GAIA ENCAJÓ LA FLECHA y la llevó hacia atrás con la cuerda del arco.
—No te muevas —dijo—. A esta distancia no puedo fallar, y te estoy apuntando al riñón derecho.
El espía nómada estaba boca abajo, con las gafas protectoras sobre la frente y los prismáticos dirigidos a la parte inferior del precipicio, hacia los clanes de Gaia. Tenía un viejo rifle al alcance de la mano. Al oírla, bajó los prismáticos un centímetro.
—Muy bien. Ahora aléjate lentamente del rifle —añadió ella.
En lugar de obedecer, el nómada rodó sobre sí mismo, le arrojó los prismáticos y agarró el arma. Gaia disparó, se echó a un lado y puso otra flecha en el arco pese a que la primera había alcanzado la mano del nómada, que dejó caer el rifle por el barranco sin emitir ruido alguno. Antes de que pudiera recuperarse, Gaia dio un fuerte pisotón a la flecha para clavarle la mano al suelo.
—Te he advertido que no te movieras.
Al apuntar al rostro del espía, Gaia reparó en que, por debajo de las gafas, las facciones eran de una chica muy joven, casi una niña.
Sorprendida, se calmó un poco y dejó de pisarle la mano. Luego le quitó el puñal del cinturón y se apartó. Con un rápido vistazo a su espalda comprobó que estaban solas en el promontorio, lo que la irritó hasta la ira casi. ¿Dónde narices se habían metido sus exploradores? El cielo era un refulgente dosel de naranjas y rosas, pero el ocaso había envuelto los páramos en sombras cenicientas que dificultaban la visibilidad. Gaia preparó de nuevo el arco.
—Seguro que no has venido sola —dijo—. ¿Dónde está tu tribu?
La nómada se encorvó sobre la mano asaeteada. La sangre caía sobre las rocas en rojos goterones y las plumas de la flecha brotaban del dorso como una flor ponzoñosa.
—¡Contesta! —ordenó Gaia.
La niña se limitó a encorvar aún más los hombros y a oprimirse la mano contra el pecho. Sus ojos oscuros, rodeados por las huellas blancas y circulares de las gafas, centelleaban de dolor. Si Gaia no hubiera visto que iba armada, la cría le habría parecido el ser más vulnerable y desvalido del universo.
—¿Entiendes lo que te digo?
La nómada siguió sin contestar pero, por su actitud alerta y su reacción inicial, Gaia estaba segura de que lo entendía todo.
Aquello le daba mala espina. Volvió a recorrer la cumbre con la mirada, escudriñando los peñascos, la maleza, las sombras. Mandar como espía a una chica tan joven daba a entender que su tribu disponía de muy escasos medios, pero eso no significaba que no fuesen peligrosos. Al pie del precipicio, al alcance de un disparo de rifle, los diecinueve clanes de la caravana encendían hogueras y cocinaban en ollas su suministro de alimentos, cuidadosamente racionado. No tenían sobras que compartir con salteadores.
Era imposible que la niña estuviera sola. Gaia advirtió que iba envuelta en capas de tela polvorienta en vez de vestir prendas normales. Sus gastadas botas parecían haber recorrido miles de kilómetros, y el adorno de flecos rojos que rodeaba los tobillos, prueba de notable destreza artesana, estaba oscurecido por el polvo. La niña dirigió los asustados ojos hacia un arbusto al tiempo que oía un susurro de hojas. Gaia se agachó, alzó de nuevo el arco y apuntó a la nómada.
—Alto ahí —dijo subiendo la voz—; si alguien me da problemas, le dispararé primero a esta.
—¿Mam’selle Gaia? —preguntó una voz grave y familiar.
Aliviada, Gaia se irguió de nuevo y bajó el arco. Chardo Peter y otros cinco exploradores, hombres y mujeres, se acercaban saltando ágilmente por el terreno rocoso.
—Te estábamos buscando —le dijo Peter—. ¿Estás bien?
—Claro que sí. En esta cumbre tenía que haber cuarenta exploradores. ¿Puedo saber dónde están?
—Se han alejado un poco más. Ya están volviendo. Mira.
Gaia vislumbró movimiento en el promontorio más cercano; dos exploradores se perfilaron brevemente contra el horizonte y desaparecieron de nuevo. Ella se colgó el arco del hombro y volvió a meter la flecha en la aljaba.
—Adviérteles de que no estamos solos. Quiero otra inspección completa del perímetro, ahora mismo —ordenó y, mientras un par de exploradores se adentraban en las sombras, ella se acercó a la niña para inquirir—: ¿Quién te acompaña?
La nómada meneó la cabeza, asustada.
—¿Es que no puedes hablar? —insistió Gaia.
—Necesita ayuda —contestó la niña con voz gutural y casi inaudible, señalando hacia el oeste.
—¿Quién? ¿Quién está ahí? ¿Tu familia?
La muchacha meneó de nuevo la cabeza y tragó saliva con evidente esfuerzo.
—Mi amigo está herido. ¡Por favor!
Gaia se agachó a su lado.
—Déjame ver esa mano —dijo—. Peter, busca por ahí unos prismáticos. Esta me los tiró. Y también tiró un rifle por el precipicio; quiero que lo recuperen.
Gaia le agarró la mano y examinó el lugar en que la punta había perforado la palma. La herida era irregular y la hemorragia no podría contenerse hasta extraer la flecha. A Gaia se le revolvió el estómago, pero se concentró, puso la mano de la niña sobre una roca plana, se sacó un pañuelo del bolsillo, lo dobló y a continuación preparó el cuchillo.
—No te muevas —advirtió. La niña la miró con expresión grave.
Gaia sujetó la saeta contra la roca, cortó con rapidez la punta y se inclinó para ver si habían quedado astillas. No, el corte de la madera era limpio.
—Necesitaré tu pañuelo, Peter. Dóblalo por la diagonal —dijo y, mirando a la nómada, añadió—: Voy a sacarte la flecha, ¿de acuerdo?
La niña asintió con la cabeza y cerró los ojos. Gaia tiró de la flecha, que salió con un sonido húmedo, sostuvo la mano en alto y oprimió su pañuelo contra la palma.
—¡Peter!
Este le pasó el improvisado vendaje y Gaia envolvió la sangrante mano con el pañuelo negro.
—Mantenla a la altura del cuello, y apriétatela por ambos lados, así —dijo colocándole la otra mano en el lugar preciso.
La niña abrió los ojos y examinó con precauciones el apaño.
—¿Qué tal? —preguntó Gaia.
La cría asintió de nuevo. Luego se aclaró la garganta, pero en vez de hablar, señaló otra vez hacia el oeste y empezó a levantarse.
—Hay que limpiar bien esa herida —objetó Gaia—. Te bajaré al campamento.
La nómada negó con la cabeza y le tiró de la manga para indicarle que debían ir en dirección contraria al campamento.
—¿Está lejos tu amigo?
La niña alzó cinco dedos.
—¿A cinco minutos? —preguntó Gaia y la cría asintió.
—Mam’selle Gaia, no deberías ir —advirtió Peter—, puede tratarse de una emboscada.
Gaia era consciente del riesgo, pero el valor que la pequeña demostraba con la herida había aplacado sus sospechas. Le puso una mano en el hombro y la miró fijamente a los ojos; solo encontró hambre y una desesperación cargada de recelo.
—¿Tendré que arrepentirme de confiar en ti? —le preguntó.
La niña negó con la cabeza una vez más y dijo con una voz que era poco más que un graznido:
—Por favor. No hay peligro.
—Yo la acompaño —ofreció Peter—. Tú deberías volver al campamento. Ahí abajo hay lo menos cincuenta personas deseando hacerte preguntas.
Eso era precisamente lo que Gaia pretendía posponer otros cinco minutos, sus obligaciones, cuando salió a dar un paseo por el promontorio, y aquí arriba había encontrado la excusa perfecta para seguir postergándolas.
—No, voy a acompañarla yo, pero quiero que vengas con nosotras —le contestó Gaia y, dirigiéndose a los demás exploradores, dijo—: Hay que estar más atentos. Si esta chica hubiese querido, habría causado muchas bajas desde aquí arriba. ¿Entendido? —añadió guardándose el puñal—. Si no hemos vuelto en treinta minutos, Chardo Will tomará el mando.
Gaia no comprobó si seguían o no sus órdenes: se internó en la maleza detrás de la niña, que abría camino sin hacer ruido en la creciente oscuridad. El color de su indumentaria imitaba a la perfección el marrón grisáceo de la tierra, por lo que su silueta semejaba un trozo de paisaje deslizándose entre las sombras. Gaia oía a Peter a su espalda.
Habían recorrido una distancia muy corta cuando Gaia volvió a sentir náuseas, solo que esta vez eran más intensas. Siguió adelante con la esperanza de que remitieran, pero en cuestión de segundos estaba temblando y bañada en sudor.
—Un momento —dijo.
Con expresión lúgubre, apoyó la mano en un peñasco y aguardó a que las náuseas la atacaran de pleno. Entonces se dobló en dos agarrándose la tripa y apretando los dientes. Durante un momento creyó que podría controlar sus tripas, pero acabó por vomitar a la sombra de la roca.
«Fantástico», pensó. Por lo menos no se había manchado los pantalones.
—Ya no deberías tener náuseas —comentó Peter—, a todos se nos pasaron hace dos semanas. ¿Llevas enferma todo este tiempo?
Gaia cerró los ojos y esperó a que se le asentara el estómago.
—¿Mam’selle Gaia? —preguntó Peter con más gentileza, acercándose.
Gaia no quería su gentileza. Le indicó con un gesto que retrocediera, escupió y dijo:
—Estoy bien.
La niña la miraba de hito en hito, los ojos agrandados por la preocupación. Ladeó la cabeza y se frotó una gran barriga imaginaria antes de señalar a Gaia.
—No, no estoy preñada —respondió esta, plenamente consciente de que Peter estaba escuchando—. Lo que pasa es que no puedo disparar contra seres vivos, porque luego me pongo enferma, siempre.
Eso no había entrenamiento que se lo quitara.
La niña pareció sorprenderse y, agitando su mano herida, profirió una risa grave y musical.
—Sí, sí, muy divertido —rezongó Gaia.
Peter no se divertía en absoluto.
—¿Quién más lo sabe?
—Leon, por supuesto, y unas cuantas arqueras. No es para tanto —dijo Gaia—, yo no soy quien suele disparar. Eso es cosa de mis exploradores.
—Si los llevaras contigo —gruñó él.
Delante de Peter, y por más rabia que le diera, se sentía obligada a decir la verdad. No había cambiado hasta ese punto.
—Lo único que quiero es estar sola cinco minutos. Es lo único que pido; no necesito que te preocupes tanto por mí.
—Preocuparme por tu seguridad forma parte de mi trabajo.
—¡Pues haber tenido a los exploradores en la cumbre, como era tu deber! —replicó Gaia, que en cuanto cerró la boca se arrepintió de su dureza. Guardó silencio y se limpió los labios con la manga.
—¿Es que ya no soportas ni mirarme? —preguntó Peter.
Gaia se volvió lentamente, con una mano apoyada en la cadera. Peter enganchó el pulgar en la correa que le cruzaba el pecho para sujetar la aljaba y le dio un tirón impaciente. Tras sus interminables días en los páramos concretando la ruta para el éxodo, el cabello castaño claro le había crecido y las puntas se le habían puesto más claras, casi rubias. Era cierto, Gaia seguía sintiéndose incómoda cuando estaba con él, pese a que hacía más de un año desde su enfrentamiento en el porche de la Casa Grande.
—¿Tienes algo que decir? —preguntó Gaia a su vez.
—¿Sientes alguna vez lo que me hiciste? —inquirió él en voz baja.
Su relación rota la destrozó durante más tiempo del que deseaba reconocer y le causó no pocas desavenencias con Leon durante el pasado año.
—Por supuesto que sí —contestó.
Peter enarcó las cejas, sorprendido.
—¿Y por qué no me lo habías dicho?
—¿Nos hubiera servido de algo? —replicó Gaia. Al mirar a Peter, sintió que un peñasco invisible se materializaba entre ellos para impedir su acercamiento. La nómada los observaba con curiosidad.
—A mí sí —dijo él—, incluso ahora me sirve.
Gaia se presionó un instante el puente de la nariz, entre las cejas.
—En tal caso, siento lo que te hice —reconoció. Ella no le engañó a propósito cuando se besaron hacía ya tanto, pero se besaron, y ella lo empeoró al acompañarlo durante su castigo en el cepo—. Creí que lo sabías. Me siento muy mal por cómo te traté, pero jamás podré arrepentirme de haber elegido a Leon. Tú y yo no podemos ser amigos; es imposible.
La actitud distante de Peter se suavizó un poco.
—No te estoy pidiendo que lo seamos.
—¿Entonces qué quieres?
—Que no me ignores, que me mires como miras a los demás, como si existiera. Creo que eso me lo merezco.
Dio un paso hacia ella, a través del peñasco invisible, que se agrietó y empezó a desintegrarse en dolorosos fragmentos.
Gaia hizo un esfuerzo y miró al joven. Sus ojos azules eran más amables y vivaces que nunca, pero el generoso humor que siempre iluminaba su rostro había sido reemplazado por una cautela recelosa. Al sostener su mirada, Gaia percibió que entendía al nuevo Peter, y le dolió, porque en el fondo sabía que ella era la culpable de su transformación.
Él avanzó otro paso y esperó a que Gaia diera el que le correspondía.
Esta reparó en que Peter no buscaba amistad, ni siquiera el punto y aparte que supondría un perdón. Quería algo más difícil: sinceridad sin intimidad.
—Lo intentaré —contestó.
Él asintió en silencio. La nómada chasqueó con impaciencia los dedos y señaló hacia delante, pero Gaia seguía mirando al joven.
—¿Algo más? —preguntó.
—No —contestó él. Su voz se apagó y fue el primero en desviar la mirada—, nada más.
Gaia dio media vuelta y le dijo a la nómada:
—Adelante, mam’selle.
La niña se internó de nuevo en las sombras.
Un extraño remordimiento se mezcló con el alivio de Gaia cuando se preguntó qué pensaría Leon de su nueva tregua con Peter, pero ignoró la pregunta y siguió a zancadas a la supuesta espía.
El calor diurno de los páramos empezaba a dar paso al frescor de la noche; dentro de una hora haría frío y estaría oscuro. Gaia olía la salvia seca y el omnipresente polvo de la paramera, capas y más capas de polvo, el polo opuesto al agua. La nómada se detuvo a la entrada de un desfiladero sumido en la más profunda negrura y, al segundo siguiente, desapareció.
—¿Dónde se ha metido? —preguntó Gaia. Tenía que haber un pasadizo oculto o una cueva por alguna parte, pero mirara donde mirase no veía más que pared rocosa.
En ese momento la niña asomó la cabeza, más o menos a cincuenta centímetros del suelo y varios metros de distancia, y le hizo señas. Gaia avanzó con precaución, escrutando las sombras. Al llegar junto a la nómada vio una hendidura. Parecía demasiado pequeña para ocultar nada, pero se oía una respiración. Cuando la niña la atrajo hacia la pared, Gaia entrecerró los ojos y se quitó la aljaba para meter la cabeza en el hueco.
Al fondo había un hombre tumbado boca arriba. El olor de la sangre impregnaba el aire de un regusto metálico y dulzón. La niña se acercó al herido y se acurrucó junto a su pecho; él la rodeó con un brazo exánime y masculló:
—Angie, tontita. ¿Qué te había dicho? Tenías que reunirte con la caravana. Yo te alcanzaría después.
Gaia oyó un ruido a su espalda: Peter se acercaba todo lo que podía con una cerilla encendida en la mano. El herido frunció el ceño y parpadeó. En el sepulcral espacio, sus ojos brillaron enfebrecidos y su expresión se volvió interrogadora. Gaia se fijó en el demacrado rostro, el pelo claro y la barba oscura, la sorprendente juventud de las cejas, pese a la evidencia del dolor, y el reconocimiento golpeó sus entrañas antes que su cerebro.
—¿Jack? —preguntó incrédula.
El hermano de Gaia torció la boca en una media sonrisa.
—Más o menos —dijo confusamente—. Si estuviera embarazado, me vendrías genial.