23
Oh, happy day!
—¡Mátame! ¡Mátame, por favor, y acaba con este sufrimiento! —mascullé cuando noté los primeros rayos de sol incidiendo de forma dañina en mis ojos.
Jay se inclinó sobre mí y me besó la frente con ternura.
—No tienes fiebre, así que es sólo una resaca. —Ante mi bufido de repuesta, se rio y en mi cerebro tronó el mismísimo Zeus desde el monte del Olimpo—. Una considerable resaca.
—¡¿Dónde está el maldito alambique de Mara?! —farfullé contra la almohada, escondiéndome de la luz como un vampiro.
—¿Qué pretendes hacer ahora, chica despiadada? —inquirió con tono suave y una pincelada de diversión.
—¡Destruirlo! ¡Prenderle fuego! —Lo miré compungida, intentando enfocar la vista—. ¿Podrías conseguirme unos cuantos explosivos?
Él rio roncamente.
—No creo que estés en condiciones de hacer nada todavía.
—Lo haré en cuanto tú consigas que esta habitación deje de girar a mi alrededor como una peonza —murmuré, apretándome la cabeza con las manos.
Su risa se tornó más ronca y lo oí levantarse y dirigirse a la cocina. «Como me traiga una taza de café —pensé—, se la arrojo a la cara.» Sin embargo, regresó con un paño mojado en agua fría que depositó con cuidado sobre mi frente.
Al poco rato me quedé dormida de nuevo. Cuando me desperté a media mañana, parte del malestar había desaparecido, pero seguía sintiéndome débil y el dolor del brazo se volvió insoportable. Y mi humor lo acompañó. Más cuando todos los habitantes del edificio hicieron su aparición por turnos para interesarse por mi estado. Pero hice gala de la exquisita educación adquirida en mi tercer año de instituto, cuando me trasladé a un colegio privado de Inglaterra. Sonreí y al instante esbocé una mueca asesina.
—¡¡¡FUERA!!! —vociferé.
Por primera vez, todos obedecieron enseguida.
Al atardecer, me arrastré hasta el baño y me di una ducha de agua fría que despertó todos mis sentidos. Salí tiritando, envuelta en una toalla, y me senté en el sofá con Jay, que había permanecido impertérrito e indiferente a mis ataques de furia durante todo el día. Me pasó un brazo por los hombros y me atrajo hacia él. Me recosté en su pecho tatuado y respiré su olor como si fuera lo único que quisiera hacer el resto de mi vida.
Y entonces él habló:
—Ahora llamarás a tu madre.
—¡¡¡¿Qué?!!! —estallé—. Para hacerlo debería beberme otra botella del maldito licor que fabrica Mara.
—Piensa sólo por un momento en cómo se sintió Lulah al ver que su hijo no regresaba una noche a casa. ¿Cómo crees que estará tu madre?
—No conoces a mi madre —suspiré.
—Algún día tendré que conocerla y no quiero que piense que soy el tío raro de los tatuajes que le robó a su hija.
—Aunque fueras el shah de Persia lo seguiría pensando.
—Hazlo por ti. Necesitas hacerlo.
—Está bien —claudiqué—, pero luego no me pidas explicaciones.
—No lo haré —afirmó él.
Mi madre respondió al cuarto tono y yo pulsé el altavoz del teléfono.
—Mamá, soy yo —murmuré.
—¿Y quién eres tú? —contestó ella con la voz fría como el hielo.
—Yo.
—Ah, sí, creo recordar que tenía una hija que solía llamarme «madre».
—Sigues teniendo una hija, mamá. —Suspiré hondo y apreté los puños.
—¿Y qué tal te va por Manchester? —preguntó, como si estuviese hablando con cualquier amiga.
—No estoy en Manchester —contesté, del todo confusa.
—¿Ah, no? ¿Y dónde estás? —inquirió ella con voz tranquila.
—Estoy en Nueva York. Verás, quiero decirte algo. —Vacilé un momento, que no me hizo que fuera lo bastante prudente—. He conocido a una persona y no sé cuándo regresaré.
—¿Estás bien? —preguntó con voz impersonal y ausente.
—Sí, aunque ayer me dispararon, y trabajo paseando perros para un hombre extraño de una nacionalidad que todavía desconozco. Vivo en Harlem y mi... mi pareja es actor. Él... —vacilé de nuevo, viendo a Jay enarcar una ceja morena con sorpresa, dada mi fluidez verbal— tiene algunos tatuajes y un aspecto... peculiar.
—Pues ahora, si dejas de contar mentiras, te voy a decir yo a ti la verdad. —Miré atónita el teléfono—. Estás en Manchester, siempre te gustó esa ciudad. Recuerdo que cuando estudiaste en aquel colegio privado de allí, para lo que tus padres tuvieron que pedir una segunda hipoteca sobre la casa, solías decir que Manchester era una ciudad desaprovechada. Estás cursando un máster de Economía aplicada, muy útil para tu nuevo trabajo. Volverás a tiempo para la boda, que será preciosa, y para la que me he comprado un vestido de color ciruela de Donna Karan ciertamente espectacular. Les sonreirás a todos y te disculparás por no haber podido despedirte de la forma correcta. —Hizo una pausa para coger aire y soltó una suave risa maléfica—. ¡¡¡¿Me has entendido?!!!
—A la perfección, mamá —mascullé.
—Bueno, cielo, y ahora cuídate mucho, que ya sabes que en Inglaterra hace bastante frío y no quiero que cojas un catarro tonto; ¿de acuerdo? —dijo con suavidad.
—Me compraré un abrigo —respondí.
—Me parece una idea estupenda. Pero que no sea negro, ya sabes que el negro te hace parecer un poco cucaracha. —Se rio a carcajadas.
—Me lo compraré marrón, entonces.
—Eso sería ideal. Cariño, tengo que dejarte, tu hermano está a punto de llegar. Ya le diré que has llamado. Y no te olvides de estudiar mucho.
—No lo haré, mamá.
—Un beso, cielo.
—Un beso, mamá.
Me volví hacia Jay, que había escuchado toda la conversación, primero con un claro gesto de desconcierto, después con incredulidad, para pasar por último al enfado; y lo miré.
—Ésta es mi madre, que se ha inventado una historia perfecta para presumir con sus amistades, ha acabado creyéndosela y, además, piensa que vestida de negro parezco una cucaracha.
—No creo que me apetezca conocerla. ¿Cómo es que no huiste antes? —musitó—. ¿Cómo es que te pareces tan poco a ella?
—Todos dicen que me parezco a mi padre —contesté, ignorando la primera pregunta.
—Es posible que no quiera venir a la boda.
—Es seguro que no querrá venir a la boda.
—¿Eso te importaría?
—No demasiado —contesté, y lo miré con intensidad; el nudo en el estómago había vuelto. Me deshice de la toalla y me tumbé desnuda sobre él—. Ahora hazme olvidar, chico actor que hace galletas.
—¿Que te dispararon ayer...?
—No, que tengo que comprarme un abrigo marrón.
Y con esas simples palabras, Jay lo entendió todo. Y me hizo olvidar. Más de una y de dos veces en realidad.
* * *
Aquella primera semana de septiembre, cuando los acaudalados habitantes del Upper fueron regresando de sus residencias en los Hamptons y Martha’s Vineyard, cuando las clases se reanudaron y las calles se vaciaron de niños y se llenaron de rostros serios que se encaminaban a sus trabajos, cuando Central Park dejó de ser un poco de todos para ser un poco más nuestro, las dudas volvieron a asaltarme sin permitirme descansar un segundo.
Y que Vic llamara dos días después de la conversación con mi madre no ayudó.
—Dime que no es verdad que te dispararon —susurró con voz ahogada en cuanto cogí el teléfono.
—Es cierto —musité, y me froté descuidadamente la venda que me cubría el brazo.
—Pero ¡¿eres idiota?! ¡¿Cómo se te ocurre decírselo a tu madre?! —preguntó, y no pude por menos que darle la razón.
—Estaba un poco resacosa... —balbuceé—, quizá quería hacerle ver que soy capaz de hacer más cosas de las que ella espera.
—¿Como dejar que te peguen un tiro? —replicó Vic.
—Vale, me excedí —admití, y me sequé las lágrimas que brotaban de mis ojos.
Ella, que adiviné que sabía lo que estaba haciendo yo en ese instante, cambió el tono de voz.
—Si te soy sincera, no se lo cree —añadió—; dice que eres capaz de inventarte cualquier historia para hacerla enfadar, como aquella vez que confesaste que fuiste tú quien prendió fuego a las cortinas de la sacristía cuando te escondiste para fumar en octavo y, de paso, para beberte todo el vino de comunión.
—Eso fue verdad.
—Lo sé, estaba contigo, ¿recuerdas? Pero ella no se lo creyó. No quiere creer que su perfecta hija tenga imperfecciones.
—Las tengo, muchas, vinieron de serie. Ya no hay posibilidad de devolución. Es demasiado tarde.
—No lo es, ahí te equivocas. —Vaciló un momento—. Verás, he estado pensando. Sé lo que te dije y lo sigo manteniendo. Ese actor y tú tenéis algo diferente, algo que hace que la gente os mire y crea en vosotros. Sin embargo, también siento que, de continuar así, no tendrá futuro.
—¿A qué te refieres? —inquirí algo molesta.
—Te conozco desde hace mil años, y... —hizo una pausa demoledora—, después de lo que sucedió con Sergio, sé que no serás capaz de vivir eternamente en ese sueño erótico de revolcones pasionales en la cama, en la bañera, en el sofá; ¿en el suelo también?
—También.
—Joder, es peor de lo que me esperaba; ¿cuántas veces...? ¡No! ¡No! ¡No me lo digas!
—No pensaba hacerlo.
—Volviendo al tema principal —resopló de forma enérgica—, llegará un momento en que te harás la pregunta.
—¿Qué pregunta?
—Y después ¿qué?
Ambas nos quedamos en silencio. Ya me estaba haciendo esa pregunta, llevaba haciéndomela desde que oí a Joseph diciendo: «¿Cuántos crees que podrán abandonar Harlem alguna vez?».
—Eso fue lo que te atrajo de Toño —continuó Vic con voz suave—, que sabías que estaba asegurado a todo riesgo. Que tu futuro con él iba a ser exactamente igual que tu presente.
¡Maldita fuera!, tenía razón de nuevo y yo era incapaz de admitirlo.
—Con ese actor te has volcado como si fueras otra persona, sin pensar en el mañana, viviendo el día a día —murmuró—. Tienes veinticuatro años, no dieciséis, para cometer locuras como escribir tonterías en el cielo con una avioneta. ¿Qué sucederá cuando tengas treinta y veas la vida de otro modo? ¿Cuando pasear perros ya no te parezca emocionante comparado con tu aburrido trabajo? ¿Cuando te plantees tener hijos y quieras para ellos lo que tus padres te ofrecieron a ti?
—No sé si eso sucederá algún día —contesté, empezando a enfadarme.
—Sucederá y entonces te arrepentirás de haber dejado a Toño y comenzarás a ver que los tatuajes y el piercing que tiene Jay ahí no son tan atractivos.
—No tiene ningún piercing ahí, pesada.
—¿Seguro? Le pega mucho, ya sabes, too hot! —exclamó, haciendo gala de la otra frase que sabía pronunciar en inglés.
—Lo nuestro no es sólo sexo —mascullé.
—Sí, estoy segura de que entre polvo y polvo jadeáis mucho... habláis mucho, quiero decir. —Chasqueó la lengua y me la imaginé frunciendo los labios—. ¿Qué sabes en realidad de él?
—Me lo ha contado todo —afirmé, sin saber si eso era cierto o no.
—¿Y es el padre que querrías para tus hijos?
—Todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad.
—Lo sé, sólo trato de decirte que ¿y si lo enfocas de otra forma? ¿Y si en vez de quedarte ahí intentas traértelo aquí? —Se quedó un momento en silencio, pensando—. Podríamos procurar buscarle algún trabajo, comprarle un traje, aunque fuera de Zara, para que pareciera un poco más presentable...
—Quieres convertirlo en Toño.
—No creo que llegue nunca a ser viceconsejero.
—¿Toño es viceconsejero?
—Sí, no ha perdido el tiempo mientras tú mirabas las estrellas desde Central Park. Se ha esforzado mucho, y mucho más la tarántula de su madre, tejiendo la tela de araña...
—Me... me alegro por él —murmuré.
De nuevo se hizo el silencio, como si no tuviéramos nada más que decirnos.
—Sólo piénsalo, ¿vale? —pidió.
—Está bien, lo pensaré —prometí.
* * *
Y como lo había prometido y seguía siendo cobarde, aunque me esforzara en cambiar, lo pensé. Lo pensé mientras caminaba con los perros tirando de mí en la Quinta Avenida, lo pensé mientras Brando casi me arrastra dentro del lago persiguiendo a un pato, lo pensé mientras intentaba que Winnie no se zampara la merienda de un niño y lo seguí pensando cuando regresé al apartamento y vi que Jay no había llegado todavía de la reunión que tenía en el centro con su agente.
Salí a fumarme un cigarrillo a la escalera de incendios, observando con tranquilidad cómo las sombras iban cubriendo los edificios que me rodeaban. Suspiré y me recosté contra el metal.
—Se lo llama selección natural, muchacha. —La voz ronca de Penny sobre mi cabeza hizo que pegara el habitual respingo que casi me hizo aterrizar en el suelo.
—Hola, Penny, ¡qué oportuna! —musité con sarcasmo—. ¿Cómo sabías lo que estaba pensando? —pregunté, mirando cómo bajaba torpemente hasta que se sentó a mi lado.
—Desde el principio del mundo las mujeres siempre hemos buscado al macho alfa —determinó.
—¿Y eso lo sabes por...?
—Por las novelas románticas y los culebrones del cable, desde luego, no hay nada más sabio que eso desde la Ley de las Doce Tablas —afirmó.
—Ah... ya.
—¿Es que no has leído nunca una novela romántica? —preguntó con incredulidad.
—No... —vacilé—, no es mi tipo de lectura preferida. Bueno quizá Lo que el viento se llevó. ¿Sirve?
—Niña, a veces me preguntó en qué cueva te han tenido escondida.
La miré entornando los ojos.
—Te lo explicaré. —Resopló con fuerza—. Nunca encontrarás una novela romántica cuyo protagonista sea un joven aspirante a actor, lleno de tatuajes, con pendientes, con una cuchillada en el abdomen, que no tiene dónde caerse muerto y que lleva un piercing... ya sabes tú dónde.
—No tiene ningún piercing ahí —repliqué frunciendo los labios.
—¿Estás segura?
—Lo estoy.
—Todos los protagonistas son hombres vestidos con un traje a medida, guapos, bueno, el traje siempre los hace parecer más guapos, triunfadores, con un carisma arrollador y mucho, mucho dinero. Y lo único que nosotras buscamos durante toda la vida es a alguien así, que nos convierta en la princesa de nuestro propio cuento de hadas.
—¡Ésa es una idea machista y retrógrada! —exclamé.
Ella se encendió un pitillo con parsimonia y me miró con algo de tristeza.
—Es la realidad, niña. Los chicos como Jay son nuestros primeros amores en el instituto, los chicos en los que vemos el peligro, que nos seducen por ser precisamente los que más problemas atraen... pero después nos casamos con hombres como Toño. Y más tarde, si nos aburrimos, nos buscamos uno parecido a aquel que recordamos, con el que nos revolcábamos en las tórridas noches de verano en Harlem.
La miré estupefacta.
—¿Estás intentando decirme que lo deje?
—No. —Negó con la cabeza, expulsando el humo por la nariz como si fuera una locomotora—. Te digo que abras los ojos. Tu chico actor es mucho más de lo que ves, porque sólo ves su cuerpo cubierto de tatuajes, sus pulseras de cuero, su anillo en forma de calavera y sus Levi’s caídos en las caderas.
—Ya sé que es mucho más —contesté.
—No, chiquilla —sonrió meneando la cabeza—, sigues creyendo que el traje hace al hombre, pero no es así; es su piel, aunque esté dibujada, son sus ojos melancólicos, capaces de desarmar a una mujer y convertirla en fuego líquido, son sus brazos fuertes y su conversación inteligente.
—Sé que piensas que soy tonta, pero todo eso yo ya lo he visto.
—No creo que seas tonta, chiquilla, pero vi a Jay el día que apareció su padre y el día que te dispararon. Se puso como loco, creo que habría sido capaz de enfrentarse él solo con todo un ejército para encontrarte. Si hubiera estado en el momento del disparo, se habría interpuesto en el camino para que a ti no te hirieran. ¿Lo habría hecho el hombre del traje, Toño?
—Es imposible de predecir. Nuestra vida no conllevaba los riesgos que tengo aquí. Además, Jay me pareció que estaba bastante tranquilo cuando me encontró. Creo que es capaz de conservar la calma en cualquier situación.
—Sí, porque sólo los hombres fuertes son capaces de esconder sus debilidades a aquellos que aman, con el fin de protegerlos. Tu chico es un líder, lo ha sido siempre bajo un disfraz de perdedor, hasta que al final tuvo que creérselo para sobrevivir. —Suspiró hondo y me pellizcó la mejilla—. Si lo pierdes, no te lo perdonarás nunca.
—No lo perderé —repliqué.
—¿Estás segura de que no lo perderás? —inquirió—, porque si yo pensara que tenía siquiera una posibilidad de que él me mirara una vez en toda mi vida como lo hace contigo, ahora mismo te empujaba escaleras abajo de tal forma que cayeras de cabeza.
Enarqué las cejas con gesto de enfado.
—Pero no lo haré —sonrió con picardía—, aunque nunca entenderé qué demonios vio en ti.
En ese momento, la puerta del apartamento se cerró y oí el paso firme de Jay.
—No le digas una palabra de esto —siseé nerviosa.
—¿Crees que no lo sabe? —Meneó la cabeza y se levantó para subir hasta su casa.
Jay se asomó con una sonrisa ladeada.
—Hola, ¿cómo estás? ¿Te duele mucho? —preguntó, rozándome el brazo con los dedos, lo que me provocó un escalofrío.
—No, estoy bien —dije, y entré de un salto.
Me dirigí a la cocina y abrí el frigorífico ganando tiempo para procesar la conversación con Penny. «¿Estás segura de que no lo perderás?» resonaba en mis oídos una y otra vez y se mezclaba con la voz de Vic: «Lo vuestro no tiene futuro». «El traje no hace al hombre, lo hace su piel, sus ojos...», otra vez Penny. «¿Y si lo convirtiéramos en alguien presentable?», de nuevo Vic. Cerré de golpe la nevera con una Bud en la mano.
Jay se acercó lentamente, sabiendo que me sucedía algo, y se paró en medio del salón cruzando los brazos, lo que solía hacer cuando estaba inquieto.
—¿Cómo ha ido la reunión? —pregunté con una sonrisa forzada.
—Bastante aburrida. Me han dado el guion, ¿te gustaría leerlo? Quisiera saber tu opinión —dijo él, enarcando una ceja, intentando descubrirme.
—Sí, claro, aunque no entiendo nada de eso; ¿de qué va?
—Es una película independiente, de bajo presupuesto. Una historia que transcurre en la Guerra Fría.
—Ah... ya. De bajo presupuesto —murmuré, ya que esas dos palabras fueron las únicas que tuvieron significado para mí en ese momento.
—¿Qué sucede, chica cobarde?
Se acercó e intentó atraerme hacia él. Lo esquivé y me dirigí hacia la ventana.
—Nada —musité.
—¿Tienes miedo de que alguien pueda hacerte daño de nuevo? No lo permitiré, lo prometo —aseguró, y sus manos se posaron en mi cintura con gesto posesivo.
Yo me estremecí y me di la vuelta mirándolo de frente cuando él agachó la cabeza para que alcanzara sus ojos.
—¿Y si no sale bien? Después ¿qué? —Ahí estaba la pregunta. Me mordí un labio al instante, arrepintiéndome de haberla pronunciado.
—¿Qué quieres que te diga, chica cobarde? Sé que estás esperando una respuesta que asegure tu futuro, pero no está en mi mano. No todavía. Lo único que sé es que haré todo lo posible por conseguir tu felicidad.
—Lo sé —murmuré, y lo abracé con fuerza, perdiendo todos mis temores al aspirar su olor, al sentir cómo me rodeaba.
—Sin embargo, no puedo retenerte —susurró con voz inmensamente triste.
Levanté la vista y sus ojos verde oscuros brillaron con intensidad, recibiendo el reflejo de la luz artificial que entraba de la calle.
—¿Todo sería diferente si yo tuviera un apartamento en el Upper como aquel que nos prestaron? ¿Si tuviera todo el dinero del mundo para ponerlo a tus pies?
Lo pensé con detenimiento y me di cuenta de que Jay nunca llegaría a vivir en un sitio así, era demasiado para él, para nosotros. Pero ¿era suficiente lo que teníamos ahora?
—Chica cobarde. —Negó con la cabeza—. No hace falta que lo digas, lo veo en tu rostro. ¿No puedes amarme como yo te amo a ti?
—Jay, yo ya... —Y mis palabras murieron antes de ser pronunciadas.
—Son dos palabras. Necesito oírlas —exigió con ternura.
—¿Cómo estás tan seguro de que es amor lo que sientes por mí? —pregunté a mi vez, como si necesitara pruebas tangibles, algo real a lo que agarrarme. Como si nunca hubiera llegado a creérmelo del todo.
—Porque me volvería loco si supiera que no puedo volver a besar tu boca. —Dio un leve suspiro.
—¿Y si cambias? ¿Y si conoces a una actriz espectacular que comparte contigo más de lo que yo podría compartir nunca?
—Nadie podrá compartir conmigo lo que tú, porque sólo tú sabes quién soy en realidad. Tan sólo te pido una cosa: dámelo todo de ti como yo te doy todo de mí —suplicó y lo miré de nuevo, perdiéndome en la profundidad verde y caramelo de sus ojos.
—Ya te lo doy todo —murmuré.
—No, sigues guardando una parte escondida para ti. Sabré que me amas cuando tus labios lo pronuncien —afirmó.
—Bésame —pedí en cambio y arrastré las manos para atraparle la nuca.
—Es un principio, chica cobarde —contestó, atrayendo mis labios a los suyos.
Me cogió en brazos y me llevó a la habitación. Me tendió en la cama y él lo hizo sobre mí, mirándome con pasión. Nos desnudamos en silencio, despacio, como si descubriéramos nuestros cuerpos por primera vez. Me besó ardientemente toda la piel, sin dejar un pliegue abandonado, como si quisiera arrastrar y llevarse con su amor todas mis dudas. Cuando se lo pedí en un grito mudo, se deslizó dentro de mí y ambos nos mecimos despacio, disfrutando del roce de nuestros cuerpos uniéndose y separándose.
—No me abandones, chica cobarde —jadeó—. Si lo haces no podré vivir sin ti. Cree en mí. Cree en nuestro amor.
—Creo en ti —murmuré, cerrando los ojos.
Se dejó ir en cuanto oyó mi gemido y sintió que me aferraba a su cuerpo con toda la fuerza que me quedaba. Cayó sobre mí temblando, con la piel húmeda por el sudor, respirando de forma agitada, y yo le acaricié el pelo con infinita ternura.
«Nunca te perderé» dije en silencio, haciéndome una promesa.
—Te amo tanto, chica cobarde. ¡Joder, si superas cuánto te amo! —susurró.
Yo besé su frente perlada de su sudor y sus ojos se elevaron hasta toparse con los míos, y vi en ellos tanto amor que mi interior se deshizo convirtiéndose en fuego líquido.
Nuestras palabras eran ciertas; pronuncié mi promesa desde lo más profundo de mi alma, y supe que si algún día lo perdía, yo también estaría muerta. Sin embargo, las estrellas que nos esforzábamos por ver tumbados en el césped de Central Park las noches de verano, ya tenían escrito nuestro destino.
* * *
—¡Ya voy! —le grité a Penny, que esperaba en el salón tres días después.
Me subí el vestido granate que había llevado en nuestra primera cita y me contorsioné para que me cupiera. Intenté abrocharme la cremallera y ésta se atoró a medio camino.
Salí descalza y me volví hacia Jay, que esperaba vestido con un pantalón negro y una camisa blanca con el primer botón desabrochado.
—No puedo subirme la cremallera, creo que he engordado —murmuré.
—El reverendo Stevens no te dejará entrar si no vas en condiciones. —Penny acompañó sus palabras taconeando con fuerza en el suelo con unas plataformas de color amarillo. Miré su atuendo de reojo y me pregunté qué sería ir en condiciones, porque ella llevaba un vestido ajustado de color verde esmeralda, que hacía juego con una sombra de ojos que se extendía casi hasta sus sienes. Una pamela azul cobalto con varias plumas de colores completaba el conjunto, de por sí espectacular.
Jay me acarició con un dedo la curva de la espalda y ronroneé de forma inconsciente. Él rio y desatascó la cremallera, subiéndola con dificultad.
Me di la vuelta, sintiéndome embutida en el vestido.
—¡Vaya, niña! Sí que has engordado —exclamó Penny, y yo la miré con odio.
—No le hagas caso; estás preciosa, como siempre —afirmó Jay, tendiéndome las sandalias con una mano.
Me las puse haciendo equilibrios y cogí el pequeño clutch de piel negra.
—Ya estoy —jadeé, casi sin respiración.
Me alisé el vestido con las manos y mi mirada captó la de Penny, que observaba a Jay, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón negro, el cual me miraba a mí.
—Es mío —siseé cuando pasé a su lado.
—Pues no sabe lo que se pierde. —Ella me sacó la lengua y se rio a carcajadas.
Para ser sincera, Jay estaba especialmente guapo ese día; no se había afeitado y la suave sombra de su barba descuidada, junto con la sencilla elegancia de la camisa y el pantalón, hacían que pareciera un hombre diferente.
Tuvimos que andar un par de manzanas hasta la iglesia presbiteriana del reverendo Stevens. La gente ya estaba entrando y me asombré de la cantidad de vestidos de colores vivos que vi junto a los trajes negros de los hombres y, sobre todo, al percibir que éramos los tres únicos blancos de toda la iglesia.
Cuando entramos en el lugar sagrado, Joseph nos hizo señas desde el tercer banco de la fila central; fuimos hacia allí y nos acomodamos, esperando. Observé con curiosidad la capilla, lacada en blanco brillante, con focos halógenos que iluminaban el techo artesonado de madera pulida y las vidrieras de colores que dejaban entrar los rayos de sol, convertidas en un caleidoscopio. Con puntualidad británica, apareció el reverendo Stevens, un orondo y alto hombre negro con gafas metálicas y poblada barba. Inmediatamente después lo hizo el coro, destellando en sus túnicas de satén granate, adornadas con estolas púrpura, entre los que reconocí a Lulah y a Mara. Malik había decidido unirse a nosotros en el almuerzo, que Jay se había ofrecido a pagar para celebrar que por fin le habían dado un papel en una película.
—¿No te sientes incómodo? —le pregunté en un susurro.
—¿Por qué? ¿Porque soy judío? Tú eres católica —murmuró, mirándome de forma penetrante—. Esto es un canto a la vida, a la libertad y al amor. No importa quiénes seamos. Para los judíos no existe el más allá, tan sólo tiene importancia lo que hacemos en vida, dejando una huella perenne de nuestro paso por la Tierra. Yo sé que lo cumplo sólo por la simple razón de estar contigo. La felicidad es un estado que podemos elegir, no es la meta, chica cobarde, es el camino.
—Tienes razón —afirmé—, como siempre, tienes razón.
El sermón empezó y todo el mundo se quedó en silencio. Cogí la Biblia y me perdí en la primera frase. Jay me apretó la mano y entonces me perdí en sus ojos. Y en ese instante empezaron a cantar. El góspel, cuyo significado es palabra de Dios, es una música que surgió como un canto de esperanza durante los siglos de esclavitud de la raza negra africana, y se convirtió en una muestra de sentimientos tan flagrante que te hacía estremecer. La armonía de graves, apenas oculta por el órgano, hizo que todos se levantaran hipnotizados por las voces que llenaron el pequeño espacio, inundándolo de paz y alegría en un solo instante.
Lulah se apartó del coro y cogió el micrófono buscándonos con la mirada.
—Oh, Happy Day! —entonó con voz profunda y extendió una mano hacia nosotros.
Yo me retraje y Jay se acercó a ella con una sonrisa deslumbrante. Cantó la siguiente frase con su voz desgarrada y rota.
Reprimí una sonrisa y le guiñé un ojo. Su voz conseguía atravesar los sueños, para terminar convirtiéndonos en fervientes creyentes.
El coro los seguía y los demás hacíamos lo propio, acompañando la cadencia impuesta por sus voces con palmadas.
Fue un momento con algo muy parecido a la magia. Mis manos daban palmas al ritmo de la música que brotaba de mi corazón. Allí descubrí que, en aquel lugar escondido, un lugar castigado con el desprecio de muchas miradas, entre las calles cubiertas por edificios de ladrillo marrón, escaleras metálicas y pintadas en las paredes, estaba lo que llevaba toda mi vida buscando. Fui a Nueva York a esconderme, hice mía la ciudad y ella me atrapó a su vez. Pero él, Jay, rompió todas las barreras que había ido construyendo paso a paso y me demostró lo valiente que puede ser el amor incondicional. Y sonreí, sonreí con completa felicidad. Cuando terminó la canción, los ovacionaron. Jay se inclinó y después le dio un beso a Lulah en la mejilla. Cuando volvió al banco, me abrazó por la cintura y sus labios buscaron los míos con desesperación.
—Conseguiré que cada día de tu vida sea un día feliz —prometió.
Me reí y le cogí la mano mientras la gente se iba despidiendo poco a poco.
* * *
Casi una hora después, llegamos al restaurante criollo donde íbamos a almorzar. Su mobiliario destacaba por su simplicidad, su robusta barra de brillante metal y sus colores fuertes. Las mesas eran redondas, plastificadas en blanco, rodeadas por media circunferencia de mullido sofá en piel roja, y situadas junto a las ventanas, por las que se podía observar con total libertad el bullicio de la avenida Malcolm X. Nos apiñamos todos en la misma mesa. Cuando vi la carta, tuve el mismo problema que en el restaurante francés. No entendía nada en absoluto.
—Creo que dejaré que pidáis vosotros —dije.
Penny negó con la cabeza.
—La que tenía estudios —bufó.
Todos rieron. Los platos elegidos fueron llegando en bandejas llenas a rebosar de brochetas de ostras, gumbo, jambalaya, quiche y ensalada de patata, tanto, que casi no cabían en la pequeña mesa. Los vasos de gin fizz corrieron de mano en mano, refrescantes y algo picantes, y las risas nos acompañaron toda la comida.
Nunca me había sentido tan bien, tan acompañada sin ser observada, como una más de aquella extraña familia que me había acogido desde el primer día sin preguntas. Bueno, sin demasiadas preguntas.
—¿Y qué? —preguntó Lulah, sofocando un pequeño eructo con la servilleta de hilo—. ¿Cuándo será la boda?
El estómago me dio un vuelco y no precisamente por la comida picante.
—Cuando ella ponga la fecha —dijo Jay sonriendo y pasando un brazo por los hombros. Sus dedos acariciaron de forma descuidada mi nuca bajo el cabello.
—En realidad nunca me lo has pedido. —Lo miré a los ojos enarcando una ceja.
—Esperaba hacerlo cuando consiguiera un «Te quiero» de tus labios, pero como veo que va a tardar, empezaré por el final —contestó él sin variar su gesto divertido.
—Esperad, que saco la cámara —exclamó Malik.
—¡Esto se avisa! —farfulló Penny indignada.
—¿Te has dejado los confetis en el apartamento? —preguntó Lulah, tomando un largo trago de gin fizz.
—No, los condones —confesó ella.
—¿Pensabas celebrarlo lanzándoles preservativos? —intervino Mara—. Ya no sé en qué piensa la juventud de hoy en día —masculló.
—Pues en lo mismo que lo hacía la de los días pasados, y si no que te lo diga Malik —contestó Penny.
Él se puso serio y torció la boca.
—Los hombres nos pasamos doce horas pensando en el sexo, ocho horas soñando con él y cuatro horas practicándolo, ya sea solos o acompañados.
Estallé en carcajadas junto con Penny. Lulah fingió sentirse abochornada y Mara escondió su risa tras la servilleta. Joseph chocó los cinco con él y levantó el pulgar en señal de asentimiento. Jay se limitó a volverse hacia mí y me susurró al oído:
—Realmente soy afortunado.
—El orden de los factores no altera el producto —le contesté, haciendo que un nuevo coro de risas nos rodearan.
Jay pidió silencio y, como éramos los que estábamos sentados en el borde del sofá, se levantó para, a continuación, arrodillarse en medio del restaurante. Atrajimos todas las miradas de curiosidad de los comensales y alguno detuvo el tenedor a medio camino de la boca para mirarnos sin dar crédito.
—¿Qué me dices, chica cobarde? ¿Quieres casarte con el chico actor que hace galletas? —preguntó, cogiéndome la mano.
Me mordí el labio y reprimí un pequeño ataque de histeria. Tragué saliva y no conseguí que brotara una palabra de mi boca.
—Sólo son dos palabras; no es «Te quiero», sino «Sí quiero». ¿Podrás hacerlo? —añadió sin perder la sonrisa, y sus ojos chocaron con los míos como si de un tren de alta velocidad se tratara; me arrolló el corazón, el alma y arrastró mi pasado.
Y lo único que vi fue a él, sus ojos verdes de mirada penetrante y su sonrisa triste y esperanzada. Sus labios sonriéndome como si fuera la única mujer sobre la faz de la Tierra y su incalculable amor.
—Pero sólo porque haces unas galletas deliciosas —contesté.
—¡Bah! —corearon todos—, ¡eso no sirve!
Jay inclinó un momento la cabeza y negó con ella, después suspiró y la presión sobre mi mano se hizo más intensa. Lo miré con tanto amor como veía en sus ojos y me rendí ante su carisma, su forma de ver la vida, su valentía y su tremendo honor.
—Sí, quiero —murmuré sólo para él.
Se levantó y me ayudó a ponerme en pie. Me besó con tanta pasión que el mundo que nos rodeaba dejó de existir. Los vítores, las felicitaciones, las risas, las palmadas. Todo desapareció porque ambos nos habíamos encontrado cuando nunca debimos hacerlo. Jadeantes, nos separamos y nos sentamos de nuevo.
Y entonces llegó la verdadera pregunta, que formuló Mara.
—¿Y el anillo?
Jay me miró desconcertado.
—Yo..., no he tenido tiempo. Creía que...
—No importa —dije—, de verdad que no importa, no necesito ningún anillo de diamantes —afirmé.
—Tienes un anillo —señaló Joseph, enarcando una poblada ceja hacia Jay.
Éste miró el que llevaba en forma de calavera, con dos circonitas en las cuencas, y después a mí.
—No creo que sea adecuado —comentó.
—Lo es. Ella necesita un anillo —sentenció Lulah—, si no la petición no es válida.
Jay se quitó su anillo y me lo puso en el anular de la mano izquierda, de donde resbaló y cayó sobre su mano. Lo intentó con el de en medio y sucedió lo mismo. Al final, con gesto resignado, me lo puso en el pulgar y me cerró la mano en un puño que besó con suavidad.
Yo sonreí y correspondí a su beso con otro en sus labios, que ocasionó nuevos vítores.
En cuanto nos separamos de nuevo, observé a mi nueva familia con el corazón henchido de felicidad. Penny se frotaba los ojos con disimulo. El rímel se le había corrido y gruesos regueros negros le recorrían las mejillas.
—No me digas que te has emocionado. —La miré comprensiva.
—¡Desde luego que no, chiquilla! Sólo estoy lamentando no haber traído mi colección de preservativos de sabores, hubieran sido la guinda del pastel. —Se secó una lágrima furtiva e hipó—. Es... es... —se le quebró la voz—, la pedida de mano más estrafalaria que he visto en mi vida.
—En eso tienes razón —corroboró Mara.
—Yo siempre tengo razón —dictaminó ella, recobrando la compostura.
—Pues a mí me ha parecido preciosa —la contradijo Malik con una sonrisa enternecedora.
Y todos nos volvimos hacia él.
—Hijo —Mara le dio un fuerte apretón en la mano—, así nunca vas a encontrar novia.
—Es que yo lo que quiero es encontrar novio —replicó él.
—Pero ¿tú...? —preguntó Joseph inocente.
—¿Acaso no te has dado cuenta del aceite que tengo que fregar todos los días frente a su puerta? —bromeó Lulah, quizá con demasiados gin fizz encima.
Malik lo miró completamente indignado.
—Eso es el lubricante con sabor a coco que utilizo yo. ¿O ninguno se ha dado cuenta de que soy puta? —intervino Penny.
—¡¿Cómo no vamos a saberlo si no paras de proclamarlo?! —exclamó Lulah.
—Se llama Técnicas de marketing —informó Penny.
Miré a Jay y nos entendimos con la muda comunicación de nuestros ojos. Sin que ninguno de ellos, enfrascados en otra de sus curiosas conversaciones, se diera cuenta, nos levantamos y desaparecimos abrazados rumbo a nuestro apartamento.
* * *
La luna bañaba mi cuerpo desnudo, cubriéndolo con un manto de difusa luz blanca. Jay, tendido a mi lado en la cama, dibujaba con el dedo índice algo apasionante sobre mi piel. Tenía los ojos entornados y parecía estar muy concentrado. A veces me preguntaba si era capaz de ver algo más de lo que a simple vista yo mostraba, si mi cuerpo era un plano de bits secretos para su mente.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté con un pequeño jadeo.
Él levantó la cabeza, saliendo de su ensimismamiento, y se apoyó en un codo de forma indolente, devorándome con la mirada.
—Aquí está el extremo occidental de sus alas —musitó, besando mi clavícula—, y aquí —deslizó el dedo, rozando de forma descuidada mi pezón, que se irguió al instante— la pezuña. —Solté un leve gemido y me estremecí ante su contacto—. Si desciendo por tu abdomen, encuentro la cresta del caballo —murmuró, dejando la mano abierta sobre la curva de mi cadera. Me removí inquieta y él sonrió con descaro—. Y si sigo la línea de tu vena —susurró, delineando con deliberada lentitud—, alcanzo la punta de la flecha —finalizó, y procedió a lamer con sensualidad el lugar indicado.
Le sujeté el pelo con las dos manos y lo obligué a mirarme.
—¿Sí? —inquirió él con aparente serenidad.
—Jay —dije, sintiendo cómo mi temperatura corporal ascendía hasta el punto de estallar ante el tono ronco de su voz—, deja de dibujar constelaciones y hazme ver las estrellas.
Me miró un instante fijamente, casi con insolencia, con desafío, con inusitada ternura, con el reflejo níveo y espectral de la luna en sus iris verdes y, aunque para mí en ocasiones era un demonio, aquella noche me subió al cielo.
Desperté poco antes del alba, en ese instante previo a la luz, en el que escondes los secretos de la noche compartidos, y me volví para ver cómo dormía. En algún momento en las horas anteriores nos habíamos soltado y él dormía con un brazo doblado sobre su pecho y el otro extendido hacia donde yo estaba. Sonreí al recordar cuánto lo amaba, cuánto me gustaba el contacto de su piel con la mía, el sabor de su boca, el tacto de sus labios, la suavidad de su cabello. Adoraba esos pequeños momentos en silencio, como si el tiempo se hubiera detenido. Unos momentos en los que sólo existíamos él y yo.
Tenía los ojos cerrados y respiraba de modo acompasado. Su rostro estaba vuelto en mi dirección, como si estuviera buscándome en sueños. Recorrí con la mano la cincelada curva de su mandíbula y él sonrió un poco. Deslicé un dedo por su nariz recta y él la arrugó, pareciendo más joven y despreocupado. Ahogué una risa que brotó feliz de mi pecho y observé con detenimiento su gesto tranquilo y sereno, sabiendo que él era el único que podía proporcionar paz a mi espíritu. Sus gruesas y largas pestañas daban sombra a sus mejillas, cubiertas por una ligera barba morena. Le aparté con ternura un mechón de pelo castaño oscuro de la frente y se la besé con suavidad. Él se removió, pero no llegó a despertarse.
Bajé la vista a su pecho descubierto y reseguí con los dedos el tatuaje con los versos de William Blake, jugando con el escaso vello que lo cubría. Subí mis caricias a lo largo de su brazo izquierdo, en el que se superponían, grabadas en tinta negra y gris, una capa de nubes de tormenta de las que brotaba un rosal floreciente hasta su cuello. Y en el centro la línea blanca con las dos palabras que serían para siempre mi seña de identidad: Chica cobarde. Sonreí y apoyé la mejilla sobre sus pectorales. Él me acogió en sus brazos en un acto reflejo y murmuró algo contra mi pelo. Suspiró y percibí cómo mi contacto lo relajaba.
Aspiré su olor, acaricié su piel suave y lo abracé con fuerza sintiéndolo mío. Era la piel la que hacía al hombre, pero era el corazón el que hacía a una persona, y yo fui por un instante la mujer más afortunada del mundo, porque bajo mi mejilla latía fuerte el corazón del único hombre al que sabía que amaría durante toda mi vida.