—EL PROTECTOR NO lo describiría nunca con tanta crudeza —añadió Myrna—, pero es lo que es.
—No puedes referirte a lo que yo creo —dijo Will—, las mujeres nunca permitirían que las utilizaran así.
—A lo mejor no lo hubieran permitido en tu lugar de origen —contestó Myrna.
—¿Cómo funciona esa fábrica? —preguntó Dinah.
—El Instituto alquila mujeres a fin de que gesten hijos para las parejas del Enclave.
—¿Cuántas hay? —inquirió Gaia—. ¿Cuánto les pagan?
—En el programa piloto hay doce; sobre el sueldo carezco de información.
—¿Es Emily una de ellas? —preguntó Leon.
—Emily es la portavoz del Instituto —respondió Myrna—. Ignoro si además está preñada. Su segundo hijo no llega al año, pero supongo que es posible. Quizá sea la número trece.
—Acabas de decir que Emily lideró la huelga de bebés, ¿cómo se ha podido convertir en la portavoz de una fábrica de críos? —arguyó Gaia—. No tiene sentido. ¿Acaso es mejor que el ascenso de bebés?
—Estas madres pueden elegir —dijo Myrna—. Son plenamente conscientes de lo que hacen.
—Un momento. ¿Tú lo apruebas? —inquirió Gaia.
—Yo solo estoy describiendo cómo funciona —dijo Myrna con frialdad.
—No pretendo interrumpir —terció Dinah—, pero creo que ahora tenemos problemas más urgentes. ¿No deberías encabezar la caravana, Gaia?
Esta levantó otra vez los prismáticos y vio que la vanguardia se acercaba a las primeras y más pobres casas del Sector Occidental Tres. Pronto alcanzarían la hondonada donde debían girar hacia abajo, hacia el inlago. Después de tantos planes y tantas semanas en los páramos estaban por fin a punto de llegar a su destino.
Gaia se volvió para buscar a Mikey y le dijo:
—Bandera roja.
El chico la izó de inmediato. Al instante, otras la siguieron por delante y por detrás, y los viajeros se pararon al verlas.
—Si me disculpas —le dijo Gaia a Myrna—. Leon, por favor, lleva a Myrna con Jack, a ver si puede ayudarlo.
—Ahora vuelvo —dijo él.
—No —repuso Gaia en tono ausente, recolocándose a Maya una vez más—. De momento es preferible que nadie te vea. Espero que el Protector no se haya enterado aún de tu presencia, ni de la de Jack.
—Lo descubrirá tarde o temprano.
—Pero no ahora. No desde el principio.
—Gaia —dijo Leon acercándose un paso—, sé razonable. Quiero estar contigo. Es importante.
Gaia miró a los otros y bajó la voz:
—Me distraerías —admitió—, y no quiero estar preocupada por ti. Quédate atrás, con Jack y Myrna.
—Eso es insultante, ¿sabes? —Leon parpadeó de forma extraña—. Sé cuidar de mí mismo. ¿Me lo pides como Matrarca o como mi prometida?
Gaia esbozó una sonrisa de disculpa mientras se apartaba de él.
—¿Cómo te molestaría menos?
Leon la miró un momento, apretando los labios, y después se dirigió a Will:
—Acompáñala tú. No la dejes sola. No dejes que haga tonterías.
—A sus órdenes —contestó Will y le lanzó una sonrisita antes de añadir con voz solícita—: Tú cuida de ti mismo, compañero.
—Lárgate, Chardo —gruñó Leon; después señaló a la pequeña Maya—. ¿Quieres que me la quede? —le preguntó a Gaia.
Esta dudó, y echó un vistazo a la carga que Leon acarreaba.
—No, no hace falta.
Leon no protestó, pero era evidente que también esa le parecía una mala idea.
—Bien —espetó y se alejó en compañía de Myrna.
Gaia era consciente de que lo había enfadado, pero se alegraba de que no fuese con ella. Presentía que en el Enclave le esperaba un peligro que ella era incapaz de prever. Se volvió, hizo señas a Will y a Dinah, y enfiló con aire resuelto hacia el frente de la caravana.
—Muy bien, bandera verde —le dijo a Mikey cuando llegaron a la leve elevación donde Peter esperaba con un cuerpo de arqueros y exploradores. La caravana reanudó la marcha.
Peter se tocó el ala del sombrero cuando vio acercarse a Gaia.
—Por fin conozco tu lugar de procedencia, mam’selle.
Gaia levantó la mirada y sintió que, esta vez, sonreía sin esfuerzo.
—Sí —respondió. Con la barba y el polvo del camino, Peter se asemejaba mucho más a cómo era cuando se conocieron, cuando la salvó de morir en los páramos. Se preguntó si él recordaría siquiera aquella noche—. Han pasado muchas cosas desde que me marché.
—Para todos —dijo Peter.
—¡Es enorme! —exclamó Mikey.
Gaia miro al niño y sonrió.
—¿Verdad que sí?
Intentó ver Wharfton desde la perspectiva de un chico que solo conocía la nemorosa aldea de Sailum, y los grupos de edificios aumentaron de tamaño ante sus ojos, sobre todo los del Enclave, que brillaban al sol. No necesitaba prismáticos para distinguir a un chaval en la senda que conducía a una espita del Sector Occidental Tres. De los tendederos colgaban trajes marrones y grises, y por todo Wharfton se elevaban líneas de humo negruzco de las chimeneas. En el porche de la casita más cercana se divisaba un vistoso tiesto de flores rosas. Lo primero que oyó fueron los martillazos de un herrero y luego, súbitamente, estuvo en casa.
—¿Y si me pierdo? —preguntó Mikey.
—Nosotros te salvaremos —contestó Gaia riéndose—. Si te pierdes, dirígete colina abajo, hacia el inlago. Así siempre nos encontrarás.
Dicho esto hizo un gesto en dirección a los hermanos Chardo y los demás, y añadió:
—Aquí nos desviamos.
Empezó a bajar por la cuenca seca de lo que había sido un gran lago hacía mucho. Un saltamontes pasó brincando a su lado, y Maya soltó un gritito de sorpresa. Gaia llegó enseguida a una senda que conocía desde la infancia, cuando lo exploraba todo en compañía de sus amigas Emily y Sasha. Había recurrido a sus recuerdos del inlago para crear un mapa con el que los planificadores decidieron dónde edificar Nueva Sailum, pero entonces no había advertido lo agradable que era recorrer de nuevo las viejas sendas. Sentía que en rincones aletargados de su cerebro se despertaban una suerte de señales que afinaban aún más sus sentidos. Cobró ánimos. Aquello iba a ser de nuevo un hogar, mejor incluso que el de antes.
—¿Ves? —dijo volviéndose hacia Will—. Es como yo recordaba.
—Tus dos vidas se encuentran por fin.
—Sí —dijo Gaia, contemplándolo sorprendida.
Will miraba hacia delante, donde una bandada de golondrinas volaba velozmente por el despejado cielo.
—Es bonito —dijo él—. Pero ¡qué lejos estamos del marjal!
—De eso se trataba —replicó Peter.
—Solo digo que esto es distinto.
—¿Te va a dar un ataque de morriña? —preguntó Peter.
Will se ajustó las correas del fardo y miró a su hermano.
—Antes que a ti no.
—A mí no me dará —aseguró Peter con una sonrisa forzada.
—¿Va todo bien? —preguntó Gaia al reparar en la cara larga de Peter.
—Suéltalo —dijo Will.
—¿El qué? —preguntó Gaia.
—No es nada —contestó Peter, haciendo un gesto de negación con la cabeza.
—Él también te desea todo lo mejor con Vlatir —dijo Will riéndose.
—Gracias, Will. Sé hablar por mí mismo.
—No es necesario —dijo Gaia, sonrojándose.
—Pues claro que lo deseo —repuso Peter con frialdad—. Enhorabuena.
—Gracias —contestó abruptamente Gaia. «¡Ay, por favor!», pensó, y señaló hacia delante—. ¿Seguimos?
En el siguiente recodo, la bahía de peñascos descendía hasta un amplio llano de espiguillas, flores silvestres y maleza baja. Grupos de álamos temblones garantizaban el suministro de leña. Más allá, girando hacia el noreste, una senda conducía directamente a Wharfton y a su viejo vecindario de la calle Sally.
La mirada de Gaia ascendió por las torres del Bastión y por el obelisco, cuya altura comparó con su pulgar levantado, como hacía con su padre. Una dolorosa añoranza se adueñó de su corazón. Después dirigió el dedo hacia el muro. Leon le había dicho que mientras su pulgar fuese más alto que los soldados, no estaría al alcance de sus fusiles, y los guardias eran más pequeños.
«El punto de vista cambia», pensó. Ya no era una niña.
Maya también sostuvo el pulgar en alto, con expresión de perplejidad.
—Estamos en casa, bichito —dijo Gaia riéndose. Luego se volvió hacia Dinah, Peter y Will y abrió mucho los brazos—. Aquí es.
Dinah lo comparó con los mapas que llevaba y se mostró conforme.
—Ya veo. Está bien. ¿Will? —preguntó la antigua suelta.
Él se había apoyado una mano en la nuca y miraba con expresión ausente sobre el hombro de Dinah.
—Sí.
—Aseguraremos el perímetro —dijo Peter.
En menos que canta un gallo, los líderes de clan llevaron a su grupo a las zonas acordadas, ajustándose con flexibilidad al terreno real. Los arqueros se situaron en tres afloramientos rocosos que proporcionaban una buena visión de toda la zona. Mikey colocó el estandarte de Gaia en el lugar que ocuparía el clan diecinueve, y Gaia dejó a Maya a sus pies cuando vio que Josephine se acercaba con Junie. Las dos pequeñas se abrazaron.
—Qué monas —dijo Josephine—. Yo las vigilo. ¿Seguro que quieres que nos establezcamos en este sitio, entre dos fuegos, por así decir?
—Sí, cerca de la senda que sube a Wharfton —dijo Gaia, señalando el peñasco que indicaba el inicio del camino.
Miró de nuevo al organizado caos que la rodeaba. Norris dirigía a varios exreservas para que colocaran sus útiles de cocina sobre un estante rocoso; Angie, con expresión grave, dejaba que las dos pequeñas se probaran por turno sus gafas.
—Angie —dijo Gaia—, creí que estabas con Jack.
—Aquí no molesta —terció Norris.
—Ya, pero quiero saber quién se queda a su cargo, y supongo que Myrna subirá a Jack a la calle Sally. Angie, ¿prefieres quedarte aquí con Norris o subir con Jack?
—Con Jack.
—Muy bien, entonces quédate con él y no des vueltas por ahí. Hasta que nos establezcamos, puedes ayudar a Myrna, ¿de acuerdo?
Tras levantarse despacio y recuperar sus gafas, la niña asintió.
—Tengo que ir a enterarme de qué pasa con Munsch y Bonner —dijo Gaia—, y a buscar agua para esta noche. Es raro que no haya bajado nadie a recibirnos —añadió pensando en los padres de Emily y en el padre biológico de Leon.
—Voy a buscar a Peter para escoltarte —dijo Will.
—Me llevaré a Peter y a unos arqueros, pero prefiero que tú te quedes. Si algo me pasa, asumirás el mando.
—¿Y que Leon Vlatir me rebane el pescuezo por dejar que te vayas sin mí? No, gracias. Nos vemos por delante —dijo Will enfilando hacia la senda.
Gaia se quitó el cabestrillo donde llevaba a Maya y comprobó que el puñal siguiera en su bota. Después miró hacia atrás, a la marea de gente que seguía bajando al inlago. La camilla de Jack se aproximaba. Gaia distinguió que Leon le daba la mano a Myrna para ayudarla a bajar un tramo difícil. Más abajo los viajeros se desplegaban, apartaban rocas y establecían campamentos.
Dio la espalda a Nueva Sailum y subió por la familiar senda, pasando por los lugares donde su madre le había enseñado la agripalma y donde su padre la llevaba a recoger arándanos muy de mañana. Con cada paso se acercaba más a casa, a todo lo que había abandonado, y parecía que también el tiempo transcurriese al revés. Se rozó distraídamente con los dedos las cicatrices de la mejilla y se preguntó si se reconocería a sí misma en su antigua piel.
Al llegar al final del camino, vio que la calle Sally estaba desierta.
—Qué raro —dijo—. Está demasiado tranquilo.
—No era necesario que subieses —repuso Peter.
—Tengo que averiguar qué ha sido de Munsch y Bonner. Además, ya que estoy aquí, siento curiosidad. ¿Tú no? Seremos muy precavidos.
—No debemos separarnos —dijo Peter, indicando a los otros que rodearan a Gaia.
La mayoría de los arqueros eran mujeres que habían disparado desde niñas, aunque algunos, como Peter, eran hombres que llevaban practicando a diario desde un año antes. En ese momento, todos prepararon sus flechas.
Gaia anduvo por el centro del silencioso camino de tierra. Las casas que una vez le resultaban tan familiares, eran pequeñas y polvorientas, mucho más castigadas por la intemperie de lo que recordaba. Se preguntó si se habrían deteriorado o habrían sido siempre así y ella no lo había advertido. Estaba cerca de su casita familiar cuando oyeron un taconeo calle adelante.
Una docena de guardias del Enclave marchaban hacia ellos. Sus uniformes y sus sombreros negros destacaban nítidamente contra los grises jaspeados de Wharfton, y sus fusiles brillaban al sol.
—¡Gaia Stone! —gritó el oficial al mando.
—Yo me llamo Gaia Stone —dijo esta parándose—. ¿Y tú?
—Estás detenida por traición. Di a los tuyos que retrocedan.
Veloz como un rayo, Peter se puso delante de Gaia y apuntó su saeta hacia el oficial. Will desenvainó la espada. El resto de la guardia de la Matrarca formó un círculo cerrado a su alrededor y apuntó a los soldados.
Al mismo tiempo, el oficial alzó una mano para indicar por gestos a sus hombres que se desplegaran a su derecha y a su izquierda. Una vez colocados, los guardias se apoyaron en una rodilla, amartillaron sonoramente los fusiles y apuntaron.
—¡Cuidado! Podemos disparar en cualquier momento y nuestras armas son mortales —advirtió el militar.
—No antes de que la mitad de los tuyos muera —replicó Gaia—. Has colocado a tus hombres como dianas de prácticas, y mis arqueros no fallan ni una al doble de esta distancia.
El oficial guardó silencio, con la clara intención de reconsiderar la distancia.
—¿Qué ha sido de mis dos exploradores? —inquirió Gaia—. ¿Por qué no los han soltado?
—Ven a verlo tú misma —respondió él.
—Siempre que tus hombres bajen las armas. Entonces hablaremos.
—Los tuyos primero.
—Mam’selle Gaia —dijo Peter bajito—, tengo a tiro su nuez de Adán.
Gaia pensó con rapidez y examinó la línea de soldados que la encañonaban. Sus arqueros no dudarían en disparar, pero muchos perecerían en el combate. El corazón le dio un vuelco. Si se equivocaba, Will y Peter estarían muertos en cuestión de segundos.
—Abajo los arcos —dijo, también en voz baja.
—No —rebatió Peter.
—Ahora —repitió Gaia, casi en susurros.
Oyó crujidos a su alrededor mientras los arcos, de cuerdas tensadas con fuerza, descendían poco a poco. Aunque parecía imposible, los arqueros se juntaron aún más para protegerla con sus propios cuerpos. Tuvo que atisbar por encima del hombro de Peter para ver algo. Al oír la orden correspondiente, los guardias del Enclave depusieron las armas. Gaia respiró hondo.
—Tengo que irme con ellos —advirtió—. He de hablar con el Protector como sea. Quizá pueda incluso empezar las negociaciones.
—No lo hagas —dijo Will a su lado, todavía empuñando la espada—. Es una imprudencia, Mam’selle Gaia.
—No tengo ningún interés en intercambiar derramamientos de sangre con subalternos que disparan a la mínima.
—Entonces te acompaño.
—Como quieras, pero envaina la espada. No quiero darles una excusa para que te disparen.
—Yo también voy —anunció Peter.
—¡Chardos! —masculló Gaia y, mirando a los demás, añadió—: Volveré lo antes que pueda. En mi ausencia, Leon Vlatir asumirá el mando.
Dicho esto avanzó con cautela, flanqueada por Will y Peter.
—Estos dos no —dijo el oficial del Enclave.
—Los tres o ninguno —replicó Gaia—. No creo que tus órdenes digan nada en contra de tomar rehenes extra, ¿verdad?
El militar asintió con aire adusto:
—De acuerdo, pero nada de tonterías, ¿entendido?
Gaia avanzó otro paso.
—¿Cómo te llamas, hermano? —preguntó al oficial, utilizando el tratamiento clásico.
El hombre era la encarnación del término medio, en estatura, peso, edad, hasta en el tono castaño del pelo. Si su inteligencia estaba a la altura, no podían subestimar su peligrosidad. Gaia nunca había confiado en la gente que seguía las órdenes al pie de la letra.
—Burke, sargento Burke —contestó él y dijo a sus hombres—: Nos vamos.
Gaia miró hacia atrás para ver a sus arqueros por última vez. A continuación ella y los hermanos Chardo fueron rodeados, y todos continuaron avanzando por Wharfton. Las calles de tierra y los pequeños y agostados jardines delanteros de las casas estaban desiertos.
—Esto no es normal —susurró Gaia—. Siempre hay gente fuera.
No hubiera sabido decir si se escondían a causa de su recientísima detención o si se trataba de un cambio permanente, pero fuera cual fuese el motivo, no le gustaba nada.
Cuando llegaron a la plaza, vieron por fin a varias personas hablando delante del Tvaltar, el cine de Wharfton. Aunque los vecinos guardaron silencio al ver a los soldados, no se movieron. «Por lo menos no se ha convertido en un pueblo fantasma», pensó Gaia. Un niño pasó corriendo por la plaza en dirección a los sectores occidentales de Wharfton. En algún piso superior, unos postigos se abrieron con chirrido de bisagras y unos ojos atisbaron por detrás de una cortina de ratán.
Al emprender la subida del camino que desembocaba en la puerta sur del muro, Gaia levantó la vista hacia el adarve, donde todo un batallón de soldados la miraba a ella, fusil en mano. Las hojas abiertas de la entrada meridional, convertían el arco en unas fauces inmensas dispuestas a engullirla. La joven Matrarca sintió que se acobardaba.
—Mira —dijo Will dándole un codazo.
Sobre los tejados de Wharfton, medio ocultos detrás de tubos de estufa y chimeneas, se agazapaban varios jóvenes robustos, algunos sosteniendo piedras. Uno que enarbolaba un tirachinas asintió con la cabeza en dirección a Gaia y apuntó desafiante a los guardias del muro, arriesgándose a las posibles represalias.
—Podríamos salir corriendo —propuso Will—; esos nos ayudarán.
El sargento Burke los empujó hacia delante.
—¡Vamos!
A continuación Gaia vio a Derek Vlatir, el padre biológico de Leon, erguido en una azotea. Sostenía un cuchillo y, sobre una chimenea cercana, había dispuesto una fila de los cortantes instrumentos, de los que se distinguía la silueta de la empuñadura. Su postura erguida y sus hombros cuadrados se asemejaban tanto a los de Leon que a Gaia le resultó extrañamente familiar. A su espalda, una mujer de mejillas sonrosadas algo más joven que él sujetaba un tirachinas en una mano y una piedra en la otra.
—¡Solo falta que des la orden, Gaia Stone! —gritó Derek.
Dos guardias del muro se carcajearon.
Angustiada por la vulnerabilidad de los rebeldes, Gaia negó con la cabeza.
—¡Quieto, Derek! —gritó en respuesta.
El sargento la empujó de nuevo.
Un segundo después Gaia pisaba la negra sombra del arco y se internaba en el Enclave. La conmoción se desató a su alrededor. Las hojas de la puerta se cerraron de golpe y, cuando Gaia dio media vuelta, advirtió que la mitad de los soldados habían retenido a Peter y a Will en el exterior.
Antes de que pudiera protestar, unas manos férreas la agarraron por los brazos y el sargento la alzó prácticamente del suelo. Peter y Will la llamaron a gritos desde el otro lado de la enorme puerta y guardaron silencio de repente. Media docena de guardias bajaron corriendo por las escaleras del muro para rodearla.
—Regístrala, Jones —ordenó el sargento.
Un soldado alto y narigudo la miró con lascivia y se dispuso a cumplir la orden.
—¡No te atrevas a tocarme! —exclamó Gaia.
Pero el sargento le llevó los brazos a la espalda sin miramientos y la inmovilizó. Gaia recordaba a Jones y su lascivia de una lejana mañana en la que fue entregada al Bastión, por lo que aún sintió más repugnancia cuando él le dio palmaditas por el torso y las piernas, sin hacer el menor esfuerzo por tratarla con respeto. El soldado le sacó el puñal de la bota y se lo arrojó a otro guardia.
—Ya está limpia —dijo.
El sargento le soltó los brazos y Gaia giró como una peonza para enfrentarse a él.
Habló sin gritar, pero con una furia inmensa:
—So cabrón —dijo—, ya no soy una simple chica de Wharfton sin amigos, soy la Matrarca de Nueva Sailum y nadie puede tratarme así.
—No te equivoques. Eres una traidora que merece la horca —replicó el sargento—. Puedes venir por las buenas o atada y a rastras. Tú eliges.
Todavía afectada por el rudo registro de Jones, Gaia miró a su alrededor en busca de aliados. Los edificios, tan encalados y cuidados como siempre, iluminados por la luz dorada de la tarde, la hicieron parpadear. Estaba inmersa en un orden elegante: calles bien empedradas, ventanas con jardineras llenas de flores y toldos que arrojaban sus rectángulos de sombra a la entrada de los comercios.
Una niña con vestido amarillo que se escondía tras la falda blanca de su madre, se echó el sombrero hacia atrás para verla mejor y giró el cuello para seguir mirándola hasta que la mujer la empujó hacia el interior de una tienda. Otros retrocedían, tan precavidos como de costumbre. Gaia estaba sola.
—Pero que nadie vuelva a tocarme —puso como condición mientras se desenganchaba el pelo de la cadena y se estiraba la blusa.
—Por aquí, entonces —dijo el sargento Burke, y la escolta rodeó a Gaia.
La amplia calle que subía entre dos hileras de tiendas acabó por desembocar en la Plaza del Bastión, donde el obelisco se perfilaba contra el azul del cielo; la torre del Bastión en que encerraron a la madre de Gaia se alzaba a la derecha. Delante de la terraza del majestuoso edificio habían levantado una horca, lo cual significaba que acababan de ajusticiar a alguien o se disponían a hacerlo.
El recuerdo de una mujer embarazada en un cadalso similar emergió de las heces mentales de Gaia, acompañado de su antigua ira por tal injusticia. Sin embargo, el horror que le producía aquel instrumento de muerte estaba ahora revestido por una sensación de culpa, una extraña simpatía por quienes ostentaban el poder, porque ella, como Matrarca, había condenado a su cuota de delincuentes al cepo allá en Sailum. ¿Entonces en qué lado encajaba?
Un grupo de mujeres jóvenes vestidas de rojo atravesaron la plaza en diagonal. Otros recuerdos de personas que la habían ayudado llenaron la cabeza de Gaia: Rita, la animosa sirvienta de ojos oscuros y rasgados, y la familia Jackson, que regentaba una panadería a la vuelta de la esquina.
—Allá vamos —dijo el sargento Burke, desviándose hacia la cárcel.
Cuando Gaia vio el arco que conducía a las pesadas puertas, retrocedió de forma instintiva. Tenía demasiados recuerdos de su triste estancia en la celda Q, y su instinto le decía que si entraba de nuevo no saldría jamás.
—Yo no tengo por qué entrar ahí —espetó—. Quiero ver al Protector. Llevadme al Bastión.
—¡Silencio! —ordenó el sargento.
—¡No! —gritó Gaia.
Jones la agarró sin miramientos desde atrás y le tapó la boca con una mano. Gaia clavó los talones en los adoquines, forcejeó y mordió la mano del guardia.
—¡Suéltame! —chilló—. ¡Socorro!
Dos guardias la alzaron a pulso; ella se retorció para liberarse mientras la llevaban en volandas a través del arco.
—¡No puedo entrar ahí! —dijo con voz rota—. ¡Por favor!
—¿Gaia Stone? —preguntó una mujer.
Gaia dejó de forcejear un segundo. Aunque los guardias aprovecharon para agarrarla aún mejor, consiguió volverse a fin de ver quién había pronunciado su nombre. Evelyn, la hermana de Leon, asomaba la cabeza por el arco.
—¡Alto! —gritó la joven Evelyn. Estaba más alta y más esbelta, y observaba a Gaia francamente sorprendida. Esta intentó escaparse de nuevo, pero los guardias la sujetaban con fuerza y el hombro derecho le aullaba de dolor.
—¡Ayúdame, Evelyn! —rogó.
—¿Qué haces aquí? ¿Has venido con Leon?
Gaia decidió que no era tan buena idea mantener en secreto la llegada del joven.
—Está en el inlago, con la caravana —explicó. Cuando la chica puso cara de perplejidad, Gaia se preguntó cuántos habitantes del Enclave ignoraban que cientos de refugiados se estaban congregando al pie de Wharfton. Aquella ceguera le parecía incomprensible—. ¿No nos has visto llegar? ¡Tienes que ayudarme! ¡Necesito hablar con tu padre ahora mismo!
Evelyn se acercó un paso más. La blancura de su vestido y el brillo de su cabello disminuyeron cuando se adentró en la sombra del arco.
—Sargento Burke, ¿puede saberse qué narices estás haciendo? Llévala al Bastión ahora mismo.
—Tengo órdenes directas del hermano Iris —contestó el sargento.
—Iris —repitió Evelyn, casi en un siseo, pero el nombre surtió efecto. La joven hizo una pausa, se mordió los labios y adoptó una postura más cauta—. No te preocupes. Hablaré con mi madre —le dijo a Gaia.
—¡No, por favor! —exclamó esta, resistiéndose de nuevo—. ¡No dejes que me encierren!
Pero los guardias la agarraron y se la llevaron a la fuerza.