—DÉJAME LLEGAR a casa, por favor —rogó Gaia.

Mientras respiraba los viejos aromas nocturnos de Wharfton, una mezcla de hierba del bisonte, gallinas y tierra seca, la añoranza que sentía por sus padres aumentó. La luna en cuarto creciente arrojaba una luz fría y azulada que apenas iluminaba la senda. Por costumbre, Gaia buscó en el cielo las estrellas de Orión, pero no las vio por ninguna parte. Dio palmaditas a la dormida Maya en la espalda y la arropó con ternura, disfrutando del reconfortante y cálido bulto. Oyó las pisadas de Leon a su espalda y, más lejos, las de los exreos que los protegían.

Al llegar a la calle Sally vio la luz de una vela a través de la ventana de su casa. Por un instante, su dura prueba en el Bastión y todo el año anterior se desvanecieron y fue solo Gaia Stone, comadrona, volviendo a casa con ganas de ver a sus padres. Era la primera vez que regresaba después de su muerte. Al subir los escalones del porche sabía muy bien que no los encontraría jugando al ajedrez delante del fuego pero, al extender la mano hacia el picaporte, la sensación de ir a encontrárselos fue tan intensa que cerró los ojos y oyó sus voces al otro lado de la puerta.

—¿Eres tú, ratita? —preguntaba su padre.

—Seguro que tiene hambre. No se te ocurra mover las piezas en cuanto te dé la espalda, ¿eh? —decía su madre—, que me doy cuenta.

Gaia agarró el picaporte pero fue incapaz de girarlo.

—¿Qué te pasa? —preguntó en voz baja Leon.

Ella levantó la mirada, escrutó su rostro a la tenue luz, y la confusión se mezcló con la pena. Aquel era el lugar donde había visto a sus padres por última vez cuando eran una familia y el lugar donde había conocido a Leon. Él los había arrestado y ahora estaban prometidos. ¿Cómo era posible? Con súbita claridad, cayó en la cuenta de que sus padres hubieran querido protegerla de Leon, y no solo porque fuera hijo del Protector. Hubieran querido para ella alguien más cariñoso, que demostrara más sus sentimientos, alguien como ellos. No habrían entendido a Leon.

—Mis padres… —contestó Gaia. «Al elegirte, me distancio de ellos».

—Siéntate aquí —dijo amablemente Leon—. Quédate aquí un poquito conmigo, a solas. ¿Quieres darme a Maya?

Gaia negó con la cabeza y se sentó a su lado, en el escalón superior del porche de sus padres. Él apoyó una mano detrás de ella, sin llegar a abrazarla. Gaia se puso a su hermana en el regazo y la arropó con la manta.

—Si no me dices lo que estás pensando —advirtió Leon—, no podré llevarte la contraria.

A Gaia se le escapó una risa triste.

—Es que es terrible. Creo que no les hubieras gustado a mis padres —explicó.

—¡Ay!

—Ya.

—Pues yo creo que te equivocas —se defendió él—. Me los hubiera ganado, entre otras cosas porque habrían visto lo feliz que eres conmigo.

—Tú los arrestaste.

—Cierto. Pero ese fue el otro yo, el de antes de conocerte.

—Ahora no lo harías, ¿verdad?

—Ahora le traería flores a tu madre y cosería para tu padre.

Gaia volvió a reírse, con más alegría esta vez.

—Mi padre nunca quiso que lo ayudaran con sus costuras.

—¿Y sostenerle el alfiletero?

—No.

—Vaya, pues lo mismo llevas razón, lo mismo lo nuestro no tiene arreglo.

Gaia se le acercó un poco, hasta que su rodilla chocó con la pierna de Leon.

—¿Mejor? —preguntó él con ternura.

Gaia ignoraba hasta cómo se sentía.

—Ha sido un día de locos —respondió.

—Yo me imaginaba lo peor. Evelyn me dijo que te habían llevado directamente a la cárcel.

Gaia asintió y observó con mirada ausente el penumbroso camino y las casas del otro lado.

—Me sacaron sangre. Dos viales. Dicen que tengo el gen antihemofílico y que mi grupo sanguíneo es O negativo.

—¿Qué médico te la extrajo? —preguntó Leon.

—Un tal Hickory.

—Ese solía trabajar con Persephone Frank. No sé gran cosa de él. ¿Te hizo algo más?

—Me inyectó algo, no sé qué. Y me auscultó el corazón y los pulmones.

—¿Eso fue en la cárcel? ¿Cooperaste con ellos?

Gaia no quería contestar nada más. No entendía por qué la avergonzaba tanto haber sentido miedo en la celda V, pero así era. Agachó la cabeza y se concentró en los deditos de Maya, levemente doblados durante el sueño.

—Para sacarme sangre me ataron a una camilla y me amordazaron. Después me llevaron a la celda V y me dejaron allí —explicó. «Y me derrumbé».

Leon guardaba un profundo silencio.

—No puedo tener miedo —añadió Gaia—. Mi gente me necesita. No puedo tener miedo.

—Iris —siseó Leon.

Gaia levantó la mirada. El rostro en sombras del joven parecía el de una estatua.

—Nadie me tocó, ni un pelo —se apresuró a decir—, pero yo no hacía más que pensar en ti y en lo que te hicieron. Pasé un miedo espantoso. Me derrumbé, por culpa de mi propia imaginación. Para Iris es una especie de juego, ¿no? ¿Por qué será así?

—Porque lo es —contestó Leon—. Es muy listo. Tiene una increíble capacidad de empatizar con la gente, pero utiliza esa capacidad al revés, para hacer daño. Conmigo hizo igual. Mientras me torturaban me dijo que te habían atrapado. Me dijo que estabas en otra celda y que podía hacer contigo lo que quisiera. Yo ignoraba que estaba mintiendo.

—No me lo habías dicho.

—No podía soportarlo. Era espantoso, y eso que aún no sabía que te amaba —dijo Leon y se acercó por fin para abrazarla, para abrazarlas a las dos—. ¿Recuerdas que me dijiste que había puntos, puntitos, que nos separaban? No quiero que eso ocurra nunca más. Por favor, no me apartes nunca de ti. Nada que puedas decirme será peor que no decirme lo que piensas.

En ese momento Gaia lo entendió. No solo se trataba de que podía confiar en Leon, sino de que Leon necesitaba que confiase en él. Era su sed particular: ser digno de confianza. Gaia sintió que algo nuevo se abría, aunque fuese un poquito, en su interior. Aquello era de verdad estar cerca de Leon, aquello era dejarle entrar. Gaia le miró a los ojos, buscando oscuridad, y los labios de él se curvaron levemente mientras la observaba a su vez. Leon le acarició la mejilla.

—Lo que siento por ti no es normal —dijo él.

Gaia soltó una risa melancólica y contestó:

—Ojalá pudiéramos irnos los tres a cualquier parte y olvidarnos de todo.

—Es tarde para eso, aunque lo dijeras en serio —contestó Leon y aflojó un poco el abrazo para que ella se acurrucara confortablemente a su lado.

Se oyó el canto de un grillo, un pequeño chirrido en comparación con los suntuosos ruidos nocturnos de Sailum.

—Echo de menos a las luciérnagas —dijo Gaia—. ¿Te acuerdas de aquella noche? Parece que haya pasado una eternidad, pero yo sigo viéndola claramente.

—Era increíble.

—No quisiste salir conmigo —dijo Gaia, recordando que él se había quedado en el porche mientras ella y Maya habían dado vueltas en la hierba del oscurecido prado, rodeadas por miles de lucecitas titilantes.

—No pude.

—¿Por qué? ¿Seguías enfadado conmigo?

—Estaba enfadado, me sentía solo, de todo un poco. Pero seguía albergando la esperanza de olvidarte.

—Eso hubiera sido un tremendo error —dijo Gaia; sentía el brazo de Leon rodeándole la espalda.

—Es desconcertante, ¿verdad? Incluso entonces, incluso cuando apenas nos dirigíamos la palabra, yo necesitaba tenerte cerca. Cuando trataba de imaginarme la vida sin ti, todo carecía de sentido. No sé qué me habría pasado si no te hubieras dado cuenta por fin de que estábamos hechos el uno para el otro. Cargarme Sailum de alguna manera, supongo.

—Seguro que no.

—Lo habría intentado, por lo menos. Aún estaríamos allí, ¿te das cuenta? Tú te habrías casado con Peter y todos seguiríamos en Sailum.

—No.

—Sí —insistió Leon—, con Peter o con Will. Uno de los dos.

Gaia meneó la cabeza.

—Que sí —repitió él, como si fuese algo sobre lo que hubiera reflexionado mucho.

A Gaia no le apetecía darle vueltas a lo que hubiera podido pasar o no con Peter o con Will. Ni eso ni pensar que en ese preciso momento hacían amistades en la Taberna de Peg.

—Pero me conquistaste con tu pan de calabaza y tu desenvoltura —dijo Gaia.

—¿Desenvuelto yo? —contestó él riéndose.

—Sí, tú. Aquella noche me esperaste a pecho descubierto, sin camisa, vamos.

—Bueno, quizá fuese algo desenvuelto —admitió, frotándose el barbado mentón—. ¡No iba a rendirme sin luchar!

—Pues funcionó, porque aquí estamos —Gaia sonrió al recordarlo. Luego aspiró profundamente y trató de dar de lado a la tensión para recordar el verdadero significado de ese «aquí»—. ¿Te has alegrado de ver a Evelyn?

—Sí, es una chica increíble. Me gustaría pasar más tiempo con ella, pero no sé cómo. También me cuesta creer que ahora tengo una hermana tan pequeña como Sarah. Me pregunto si me parecería más a Derek si me hubiera criado él.

—Has salido bastante decente —dijo Gaia—. Además, si hubieras vivido fuera del muro, podrías haber muerto como les ocurrió a tu madre y tus hermanas.

—Pero me gusta pensar que te habría conocido antes —contestó Leon sonriendo—. Conque «bastante decente», ¿eh?

«Sabes lo que quiero decir», pensó Gaia y añadió:

—Me gustaría que el Protector se diera cuenta.

—¿Dijo algo de mí? —preguntó Leon irguiéndose.

Gaia trató de explicarlo con palabras que no revivieran malos recuerdos, pero fue inútil.

—Sacó a relucir a tu hermana Fiona —admitió—. ¿Cómo es posible que sea tan ciego respecto a ti?

—Gaia —dijo Leon, alargando su nombre y retirando su brazo al mismo tiempo—. No deberías volver al Enclave.

—No tengo más remedio que tratar con él. Y quiero entender qué pasa entre tú y él. Acabas de decirme que podía contártelo todo, pues lo mismo te digo.

—No es algo que se pueda explicar fácilmente —dijo Leon con voz distinta, más tensa.

—Inténtalo.

Él se apretó las manos entre las rodillas.

—No sé. Puede que con esto te hagas una idea. Cuando tenía diez años, el viejo profesor de mi padre vino a vernos y a pasar la noche con nosotros, y perdió un pequeño rompecabezas de madera en forma de cubo. Cuando el Protector se enteró, se puso como una fiera. En realidad, estaba avergonzado. Nuestro comportamiento debía ser perfecto, pero uno de nosotros había robado ese puzle.

—¿Te echaron la culpa?

—Eso me temía yo, pero esa misma noche lo encontraron entre las cosas de mi hermano Rafael, que entonces contaba seis años, edad suficiente para saber qué estaba bien y qué estaba mal, por lo cual además de robar, mintió. Eso puso a mi padre en el disparadero. Como yo estaba seguro de que iba a pegar a mi hermano, me negué a salir de la habitación cuando mi padre me lo ordenó. Pensé que así lo protegería, supongo.

Su voz se apagó. Gaia esperó, imaginándose a los dos hermanos, el pequeño ocultándose detrás del mayor. Leon se pasó una mano por el pelo, se inclinó hacia delante y enlazó las manos lenta y cuidadosamente.

—Mi padre no le pegó a él —dijo Leon con absoluta calma—. Le gritó y le regañó y le amenazó, pero no le puso la mano encima.

Gaia miró su perfil.

—Pero eso está bien, ¿no?

—Claro que sí —contestó Leon y dirigió el perfil hacia lo alto, hacia el cielo nocturno—. Mi padre nunca pegó a Rafael ni a mis hermanas, solo me pegaba a mí. Hasta aquella noche, creí que todos los padres pegaban a sus hijos. —La vieja confusión, el viejo dolor, se filtraron en su voz—. Creí que era lo normal.

—¿Te pegaba mucho? —preguntó Gaia en voz baja, abrazando a su hermana con más ternura.

—No. Podían pasar dos o tres meses sin que me tocase, pero luego me pegaba dos veces en una semana. No era sistemático. Una vez le estropeé su reloj favorito y apenas lo mencionó. Otra me manché la barbilla de leche por reírme en la mesa y me pegó con el cinturón. Esa fue una de las peores.

—Lo siento muchísimo —dijo Gaia—. ¿Genevieve no te defendía?

—Creo que sí, y mucho. Creo que por eso él se pasaba esos largos periodos sin ponerme la mano encima. Pero ¿qué podía hacer ella en realidad? ¿Denunciarlo? —Leon se inclinó un poco hacia atrás y se apoyó otra vez en una mano—. No sé por qué te estoy contando todo esto. Conozco a un montón de niños que son tratados con dureza.

—Eso no significa que esté bien.

—Al final te acostumbras —dijo Leon, encogiéndose de hombros.

Gaia pensó que ella nunca hubiera podido acostumbrarse. Sus padres siempre la habían tratado bien, hasta cuando la castigaban.

—Yo no hubiera soportado el desprecio —dijo.

—Desprecio —repitió Leon, como considerando el concepto—. Supongo que en realidad se trataba de eso.

—¿Tenía relación con que fueras un ascendido?

—Puede. La idea de adoptarme fue de su primera mujer, no de él. Nunca se esforzó por ocultarlo, pero tampoco se opuso. Solía decir que yo debería ser capaz de superar a mi propia naturaleza.

—¿Cómo si fueses malo de nacimiento? Eso es horrible.

—Más que malo, inferior. Y algo de razón llevaba —dijo Leon, relajándose un poco—. Era mentiroso, mucho más que Rafael. Solo por salirme con la mía. Era perezoso para estudiar y para hacer deporte, salvo para correr, y nunca corría cuando él podía verme. Así no tenía que preocuparme de si venía a verme o no. Lo único que se me daba bien era hacer reír a las gemelas. Me pasaba las horas muertas jugando con ellas, y a ellas les encantaba.

—Me lo imagino —dijo Gaia sonriendo en la oscuridad, y pensando en la dulzura con que trataba a Maya. La luz disminuyó y Gaia miró a lo alto. Una nube se deslizaba sobre la luna—. ¿Tu primera madre adoptiva se llamaba Fanny?

—Sí, Fanny Grey. ¿Por qué?

Gaia recordó las palabras del Protector: que a Fanny le dolería que Leon se hubiera cambiado el apellido. Contárselo a él no serviría de nada.

—Por nada. Solo he recordado que llevabas su apellido.

—Sí, me lo puse después de que me repudiaran —dijo Leon y su bota hizo un ruido al moverse sobre el escalón—. A veces me he preguntado si soy el gran fallo del Protector. Creo que trató de superar sus prejuicios respecto a la gente de fuera adoptando a uno de ellos, pero resultó que no pudo soportarme, y yo estaba ahí, en su familia, estropeándolo todo. —Espantó un bicho de su rodilla—. ¿A quién iba a echar la culpa sino a mí?

Gaia llevó la teoría un paso más allá:

—Y entonces sucedió lo de Fiona. Creo que ahora lo entiendo.

El Protector había culpado de todo a Leon porque llevaba años suponiendo lo peor de él, dando por sentado que solo podía hacer daño, y la muerte de Fiona había sido la prueba definitiva de su «maldad».

Súbitamente entendió una frase que el Protector le había dicho a Genevieve pocas horas antes: «¡La ha tocado!». Al Protector le atormentaba la posibilidad de que Evelyn, su otra hija, sucumbiera al influjo de Leon, del culpable Leon, y este se había aprovechado de eso.

Gaia sintió un escalofrío.

Leon se volvió para mirarla y dijo:

—Si pudiera, cambiaría mi forma de actuar con Fiona. Todavía me considero culpable de su suicidio. Supongo que siempre me pasará igual, aunque la culpa disminuya poco a poco. Ahora veo que hice lo que pude, yo mismo era casi un niño, y un egoísta, pero no me di cuenta de lo que estaba dispuesta a hacer.

—Eres la persona más considerada que conozco —dijo Gaia.

—Yo no diría tanto —replicó Leon, riéndose.

—Conmigo sí —insistió Gaia, y cayó en la cuenta de que aquello era lo esencial de Leon. Ella podía confiar enteramente en él, con ella siempre sería leal, pero era imposible saber cómo reaccionaría con alguien que lo enfureciera o hiciera daño a las personas que amaba.

—Gaia, no quiero que subestimes a mi padre. Su crueldad es completa, absoluta e irreversible. Debes estar preparada. Esto no es Sailum.

—Lo sé —contestó ella, tocándose la oreja y recordando que aún no se había desinfectado el corte—, pero tengo que preparar una estrategia que beneficie a Nueva Sailum. No se trata de hacer volar algo por los aires, sino de forjar una alianza duradera con tu padre. Eso es mucho, muchísimo más difícil de hacer.

—No me estás escuchando. Hagas lo que hagas, necesitas contar con un contraataque —dijo Leon—. ¿Y si trata de arrestarte otra vez, o de matarte? Debes entender que todo es posible. Estar preparada es responsabilidad tuya.

«No va a matarme», pensó Gaia. «Me necesita». Vio una imagen del cerdito en su jaula, y tuvo la impresión de que se había perdido algo que Iris le había insinuado.

—¿Y qué contraataque propones? —preguntó.

—Yo entraría con un equipo en los túneles y sabotearía la red eléctrica y la red de agua.

—Sabotearlas ¿cómo?

—Con explosivos y temporizadores.

—¿Y cómo harías eso?

—Con la ayuda de un par de viejos amigos.

—Pareces un terrorista —dijo Gaia al darse cuenta de que lo tenía todo planeado.

—No. Solo lo prepararía para defendernos si fuese necesario. Puedo hacerlo sin poner a nadie en peligro. Tenemos que estar preparados, Gaia. El Protector no dudaría en hacernos daño si lo considerara preciso.

—No quiero que actuemos de ese modo.

—No tienes que autorizar un ataque real, Gaia, solo se trata de cubrirse las espaldas. El Protector responderá a la presión si ve que controlamos sus recursos. Es igual que cuando él cortó el agua de Wharfton. No seas ingenua, por favor. Cuando quieras usar la violencia será demasiado tarde para preparar nada; hay que empezar ahora.

—No lo entiendes —dijo Gaia—. Recuerda lo que te he dicho. Cuando amenazaste a Evelyn, tu padre estaba dispuesto a dejarse llevar por la sed de venganza. Lo vi. Amenazarlo solo agravaría el problema.

—Recuerda esto tú también: mis amenazas te sacaron del Enclave, ¿o no?

Llevaba razón. Gaia se apartó el cabello de la frente.

—Mañana —concedió—, nos ocuparemos mañana.

—Mañana podría ser tarde.

—Ya falta muy poco. ¿Qué importan unas horas más o menos?

—Yo me voy ahora mismo a hablar con Peter para ponernos en marcha.

—No, por favor. Quédate conmigo. ¿Tengo que suplicártelo? —dijo Gaia. Se giró hacia la puerta de la casa. No se oía ningún ruido y el débil brillo de la ventana indicaba que el fuego se había apagado y solo quedaban rescoldos.

Leon cambió de postura y su semblante perdió un poco de la gravedad anterior.

—¡Vaya cambio! Al menos no me lo has ordenado —dijo y se inclinó para besarla—. ¿Dónde has recogido las fresas?

—¿Qué fresas?

—¿A ver? —Leon volvió a besarla—. Ah, es verdad. Sabe más bien a pastel de manzana. A ver, a ver…

Gaia sonrió y le devolvió el beso, y se entretuvo con gusto cuando él lo prolongó.

—Deberíamos irnos a la cama —propuso ella—, es tarde.

—Me parece perfecto.

—A la cama. A dormir.

León giró la cabeza para besarla desde otro ángulo.

—Pero juntos, ¿no?

—Eeeeh… —dudó Gaia. Leon tenía una boca preciosa, realmente preciosa. Quizá no se lo habría dicho con tantas palabras, pero era tan fácil olvidarse de los problemas cuando él estaba…

Se echó hacia atrás y objetó:

—Ahí dentro no tendríamos ninguna privacidad.

—¿Y qué me dices de tu romántico gallinero?

—No pienso meterme contigo en ningún gallinero —dijo Gaia riéndose.

Leon le dio un último y leve beso y se puso en pie. Extendió las manos:

—Creo que rechazarme te levanta el ánimo. Dame a la nena.

—Ten cuidado. Está dormida. Y nosotros deberíamos callarnos.

No quería molestar a Myrna ni a Jack ni a Angie. Cuando Leon tuvo en brazos a Maya, Gaia se levantó y abrió la puerta de su antiguo hogar.