—¡NO SÉ QUÉ HACER! —exclamó Angie.

—Deja que lo vea —dijo Gaia arrodillándose.

La camisa oscura de Leon estaba empapada de sangre. Había tanta que a Gaia le costaba averiguar de dónde salía. Angie le sujetaba un pañuelo empapado contra el pecho, justo debajo del hombro izquierdo. Cuando Gaia levantó la tela para echar un vistazo, salió aún más sangre de un profundo agujero. Lo cubrió otra vez y apretó con fuerza.

—¡Trae a Myrna! —le dijo a Angie, que se puso en pie con los ojos atormentados.

—¡No sé dónde está!

—¡He dicho que traigas a Myrna! —repitió Gaia con dureza. La niña retrocedió y Gaia procuró suavizar el tono—: Tú puedes encontrarla mejor que nadie, y ella está preparada para esto. ¡Corre! ¡Tráela lo más rápido que puedas!

Angie miró aterrada a Leon y se marchó volando.

El joven giró débilmente la cabeza y Gaia apretó con más fuerza el pañuelo. Al pensar que podía estar herido en más sitios tuvo que hacer un esfuerzo para no dejarse dominar por el pánico. El entablillado de su brazo roto había desaparecido. Cuando fue a bajarle la camisa encontró otra herida de bala en la parte inferior derecha del torso.

—Gaia —susurró Leon—, dime que le he dado al Protector.

—No lo sé —contestó ella con un nudo en la garganta.

Intentó hacerle unos dobleces a la camisa para taponarle la herida inferior.

—Supongo que ahora acabarás con Peter —dijo Leon.

—Cállate.

Él hizo una mueca de dolor. Gaia miró en torno para ver si había alguien que pudiera ayudarla o algo que le sirviera de vendaje. Los adoquines estaban frescos bajo sus piernas, y la falta de luz solar imprimía al aire una cualidad umbría y polvorienta que oscurecía la sangre. Las personas de alrededor estaban también heridas.

Gaia se mordió el hombro de la manga y rasgó la tela. Luego hizo una bola que apretó contra el costado de Leon.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Pues claro.

—No mientas. Te vi con Iris. Y luego la operación. Eso quisiste decir con lo de vaciado, ¿no?

Gaia no podía soportar la preocupación de sus ojos, como si sus problemas importaran cuando él podía morir.

—Pues estoy bien, de verdad.

—Quiero que algún día adoptes niños, eso quiero, ¿me oyes?

—No digas eso.

—Eres lo mejor que he tenido en mi vida —siguió Leon.

—No, Leon —contestó Gaia, acercándose más—. No pienso dejar que te despidas de mí.

—Lo mejor —repitió sonriendo, con los ojos medio cerrados.

Gaia seguía presionando las heridas, pero se daba cuenta de que el joven perdía fuerzas por momentos.

—No me hagas esto, Leon —suplicó.

Él no dijo nada. Detrás de Gaia, los ruidos del enfrentamiento se habían reducido a carreras y gritos; ya no había disparos. Miró a la gente que pasaba con rapidez al lado de los soportales sin fijarse en ellos dos. Gaia sentía en sus manos cada respiración de Leon. «Si no sangrara tanto…», pensó.

Necesitaba a Myrna, pero aunque Angie la encontrara podía ser ya demasiado tarde.

Dobló de nuevo la manga y presionó otra vez la herida del costado.

—No sé qué hacer —susurró con impotencia.

—Casarte, adoptar y envejecer —murmuró Leon.

—No me hagas reír, eso solo pienso hacerlo contigo.

Leon se estremeció y la miró, ceñudo.

—¿Gaia?

—Aquí estoy.

Él cerró los ojos.

Durante un momento, Gaia no pudo moverse. Había pasado por aquello, con su madre, con la Matrarca. No iba a pasarle otra vez, no podía pasarle otra vez.

—¡Sephie! —chilló. Miró a Leon desesperada, se levantó y salió de los soportales—. ¡Sephie! ¿Dónde estás?

Enfiló hacia el Bastión, sujetándose el vientre de forma instintiva mientras corría. La mayor parte de la terraza estaba desierta. Una docena de guardias desarmados se alineaban contra la pared, vigilados por guardias rebeldes. Otro grupo de estos rodeaban a una colección de personas vestidas de blanco en lo alto de la escalinata. Cuando Gaia se acercó vio a Sephie atendiendo al Protector, que estaba sentado en los escalones agarrándose la pierna con una mano ensangrentada.

Gaia agarró el asa del maletín.

—Ven conmigo —ordenó—. Leon se muere, te necesito.

—Anoche me acuchillaste —le recordó Sephie.

—¿Y qué? Tú me has quitado mis ovarios —replicó Gaia con impaciencia y puso a Sephie de pie haciendo acopio de todas sus fuerzas—. ¡Tienes que venir conmigo!

—No te atrevas a irte —dijo el Protector.

—¡Ven! —insistió Gaia.

Sephie echó un último vistazo al Protector y se unió a Gaia. Ambas cruzaron la plaza en diagonal. Incluso sintiendo el terror que sentía por Leon, Gaia comprendió el alcance de la deserción de Sephie: el Protector había perdido su poder, totalmente.

Gaia se precipitó hacia los soportales y subió como un rayo los dos escalones.

—¿Leon? —preguntó.

Él no contestó, pero seguía respirando. Gaia apretó de nuevo los vendajes. Sephie se puso a su lado, jadeando.

—Tiene dos heridas de bala —dijo Gaia.

—Lo sé, he visto cómo ocurría. Tiroteó a su padre y este le disparó a quemarropa en el pecho. Entonces fue cuando tus guardias rebeldes se hicieron con la situación, pero Leon se desmayó. Creí que había muerto.

Dicho esto Sephie se arrodilló, puso una mano debajo de la mandíbula de Leon y le subió un párpado. Gaia vio que la pupila se contraía.

—No sé qué crees que puedo hacer por él —dijo en voz baja.

Gaia estaba rebuscando en el maletín.

—No me digas que no tienes un… —dijo y sacó una jeringa y un trozo de tubo. A continuación rasgó la manga izquierda de Leon. La piel de la sangradura, donde el día anterior había tenido el gotero, estaba curada, con una pequeña costra sobre la vena—. Necesita una transfusión.

—Aquí no tengo nada. Además, no serviría…

—Tienes mi sangre —interrumpió Gaia—. Myrna me dijo que soy donante universal. Dale mi sangre.

Sephie se quedó un momento inmóvil, mirando el brazo de Leon. Después unió la jeringa al trozo de tubo y miró a Gaia.

—Siéntate ahí —dijo señalando con el mentón un lugar donde Gaia estaba cerca de Leon pero podía apoyar la espalda en la pared—. Tengo que pincharte a ti primero, para que no haya burbujas en el tubo.

—Date prisa —dijo Gaia, sentándose en el lugar indicado y tendiendo hacia Sephie el brazo derecho.

La tez de Leon se había vuelto grisácea y a Gaia le daba miedo que dejara de respirar en cualquier momento.

—Cierra la mano —dijo Sephie de manera cortante.

Gaia obedeció mientras Sephie alineaba la aguja con el brazo de aquella. Después la deslizó bajo la piel y se la clavó en la vena.

—Sujétala ahí —dijo.

Gaia la sujetó para que no se le saliera. Su sangre empezó a correr por el tubo, que parecía una vena aérea. Sephie sacó otra jeringa, separó la aguja hipodérmica y la fijó al extremo del tubo. Gaia vio que la sangre salía por la aguja. Sephie dobló el tubo para impedir que siguiera saliendo. Después se lo acercó a la boca, lo mordió con suavidad a fin de tener las manos libres y clavó la aguja en el brazo de Leon. A continuación dejó caer el tubo de su boca. La sangre de Gaia empezó a entrar en las venas del joven.

Gaia apoyó la cabeza en la pared. Sephie sacó vendas limpias de su maletín, las dobló rápidamente para hacer compresas y reemplazó las telas empapadas de Leon. Gaia miró atentamente mientras la doctora giraba con cuidado al joven y añadía otra compresa a una herida de la espalda.

—Si conseguimos que deje de sangrar y lo estabilizamos —dijo Sephie—, podría extraerle las balas.

—Extráelas ahora.

—No serviría de nada, incluso podría ser contraproducente. Es mejor que se estabilice primero.

Gaia le miraba la cara, esperando algún parpadeo, alguna señal de que volvía en sí. Le tocó el brazo con la mano derecha, moviéndose lo menos posible para no arriesgarse a que se le saliera la aguja.

—Me alegro mucho de no haberte matado, hermana —le dijo a Sephie.

—Y yo.

Sephie siguió asegurando los vendajes. Luego se enderezó y cambió de postura.

—No irás a marcharte, ¿verdad? —dijo Gaia.

—¿Pretendes que me quede cuando otros me necesitan? Me necesitan y tienen más posibilidades que Leon. Lo siento, pero ahora mismo no puedo hacer nada más por él.

Gaia no quería ser razonable. Quería que Sephie se quedara. Esta le puso la mano en el brazo y añadió:

—No dejes que la transfusión dure más de cinco minutos o te quedarás sin sangre para ti.

—Yo me doy igual.

—Tienes que estar preparada, Gaia, ¿me estás escuchando? Ya casi se ha ido, y no te he clavado esto para que te suicides por amor. Cinco minutos, no más. Cronométralo con tu reloj.

Sephie le sacó la cadena del escote, abrió la tapa del reloj y se lo colocó sobre un pliegue del vestido, en un sitio donde lo viera bien. La vida primero. La inscripción brilló bajo la tapa. Gaia miró la hora, 12:55. Sintió un hormigueo detrás de las orejas y volvió a apoyar la cabeza en la pared.

—Gracias —le dijo a Sephie.

La doctora le dedicó una sonrisa apenada y dubitativa. Alguien pidió a gritos un médico. Sephie recogió su maletín y se marchó.

Sin dejar de mirar a Leon, Gaia trató de aceptar que por fin parecía en paz. Sus labios estaban entreabiertos y el cabello le caía sobre la frente, tapándole los puntos. Le habían golpeado en la cara. La línea curva de su mejilla estaba pálida sobre un fondo oscuro. Gaia sintió una pena cargada de desconcierto y soledad.

—Eres un completo idiota —dijo. «¿Por qué tuviste que ir a por tu padre?».

Pero sabía por qué. Había tenido que ver cómo la torturaban y eso, para Leon, era imperdonable.

Las 12:57. Había perdido un minuto en alguna parte. Se estaba mareando y no tenía ganas de moverse.

—Quiero que esto salga bien —musitó.

Los párpados de Leon temblaron y se abrieron.

—Te has ido —dijo él.

—Pero he vuelto —respondió Gaia, feliz. Ya tenía la mano sobre el brazo de Leon, pero cuanto intentó tocarlo más, vio que le fallaban las fuerzas.

Él giró la cabeza para mirarla y frunció el ceño, confuso.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Una transfusión —contestó Gaia, y aunque dejó caer pesadamente la mano izquierda sobre el regazo, la aguja siguió clavada sin sujeción alguna.

Leon se fijó en la postura de Gaia, en su brazo y en el tubo.

—¿De quién ha sido la idea?

—Mía.

—No me gusta.

Gaia sonrío. «¡Peor para ti!».

Los ojos de Leon se clavaron en los suyos y parpadearon despacio de tarde en tarde. A Gaia le bastaba con tenerlo cerca.

La 1:03. Le habían encargado que hiciera algo con el reloj, pero tenía tanto sueño…

—¿Te acuerdas de las luciérnagas? —preguntó.

—Junto a la cabaña del ganador —dijo Leon—. Ya sabes que sí. Ojalá hubiera salido al prado contigo.

Gaia volvió a sonreír. Qué bonitas eran. Casi podía ver los diminutos rayos de luz verde en la oscuridad que la rodeaba y, en esta ocasión, Leon estaba con ella y con Maya.

«Deberíamos volver», dijo, aunque sin pronunciar las palabras; no importaba. Sabía que Leon la había entendido.