EL SARGENTO BURKE y sus hombres metieron a Gaia en un pequeño consultorio, la ataron con correas a una camilla, la amordazaron y le levantaron la manga derecha. Un médico joven entró con una bandeja. Sin decir palabra, le subió la manga un poco más, le desinfectó con alcohol la parte opuesta al codo, o sangradura, y le clavó una aguja con un vial para extracción de sangre. Cuando Gaia intentó protestar él la ignoró y, con indiferente eficiencia, encajó otro vial en la aguja de su brazo. Gaia miró cómo se llenaba. A continuación, el joven tapó rápidamente el frasquito, le quitó la aguja y le sujetó un algodón con esparadrapo.

Después la arremangó aún más, le desinfectó otra zona del brazo y le puso una inyección. «¿Qué me estás inyectando?», trató de preguntar Gaia pese a la mordaza. Él se limitó a cubrir el nuevo pinchazo. Luego le alzó la barbilla y le examinó con curiosidad la cicatriz sin mirarla en ningún momento a los ojos. A continuación le abrió el escote de la blusa, le oprimió el frío círculo de un estetoscopio contra el pecho, ladeó la cabeza y escuchó. Gaia intentó protestar otra vez pero, como en la anterior, sus palabras resultaron incomprensibles.

Uno de los guardias se rio y dijo:

—Es una cotorra.

—Ya está bien —recriminó el médico, y el soldado guardó silencio.

El doctor escuchó otro poco más, desplazando el estetoscopio en dos ocasiones, le colocó la blusa como estaba, recogió la bandeja y se marchó.

—¡Así hay que tratarla! —dijo Jones con una sonrisita.

—Estás enfermo, Jones —replicó el sargento Burke.

Este y sus guardias desataron las correas de Gaia pero le vendaron los ojos y le ataron las manos por delante. Acto seguido la llevaron a rastras por los lúgubres corredores de la cárcel. Al fondo de un pasillo se detuvieron junto a una gruesa puerta de madera con una gran V grabada.

Gaia recordó con horror que en la celda V habían torturado a Leon. Se volvió desesperada hacia el sargento, pero este les indicó a sus hombres que la arrojaran al interior.

—No sé cuánto tiempo pasarás aquí —dijo—, quizá un minuto o quizá semanas. Cuando te quieran ver, mandarán a buscarte.

Una vez que cerraron la puerta y echaron la llave, Gaia se puso en pie con esfuerzo y apoyó la espalda en la fresca pared de mampostería. Luego, con las manos aún atadas, se aflojó la mordaza y tomó una gran bocanada de aire. A continuación mordió la correa que sujetaba sus muñecas hasta que consiguió soltarla. Por último se envolvió en sus propios brazos, jadeante.

El calabozo era amplio y sin muebles. Al principio Gaia pensó que estaba totalmente vacío, pero poco a poco distinguió varios objetos ominosos. En el centro del suelo, húmedo por un fregado reciente, vio un sumidero tapado por una rejilla negra. Olía un poco a piedra húmeda y a jabón. En lo alto dos ventanas enrejadas dejaban entrar la fría luz del atardecer, suficiente en cualquier caso para vislumbrar que del techo colgaba una larga cadena negra con un par de grilletes en el extremo, situados justo por debajo de la altura de sus ojos. En la pared del fondo, enrollado en un gancho, distinguió un látigo.

La gélida sencillez de la celda atravesó algún núcleo primitivo e irracional de Gaia y le infligió un dolor punzante: allí mismo habían azotado a Leon, allí le habían cortado la tercera falange del dedo anular. Retrocedió hasta el rincón más alejado, pero no le sirvió para escapar de la pesadilla.

Cuando los silenciosos ecos del dolor de Leon la bombardearon y empezó a oír el látigo hendiendo su espalda, se tapó los oídos y se acurrucó hasta hacerse una bola. «Leon no», rogó estremeciéndose. Nunca había llegado a contárselo del todo. Nunca le había explicado con detalles la causa de sus cicatrices. ¿Entonces cómo lo sabía ella? ¿Por qué se sentía así en ese momento?

Levantó la barbilla para respirar hondo, y en la esquina superior vio una cajita blanca con un punto rojo y luminoso: una cámara. La estaban vigilando, como una vez vigilaron a Leon; hasta en este momento alguien sabía que estaba allí sentada, hecha polvo, presa de su propia imaginación.

—¿Por qué me haces esto? —susurró—. Yo no he hecho nada malo.

Si el Protector era capaz de tratarla así sabiendo que era la líder de su pueblo, ¿cómo habría tratado a sus exploradores, qué información les habría arrancado a la viva fuerza? ¿Cómo trataría a la gente de Nueva Sailum? «He fracasado antes de empezar», se dijo.

Se puso la mano sobre el esparadrapo del brazo y lo oprimió. ¿Para qué le habían extraído sangre? ¿Qué le habían inyectado? Su mirada regresó a las cadenas, negras e inmóviles; una mosca volaba lentamente alrededor del metal, como olfateando un viejo rastro de sangre. Gaia se imaginó otra vez a Leon, sufriendo por haberla protegido. Su padre seguía odiándolo y podía hacerle daño de nuevo. Se estremeció y se cubrió la cara con las manos.

—Se encuentra bien —se dijo en voz alta, para convertir el deseo en realidad—. No está aquí. Está a salvo.

Hizo un esfuerzo por recordarse que a ella tampoco le hacía daño nadie en ese preciso momento. Nadie empuñaba el látigo. Su única tortura era su propio terror, y este estaba solo en su mente; si pudiera dejar de sentirlo… Tomó una profunda y trémula bocanada de aire y trató de reunir la fuerza interior que había desarrollado como Matrarca. Procuró imaginar el marjal de Sailum, sus calmantes tonos verdes y azules, la dulzura del viento en sus labios.

Cuando por fin oyó un ruido detrás de la puerta, escuchó con atención y casi gritó de alivio al oír un clic en la cerradura.

Se puso en pie, pero dejó las manos apoyadas en la pared.

La puerta se abrió y reveló al hermano Iris. Vestido con el acostumbrado traje blanco, su refinada apariencia contrastaba vivamente con el pasillo de piedra. El hombre parecía completamente relajado, como si visitase a menudo la celda V. La luz del corredor brillaba en las lentes de sus gafas oscuras, ocultando sus ojos. En los brazos acunaba un pequeño animal blanco de hocico pálido: un cerdito.

—¿Ya has tenido suficiente, querida? —preguntó.

—Llévame a ver al Protector —dijo Gaia, aguantándose las náuseas.

Él subió una ceja.

—Es tan, tan tentador dejarte aquí… Es mucho más satisfactorio tratar contigo que con Leon, o con tu madre. Tú te preocupas muchísimo más, como un instrumento bien afinado. No logro decidir cuál. Una viola, quizá.

Gaia se percató de que el tipo quería que suplicara por su libertad. Se enjugó la cara y sintió la humedad de las lágrimas.

—Déjame salir —dijo—; ya te has divertido bastante.

—Un poco sí —admitió Iris.

—El Protector no ordenó que me encarcelaran, ¿verdad? —Gaia no daba crédito a lo odioso que podía ser aquel hombrecillo canoso y encorvado—. Fue idea tuya.

—Pues sí; en algún sitio había que meterte mientras esperábamos.

—¿A qué?

En el pasillo se produjo un fuerte ruido que hizo respingar a Gaia.

El hermano Iris sonrió levemente.

—Tu sangre funciona. Pensé que debía recordarte quién manda aquí, sobre todo considerando tus antecedentes con nosotros. El Protector preferiría tratar en persona contigo, pero si lo haces enfadar, él mismo te enviará aquí de nuevo. Yo obtengo resultados. ¿Lo has entendido?

Gaia echó un rápido vistazo al látigo.

—¿Fue eso lo que pasó con Leon?

—Leon era un caso especial —contestó Iris. Luego retrocedió para hacer señas a cuatro guardias y les dijo—: Hay que atarle de nuevo las manos. Mordaza no hace falta, ¿verdad que no, querida?

Gaia negó con la cabeza. Fuertes manos juntaron sus brazos por delante y le ataron de nuevo las muñecas.

Salieron de la celda y al llegar al final del pasillo bajaron por una escalera. Al pie de esta, un túnel estrecho que olía a humedad continuaba descendiendo. Bombillas protegidas con rejillas metálicas se encendían automáticamente mientras avanzaban en fila india. A veces los guardias tenían que agacharse para no darse en la cabeza. Los bastidores de madera colocados de trecho en trecho para contener las tierras recordaron a Gaia los túneles de la vieja mina que atravesó con Leon. Por fin, después de doblar una esquina, llegaron a una puerta destartalada.

Cuando Iris la abrió y pasaron a una bodega pequeña, el aire olió de otro modo. El polvo había agrisado unas botellas negras que no transmitían dejadez sino excelencia. En el rincón opuesto, una escalera impoluta con una barandilla de madera encerada se perdía en lo alto.

Gaia supo antes de que se lo dijeran que estaban debajo del Bastión.

—Qué práctico tener un pasadizo secreto entre la sede del gobierno y una mazmorra de tortura —comentó.

—No sabes cuánto —convino Iris, ignorando la ironía—. Vamos allá. Márquez, ayúdala para que no se tropiece.

El más joven de los guardias, un hombre bajo y fornido de cejas y cabellos rubios, la agarró por el codo y la acompañó durante varios tramos de subida, hasta que llegaron a un pasillo. Gaia reconoció el alto techo y el dibujo de la alfombra que lo recorría. Estaban en el segundo piso del Bastión y, si la memoria no le fallaba, el cuartel general del Enclave se encontraba algo más adelante, a la derecha. Así era.

—Márquez, quédate —dijo Iris, abriendo la puerta—. Los demás no hacen falta. Tú primero, querida.

Gaia entró con aprensión en aquella estancia que ya conocía.

Los cuatro ventanales miraban hacia la Plaza del Bastión, donde el sol crepuscular iluminaba con crudeza un lateral del obelisco. Como de costumbre, el escritorio con la pantalla dominaba la habitación, con grupos de mesitas y sillones a la derecha. Gaia olió una infusión fragante que nunca le ofrecerían. Lo único que faltaba era la jaula del canario; había sido reemplazada por una caja de cristal que contenía una manta y tiras de papel. El hermano Iris se inclinó para meter al cerdito, que olfateó la manta.

Cuando el hombre que miraba por uno de los ventanales se dio la vuelta, Gaia se encontró cara a cara con el Protector, su futuro suegro. Llevaba el cabello entrecano muy corto, y el negro bigote estaba también más recortado de lo que ella recordaba. El traje era de un blanco reluciente y los pantalones, planchados con esmero, caían a la perfección sobre los brillantes zapatos negros.

Gaia lo observó manteniendo un silencio cargado de recelo. Al conocer a Leon como lo conocía ahora, sus sentimientos por el Protector eran más complejos. Siempre le había inspirado desconfianza y miedo pero en ese momento, y en honor de Leon, también le inspiraba desprecio, por mal padre; algo que lo hacía más humano… en el peor sentido.

El Protector no sonrió. Sus ojos fríos la examinaron de pies a cabeza con expresión mordaz.

—¿La sangre sirve? —preguntó el gobernante del Enclave.

—Tal como esperábamos —contestó Iris—, y en todos los aspectos. Es un milagro. Incluso el grupo sanguíneo es de lo mejorcito: O negativo.

Iris se acercó a la pantalla del escritorio y pasó la mano por encima.

—El doctor Hickory lo ha comprobado dos veces. Está extasiado —añadió.

—¿Para qué me han hecho pruebas? —preguntó Gaia.

—Eres portadora del gen antihemofílico —contestó con calma el Protector—, curioso, igual que tu madre.

Al principio Gaia solo sintió perplejidad, pero luego se puso hecha una furia. Había hablado de su madre como si en vez de una persona hubiese sido un simple experimento.

—¡Tú la mataste! —espetó—. ¡Tú la encerraste hasta que estuvo tan débil y tan harta que no pudo seguir viviendo!

El Protector cruzó la habitación, agarró la correa que sujetaba las muñecas de Gaia y se la enrolló en una mano. Ella intentó retroceder, pero él tiró de la correa hasta ponerse las manos de la joven sobre el pecho. Con la mano libre le buscó la cara y cuando Gaia trató de apartarse, le clavó la uña del pulgar en la oreja derecha. El dolor fue tan intenso que Gaia profirió un grito ahogado y se encogió, pero le resultó imposible alejarse.

—En realidad, el honor de matarla lo tuviste tú —replicó él—. Nosotros estábamos cuidando de una débil embarazada lo mejor que podíamos, ¿no crees?

—Sí.

—¿Seguro?

El dolor se recrudeció, penetrante, envolvente.

—¡Sí! ¡Suéltame! —rogó Gaia, jadeando.

—No vuelvas a hablarme en ese tono.

—¡Lo siento!

—No te oigo.

—¡Lo siento, hermano! ¡Lo siento!

La soltó bruscamente y Gaia se llevó las manos a la pulsante oreja, donde palpó la sangre. Tenía el corazón desbocado y un ruido como de catarata en la cabeza. El Protector sacó un pañuelo de su bolsillo, se secó los dedos y se lo ofreció.

Gaia tuvo que acercarse otra vez para agarrarlo y cuando lo hizo advirtió que temblaba de miedo. El episodio de la celda la había convertido en una niña aterrada en cuestión de minutos.

—¿Qué se dice cuando un señor te da su pañuelo? —la provocó él.

—Gracias, hermano —contestó Gaia en voz baja y se apretó la oreja con el trozo de tela blanca.

Él la miró con indiferencia y preguntó:

—¿Qué es eso de que me has traído a mi hijo?

Gaia estaba demasiado nerviosa para contestar. Seguía intentando imaginarse qué era aquello del gen antihemofílico, pero por lo visto era lo suficientemente importante para que tuvieran todo preparado a fin de hacerle análisis en cuanto llegara. Sin embargo, no podían saber que llegaba hasta que capturaron a sus exploradores. Y ese gen ¿la ponía en peligro, la convertía en algo valioso, o ambas cosas?

—Contesta, chica —exigió el Protector—. ¿Está Leon contigo o no?

—Lo está.

—¿Y cuántos más? ¿Dos mil? Contéstame, no te hagas la tonta.

—Mil ochocientos. Queremos establecer una nueva comunidad, Nueva Sailum, al lado de Wharfton, pero para sobrevivir necesitamos agua.

—Déjame hacerte una pequeña corrección: no me has traído mil ochocientas personas, sino una pesadilla política. Un ejército de ratas que pulula alrededor de mis muros. Solo en la última hora he tenido que aguantar a una docena de caritativos metomentodo empeñados en que te abriera las puertas, y al doble de esos exigiendo saber cómo iba a protegerlos de las enfermedades que trae tu gente y de los delincuentes que vienen con ellos.

—Solo necesitamos un poco de tiempo para que los de aquí nos conozcan mejor —dijo Gaia, tratando de mantener un tono respetuoso y sereno—. No somos criminales ni contagiosos.

—Tus exploradores me soltaron las mismas pamplinas. No me lo trago.

—¿Dónde están?

—En la cárcel. Ya no me sirven para nada, y como su información era exacta, puedo excarcelarlos. Ya ves lo razonable que soy. No como tú, que te presentas aquí para pedir ayuda y ni siquiera tienes el detalle de avisarnos. Supongo que entenderás que nos cueste ser generosos.

—No mandé enviados antes porque tenía miedo de que nos prohibieras venir.

—Pero ahora que estás aquí —dijo él esbozando una sonrisa—, no tenemos elección. Me estás echando un pulso. ¿A que sí?

Gaia dudó, pero sí, era cierto.

—No podemos volver atrás, hermano —explicó—. El aire del Bosque Muerto es ponzoñoso. Mi gente lleva generaciones extinguiéndose, y hemos alcanzado el punto crítico. Solo queremos una oportunidad de sobrevivir y de ver sobrevivir a nuestros hijos; lo mismo que quieres tú para los tuyos. El Enclave tiene recursos de sobra para compartir.

—Los tenemos porque hemos sido previsores y nos hemos sacrificado. Todo el mundo parece olvidar eso.

—Pagaremos lo que gastemos.

El Protector se alejó de ella a zancadas y se acercó de nuevo.

—¿Y con qué piensas pagar? Estoy intrigado. Para mil ochocientas personas hacen falta cuatro mil quinientos litros de agua diarios, sin contar con baños ni cultivos. El agua es cara, hermana Stone.

—Podemos trabajar. Tenemos artesanos y artistas y granjeros.

—¿Artistas? —preguntó divertido el Protector—. ¡No me había dado cuenta de que tienes sentido del humor!

Gaia guardó silencio. Dobló de nuevo el pañuelo y se apretó una zona limpia sobre la oreja mientras trataba de pensar en la forma de convencerlo. Por fin dijo:

—Aún deben de preocuparte los problemas de endogamia.

—Es curioso que lo menciones. Pues sí, me preocupan.

—La mejor solución a largo plazo es la variedad —dijo Gaia—. La hemofilia y la infertilidad del Enclave son producto directo del matrimonio entre personas de ascendencia común. Abre las puertas, anima a la gente del Enclave, de Wharfton y de Nueva Sailum a relacionarse. El matrimonio mixto resolverá el problema. Mientras tanto podríamos regar con…

El Protector agitó una mano para interrumpirla y dijo:

—Tu idea del matrimonio mixto tiene mérito, lo reconozco. No creas que no lo había pensado, pero aparte de lo desagradable del concepto, es una solución a largo plazo que llevaría generaciones en dar frutos. No resuelve el problema ahora, y al igual que tu gente no puede esperar, en el Enclave tampoco queremos esperar una respuesta. Siento curiosidad por saber lo que tú, en concreto, estarías dispuesta a sacrificar por los tuyos.

—¿A qué te refieres?

Él paseó tranquilamente por la habitación, apoyando las manos en el respaldo de una silla y después en el de otra mientras observaba a Gaia. Durante el éxodo, la joven apenas advertía la suciedad de su ropa, pero ahora, rodeada por aquella elegancia impecable, se fijó en lo sucios que llevaba la blusa y los pantalones; y en su pelo, mejor ni pensar. Se irguió, recibiendo el escrutinio con una dignidad exenta de culpa, y vio un dejo de respeto en los ojos del hombre.

—Me encuentro en una posición delicada —dijo él—, de esas que tú, como dirigente, podrás entender. Los casos de hemofilia del pasado año provocan una angustia indescriptible en ciertas familias, y somos incapaces de ayudarlas. El banco de sangre de Myrna Silk es un parche que no impide el fallecimiento de sus pacientes. —El Protector la miró a los ojos—. No tenemos ninguna cura para la hemofilia, pero hemos encontrado la manera de prevenirla. Al menos en teoría. Para ponerla en práctica, necesitamos otra pieza clave.

—¿Cuál?

El Protector ladeó la cabeza y se atusó el bigote distraídamente.

—Me gustaría que pensaras en un interesante dilema. Supón que una sola persona pudiera sacrificar algo que ayudaría a un puñado de personas, y que después ese puñado de personas ayudaría a toda una comunidad. ¿Debería sacrificarse esa primera persona? —preguntó mirándola fijamente—. ¿Debería obligarla la comunidad?

—Depende del sacrificio y de cuál sea el beneficio para la comunidad —dijo Gaia. No era tonta. Estaba claro que querían algo de ella.

El Protector dio palmaditas al respaldo de la silla más cercana y se irguió cuan alto era.

—Quiero que te reencuentres con alguien muy importante para nosotros. Es una joven buena, amante de la paz, a quien le estaré eternamente agradecido —dijo y miró al hermano Iris—. Por favor, dile a la hermana Waybright que venga.

Una puerta lateral se abrió para dar paso a una mujer joven.

—¡Emily! —gritó Gaia. La hacía tan feliz ver a su vieja amiga que fue hacia ella sin pensarlo, pero la sonrisa de Emily era fría.

—Desátala, hermano, por favor —dijo Emily educadamente al Protector.

Gaia se paró en seco, estupefacta. ¿Quién era aquella chica serena y refinada? Su cabello caoba estaba pulcramente recogido en un moño, remarcando los altos pómulos y la línea de la mandíbula. Un vestido blanco de talle princesa caía grácilmente sobre su esbelta figura, cubriéndola hasta por debajo de la rodilla. Una curiosa pulsera adornaba su muñeca izquierda; Gaia tuvo que mirarla dos veces para reparar en que no se limitaba a reflejar la luz, sino que despedía una suave luminosidad azul. Sus ojos, antes tan expresivos, seguían siendo perspicaces pero estaban faltos de vivacidad. Lo más sorprendente era el aplomo con que se había dirigido al Protector, el hombre más poderoso del Enclave, como si confiara en ser obedecida.

Y aún fue más asombroso que el Protector asintiera en dirección al guardia de la puerta y ordenara:

—Desátala.

Gaia sostuvo las muñecas en alto y sintió los pequeños tirones mientras el joven soldado desataba la correa. No podía apartar la mirada de su amiga de la infancia.

—¿Estás bien? —le preguntó—. ¿Dónde están tus hijos? ¿Están ellos bien?

—Están en la guardería. Se encuentran perfectamente, gracias —contestó Emily y se volvió hacia el Protector para añadir—: ¿Le has contado algo?

—He pensado que, siendo como eres una vieja amiga, es mejor que se lo expliques tú.

—¿Vas a ofrecerle un puesto? —preguntó Emily.

Gaia se frotaba las muñecas escuchando atentamente.

—Un puesto normal no. Limítate a ponerla al día sobre el Instituto, tal como es ahora —dijo el Protector.

El hermano Iris se aclaró la garganta y Gaia vio que seguía la conversación con interés, pero sin hacer comentarios.

—Como quieras, hermano —respondió Emily—. Las chicas están en el patio trasero, haciendo un descanso para tomar el té. Preferiría explicárselo allí.

—Llévala a uno de los balcones que dan al patio —dijo el Protector—. ¿Has visto a Genevieve?

—Hace una media hora, en la cocina.

El Protector hizo un gesto hacia el guardia y ordenó:

—Acompáñalas.

El soldado abrió la puerta y la mantuvo abierta para ellas. Con una extraña sensación de irrealidad, Gaia salió detrás de la elegante joven que había sido su mejor amiga de Wharfton y la siguió por el corredor.

—¡Emily! —susurró con urgencia—. ¿Qué es todo esto? ¿Qué pasa?

Emily la miró por encima del hombro y siguió andando.

—Ya me figuro que te sorprende —contestó.

—Eres mi mejor amiga. Llevamos un año sin vernos, ¡y me estás tratando como a una extraña!

—Bien, pues si reúnes las pistas, descubrirás que ya no soy tu mejor amiga —replicó Emily.

Gaia se paró en seco.

—¿Por qué?

Emily también se detuvo, se cruzó de brazos y se volvió para encararse con Gaia. Echó un vistazo al guardia, que evidentemente podía oírlas y no manifestaba la menor intención de alejarse, y dijo:

—Mi antigua vida se ha acabado. Del todo. Estoy evolucionando, y por difícil que me resulte recibirte con una actitud civilizada, estoy haciendo lo que puedo. Te ruego que no me hagas más preguntas. Ahora si vienes por aquí, podrás ver el patio.

Lo único que Gaia podía hacer era mirarla a ella.

—No puedes hablar en serio —protestó—. ¡Estás hablando de mí!

—Créeme, sé perfectamente quién eres tú. Ven por aquí.

Un golpe suave se repitió a un ritmo frenético, se detuvo y empezó de nuevo, aumentando de volumen mientras se acercaban. Cuando doblaron otra esquina, el corredor desembocó en la balconada de un patio cuadrado. Gaia recordó haber estado allí con su madre, aunque quizá no en esa primera planta. En aquella ocasión no tuvo tiempo de apreciar las gráciles arquerías que rodeaban el espacio en sus cuatro alturas.

Emily levantó una mano para saludar a las jóvenes de abajo. Gaia vio que el ruido procedía de dos que jugaban al ping-pong, los cuellos de las camisas abiertos y húmedos de sudor. Otras cinco descansaban con los pies en alto en tumbonas o sillones. Dos servían el té en un delicado carrito, y otras dos jugaban al ajedrez. En los rincones, macetas con helechos añadían un toque verde, y varios toldos naranjas estaban desenrollados para proporcionar sombra, pero el color dominante era el blanco, desde las encaladas columnas de las arquerías a las vaporosas telas de los vestidos de las mujeres y al juego de té.

Cuando una de las jóvenes que jugaba al ping-pong devolvió la pelota, Gaia se fijó en que llevaba la misma pulsera luminosa que Emily. Todas la llevaban en la muñeca izquierda y todas estaban embarazadas. Aquello era la fábrica de niños.

—¡Hola, Gaia! —gritó una joven saludándola con la mano—. ¡Ven a tomar el té con nosotras!

Gaia la conocía de Wharfton, de haber jugado con ella en la plaza, aunque no habían sido verdaderas amigas. Otras también le resultaban familiares, pero por su forma de mirarle la cicatriz dedujo que a ella la conocían todas. Levantó una mano a modo de saludo.

—Quiero saberlo todo —le dijo a Emily—. ¿Estás embarazada tú también?

—Sí, de dos meses. Todavía no se me nota. Las otras me llevan mucha delantera. Trixie dará a luz en cualquier momento. ¿Qué sabes del Instituto de Gestación?

—Solo que utiliza madres postizas en un programa piloto.

—No es exactamente eso —dijo Emily, cruzando los brazos—. Algunas somos subrogadas y gestamos bebés que biológicamente no tienen nada nuestro, pero a la mayoría se nos insemina con el semen del padre. En cualquier caso, esos niños se han prometido a otras parejas y nuestra labor concluye al entregárselos.

—Lo describes de una forma tan sencilla… como si fuera un trabajo.

—En cierto modo lo es. Nos contratan para un año, con la opción de continuar un segundo y un tercer año si la labor nos satisface. Cualquiera que dé a luz a tres bebés sanos puede quedarse en el Enclave de por vida, con una pensión.

Emily pasó una mano por la barandilla cuando empezaron a recorrer la galería. Gaia miró hacia atrás y vio al guardia seguirlas discretamente.

—¿Y si cambiaras de opinión? —preguntó Gaia—. ¿Y si no quisieras entregar a tu hijo?

—No es hijo mío. Da igual que nos inseminen con blastómeros o con semen. Cuando firmamos, renunciamos a cualquier derecho sobre los bebés.

—Me he perdido. ¿Qué es un blastómero?

—Lo siento. Es un grupito de células que se forma más o menos una semana después de la fecundación y que contiene todo lo necesario para el desarrollo de un embrión humano. Por eso si se implanta en el útero, se acaba convirtiendo en un bebé.

Gaia miró a dos jóvenes inclinadas sobre un libro grande; una de ellas se rio. Eran la personificación de la salud y la tranquilidad, y Gaia no pudo evitar compararlo con la vida en el exterior del muro.

—¿Y se firma de verdad un contrato?

—Y nos dan esto —contestó Emily alzando la mano izquierda, donde la pulsera iluminaba la piel de su muñeca. Gaia jamás había visto un material así, delicado y fuerte, elástico y rígido: Emily podía subirse la pulsera por el brazo cómodamente pero no sacársela por la mano. Un broche dorado unía ambos extremos y finas hebras de oro trazaban una filigrana en la superficie. Pero lo más raro era la luz azul.

—Es muy bonito —dijo Gaia.

—Esto es el contrato —contestó Emily—. Es una cuestión de honor. Cuando aceptas trabajar para el Instituto, aceptas quedarte hasta que nace el bebé. Te dejas la pulsera puesta hasta la ceremonia del nacimiento, cuando los padres reciben a su hijo y cortan la pulsera. Hasta ese momento, emite una señal con la que el Protector sabe siempre dónde te encuentras, y los padres también. Eso los tranquiliza.

—O sea, que es un instrumento de control.

—Si quieres ponerte cínica…

—Lo único que quiero es comprender. ¿Entonces las chicas no están presas?

—Claro que no —contestó Emily—. Ya había habido una chica que ha roto su promesa y se ha ido. Sasha, ¿la recuerdas? De Wharfton. Se marchó.

—¿Sasha estaba metida en esto? —Gaia apenas pensaba en su otra amiga de la infancia.

—Ya no. Tú puedes cortar la pulsera siempre que lo desees, aunque si lo haces el contrato se anula. No te pagarán ni recibirás más atención médica. Te considerarán una mentirosa y, lo que es peor, causarás un tremendo dolor a la pareja que ha confiado en ti y ha pagado tus cuidados durante todo el tiempo transcurrido. Tú les estás robando a su hijo.

A Gaia le incomodaba cada vez más el reiterado uso del tú.

—Pero, Emily —protestó—, ¿cómo puedes llevar un hijo en tu vientre todos estos meses sabiendo que habrás de renunciar a él? ¿Cómo es posible teniendo como has tenido dos hijos?

—Los he tenido y los tengo. Estaré aquí siempre con ellos. Hago esto por ellos.

Gaia se quedó mirándola, impresionada.

—Entonces piensas entregar a su hermano.

Emily cerró los ojos y aspiró con fuerza. Gaia pensó que se había excedido. Cuando su vieja amiga abrió los ojos de nuevo, había recobrado el control.

—Como es natural, nos sentimos unidas a esos bebés y, en mi opinión, es bueno que ellos se sientan queridos y deseados mucho antes de nacer. Por eso ser madre gestante es un trabajo tan maravilloso y tan delicado. No puede hacerlo cualquiera, Gaia. Debe tratarse de una mujer generosa, desinteresada. Pero vale la pena. ¿Has conocido alguna pareja que deseara desesperadamente un hijo y fuera incapaz de concebirlo? Te parten el corazón.

—Yo creía que por eso ascendíamos bebés, para que pudieran adoptarlos.

—Pero entonces las madres de Wharfton no podían elegir. Tú lo sabes mejor que nadie. Esto es preferible, ¿no crees? Las madres gestantes donamos voluntariamente los bebés y sabemos dónde van. No sentimos que nos los arrebatan.

—¿Las madres conocen a los futuros padres? —preguntó Gaia, asombrada.

Emily, que observaba el patio inferior, sonrió otra vez a una de las jóvenes que miró hacia arriba.

—En realidad no, pero algunas hacemos suposiciones. Las parejas sí nos conocen, porque nos eligen ellos, y algunos parecen tener sus favoritas. Los conocemos de las reuniones sociales. Les gusta invitarnos y obsequiarnos con algún detallito. Son muy agradecidos. Nos invitan a las mejores fiestas. Aquí parecemos de la realeza.

—Durante un año —precisó Gaia.

—O tres —dijo Emily, volviéndose para mirarla.

—¿Y después qué? ¿Las madres vuelven a salir del muro como si nada y dejan atrás sus fantásticas vidas? ¿Qué ha sido de Sasha?

—No sé nada de ella y no me sorprende. —Emily se apoyó en una columna—. Tendremos que referirnos al resto. Algunas nos quedaremos, como ya te he dicho. Las que regresan a Wharfton vivirán mejor, puesto que se llevan una buena cantidad de dinero, y de recuerdos. Atesorarán recuerdos que, de no haber vivido aquí, jamás habrían tenido. Míralas —dijo observando de reojo a Gaia—. ¿Ya no te acuerdas de lo fantástico que te pareció todo esto la primera vez que lo viste?

Gaia miró a su amiga.

—Sí, sí me acuerdo, pero ya no es igual. Y tampoco es igual mi forma de ver las cosas —contestó, preguntándose con inquietud qué papel le tendría reservado el Protector en aquella película—. ¿Cómo escogen a las mujeres, por cierto?

—El Protector las elige personalmente. Al principio invitamos a cuarenta, y acabamos con doce que aceptaron ser madres gestantes; y conmigo.

—Pero ¿por qué esas cuarenta? ¿Por qué fueron elegidas? —insistió Gaia—. ¿Por motivos genéticos? ¿No has dicho que las escogen los padres adoptivos?

—Yo solo he dicho que cada pareja elige a una madre gestante del Instituto —aclaró Emily, que parecía cada vez más perpleja—. No sé cómo eligieron a las cuarenta iniciales. Todas eran mujeres sanas y solteras de Wharfton, y debían de ser generosas para aceptar la idea, simplemente la idea, de unirse a nosotros. Nadie hace esto solo por interés, te lo aseguro.

Emily miró a Gaia a los ojos y añadió:

—De verdad te lo digo, Gaia, no tienes por qué preocuparte. El Instituto solo admite mujeres que deseen hacer esto, y es obvio que tú no lo deseas. El Protector no te querrá en nuestro equipo.

—Entonces tendrá otro plan para mí, porque un plan tiene. Pero debería haberle dicho que jamás vendería a un bebé mío, por ningún precio.

El rostro de Emily se cerró tan completamente como una puerta clausurada.

—No seas cruel, Gaia.

—Yo solo digo, Emily —añadió Gaia sin poder contenerse—, que esto no va a salir bien. El sufrimiento solo acaba de empezar.

—No soy ninguna ingenua —replicó Emily, enfilando hacia el pasillo que conducía al despacho del Protector y chasqueando los dedos para que el guardia las acompañara—. Sufrimiento, ¿eh? Pues al menos este es un sufrimiento consentido.

—Emily —dijo Gaia bajito.

Emily fue capaz de dar otros dos pasos pero luego se giró de golpe. Con las mejillas arreboladas y la distinción dejada a un lado, volvía a ser la chica que Gaia había conocido.

—¿Cómo te atreves a juzgarme? ¿Cómo te atreves a acusarme de vender a mi hijo? Tú te fuiste. Tú te metiste en los páramos con tu hermana. Si yo hubiera sabido lo que iba a pasar, me habría ido contigo llevándome a mi familia. Pero no lo hice, y he tenido que sobrevivir, igual que tú.

—Lo siento —dijo Gaia—. Sé que el Protector te quitó a tu hijo, y también sé lo de Kyle. Lo echo de menos.

Emily dio un paso hacia ella y bajó la voz para decir:

—No quiero oírte pronunciar su nombre.

—No. De acuerdo. Perdona.

—¡Tampoco quiero tus disculpas!

Gaia sintió un golpe espantoso. No podía estar peleándose con su mejor amiga. Lo único bueno que le quedaba de la infancia le acababa de explotar en plena cara.

—No te pongas así, por favor —rogó.

—Siempre has sido una inmadura —dijo Emily con desdén.