EL SUDOR LE bajaba por el cuello mientras su mente lidiaba con el significado de andar en círculos.
—Idiota —se dijo.
Antes de que su idiotez fuese en aumento, dibujó otra flecha con un dos debajo.
Se le desbocó el corazón al percatarse del verdadero peligro que la acechaba. Aquello ya no tenía que ver con Leon. Si le perdía la pista al camino de vuelta, si se extraviaba, no podría salir nunca de allí. Necesitaba volver al punto de partida.
Encima se moría de sed. Su soberana arrogancia le había hecho creer que solo pasaría allí abajo una hora o así, y no se había llevado nada de beber. «Increíble», pensó. ¿Qué nuevas cotas de idiotismo podría alcanzar? ¿Es que no había aprendido nada sobre la previsión y la precaución siendo Matrarca?
Volvió hacia atrás por el pasaje que acababa de recorrer y fue tachando cada flecha que encontraba en las bifurcaciones. Se detuvo en cada una de ellas para buscar concienzudamente en cada túnel las marcas verdes asegurándose de que no se saltaba ninguna.
Cuando se encontró de nuevo con el número dos, empezó a preocuparse muy en serio. No podía entender por qué regresaba siempre a la misma marca. Seguro que había pasado de largo alguna flecha que la devolvería al camino original, pero había mirado atentamente todos los túneles…
—¿Cómo voy a salir de aquí?
Se obligó a detenerse para descansar y, sobre todo, para librarse del pánico. Escuchó el total silencio hasta que se transformó en una presencia opresiva en sus oídos y tuvo que chasquear los dedos para comprobar que no se había quedado sorda. Alzó la vela, la segunda de cinco, para mirarla. Si la llama oscilara, aunque fuese mínimamente, querría decir que había una pequeña corriente de aire y, en consecuencia, una salida.
No osciló. La inmóvil llama amarilla arrojó a las paredes multitud de imágenes residuales cuando Gaia dejó de mirarla.
Consultó su reloj y se quedó helada al ver que habían pasado más de cuatro horas. En el exterior el sol debía de estar en su cénit. Leon podía incluso haber salido de los túneles.
«Ahí abajo han muerto varios contrabandistas», había dicho Mace.
Y a ella podía pasarle igual. Estaba perdida, de momento y para siempre. Cerró los ojos y se llevó una mano a la mejilla, donde encontró restos de lágrimas.
La posibilidad de morir cobró una claridad cegadora. Gaia quería casarse con Leon, criar a Maya, tener hijos algún día y seguir ayudando a otras mujeres a tenerlos. Lo demás, la responsabilidad, la mano izquierda, la frustración que conllevaban ser Matrarca, era totalmente secundario. Que se enorgulleciera en secreto o que ostentara cierto poder no significaba nada. Aun así necesitaba una sociedad justa para disfrutar de una buena vida con Leon, cosa que le recordó sus obligaciones.
Miró con tristeza la llama. Le gustara o no, la habían elegido como Matrarca. Tenía que salir de allí y hacer su trabajo. La desesperación era un lujo que no podía permitirse. Apoyó la mano en la rodilla y volvió a ponerse en pie. Si era incapaz de encontrar su viejo camino de vuelta, buscaría uno nuevo.
Muchas horas después, se detuvo en la boca de otro pasadizo y le pareció ver que la llama de la cuarta vela oscilaba. Al girar el rostro sintió una brisa levísima en la cicatriz de la mejilla izquierda.
La cuesta abajo del pasadizo desafiaba su instinto de ir hacia arriba, pero se internó de todas formas. Al cabo de un rato el suelo se niveló y empezó a subir, levantando de paso el ánimo de Gaia. «¡Por favor!», pensó, «¡que sea una salida!». En el silencio oyó una tos distante, después nada. Siguió andando, los oídos pendientes de cualquier signo de vida, hasta que el túnel describió una curva cerrada.
Desde lo alto de un profundo pozo se derramaba una débil luz solar. Gaia profirió un gritito de alegría y un sollozo de gratitud.
La cavidad natural, de unos cinco metros de altura y doce de lado, estaba acondicionada como refugio. Una cesta de hacer punto descansaba junto a una mecedora, y una lámpara de globo apagada ocupaba el centro de una mesilla. Había además un camastro con mantas. Mientras Gaia se preguntaba cómo habría podido llevar quienquiera que fuera una cama hasta allí abajo, las mantas se movieron. Una jovencita se sorbió la nariz y abrió unos ojos soñolientos.
—Hola —dijo apoyándose en un codo—. Eh, yo te conozco —añadió frunciendo el ceño y arrugando la nariz—. ¿Tú no debías estar pudriéndote en los páramos a estas alturas?
Gaia se alegraba tanto de haber encontrado a otro ser humano que lo único que hizo fue reírse.
—¡Pues sigo viva, ya ves!
Al dar un paso para acercarse, reparó en las marcadas ojeras, las huesudas muñecas y el hinchado vientre de la chica. Se fijó además en el rostro pequeño y vivaracho, y por fin reunió los detalles.
—¿Sasha? —preguntó.
La chica se sentó en la cama y se frotó la nariz con la palma de la mano.
—¿Quién si no?
Gaia se había quedado muda de asombro. Sasha, Emily y ella habían sido inseparables de niñas, pero a causa de una pelea, había pasado años sin hablarse con Sasha. Aunque le hubiera parecido raro encontrársela en cualquier parte, allí le parecía extraordinario.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Me fui. Me marché del Instituto de Gestación.
—Eso había oído, pero ¿qué haces aquí? ¿Dónde estamos? —Gaia miró por el alto pozo hacia la luz natural. Debían de estar a unos doce metros por debajo de tierra.
—Debajo del Parque Súmmun. ¿No te manda el hermano Cho?
Gaia no reconoció el nombre.
—Te he encontrado por casualidad. Llevo horas aquí perdida. Estoy buscando a Leon Vlatir, el hijo del Protector. ¿Lo has visto?
—Lo hubiera notado. La respuesta es que no.
Gaia tragó con esfuerzo.
—¿Me das un poco de agua, por favor? —preguntó. Había comido los dos panecillos de Mace pero nada más.
—Claro —contestó Sasha, señalando la jarra de un estante—, sírvete tú misma. ¿Has visto a mi abuelo? ¿Cuánto hace que has vuelto?
—Hace solo unos días —respondió Gaia y tomó un gran trago de agua fresca—. No, no he visto a tu abuelo. ¿Por qué no has vuelto a Wharfton?
Sasha resopló y dijo:
—Porque no soy idiota. Según ellos podíamos irnos cuando quisiéramos, pero era mentira. Rhodeski no quiere el menor fallo en su precioso programa piloto.
Gaia se fijó en que Sasha no llevaba pulsera. Acercó un taburete a la cama.
—No lo entiendo. Emily me dijo que quien quisiera podía irse.
—Sí, pero miente —contestó Sasha—. Cuando yo le dije que quería dejarlo se disgustó mucho y me dijo, como amiga, que me lo pensara mejor, y yo le dije ¿cómo?, no pueden obligarme a que me quede, y ella me dijo que en una de las torres había una habitación donde metían a las que intentaban largarse. Dijo que había prometido darles a mi hijo y que lo estaba robando y que me merecía estar presa.
—¿Entonces cómo saliste?
—Con disimulo —respondió Sasha y se sentó en la cama, con los pies colgando. Gaia se fijó en sus deformados calcetines. Tenía los tobillos hinchados por la retención de líquidos—. No podía soportarlo más. No quería darles a mi hijo. ¿Qué tiene que ver que no sea mío biológicamente hablando? Puede ser medio mío, y aunque no lo sea, yo lo siento como mío. Todo mío —explicó, como si estuviera ansiosa por exponer su razonamiento—. Sin mí no podría estar vivo. Yo no soy un simple envoltorio. Esto que llevo dentro conoce mi voz y me acompaña a todas partes. Hasta sé cuándo tiene hipo. Es lo más dulce que puedas imaginarte, Gaia. Me ha convertido en madre y no pienso renunciar a eso.
Gaia se sintió unida de nuevo a su vieja amiga. Lo que acababa de escuchar era lo mismo que ella pensaba, lo que había llegado a sentir en incontables ocasiones al atender partos. No obstante, las madres que ella había conocido daban a luz a sus propios hijos; ahora no podía dejar de lado a los otros padres, los biológicos.
—¿Y los otros padres? ¿No has pensado en ellos? ¿No crees que desearán a ese hijo tanto como tú?
Sasha se inclinó hacia delante, los ojos como ascuas, y contestó:
—Me da igual que se lo hayan prometido cientos de veces. Este bebé es mío. Es mío. Para siempre.
Gaia se limpió unas telarañas de la falda.
—Lo entiendo —aseguró—, pero aquí abajo no puedes quedarte.
—Otro mes sí —respondió Sasha—. Después del parto cruzaré el muro de alguna manera.
—Es peligroso. No puedes parir aquí abajo sola.
—Me ayudarán. Tengo un amigo que me trae comida. Él puede ayudarme. Además, es algo natural, ¿no? —Sasha se puso un cojín detrás de la espalda—. Mi cuerpo sabrá qué hacer. Supongo que no te gustará oír esto, pero muchas madres de Wharfton daban a luz solas para que las comadronas no subieran sus hijos al Enclave.
Gaia no supo qué decir.
—Pero muchas de esas madres morían, y sus bebés igual —objetó por fin—. El parto es algo muy serio.
—Vale, muy bien. Si piensas seguir dándome la lata, más vale que te marches. De todas formas, nunca te he gustado, así que no finjas que quieres ayudarme.
—¿Cómo dices?
—Desde que éramos pequeñas, siempre igual. ¿Es que no te acuerdas? Emily, tú y yo éramos las mejores amigas del mundo, íbamos juntas a todas partes y yo me moría de risa, y de pronto dejábamos de serlo, de pronto ni siquiera me hablabas. Te ibas con Emily a jugar las dos muy juntitas.
Gaia se quedó estupefacta. Los hirientes recuerdos volvieron a la carrera.
—¡Pero si fuiste tú! —exclamó—. ¡Fuiste tú quien no quiso asistir al cumpleaños de Emily porque iba yo! ¡Dijiste que era demasiado rara y demasiado fea!
Sasha frunció la nariz.
—¿Ah, sí? Pues lo siento. Era idiota. Pero no tenías por qué guardarme rencor para los restos. Emily volvió a ser amiga mía, al cabo de un tiempo, pero tú nunca quisiste darme otra oportunidad.
Gaia miró a la chica menuda y embarazada de calcetines deformes y la vieja rabia se esfumó. En ese momento no tenía nada que envidiar.
Sasha se reclinó en el cojín y agitó el dedo índice en dirección a Gaia.
—Pensándolo bien, todavía estás rara —sentenció.
Gaia se rio y dijo:
—No sé qué voy a hacer contigo.
—No hay nada que hacer. Tengo que quedarme escondida. Si me encontraran me encerrarían hasta que diera a luz para quitarme el niño y dirían yo había muerto en el parto.
—No harían eso.
—¿Tú crees? No pueden dejarme con vida. Una pobre chica muerta es bastante mejor para el Instituto que una rebelde —dijo Sasha. Agarró un espejo de mano y lo giró a la suave luz que caía del techo, enviando un luminoso reflejo oval por las paredes de piedra.
—¿Hay más mujeres en el programa que se sientan como tú?
—¿Tú qué crees?
—¿Cuántas?
—Que yo sepa, seis —contestó Sasha—. Pero como están muertas de miedo, prefieren cooperar.
—Deberían decirlo. El programa piloto debería interrumpirse.
—Despierta, Gaia. Las parejas ricas del Enclave pagan un montón de dinero por nuestros bebés, cien veces más de lo que nos pagan los del Instituto a nosotras. Cuando este consiga el cien por ciento de éxitos, se expandirá a lo loco. De hecho, ya han elegido a las próximas chicas. Pronto habrá docenas de nosotras en su fábrica de niños.
—¿Por qué lo sabes?
—Por que no soy sorda —contestó Sasha con sarcasmo—. No soy tan inteligente ni tengo tanta formación como Emily o como tú, pero oí lo suficiente para cortarme la pulsera y meterme bajo tierra.
A Gaia le costaba creérselo, pero en el fondo sabía que era posible. Los padres deseosos de tener hijos no estaban pendientes de las mujeres que los gestaban, sobre todo si habían abonado una buena suma y no tenían que ver cara a cara a las gestantes.
—No puedo creer que Emily colabore en algo así —dijo Gaia.
—Desde la muerte de Kyle, a Emily le importa todo un rábano, menos sus hijos, claro.
—Me echa la culpa de la muerte de su marido —recordó Gaia.
—Sí, claro. Como no estabas aquí, le resultó fácil. Más que culparse a sí misma o a Kyle por hacer libremente cosas que a él podían acarrearle la muerte —dijo Sasha, y se miró al espejo.
—¿Cuándo te hicieron la última revisión? —preguntó Gaia, fijándose otra vez en las ojeras de su amiga.
—No te hagas ilusiones.
—Venga, Sasha —dijo Gaia sonriendo—. Sabes muy bien que era mi antigua profesión, y aún la ejerzo.
—Ya, pues no tengo ganas de revisiones.
—Por lo menos ven conmigo. Conozco gente que puede esconderte. Los Jackson. Sé que te ayudarán. Por favor, no seas cabezota.
—No es que sea cabezota, es que no confío en nadie.
A Gaia le hubiera gustado ordenarle a Sasha lo que debía hacer, pero su amiga no era de Sailum.
—Yo tengo que volver al túnel que pasa por la biblioteca de la Plaza del Bastión. ¿Sabes ir?
—Eso está lejos —dijo Sasha arqueando las cejas y poniéndose en pie—, y es difícil de encontrar. Yo te llevaré.
Sasha se hizo con un farol y, sin la menor vacilación, condujo a Gaia hasta el túnel que recorría la plaza, donde se detuvo al pie de la rampa y rechazó los repetidos ofrecimientos de ayuda de su amiga.
—No te preocupes, estoy bien —dijo.
—Ni siquiera sé cómo volver a encontrarte —protestó Gaia.
—El hermano Cho sí lo sabe. Cocina para el Bastión. Si de verdad necesitas encontrarme, él te guiará.
—Prométeme que buscarás ayuda antes del parto.
—Lo intentaré —contestó Sasha—, siempre que tú le digas a mi abuelo que me encuentro bien. Te lo agradecería mucho.
A Gaia no le parecía que se encontrara nada bien. La abrazó con suavidad y, tras un último adiós, subió a la biblioteca y cerró la puerta del túnel.
Gaia pasó silenciosamente entre las estanterías y subió por las escaleras del sótano. Evitó la parte delantera de la biblioteca, donde había gente hablando en voz baja, y fue de puntillas al vestíbulo trasero. Al llegar abrió la puerta de la calle y atisbó por la rendija. Después de horas en los túneles, la primera bocanada de aire libre fue increíblemente dulce y fresca, pero no borró su frustración por haber perdido tanto tiempo, prácticamente toda la mañana.
Le hubiera gustado volver a casa de Mace para preguntar si sabían algo de Leon, pero era imposible recorrer las calles, o los tejados, en pleno día. Su cicatriz sería demasiado evidente.
—¡Gaia, espera! —dijo Rita en voz baja entrando al vestíbulo—. ¿Qué ha pasado? Has tardado mucho en volver.
Gaia se miró el vestido; estaba cubierto de polvo y de hilos de telaraña. Al tocarse el pelo, cayó más polvo.
—Me he perdido, pero estoy bien. ¿Ha vuelto Leon?
Rita se la llevó hacia un lado, a la cocina.
—No, yo estaba más preocupada por ti. Hasta me acerqué donde los Jackson, pero no había nadie.
—¿Seguro? No los habrán arrestado, ¿verdad?
—No lo sé. Desde luego la casa estaba desierta. No pude quedarme a preguntar por allí, pero esta mañana han cortado el agua en parte de la ciudad. Acaba de volver hace poco y se habla de terrorismo. Hay guardias por todas partes buscando intrusos. ¿Es verdad eso? ¿Eres la jefa de los terroristas?
—Claro que no —contestó Gaia.
—Pues si lo que quieren es hacer que tengamos miedo de los nuevos, está funcionando. Y otra cosa, una de las gestantes ha tenido su bebé. Es el primero. Esta noche lo celebran con una fiesta en el Bastión.
—¿Estarás tú?
—Ya sabes que me despidieron, ¿no? No consiguieron probar que te ayudé con tu madre, pero tampoco consiguieron probar lo contrario.
—Lo siento mucho —dijo Gaia.
—Las cosas cambian —contestó Rita, encogiéndose de hombros—. Este trabajo está bien; además, me alegro de haber ayudado. En fin, ¿qué vas a hacer ahora?
—Necesito salir del Enclave.
—Todavía conservo uno de mis viejos vestidos rojos y una capa. Puedes disfrazarte de sirvienta del Bastión. A esas no las molesta nadie.
Gaia recordó la primera vez que entró en el Enclave, cuando aún no sabía nada de nada. Rita le trajo la ropa y Gaia se cambió rápidamente en un pequeño baño que había junto a la cocina. Tenía una mancha de suciedad debajo del ojo izquierdo, así que se acercó al espejo para limpiarse. El sol de los páramos la había bronceado, y el profundo escote del llamativo vestido rojo le sentaba muy bien. Ella solía llevar tonos naturales, y los tintes rojos de Sailum eran de un tono más discreto. El vestido de Rita era lo más vistoso que había llevado nunca.
—Echo de menos el rojo —dijo Rita, mirándola con ojo crítico—. Te sienta de maravilla. A Leon le gustará.
Gaia se sonrojó.
—Eso no importa.
—Uy, sí, sí que importa —repuso Rita, arrastrando las palabras—. Claro que importa.
—Leon no me quiere por mi físico.
Rita soltó una carcajada.
—Con ese vestido sí. Pon cara de aburrimiento y hazte la altanera —aconsejó—. Llamarás menos la atención que si vas encogida, e intimidarás a los guardias.
—Yo no voy encogida.
—Es un decir. Además tampoco te van a mirar atentamente debajo de la capucha —dijo Rita y le dio una cesta como las que llevaban las sirvientas del Bastión.
—¿Estoy bien? —preguntó Gaia, ajustándose la capucha.
Rita asintió con la cabeza y le sostuvo la puerta. Una extraña expresión de nostalgia suavizaba sus rasgos.
—Gracias, Rita —dijo Gaia y, tras un último saludo con la mano, se marchó callejón abajo.
Dobló la primera esquina para salir a la calle principal y anduvo por la izquierda, a fin de que los demás transeúntes pasaran por su derecha y no le vieran la mejilla de la cicatriz.
No llevaría ni una veintena de pasos cuando vio a un hombre cargado con una urna de cerámica en la acera de enfrente. Él se mantuvo a su altura, como una sombra paralela. No podía tratarse de una coincidencia. Al principio Gaia se temió que fuese algún tipo de guardia, pero iba vestido con pantalones marrones y camisa azul pálido, como un obrero. Cuando atravesaron la siguiente manzana, su paso seguía siendo tranquilo y relajado. En una ocasión la miró e inclinó la cabeza a modo de saludo.
Gaia no sabía qué pensar. No conocía de nada a ese hombre delgado de veintitantos años, cabello oscuro y sombrero gris. De vez en cuando se cambiaba la urna de mano, manejándola con facilidad pese a su tamaño. La gente pasaba entre ellos y en una ocasión lo perdió de vista, pero al llegar al último tramo de la calle que descendía hasta la puerta sur, él cruzó la calzada y se puso a su altura.
—Sigue andando.
—¿Quién eres?
—Adivina —contestó él ladeando la cabeza y dedicándole una sonrisa torcida.
Gaia se detuvo y miró fijamente los largos mechones que escondían sus cejas. Bajo ellas, unos ojos vivarachos la contemplaban con verdadero placer, como si le encantaran las adivinanzas. El padre de Gaia la había mirado exactamente igual.
«¿Arthur?», pensó, incapaz de decirlo en voz alta.
—Exacto —aprobó él—, tu hermano. Sigue andando.