—¡HAN ATRAPADO a Leon! —exclamó Gaia. No debería haberla sorprendido tanto, pero estaba atónita.
Miró a Peter y después alrededor, al resto de sus amigos. Ellos la observaban con manifiesta inquietud y cierta dosis de recelo que solo consiguió afianzar su decisión:
—Vamos a entrar a buscarlo.
—Pero se ve a la legua que es una trampa —objetó Peter.
—Me da igual.
—Mam’selle Gaia —terció Will—, acabas de reconocer que habías cometido un error al entrar. No puedes volver a cometerlo.
—Ahora vamos a entrar por la puerta, con nuestras propias condiciones. Puedes venir conmigo. Me llevaré tantos exploradores como acordemos, pero vamos a estar allí a las siete en punto —dijo Gaia, arrojando la invitación sobre la mesa—. El Protector ha tomado un rehén y no vamos a dejarlo ahí dentro.
El resto de la mesa estalló en planes y discusiones.
—Pero no pensarás ir así, ¿no? —dijo Myrna, acercándose.
—¿Así cómo? —preguntó Gaia, mirándose el vestido.
—Es una invitación formal. Hay que ir de tiros largos.
Gaia se rio con ganas por primera vez en siglos y objetó:
—No tengo intención de hacer amistades.
—Pero tampoco perteneces al servicio, cosa que parecerá si vas con eso. Y no llegarás a las siete. Si eres importante, debes llegar a partir de las siete y media.
Aquello eran sutilezas que a Gaia ni se le habían ocurrido.
—Deberías acompañarme —le dijo a la doctora.
—A mí no me han invitado.
—¡Pues han cometido un error! Tú tienes influencia sobre la gente, Myrna, y ha llegado la hora de hablar claro. Deberías estar en el Bastión.
—Prefiero quedarme aquí hasta que todo se calme, y hasta que los heridos me necesiten. Porque te aseguro que ese momento llegará.
—Yo no quiero que haya violencia —dijo Gaia.
—¿No? No te engañes —replicó Myrna—. Y quítate ese vestido rojo. No eres ninguna sirvienta.
Gaia entró en el Enclave por tercera vez después de su regreso de los páramos, en esta ocasión como invitada y escoltada por Peter y una docena de exploradores. Los guardias de la puerta sur retrocedieron respetuosamente al verla.
—Te estábamos esperando, hermana Stone —dijo uno de ellos tocándose el ala del sombrero.
Detrás de él, el sargento Burke hablaba por un aparato mientras observaba a Gaia con ojos vigilantes.
—Es una trampa —repitió Peter.
A Gaia le daba igual. Tenía que ir.
—Estás muy guapa —añadió el joven.
Gaia soltó una carcajada. Había seguido el consejo de Myrna y se había puesto la ropa que llevaba como Matrarca en Sailum: pantalones castaños y blusa blanca. Josephine había insistido en prestarle una chaqueta de cuero muy fino que realzaba su esbelta figura. Sin embargo, lo que más apreciaba era el puñal que Norris le había prestado y que llevaba en una de las botas. Era consciente de que no estaba particularmente elegante ni bonita, pero con la cara limpia y el pelo recién cepillado, sus colgantes y la pulsera de Leon, se sentía de maravilla.
—Gracias —contestó.
—¿A mí no me dices que estoy guapo?
Gaia no se molestó en mirarlo. Peter estaba guapo de cualquier manera. Era un estrafalario capricho de la naturaleza.
—No, y no me des la lata.
El resto de la escolta iba un par de pasos por detrás de ellos. Al mirarlos, Gaia vio que observaban la ciudad con interés.
—No puedo dejar de preguntármelo —dijo Peter—. ¿Te gusta tener repuestos?
—¿A qué te refieres?
—Si a tu novio le pasara algo, ¿guardarías luto para siempre jamás o recurrirías a uno de repuesto?
—No se te ocurra hablar de eso. Es horrible, es retorcido.
—Es sincero.
—Es retorcido.
—Supongo que eso es una respuesta.
—Malachai, ven aquí conmigo —dijo Gaia volviéndose, y esperó a que el grandullón se acercara y se pusiera entre ella y Peter.
—Ya lo he entendido —dijo Peter secamente—. Lo siento. De verdad.
«¿Pero no había superado lo nuestro?», pensó Gaia. Por fin le estaba facilitando la separación definitiva. Con lo preocupada que estaba por Leon… Tenía que librarlo de las garras de su padre, y ni siquiera sabía dónde se encontraba. Se negaba a pensar que estaba encerrado en la celda V.
Peter se inclinó para esquivar a Malachai.
—He dicho que lo siento —repitió.
—Ya.
Avanzaron a un ritmo constante, subiendo por la calle principal hasta llegar a la terraza del Bastión. La luz se derramaba por las ventanas, y los invitados vestidos de blanco entraban sin cesar llevando regalos con vistosos envoltorios. Gaia oía risas y una música lejana.
Cuando se acercó a la puerta, Wilson, el mayordomo, la saludó y la hizo pasar junto a Peter y Malachai. El resto de sus exploradores desfiló detrás.
Los invitados pululaban por el gran vestíbulo, entre las dos escaleras curvas, y por el invernadero del fondo. La música, ahora más cercana, era alegre y con ritmo. Gaia distinguió a una de las jóvenes embarazadas del Instituto. Llevaba un traje largo, blanco, y su pulsera luminosa la distinguía de los demás como una insignia al honor. Los niños, también de blanco, jugaban con un gatito al pie de una de las escaleras. Dos jóvenes de rojo acunaban bebés en los brazos; camareros de negro pasaban con bandejas de bebidas.
Wilson extendió el brazo hacia un par de lacayos.
—Tus guardias estarán más cómodos en el salón de billar —le dijo a Gaia.
Los exploradores lo observaban todo boquiabiertos. Nada de Sailum los había preparado para la majestuosa escala y las brillantes luces del Bastión, así que estaban literal y metafóricamente deslumbrados. Gaia había sentido una vez algo similar.
—Peter y Malachai se quedan conmigo —contestó y le dijo a Peter bajando la voz—: No pueden atacarnos delante de sus amistades.
—Estaremos bien —dijo Peter a los demás, haciéndoles señas para que siguiesen a los lacayos. Todos pasaron por un arco situado a la derecha.
—¡Gaia, ya has llegado! —Genevieve salía a recibirla con una gran sonrisa. Le dio el vaso a Wilson y tomó las dos manos de Gaia con las suyas—. Pasa, por favor. Hay mucha gente que desea conocerte.
—¿Dónde está Leon? —preguntó Gaia.
—Por ahí andará —contestó Genevieve sin darle importancia. Llevaba los rubios cabellos recogidos en un artístico moño y su vestido blanco destellaba con un delicado bordado de hilo de oro—. ¡Deberías habernos dicho que estabas prometida con él! Es una noticia maravillosa.
—¿Te lo ha dicho Evelyn?
—No, ha sido Leon en persona. Queríamos esperar a que llegaras para anunciarlo juntos, pero un pajarito se ha adelantado y ahora parece saberlo todo el mundo. ¿Has traído a tus amigos? —añadió Genevieve amablemente, volviéndose hacia Peter y Malachai.
Gaia los presentó, impresionada por la cordial bienvenida de la mujer del Protector.
—Vaya, qué apuestos —dijo Genevieve al soltar la mano de Peter—. ¿Quieres ponche o vino? Nuestro chef hace un magnífico ponche de fiesta con sorbete incluido. Le gusta a todo el mundo.
—Yo lo único que quiero es ver a Leon —dijo Gaia.
—Estaba por aquí. Deja que te presente a algunos de nuestros amigos mientras lo buscamos —contestó Genevieve conduciéndola hacia el invernadero. Peter y Malachai fueron detrás—. Los Goade y los Rhodeski se convierten en abuelos esta noche y están encantados. Son además muy generosos, como todos los que donan fondos al Instituto. Han dado ingentes sumas de dinero a nuestros últimos proyectos cívicos. De hecho, parecen muy interesados en financiar una traída de agua a Nueva Sailum. ¡Ya hemos llegado!
Gaia se detuvo en el umbral del invernadero. Todas las puertas de cristal estaban abiertas y dejaban ver las estancias más alejadas. Reparó en que la música salía de la del fondo. Los helechos crecían en frondosos abanicos y las palmeras casi tocaban los paneles de cristal del techo. Por magnífico que fuera aquel jardín interior, a Gaia le sorprendió lo anodino que parecía en comparación con el conjunto formado por el Bosque Muerto y el marjal de Sailum.
Los invitados paseaban por el frondoso espacio en un interminable desfile de rostros, que incluían el de la hermana Kohl, el de Dora Maulhardt y otros que Gaia recordaba de su primera visita al Enclave.
De pronto se le ocurrió algo extraño. Leon había crecido en aquella casa, entre aquella gente. Cuando fue repudiado con dieciséis años, había salido de su familia cargado de amargura y de odio, pero aquella seguía siendo su herencia. Fiestas elegantes y distinguidas como esa habían formado parte de su infancia, aunque él apenas hablara de esa parte de su vida. Gaia podía imaginárselo con facilidad en ellas, pero lo que no podía era encontrarlo.
Un camarero le ofreció una copita de una bebida ambarina y espumosa. Tomó una copa de la bandeja y Peter y Malachai siguieron su ejemplo. El primer sorbo, frío y de sabor penetrante, se deslizó por su garganta como la síntesis del lujo.
—Acompáñame —dijo Genevieve tirándole del brazo—. Quiero presentarte a una persona.
Gaia miró hacia atrás. Un hombre bajo, de mediana edad, se había parado a hablar con Peter. Malachai lanzó a Gaia una mirada interrogadora, pero esta asintió para indicarle que se quedara.
Genevieve la condujo hasta un anciano con chaqueta blanca que daba piruletas a un par de niños. Más caramelos abultaban en sus bolsillos.
—El hermano Rhodeski está a punto de ser abuelo —dijo la mujer del Protector—. ¿No es fantástico?
El anciano se irguió, estrechó la mano de Gaia y le miró brevemente la cicatriz. Cuando sonrió, sus ojos hundidos expresaron tanto alegría como una profunda tristeza.
—No te imaginas la ilusión que me hace conocerte, hermana Stone —dijo con suave voz de bajo.
—El hermano Rhodeski es el alma del Instituto —explicó Genevieve—. Este es un gran día para él y para toda su familia. Felicidades otra vez, hermano.
A Gaia le parecía increíble que aquel hombre de habla dulce y ojos amables fuese el cerebro de un sistema despiadado, pero ya sabía que las apariencias engañaban. Se preguntó si estaría al tanto de que Sasha había desertado y estaba viviendo en un túnel.
—Danos unos minutos —dijo Rhodeski a Genevieve sin quitarle ojo a Gaia.
—Faltaría más —contestó aquella—. Tómate todo el tiempo que desees. ¿Dónde está tu hijo?
—Matt está con Vicki, quizá en el salón de baile.
Gaia miró otra vez alrededor para buscar a Leon, preguntándose dónde se habría metido. Peter y Malachai seguían cerca de la puerta, enfrascados en la conversación y bebiendo ponche.
—Por favor, dile a Leon que estoy aquí —le pidió Gaia a Genevieve.
—Por supuesto —contestó esta y se dirigió hacia la música.
—No creo que te apetezca una piruleta —le dijo el anciano a Gaia ofreciéndole una.
—¿Cómo puedes financiar ese Instituto? —preguntó Gaia en voz baja—. ¿Eres consciente de lo que se hace con algunas embarazadas? ¿Sabes dónde está Sasha en este preciso momento?
—Es un poco extraño, cierto —admitió Rhodeski, y la esquiva tristeza de sus ojos se agudizó aún más—. Espero tener ocasión de explicártelo todo muy bien y darte toda clase de datos, pero tal como se presentan los acontecimientos, con el bebé nacido hoy, necesitamos sacar partido a la publicidad.
—¿Ah, sí? ¿Se merece publicidad el escándalo de Sasha?
—Por favor…
El hombre la agarró del codo y la guio hacia una fuente por una senda flanqueada por velas votivas y macizos de lirios morados. Gaia miró a Peter y Malachai, que seguían visibles y pendientes de sus movimientos.
—Pareces tener los años de mi hija Nicole cuando murió —dijo Rhodeski—, de hemofilia. ¿Diecisiete?
—Sí. Siento lo de su hija.
—Fue un regalo, en todos los instantes de su vida. Murió hace diez meses. A menudo me preguntó qué hubiera pensado de todos los cambios habidos desde entonces.
Aunque era consciente de que intentarían manipularla, Gaia sintió pena por él. Supuso, por su edad, que habría tenido a su hija siendo bastante mayor.
—¿Probaron con el banco de sangre de Myrna?
—Sí, probamos, y estamos muy agradecidos a la hermana Silk, pero algo fue mal con el sangrado durante el ciclo menstrual de Nicole. Al final lo único que pudimos hacer por ella fue mitigarle el dolor —dijo, y sonrió meneando la cabeza—. Era una persona de amplias miras. Hoy hubiera sido muy feliz.
—¿Porque te conviertes en abuelo?
—Sí. Nicole se casó con su amor de la infancia. Ahora Matt es como un hijo para nosotros. Él fue quien nos propuso la idea de mantener viva parte de su ser. Después del fallecimiento, conservamos sus óvulos.
Gaia no pudo ocultar su sorpresa, y entonces empezó a relacionar la nueva información con las palabras de Emily.
—Así se consiguieron los óvulos para implantar en las madres gestantes —dijo. Antes no se le había ocurrido pensar en ello.
—Sí, en nuestro caso eran los de Nicole. Solo pudimos salvar una docena. Era la primera vez que hacíamos algo así, pero los fertilizamos con el semen de Matt. Esta noche nos darán a la hija biológica de Nicole y Matt, nuestra verdadera nieta. ¿Te imaginas lo que eso significa para nosotros?
Significaba sacar a un bebé de una tumba.
—Cambiará la vida de toda la familia —contestó.
Rhodeski sonrió de oreja a oreja, henchido de placer.
—Es como recuperar una parte de Nicole, pero nuevecita. Una vida nueva. No hay palabras. Es increíble.
Gaia bajó la vista hacia las piruletas que el hombre seguía aferrando. Había inventado el Instituto de Gestación para conseguir un nieto.
—¿Ha valido la pena?
—¿El coste? Por supuesto que sí; pero, por favor, no me malinterpretes. El Instituto no es solo para mi familia. Hay cientos de padres por todo el Enclave que están deseando tener hijos. La infertilidad es un problema que rompe corazones, mes tras mes, cada vez que una pareja desea concebir y no puede. Por fin hemos encontrado el modo de hacer algo —añadió e hizo una pausa—. No pareces muy convencida.
—Está mal —dijo Gaia pensando en Sasha—. El programa piloto no es más que una cárcel encubierta llena de presas con lavado de cerebro.
—Se trata de la vida —protestó Rhodeski—. Estamos pagando para obtener vida.
—Comprando vida, que es distinto. ¿Y Sasha qué?
Los ojos del anciano volvieron a llenarse de tristeza.
—Lo siento por ella. Si sabes dónde está, espero que la animes a comunicarse con nosotros. Necesita cuidados. Está muy confusa.
Gaia resopló.
—No quiere entregar a su bebé. Está decidida.
—¿Lo sabes? ¿Has hablado con ella?
—Sí.
—Entonces cuéntale que los padres biológicos están dispuestos a lo que sea para que su hijo nazca con todas las garantías. Le cederán la custodia, pagarán el mantenimiento y la educación del niño. Harán cualquier cosa con tal de que el bebé sobreviva.
Gaia se quedó mirándolo con asombro.
—Ella cree que si la encuentran, la matarán —explicó.
—Estamos a favor de la vida, hermana Stone, no somos asesinos.
Gaia miró a su alrededor. La mayor parte del invernadero estaba vacío y la música había dejado de sonar. Miró más allá del hombro de Rhodeski para buscar a Peter; seguía hablando con otro invitado cerca de la puerta. Malachai no estaba por ninguna parte.
—¡Hora de la ceremonia! —gritó un niño mientras pasaba corriendo al lado de la fuente con dos niñas a la zaga.
—Ya vamos —dijo Rhodeski.
Gaia era incapaz de conciliar la versión del anciano con la de Sasha.
—Alguien miente —dijo.
—O alguien está equivocado y confuso —matizó Rhodeski—. Es comprensible, pero hablando se entiende la gente.
—Eso es lo único que yo he intentado hacer, hablar, y de momento no me ha servido de nada.
El hermano Rhodeski parecía preocupado.
—Eso significa que el Protector no ha tratado a tu gente como debiera. Quiero resolverte ese problema, y evitar de paso otros como el corte de agua de esta mañana. Puedo hacer que instalen una conducción hasta Nueva Sailum, y más que eso, puedo mandar construir una red propia para que el nuevo asentamiento no dependa del Enclave.
Gaia estaba asombrada. El coste de ese proyecto sería astronómico.
—Ya le he dicho al Protector que no pienso ser una madre gestante.
—Ni yo te estoy pidiendo que lo seas. No se trata de eso.
Alguien llamó al anciano desde el salón de baile.
—¿Entonces de qué se trata?
Rhodeski levantó una mano a modo de disculpa.
—Esto hay que hablarlo con calma. Lo siento muchísimo, mi familia me reclama, pero me alegra mucho que estés dispuesta a hablar. ¿Vamos? —preguntó señalando el salón del fondo.
Gaia miró hacia atrás, inquieta. Peter le dedicó un asentimiento de cabeza.
—Ve delante —dijo Gaia al anciano—, por favor.
Él le sonrió y se fue mientras Peter se acercaba.
—Malachai se ha ido a buscar a Leon y a ver cómo están los otros —dijo Peter.
—No creo que Leon esté por aquí —repuso Gaia.
Los invitados pasaban al salón adyacente, así que Gaia los siguió con la última esperanza de encontrar a Leon entre la multitud.
El centro del salón de baile había sido despejado y la gente esperaba alrededor. En medio había una joven en silla de ruedas con un bebé en brazos. Llevaba las mejillas maquilladas con un suave tono rosa, el cabello oscuro suelto y bien cepillado, y un vestido blanco y vaporoso. Cuando subió nerviosamente una mano para meterse un mechón de pelo detrás de la oreja enseñó la pulsera, con su luz azulada y su filigrana de oro.
Las demás madres gestantes esperaban en torno suyo, con los abultados vientres y las correspondientes pulseras. Todas sonreían con distintos grados de serenidad y satisfacción, todas iban bien vestidas y rebosaban salud. Emily estaba entre ellas, con un bebé en brazos y un niño pequeño a los pies. Si Gaia no hubiera visto a Sasha con sus propios ojos ni hubiera hablado personalmente con ella, nunca habría supuesto que al menos la mitad de las madres gestantes se arrepentían de formar parte del Instituto.
Detrás de la silla de ruedas se erguía una mujer tranquila y sonriente vestida de azul pálido. A Gaia le llevó un momento reconocer a Sephie Frank, una de las doctoras de la celda Q. A la izquierda de Sephie, el hermano Rhodeski asía la mano de una mujer de una edad similar a la suya, y al lado de la pareja, el Protector pronunciaba un discurso. A Gaia le chocó que en vez de referirse a la joven por su nombre, la llamara «nuestra pequeña madre gestante», con gran cariño, eso sí. Un joven, al parecer el yerno de Rhodeski, Matt, se inclinó sobre la muñeca de la madre y le cortó la pulsera con unas tijeras doradas. Luego sostuvo «el contrato» en alto y los espectadores aplaudieron.
Matt le entregó la pulsera a su suegro y a continuación extendió las manos hacia el bebé.
Bajo el maquillaje, la madre gestante se puso mortalmente pálida. Su perfil estaba apuntado hacia el bebé de su regazo, de modo que el oscuro pelo ocultaba parte de su rostro. Aunque era evidente que Matt le decía algo, ella permanecía inmóvil, como si de pronto se hubiera quedado sin fuerzas. El Protector también dijo algo y la multitud se rio, inquieta. Matt se aproximó aún más a la joven, que por fin alzó al bebé, aunque apenas un centímetro. El padre rodeó a la criatura con los brazos y la alzó hasta su propio pecho. Luego retrocedió un paso, bajó la cabeza hasta tocarla y la acunó tiernamente. Los invitados esperaban con paciencia algo más, pero cuando Matt se limitó a quedarse allí, sujetando a su hija, el momento se convirtió en algo cruda y dolorosamente privado.
Una débil brisa cruzó la silenciosa estancia.
Más de uno desvió la mirada. Rhodeski se acercó para apoyar una mano en el hombro de su yerno y Matt se volvió sin pronunciar palabra para recibir el abrazo de su padre. Otros empezaron a acercarse también y, con un suspiro de alivio colectivo, la audiencia aplaudió dudosa por segunda vez.
Los camareros repartieron copas para hacer un brindis. La madre gestante tenía la cabeza gacha y las manos laxas sobre el regazo. Sephie empujó en silencio la silla de ruedas para sacarla de la habitación.
Gaia dio un paso atrás, deseosa de encontrar a Peter, y en su lugar halló al hermano Iris.
—Una escena conmovedora, ¿verdad? —preguntó este, y alzó con desenvoltura una copa de ponche.
—¿Dónde está Peter? —preguntó Gaia, alarmada, escrutando los alrededores. Había invitados por todas partes, pero de los suyos ni rastro.
—Se ha escabullido, me temo.
—Tengo que encontrar a Leon —dijo Gaia, apartándose de Iris.
—¿No sientes curiosidad por saber qué quiere de ti el hermano Rhodeski?
—Eso no importa.
—¿Ni siquiera por el agua de Nueva Sailum? Debe de ser algo muy valioso para costar tanto.
—No sabes de lo que hablas.
—Pues yo creo que tú sí. Ya has oído la historia de Nicole. ¿Te acuerdas de mi cerdo?
Gaia se quedó helada. El hermano Iris asintió con la cabeza.
—Queremos tus óvulos —dijo Iris—, tus ovarios para ser exactos. Claro que Nicole tuvo que morir para que aprovecháramos los suyos, pero quizá contigo haya más suerte.
Era una idea tan demencial que Gaia se sentía incapaz de asimilarla.
—Nadie puede quitarme mis ovarios —dijo. No era posible extraerlos quirúrgicamente, y aunque lo fuera, si se los quitaban nunca podría tener hijos propios.
Iris esbozaba su habitual sonrisita gélida.
—Al fin y al cabo, hemos estado practicando —aseguró.