pescado? ¿Tienes hambre?

—Carne —musité—, no tengo mucha hambre —añadí, y era cierto. Sentía el estómago cerrado y tenso.

—Elegiré yo por ti, ¿te importa?

—En absoluto; ¿entiendes francés?

—Sí.

—¿También estudiaste francés en el instituto? —pregunté con curiosidad, dejando la carta cerrada a un lado.

—No. Salí un tiempo con una chica francesa.

—Ah, ya —dije.

Otra vez silencio. Di unos golpecitos sobre la mesa con las uñas pintadas de rojo, buscando una salida.

—¿Estás nerviosa? —inquirió él y me miró con intensidad.

—No, bueno, sí. Algo —confesé al final.

—¿Por qué? —Mostró sorpresa.

—Me siento como si fuera una primera cita. Ya sabes, intentando encontrar la frase adecuada, no dejando que la conversación muera... —barboté.

—Es nuestra primera cita.

Silencio.

Mascullé una maldición en mi interior y mis dedos dejaron de tamborilear sobre la mesa para retorcer mi pelo de nuevo. Mientras tanto, Jay llamó al camarero y le ordenó una serie de platos y vino pinot noir en un perfecto francés.

—Me siento cómodo cuando estamos en silencio —dijo luego, volviéndose hacia mí.

—Me alegro —señalé.

«¿Me alegro? —pensé con desesperación—. ¿Es que no podía ocurrírseme nada mejor?»

—No me gustan las mujeres que llenan los silencios con frases tontas y risitas estúpidas.

—No pretendo gustarte —contesté.

«¿No pretendo gustarte?», me reprendí mentalmente. Esta vez cogí de nuevo el vaso y me bebí todo el contenido.

—Ya me gustas. Mucho. Así que llegas tarde —aseguró él.

Trajeron el vino y eso me salvó de pensar otra respuesta tonta, acompañada de una risita estúpida. Bebí y paladeé mientras me sentía observada.

—El vino está delicioso. —Esta vez ni me molesté en parecer idiota, lo estaba siendo—. Oh, vale —dije, apurando la copa y dándome cuenta por primera vez de que la verdad era que sí quería gustarle—. Estoy temblando. No quiero defraudarte.

—No me vas a defraudar.

—Pero me lo vas a poner difícil, ¿a que sí?

—No. No tienes que intentar ser alguien que no eres, porque ya sé quién eres.

—En realidad no sabes nada de mí.

—Sé que odias llevar el pelo recogido porque te recuerda que antes lo tenías que hacer a menudo, supongo que en tu trabajo, para parecer más adulta. Sé que tu color favorito es el negro, aunque apenas tengas prendas de ese color. Sé que te gusta el rock, aunque tu mp4 esté lleno de música clásica. Sé que eres metódica en tu vida diaria, aunque tu habitación esté siempre desordenada...

Lo interrumpí levantando una mano.

—Tengo mi propio orden.

—Tu propio orden desordenado. —Esbozó una leve sonrisa—. También sé que te gustan las comedias románticas, aunque hayas visto todos los dramas subtitulados de cine checo. Sé que finges que adoras este tipo de restaurantes, aunque en realidad los odias y prefieres comerte una hamburguesa con cerveza negra en cualquier pub. Sé que te gusta el helado de chocolate, las galletas de chocolate y todo lo que lleve chocolate. Sé que cuando te quedas en silencio, no te abstraes, sino que estás escuchando con atención. Siempre que estás nerviosa, inclinas la cabeza y dejas que el pelo te cubra la cara. Sé que cuando estás distraída a menudo sonríes como si recordaras algo especial. Sé que te gusto, aunque te empeñes en negarlo. Sé que te sientes incómoda ante las muestras de cariño, porque no las has tenido muy a menudo. Sé que no quieres pensar en él porque es lo que más te preocupa. Y sé que te niegas a decir tu nombre porque crees que pronunciándolo harás que todo esto se vuelva real.

—Vale, me rindo —dije bebiendo de nuevo—. Está claro que no tengo secretos para ti.

—Sigues teniéndolos. Pero yo también tengo toda la vida por delante para descubrirlos.

—¿Seguimos con ésas? —pregunté bastante turbada. No sabía muy bien si por sus palabras, por sus ojos refulgiendo con la luz de las velas o por el delicioso vino frío.

—Te lo dije desde el principio. No he cambiado de idea.

—¿Es que piensas que me voy a creer que te has enamorado perdidamente de mí en este tiempo?

—¿No has pensado que tú también te has enamorado de mí en este tiempo?

Abrí la boca para replicar que eso era absurdo, pero nos interrumpió una mujer alta, escultural y morena, enfundada en un minivestido negro y con unos altísimos zapatos de tacón. Agitó su pelo ondulado y posó una mano sobre el antebrazo de Jay. No me dio tiempo a cerrar la boca, que se me quedó abierta mientras la miraba estupefacta.

—Hola, Jay; ¿te veremos esta noche en el club? —inquirió con voz algodonosa y ligero acento eslavo.

—No, esta noche no, Nadia. —Le sonrió de forma ladeada y ella se alejó del brazo de un hombre vestido con un traje gris oscuro.

—¿Qué me he perdido? —farfullé al fin, viendo cómo sustituían la botella de la cubitera por otra.

—A veces suelo trabajar como camarero en alguna fiesta privada. Ya sabes, tengo que hacer contactos.

—Eso en mi país tiene un nombre. Se llama subirse y bajarse de las camas —mascullé entre dientes.

—Me he subido y bajado de alguna cama. Es cierto. —Soltó una carcajada y me miró fijamente.

—¿De cuántas? —exploté.

—¿Te están haciendo efecto el bourbon y la botella de vino que te has tomado? —inquirió con la mirada teñida de diversión.

—No has contestado.

—De algunas.

—¿Más de diez?

Enarcó una ceja y cogió su copa de vino, que balanceó en una mano.

—¿Más de veinte?

Bebió un largo sorbo y sonrió inclinando la cabeza, con lo que consiguió que sus pestañas sombrearan sus mejillas.

—¿Treinta? —Me atraganté con mi propia saliva.

—¿Crees que es adecuado preguntarme con cuántas mujeres me he acostado? —dijo, intentando zanjar el tema, pero estaba sonriendo.

—Si vamos a compartir nuestra vida, he supuesto que tengo derecho a saberlo —farfullé, y me arrepentí al momento siguiente.

Me cogió una mano y me acarició la muñeca con gesto pensativo. Sentí que me estremecía y un escalofrío me recorrió la columna vertebral. Mi estómago dio un vuelco y mi respiración se tornó agitada.

—Entonces, lo lógico es que yo también pregunte. —Levantó la vista y fijó en mí su mirada verde—. ¿Cuántos ha habido antes que yo?

—Aunque no me parece educado que lo preguntes, te contestaré.

—¿Sí?

Noté que tragaba saliva y su cuello se tensó de modo imperceptible. Por un momento me sentí triunfadora, pero sabía que lo mejor estaba por llegar.

—Ninguno. —Sonreí satisfecha.

El vino era jodidamente bueno.

—¿Qué? —murmuró—, ¿eres virgen? —Y sus ojos se abrieron de la sorpresa.

—No.

—¿Puedes explicármelo? —Y fue su turno de atragantarse.

Silbé con suavidad y me lancé al vacío.

El vino me dio alas.

—Ha habido algunos chicos antes; recuerdo uno en especial, mi primer año de carrera que... ¡joder!, tenía unas manos... Bueno, pero no es el caso. Me han besado, me han acariciado y he llegado a la ¿tercera, cuarta base? ¿No es así como lo llamáis los americanos? —Hice un gesto con la mano quitándole importancia—. Da igual, no entiendo nada de béisbol.

Sí que estaba bueno el vino, sí.

—Yo no entiendo nada de nada —afirmó él.

Lo ignoré y continué:

—También he tenido una experiencia lésbica, si se la puede llamar así. Mi mejor amiga, Vic, y yo, una noche de borrachera nos morreamos y nos magreamos un poco. Ya me entiendes.

—No, sigo sin entender nada —confirmó él de nuevo, sin apartar la mirada de mí.

—Juramos que nunca volveríamos a hablar de ello. No sé por qué te lo estoy contando.

—Quizá sea el bourbon mezclado con el pinot noir.

—La primera vez que fui al ginecólogo —Jay tosió casi escupiendo el delicioso vino—, era virgen, tenía dieciocho años. Dos años después, en una nueva revisión, ya no lo era. No sé cómo ni qué sucedió.

—En tu experiencia lésbica ¿utilizasteis algún tipo de objeto que...?

—No, que yo recuerde. —Me pasé el dedo por el puente de la nariz—. Aunque la verdad es que estábamos bastante borrachas.

—Estás prometida —exclamó, asumiendo un hecho que no había sucedido.

—Acordamos que esperaríamos hasta la noche de bodas. En realidad lo acordó él. Aunque dormíamos juntos, no como Malik y yo, ya me entiendes.

—Ahora sí lo entiendo y no me gusta.

—Lo curioso es que cuando anunciamos que nos casaríamos, todos pensaron que estaba embarazada.

Tosió de nuevo y se aflojó el nudo de la corbata en un gesto extremadamente sexy.

—Es obvio que no lo estabas. ¿Cuántos años tienes?

—Veinticuatro. Mi suegra —hice un gesto con ambas manos señalando comillas—, mi encorsetada suegra, se pegó un susto de muerte. Nunca he sido bastante para su perfecto hijo, aunque, como bien señaló ella: «Todavía soy joven y puedo alcanzar muchos logros en mi carrera».

—En eso último llevaba razón.

—La verdad es que es a la única que me entran ganas de llamar para decirle que estoy paseando perros, dándole clases en Harlem a un negro, o chico de color como dice ella, y saliendo con un actor en paro. Seguro que entonces consigo que le dé un ataque o piensa que soy de lo más cool.

—Le daría un ataque.

—Tampoco soy mala persona. No la llamaré —finalicé, y bebí de nuevo de mi copa, saboreándola con placer—. Y tú, ¿cuándo fue tu primera vez?

—A los catorce años.

—¡Eras un niño!

—Para muchas cosas, no. —Sonrió de forma sesgada, recuperando el aplomo.

—¿Y ahora tienes...?

—Veintisiete.

—Treinta en trece años. Mmm... tampoco son muchas.

—No he dicho que fueran treinta.

—¿Cuarenta? —Abrí los ojos, que suponía que lucían unas preciosas pupilas dilatadas por el alcohol.

—No te lo diré. No creo que fuera tan interesante como tu vida casi sexual y tu experiencia lésbica.

—¿Más de una a la vez? —inquirí de nuevo, y esta vez un trozo de patata asada se atoró en su garganta.

—Sí —farfulló al final.

—¿Experiencias homo con algún amigo?

Me miró con intensidad y frunció los labios, reprimiendo una sonrisa.

—No me gusta besuquear a mis amigos ni, ¿cómo lo dices tú?, ah sí, magrearnos.

—¿Sexo en grupo?

—¿Lo siguiente va a ser sexo tántrico? Chica cobarde, me estás empezando a poner nervioso. No sé si estaré a la altura.

—No has contestado.

—Sí.

—Ya. En alguna fiesta privada de esas para hacer contactos.

—Sí.

—¿Con hombres también?

Entrecerró los ojos y su mirada se topó con la mía, que tendía a dispersarse.

—Alguno había. Sí.

—¿Y tú...? —continué, pero él me interrumpió con rapidez.

—Pediré otra botella de vino.

—Todavía queda. —Saqué la botella de la cubitera y se la mostré—. Vaya, está vacía.

—¿No decías que tenías miedo de no encontrar la frase adecuada, de dejar morir la conversación...?

—Puedo seguir preguntando. Soy bastante curiosa.

—No creo que sea capaz de soportarlo. —Se puso la mano en el pecho con falsa consternación.

—Ésta es fácil: ¿alguna vez te has enamorado de verdad?

—Sí.

—Oh. Eso está bien. —Mostré un amago de sonrisa alegre.

—De la chica más sorprendente, curiosa e inquisidora que he conocido en mi vida, que ni siquiera sabe dónde demonios perdió su virginidad.

Le sonreí al camarero cuando nos llenó de nuevo las copas.

—Tienes razón, eso es un poco extraño.

—Lo que no comprendo es cómo tu prometido podía tenerte a su lado y no...

Levanté una mano y lo silencié.

—Tiene un absoluto autocontrol. Si dice que no es que no —murmuré. Y en ese momento el alcohol se agolpó en mi estómago y me di cuenta por primera vez de que lo de Toño era muy raro. Y me pregunté si él en realidad me amaba o si pensaba que había encontrado a la compañera perfecta para su perfecta vida gris—. Creo, ¡oh Dios!, creo que en realidad no me quería, que estábamos interpretando una obra de teatro y todo era un decorado de cartón piedra. ¿Cómo podía él no...? ¿Cómo podía yo no...?

Me llevé la mano al pecho, sintiendo un dolor insoportable. Jay cogió esa mano, la cubrió con la suya y me obligó a mirarlo.

—Llevábamos juntos dos años. Ahora, cuando lo pienso desde la lejanía, es cuando me parece irreal —musité.

—A veces el amor tiene muchas formas de representarse, y todas son igualmente válidas o adecuadas a cada momento o a cada persona.

—Pero yo...

—Sí, lo sé; tú no eres una persona que te conformes con cariño, tú necesitas amor, en el más amplio sentido de la palabra, con todos los riesgos que eso conlleva —afirmó.

A partir de ese comentario no pude pensar con claridad. Mi mente retrocedía al pasado, analizando cada situación, escena, conversación casual... sin llegar a comprenderlo o a entenderlo. Y eso me llevó a un estado de tristeza y vulnerabilidad que intenté disimular cuando trajeron los postres. Jay había elegido para mí una mousse de chocolate con cremosa nata cubierta de canela. Cogí la cuchara y me metí un poco en la boca.

—Mmm... deliciosa —dije, pero percibió el súbito cambio en mi tono de voz.

—Él se equivocaba, chica cobarde. Tú no eres así. Eres vibrante, divertida, cínica, inteligente y llena de vida. —Sonreí casi entre lágrimas. ¡Maldito vino!—. Y lo mejor de todo es que ahora eres mía —concluyó con arrogancia.

Lo escuché sin levantar la vista del plato y supe que él estaba observando en silencio cómo me terminaba la mousse y suspiraba con deleite. Trajeron la cuenta y abrí la carpeta de piel. Los números me bailaban y resoplé. Rebusqué en mi pequeño bolso y saqué varios billetes. Conté. No eran suficientes. Me enfadé conmigo misma por no haber sido previsora. Levanté la vista, pero Jay estaba inclinado, revolviendo en el bolsillo de su pantalón. Dejó sobre la mesa varios billetes arrugados y yo le cogí uno de cien dólares.

—Lo siento —mascullé—, no he calculado bien. Te lo devolveré.

—No es necesario.

Mientras se llevaban la carpeta, le entregué un pequeño paquete envuelto en seda rosa.

—¿Y esto?

—Es de parte de Penny. No tengo ni idea de lo que es.

Lo abrió con algo de suspicacia y sonrió asintiendo. Me mostró una tira de diez preservativos enfundados en plástico negro, con sólo dos palabras en blanco xerografiadas en cada uno de ellos: «Lucky Charm».

—¿Crees que los necesito como amuleto de la suerte? —preguntó.

—Creo que deberías guardarlos. La gente nos está mirando. —Y por primera vez me di cuenta de que varias personas nos habían estado observando toda la cena—. ¿Por qué nos miran? ¿Habrán descubierto que somos unos farsantes vestidos con trajes de imitación?

—Te miran a ti. Me tienen envidia.

Entrecerré los ojos y oteé con disimulo el restaurante. A lo lejos, tras las cristaleras, pude ver el destello de un flash.

—Me parece que le están haciendo fotos a alguien.

—Igual hay algún famoso por aquí. Suele ser normal.

—¿Ah, sí? ¿Quién? —Me subió el ánimo, debido probablemente a todo el chocolate que había ingerido—. ¿Algún cantante o actor famoso? ¿Conoces a alguno?

—No.

Estuve unos instantes más buscando entre los comensales sin llegar a reconocer a ninguno. Llevaba en Nueva York más de dos meses y no había conseguido ver a ningún famoso. Estaba rompiendo una regla sagrada de la ciudad.

—¿Podrías colarme en alguna de esas fiestas privadas? —pregunté, encontrando la solución.

—No.

—¿Por qué? —Me sentí ofendida.

—No quiero mezclarte con ellos. Tú eres diferente. —Se estiró de forma descuidada la camisa blanca y asomaron los tatuajes de su brazo. Eso me distrajo del objetivo principal.

—Jay.

—No te voy a llevar, chica cobarde, no insistas. Y antes de que digas algo, no es por ti, es por mí y por ellos.

—Bien, respeto tu privacidad. Iba a preguntar otra cosa.

—Tampoco te voy a decir con cuántas mujeres me he acostado.

Resoplé y mi pelo voló.

—Es acerca de los tatuajes. —Percibí que se relajaba.

—¿Quieres saber cuántos tengo?

—No. Quiero saber por qué tienes todo el brazo izquierdo tatuado excepto una franja blanca en el antebrazo.

Su mirada se tornó melancólica de nuevo y su voz sonó más ronca.

—Es la línea de la vena que va hasta el corazón. —La resiguió con un dedo sobre la chaqueta de su traje—. Casi me muero por ella, y es ella la que me da la vida. La dejé en blanco por eso.

—¿Fue muy duro? —pregunté, sujetándole la mano.

—Sobreviví, es más de lo que pueden decir muchos. —Sonrió con inmensa tristeza—. Vamos, yo también tengo una sorpresa para ti.

—No necesito preservativos con mensajes ocultos —farfullé, y seguí apretándole la mano. Parpadeé y mi vista se quedó fija en su boca.

—¿Jay?

—No son preservativos —aclaró.

—Lo sé, es que... —Volví a mirar con intensidad sus labios anchos y suaves—. Creo que tienes algo en la lengua.

Sonrió con amplitud y procedió a mostrarme toda la extensión de su apéndice, que balanceó con diversión.

Abrí los ojos desmesuradamente y me incliné de forma peligrosa sobre la mesa.

—¿Eso es...?

—Un piercing en la lengua, sí —confirmó él sin perder la sonrisa.

Entorné los ojos con suspicacia. Era la primera vez que se lo veía.

—¿No es incómodo?

—Para mí no.

Enarqué una ceja y me mordí el labio a conciencia.

—¿Y para los demás?

—Bueno —dejó la servilleta a un lado con desgana y levantó la vista para mirarme—, me han comentado que puede llegar a ser muy placentero, dependiendo del lugar que bese.

Jadeé de modo inconsciente y estuve segura de que enrojecí también como una amapola. Él ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa destinada a producir una descarga eléctrica por toda mi piel.

Lo consiguió.

—¿Cuántos... cuántos agujeros más tienes? —Disimulé recurriendo a la curiosidad.

—Aparte de los normales —estuve a punto de tirarle un plato y él se rio—, en total cinco. —Se apartó el pelo, que ya le caía desordenado cubriéndole la oreja—. Tres en el lóbulo y uno en el tragus.

—¿Y el que queda?

—Ése dejaré que lo descubras por ti misma.

—Espero que no sea ésa la sorpresa. —Suspiré y gemí. Al unísono.

—No, es otra muy diferente. Dame un momento, quiero saber si está todo preparado —dijo, y se levantó para hablar con el maître, y yo me quedé pensando dónde estaría el próximo piercing decorativo en su cuerpo.

A la vez, vi cómo todas las miradas de los comensales que quedaban en el restaurante lo seguían. No podía culparlos, yo también lo estaba haciendo.

Volvió al instante y me tendió la mano. Salí sujetándome a su brazo y, a mi pesar, algo tambaleante. Fuera nos recibió el sonido del tráfico, las luces parpadeantes y la suave brisa que venía de la costa. Y una enorme limusina negra.

—¿Es para nosotros?

—Sí. —El conductor me abrió la puerta y me acomodé en los sillones de piel asimismo negra, al tiempo que me sentía algo incómoda e intranquila por no saber nuestro destino.

Jay entró un segundo después y subió el separador de cristal opaco.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—Ya te he dicho que es una sorpresa. No seas impaciente.

—No voy vestida para hacer galletas, y mucho menos para cantar en el metro.

—Creo que para cantar en el metro vas perfecta. Conseguiríamos mucha más recaudación. —Su mirada me recorrió y acarició mi piel, haciéndome sentir un inoportuno escalofrío de advertencia.

El automóvil se detuvo en un semáforo y Jay desvió la mirada hacia fuera, dándome algo de espacio; sin embargo, nuestras manos siguieron entrelazadas en el centro del asiento, sobre el suave cuero. Él me acariciaba de forma inconsciente la muñeca, y producía pequeños espasmos de placer en mi vientre tenso. Estaba comenzando a asustarme por lo que su presencia me causaba. Una vez que me había despertado del letargo provocado por las pastillas, había comenzado a sentir, en una palabra. En ese instante, él giró la cabeza y me miró con intensidad, lo que hizo que me diera un salto el corazón.

—Chica cobarde...

—Mmm... —murmuré, perdida en la profundidad de sus ojos.

—¿Quieres quedarte conmigo en Nueva York para siempre?

Y la melodía de seducción que estaba sonando en mi cerebro se saltó una pista del disco, la aguja chirrió y me hizo volver a la realidad en un microsegundo.

—Para siempre es demasiado tiempo —susurré.

En sus ojos vi el dolor que esas palabras le produjeron, pero en ese momento no pude o no quise ofrecerle otras diferentes.

—Para mí no —sentenció, frunciendo los labios.

Suspiré hondo y lo miré con ternura.

—¿Cómo puedes saber que estás enamorado de mí? —La pregunta brotó de mi boca impulsada por la desconfianza y él percibió que no lo había creído cuando lo había mencionado otras veces.

—No he sentido nada igual por nadie en toda mi vida. Si esto no es amor, no sé qué otra cosa puede serlo. —Fue su explicación y, sin más, giró de nuevo la cabeza y se quedó mirando fijamente la concurrida acera.

Durante un instante observé su reflejo en el cristal tintado y deseé sentir lo que él decía sentir por mí, pero para eso necesitaba más tiempo. Necesitaba algo que todavía no sabía cómo identificar.

No pronunció una sola palabra más hasta que paramos, casi media hora más tarde, frente a un edificio que parecía la sede de una cadena de televisión. Jay me ayudó a salir y yo miré hacia arriba, sintiendo vértigo. Al entrar, un vigilante de seguridad nos saludó llevándose la mano a la visera de la gorra. Cogimos un ascensor y Jay pulsó el botón del último piso.

—¿Vamos a un mirador?

—El mejor de todos —contestó sonriéndome.

Parecía haber recuperado la seguridad que lo caracterizaba, como si hubiera olvidado la conversación de la limusina.

—¿Cuál?

—El cielo.

En ese momento, el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron para dar paso a un helipuerto. El piloto esperaba de pie fuera, fumándose un cigarrillo. Saludó a Jay y me tendió la mano. Yo continuaba mirándolo todo con gesto de sorpresa.

—No te da miedo volar, ¿no? —me preguntó él.

Negué con la cabeza, porque no tenía palabras. Jay me guio hasta el interior y me sujetó con fuerza el cinturón de seguridad. Se acomodó a mi lado e hizo lo mismo. Entrelazó su mano con la mía y dio unos pequeños golpes en cabina. Las aspas comenzaron a girar a una velocidad vertiginosa y, sin que apenas se notara, el helicóptero se elevó unos metros, como una mariposa, cogió velocidad y viró a la derecha, lo que provocó mi primera exclamación. Luego la siguieron muchas más.

Frente a mí se extendía la isla de Manhattan, con su skyline brillando con luces de neón, anuncios publicitarios y diminutas ventanas encendidas. A veces pasamos tan cerca de algunos edificios que hasta pude ver a la gente en su interior, otras nos elevamos para tener una vista lejana del conjunto. Pero lo más especial fue cuando sobrevolamos Central Park.

—Hace cientos de años, la ciudad de Nueva York estaba habitada por los indios lenape. La llegada de los colonos supuso un cambio en la forma de vida de los primeros pobladores, que incluso dieron nombre a las principales avenidas de la ciudad. Los indios la llamaban Mannahata, que viene a significar pequeña isla. Por aquel entonces, Times Square era un parque donde vivían castores y nutrias, en los altos de Harlem abundaban los osos negros y los pumas eran una presencia casi habitual en lo que ahora es Battery Park —explicó Jay concentrado, sin soltarme la mano.

Yo lo escuché atenta, sin perderme una sola palabra de su explicación, fluida y a la vez concisa, que resumía para mí cómo había nacido aquella urbe inmensa.

—Luego llegaron los holandeses, que la denominaron Nueva Ámsterdam, pero pronto perdieron la hegemonía frente a los ingleses, que le cambiaron el nombre por el que conocemos, en homenaje al duque de York. —Hizo una pequeña pausa y yo lo miré con intenso interés—. Ahora están rodando una película con Daniel Day-Lewis y Leo DiCaprio sobre los conflictos que sucedieron más tarde en Five Points, donde la violencia y la lucha por el poder entre las diferentes nacionalidades dieron lugar a una precaria tregua. En el siglo diecinueve comenzó la verdadera expansión económica y urbanística que ha desembocado en lo que ves ahora —finalizó, observándome con una sonrisa.

—Realmente es una ciudad que te enamora —murmuré, mirando el hermoso cielo a nuestro alrededor.

—¿La ciudad te enamora y yo no? —Negó con la cabeza con gesto resignado y yo me reí—. ¿Qué demonios estoy haciendo mal?

En ese instante me miró con tanta devoción, que la sangre corrió más deprisa por mis venas. Al ver de repente el Empire State, me solté de su mano y señalé mientras daba un pequeño grito.

—¡Mira, ahí está!

—¿Desviando la conversación de nuevo, chica cobarde? —inquirió él, al tiempo que ladeaba la cabeza con una media sonrisa.

Lo ignoré y me centré en experimentar las sensaciones, el aire golpeando el helicóptero, el rotor girando sobre nuestras cabezas, las luces titilantes y su presencia junto a mí. Su presencia que lo llenaba absolutamente todo.

 

* * *

 

Aterrizamos después de casi dos horas. Me sentía excitada, contenta, nerviosa e inquieta. Más viva que nunca antes. Nos apartamos hasta que las aspas dejaron de girar, mientras Jay me abrazaba, protegiéndome del aire. El piloto bajó y se despidió. Nosotros nos quedamos en la inmensa azotea, mirando la noche de Nueva York con otros ojos.

—¿Te ha gustado?

—¿Estás de broma? ¡Me ha encantado! Si pudiera saltar con estos tacones, lo haría —exclamé con una amplia sonrisa.

Él me cogió la cara entre las manos y me observó con intensidad.

—Joder, chica cobarde, no dejes de sonreír nunca, tu risa alimenta mi alma.

—Si sigues haciéndome estos regalos no lo haré. Prometido. —Me reí. Y al instante cambié el gesto—. Lo siento —murmuré—, te habrá costado una fortuna.

—Ya te dije una vez que daría la vida por verte sonreír. —Su mirada brilló iluminada por la luna y sus labios se acercaron a los míos.

Los abrí de forma instintiva al sentir su aliento cálido sobre mi mejilla. Nuestras bocas se encontraron y la suavidad se transformó en fiereza. Levanté los brazos para enlazar las manos en el cabello de su nuca y él pasó las suyas por mi cintura hasta que me levantó y dejé de pisar el suelo. Sentí cómo su mano se deslizaba por mi espalda para acabar enredada en mi pelo y me giró la cabeza para intensificar la fuerza de su boca. Le mordí el labio inferior, se lo recorrí con la lengua y él la hizo suya, jugando con ella, demostrándome lo que de verdad era ser besada con una pasión sin límites.

Me apretó con fuerza, jadeando y murmurando contra mis labios, una y otra vez:

—Joder, te quiero. Te quiero. Te quiero. Te quiero.

Sus dedos dejaron marcas en mi piel, sus besos se fijaron en los míos y su boca me conquistó. Sus palabras abrasaron mi alma como nunca nada lo había hecho antes.

—Estás temblando —susurró.

—No puedo... no puedo dejar de hacerlo. —Me abracé a él y miré sus ojos febriles de deseo brillando en la oscuridad—. Bésame o no creeré que es real.

Sus labios me acariciaron y su lengua se internó en mi boca hambrienta. Sentí la pequeña bola negra recorriéndome, haciéndome cosquillas y produciéndome sensaciones insospechadas. Intenté sujetarme mientras notaba que volaba, que mi cuerpo desaparecía, que podía tocar el cielo con sólo extender una mano. Giramos y giramos sin separarnos ni un solo instante, unidos por nuestros labios, por nuestro deseo desbocado. Y por un instante la inmensa ciudad de Nueva York desapareció y sólo estuvimos él y yo.

Se apartó con suavidad, respirando como si le faltara el aire, y apoyó la frente contra la mía.

—Mi amor. —Su voz ronca me atravesó—. No puedo vivir si tú no estás a mi lado.

—Lo estoy, Jay. Estoy aquí. —Y me estremecí de nuevo.

Él se apartó y, con rapidez, se quitó la chaqueta y me la puso sobre los hombros. Incliné la cabeza, aspirando su olor impregnado en la prenda, y suspiré hondo.

—Lo has conseguido. Tu deseo —dije, sin dejar de sostenerle la mirada.

—¿No sabes qué día es hoy? Siete de julio, la madrugada del siete de julio —remarcó—. En realidad he perdido, llego unas horas tarde. —Sonrió con tristeza.

—No, Jay, no has llegado tarde. Has llegado en el momento justo —afirmé, y él me abrazó con tanta fuerza que casi me dejó sin respiración.

Permanecimos así varios minutos, en silencio, escuchando nuestras respiraciones acompasadas, sintiendo la calidez de nuestros cuerpos juntos, como si no hubiera existido el pasado, como si, realmente, no hubiera un mañana.