MYRNA SILK DIO la espalda a la chimenea con un atizador en la mano.
—Me había parecido oír voces —dijo. Estaba descalza, con un camisón largo y un chal sobre los hombros. Se había recogido el blanco cabello en una trenza—. Me alegro mucho de que estés bien, Gaia. ¿Tienes hambre?
—He comido en la taberna. No queríamos despertarte.
—Tengo el sueño ligero, así oigo a mis pacientes.
La doctora colgó el atizador en el gancho de la pared. Gaia la miró con cara de profunda sorpresa, porque era lo mismo que había visto hacer a su madre cientos de veces; pero Myrna no era su madre.
Aquel fue el primero de numerosos cambios, sutiles y obvios, que se yuxtaponían con lo invariable. En el rincón donde el padre de Gaia tenía su máquina de coser y sus telas, había una litera para los pacientes de Myrna. Jack yacía en la cama de abajo y Angie en la de arriba, acurrucada y roncando con suavidad. En la pared de enfrente, la escalera de desgastados peldaños empotrada en la pared seguía conduciendo al altillo donde Gaia dormía de pequeña. La cama de matrimonio de sus padres continuaba a la derecha, medio oculta por una cortina de damasco; el edredón, sin embargo, había desaparecido. En la penumbrosa cocina, situada a la izquierda, un delantal colgaba de la puerta trasera.
La idea que Gaia tenía de la normalidad empezó a tambalearse. La mesa y las dos sillas de respaldo recto seguían en su sitio, pero lo demás, los útiles de costura y el banjo de su padre, la mecedora, los juegos de mesa, los libros y los pequeños adornos habían desaparecido. En su lugar vio material sanitario pulcramente ordenado en un nuevo sistema de estantes y cajones. Tubos de goma translúcida colgaban de varios ganchos junto a la ventana. Gaia miró de forma automática la repisa de la chimenea, el lugar donde sus padres tenían siempre velas para Jack y Arthur, pero el sitio estaba vacío.
Aun así, la casa olía igual: a madera limpia, comida bien hecha y mantequilla de miel. Aquella dolorosa mezcla de lo conocido y lo desconocido parecía inverosímil. Gaia miró a Leon, que esperaba a su espalda, y se sorprendió al verlo borroso.
Él dejó a la pequeña Maya en medio de la cama de matrimonio y atrajo a Gaia hacia sí para darle otro abrazo. Leon sí que era conocido. Leon era lo mejor del mundo.
—Duerme un poco —musitó él—, ya estás en casa.
Gaia se despertó al amanecer, con el ruido de las salpicaduras de agua en el porche y unos golpecitos que le recordaron el afeitado de su padre. Maya seguía durmiendo en medio de la cama, con un brazo extendido en relajado abandono. Gaia apartó un poco la cortina de damasco y vio a Myrna junto a los fogones, acicalada y vestida de azul, con el pelo recogido en el moño habitual. Las literas estaban vacías. Miró hacia arriba, hacia el altillo.
—Ya se han ido —dijo Myrna.
—¿A dónde?
—Jack está en el patio de atrás con Angie. Leon se ha marchado mientras yo estaba dormida.
La brisa agitaba la cortina blanca situada sobre el fregadero; la luz diurna alegraba la casa. Al mirar hacia la puerta trasera, Gaia se preguntó si la urna de agua seguiría en el porche de atrás. Aún estaba cubierta del polvo del camino y quería lavarse. Además, tenía que bajar al inlago para ver cómo marchaba Nueva Sailum.
—¿Podrías prestarme una blusa? —preguntó.
—Creo que sí —contestó Myrna—. Qué curioso; anoche, cuando te dormiste, Leon me preguntó si podía lavarse la camisa.
—No le gusta ir sucio —dijo Gaia sonriendo—, pero durante el éxodo era inevitable. ¿Hablaste con él hasta muy tarde?
—No mucho. Aunque yo nunca he llegado a conocerlo bien, anoche me pareció cambiado.
—¿En qué sentido? —Gaia empezó a desenredarse el pelo con un cepillo, procurando no tocarse la oreja herida.
—Siempre ha sido un chico muy arrogante, y luego vinieron los rumores sobre la muerte de su hermana. Pero ahora veo que tiene carácter; luego o yo estaba equivocada o él ha cambiado.
—Pero te gustaba lo suficiente como para cuidarlo cuando lo torturaron —señaló Gaia.
—Sí, bueno, pero eso lo hice más bien por ti.
La sorprendida Gaia la observó con más atención.
—¿Quién iba a pensar que la vieja bruja tenía su corazoncito? —dijo Myrna sonriendo con ironía. Luego desvió la mirada y frunció el ceño—. ¿Qué le ha pasado a tu oreja? Déjame ver.
Gaia se puso el cepillo en el regazo y estuvo inmóvil mientras la doctora le examinaba el corte y preparaba una gasa para limpiárselo bien.
—Qué boquetito más feo —comentó Myrna, pero no hizo preguntas.
—¿Recuerdas a Cotty? ¿De la celda Q? —preguntó Gaia—. Una vez me dijo que contigo se podía contar.
—Cotty es tonta —dijo Myrna bajito, casi al oído de Gaia—. Por fin la han dejado salir.
—Me dijo que una vez estuviste casada, ¿es verdad?
—O sea, que se cotilleaba a mis espaldas. ¿Cuándo fue eso? —preguntó Myrna echándose hacia atrás.
—Era por simple curiosidad —explicó Gaia empezando a sonrojarse—. Lo siento. No es asunto mío.
—Mantén limpio ese corte —recomendó Myrna dándole un palmadita en el hombro—. Si Cotty dice algo deja de ser un secreto. Me enamoré de un hombre más joven que yo. Le gustaba cocinar. Me alimentaba bien y me hacía reír. Nos casamos pocas semanas después de conocernos.
—¿Y qué pasó? —preguntó Gaia, que apenas podía imaginarse a Myrna enamorada.
Esta retiró la gasa y rebuscó en sus suministros.
—Solo tardé unos días en darme cuenta de que se había casado por mi dinero. Divorciarme me llevó seis meses, y otros seis enterarme de que tenía novia, desde antes de la boda. Me engañó pero que muy bien. Ahora tiene una sauna y se las apaña por su cuenta. Todo fantástico, como ves.
—Lo siento —dijo Gaia.
—No me merezco tu lástima —repuso Myrna, arqueando las cejas—. Fui una idiota y pagué por serlo. En fin, nunca más —añadió. Luego se acercó al armario y sacó una blusa de color marrón claro, con un primoroso bordado en la parte delantera—. Pruébate esta. Y aquí tienes un jabón sin estrenar. Cuando acabes con tu pelo, date un poco de esto en la oreja —dijo entregándole un botecito de salvia.
—Gracias.
Gaia se hizo con una jofaina, la llenó con agua y se lavó detrás de la cortina. Dejó el cabello para lo último y disfrutó de la sensación de quitarse semanas de suciedad del cuero cabelludo. Se secó las orejas con una toalla, se deshizo los últimos enredos del cabello y se aplicó la salvia en el corte del lóbulo. La blusa de Myrna le estaba algo grande, pero tenía unos botones preciosos. Volvió a colgarse del cuello el reloj y el monóculo, y abrió la cortina.
—Me siento como nueva —anunció.
Myrna la miró con ojo crítico sin hacer comentarios, se volvió hacia la tetera y preguntó:
—¿Es cierto que vas a casarte con Leon?
—Sí —Gaia se echó el húmedo pelo sobre un hombro y comprobó que Maya siguiera bien antes de dirigirse a la mesa.
—Me dijo que eres portadora del gen antihemofílico y que tu grupo sanguíneo es O negativo.
—¿Y?
—Que me hace pensar en tu madre —dijo Myrna—. ¿Té?
—Debería despertar a Maya y llevársela a Josephine y ver cómo va todo en el inlago antes de que empiece lo del ADN.
—Venga, siéntate de una vez. Pueden apañárselas sin ti otros diez minutos. No eres tan importante.
Gaia se rio y acercó una silla. Myrna le pasó una taza y puso fruta, yogures y panecillos sobre la mesa.
—Tu madre sufrió algunos abortos, ¿verdad? —preguntó la doctora.
—Sí, después de nacer yo.
—Ella también debía de tener el factor Rh negativo. Supongo que tu primer hermano también lo tenía, así que no hubo problema. Después, al ser tu segundo hermano positivo, ese embarazo hizo que tu madre desarrollara los anticuerpos que atacarían a cualquier feto también positivo. Por eso abortaba con tanta frecuencia después de los dos chicos; pero tú saliste bien porque tu sangre y la suya eran compatibles. Las dos negativas.
Gaia sabía muy poco de tipos de sangre.
—¿Entonces la sangre de mi padre era positiva?
—Es muy posible. Los grupos sanguíneos positivos son mucho más corrientes, los tiene más o menos el noventa por ciento de la población. Tu padre sería positivo, pero tendría un gen recesivo negativo que tú heredaste.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
—Porque tu grupo es O negativo —dijo Myrna—. Creo que deberías saber que si te casas con Leon y él es positivo, te será difícil tener hijos. Él también debería saberlo. En el Enclave este tipo de cosas son importantes.
«Pero esto no es el Enclave», pensó Gaia. No estaba preparada para algo así. Ella y Leon ni siquiera habían hablado del tema de los hijos. No tenía ni idea de lo que opinaría él.
—¿Se lo has dicho? —le preguntó a Myrna.
—No.
—Pues no se lo digas.
Maya rebulló en la cama. Gaia vio que se estaba despertando, toda cabellos revueltos y mejillas rosas. La pequeña gateó hasta el borde y Gaia se levantó a toda prisa para impedir que se cayera.
—Quería pedirte un favor —dijo Myrna.
—¿Cuál?
—Como eres O negativo, tu sangre sirve para todo el mundo. Eres una donante universal. Me gustaría que formaras parte de mi banco de sangre.
Gaia paseó la mirada otra vez por la habitación, como esperando ver sangre almacenada por algún sitio.
—¿Dónde la guardarías?
—En ti misma. Te extraería un poco en caso de necesidad. Como aquí no dispongo de refrigeración, mi banco de sangre está vivito y coleando. Tengo una lista de personas con sus correspondientes grupos sanguíneos —dijo y, señalando los tubos colgados de los ganchos, añadió—: Con eso trasfundo la sangre cuando viene a verme algún hemofílico, de persona a persona.
—Me sorprende que el Protector lo consienta —dijo Gaia—. ¿No es ilegal?
—No lo aprueba. Piensa que prolongo el sufrimiento y doy falsas esperanzas; pero mientras me mantenga fuera del muro, no quebranto ninguna ley. La gente viene por su cuenta y riesgo.
—Por eso saliste del Enclave, ¿no?
Myrna se encogió de hombros.
—Seguro que tienes un montón de pacientes —añadió Gaia, mirando con otros ojos los estantes llenos de tubos de goma, jeringuillas y vendas.
—Todos los padres de hemofílicos han venido a verme, solo para estar preparados en caso de una urgencia. Cientos. Esto debería haberse hecho hace muchos años.
—El Protector me dijo que estaban tratando de prevenir la hemofilia —comentó Gaia—, y cree que lo han conseguido.
—¿Con el Instituto de Gestación? Te aseguro que si eso fuese la respuesta, lo sería solo para la élite. ¿Cuánta gente puede permitirse el pago de una madre subrogada?
Jack entró por la puerta trasera con un cesto de huevos en la mano. Gracias a la mejoría general y la barba afeitada se parecía mucho más al Jack que Gaia había conocido: un joven rubio y fuerte.
—¡Estás estupendo! —exclamó Gaia.
—Los antibióticos, seguramente. ¿Dónde anda Angie?
—¿No estaba contigo? —preguntó Myrna.
—Habrá ido al jardín delantero, supongo —dijo Jack y se acercó a la encimera para dejar la cesta—. Me gusta cómo llevas el pelo esta mañana, hermana Silk. Te sienta muy bien.
—Deja de hacerme la pelota, chico —rezongó Myrna dándole un panecillo—, y vete a desayunar con tu hermana.
—¿Con cuál de las dos? —preguntó Jack.
—Con ambas. Gaia apenas ha comido.
Jack se apoyó en la encimera y dio vueltas al panecillo que sostenía.
—¿Eres una de esas chicas que no se cuida? —le preguntó a Gaia con tono de curiosidad—. Ya sabes, de esas que gobiernan a las masas pero no se acuerdan de comer. Solo trato de hacerme una idea.
—No lo soy, y sí me cuido —respondió Gaia sonriendo.
—Lo digo porque en caso de que lo fueras, Leon enloquecería de pasión.
—¿Hace mucho que eres su amigo? —preguntó Gaia riéndose.
—Desde pequeños. Por eso estoy muy al tanto de lo repelente que es.
A Gaia le gustaba escuchar el afecto de su voz.
—¿Y tú qué, Jack? —preguntó—. ¿Cómo eres tú?
—Yo soy un hermano estupendo —dijo él, retirando una silla para sentarse—, pero a las pequeñas como Maya no sé qué decirles. ¿Qué tal has dormido, hermana? —le dijo a Maya.
La cría intentó quitarle el panecillo y él la esquivó en un par de ocasiones.
—Cuéntame algo de nuestros padres, de los tuyos y los míos —dijo Jack.
—¿El qué? —preguntó Gaia sorprendida.
—Lo que sea.
—En esa repisa tenían siempre dos velas —explicó mirando hacia la chimenea—, una para ti y otra para Arthur. Las encendíamos todas las noches antes de cenar.
Jack se volvió para mirar la repisa y guardó silencio un momento.
—¡Qué deprimente! —exclamó a continuación.
—Pues sí —reconoció Gaia sonriendo—. ¿Te gustaba tu familia del Enclave?
—Mi familia consistía en mis padres y yo. Me protegían demasiado y estaban como una regadera, pero me encantaban. Los echo de menos. También tengo unos primos mayores. ¿Conoces a nuestro hermano?
—No. Vive dentro del muro. Leon sí lo conoce, pero solo del colegio. Se llama Martin Chiaro.
—¿No te referirás al Piro? —preguntó Jack subiendo las cejas y soltando una carcajada—. En el colegio era un zumbado. Una vez prendió fuego al patio. Fue genial —aseguró rascándose la barbilla—. Deberíamos hacer algún tipo de reunión, para conocernos todos de una vez.
—¿Saben tus padres que has vuelto? —preguntó Gaia—. Tus padres adoptivos, quiero decir.
—Hoy pensaba entrar a verlos.
Myrna se giró desde el fregadero para decir:
—Te formaron consejo de guerra en ausencia. Si te arrestan, tendrás que enfrentarte a la flagelación y la cárcel.
Jack cortaba una manzana en rodajas finas que ponía en el plato de Maya.
—No me esperaba menos —dijo mirando a la doctora y después a Gaia—, pero no puedo quedarme aquí jugando al escondite. Llevo más de un año sin ver a mis padres. Ni siquiera saben si sigo vivo. Además, las autoridades acabarán por encontrarme. Prefiero aceptar el castigo y seguir con mi vida en cuanto pueda.
—Pero ya no solo eres un exguardia, eres mi hermano.
—Eso me conmueve, cielo, pero no me evita el enfrentamiento con el Protector.
—Es que tu ADN puede servirles —aclaró Gaia—. Puede que tú tengas el gen antihemofílico, como yo.
—¿Ah, sí? Estaría bien. Escucha, te agradezco mucho tu preocupación, de verdad, pero me enfrente a lo que me enfrente no será peor que vivir con los nómadas. Eso no es moco de pavo. Pregúntale a Angie.
—¿Cómo fuiste a parar con ellos? —preguntó Gaia.
Jack la miró brevemente a los ojos y después siguió mirando las rodajas de manzana.
—Me capturaron en los páramos, medio muerto. No estaba en condiciones de rechazar su hospitalidad. Luego resultó que al jefe de la tribu le gustaba mi voz, y gracias a eso sigo vivo.
—¿Les cantabas? —preguntó Gaia. Era lo último que se habría imaginado.
—Sí, y espero no volver a cantar en la vida. La madre de Angie cuidó de mí, por eso me siento en deuda con ella.
—¿Sabes por qué habla la niña con tantas dificultades?
—Sí. El jefe estaba convencido de que querían envenenarlo, y quizá con razón, porque media tribu lo odiaba a muerte. Angie era su catadora oficial. Probaba un poco de todo lo que él comía o bebía. Y el tipo pensaba que era divertido que también probara su humo, así que la hacía fumar.
—¿Y qué opinaban sus padres de eso?
—Su padre había muerto y su madre estaba enferma, muriéndose más bien —contestó Jack y miró alrededor con inquietud—. ¿Dónde se habrá metido? No creo que haya ido lejos —dijo levantándose y subió dos peldaños de la escalera del altillo para mirar si estaba allí.
—Le dije que se quedara con Myrna y contigo —señaló Gaia, que estaba empezando a preocuparse—. Podemos preguntarle a Malachai a qué hora se fueron Leon y ella. Los exreos han hecho guardia toda la noche.
—Hazlo. Yo tengo que ir a la plaza del Tvaltar; estaré pendiente por si los veo —dijo Myrna—. El Protector me encargó que estuviese en lo del ADN.
—Quiero encontrarla antes de ver a mis padres. Lo mismo está buscando la gata de Norris —dijo Jack, y tras ponerse el sombrero se marchó.
—¿Será un error, Myrna? —preguntó Gaia—. ¿Lo del registro de ADN?
—Si quieres agua, no te queda otro remedio —contestó la doctora—. El registro en sí no es peligroso; lo peligroso es lo que el Protector haga con él.
—La última vez que los ayudé, descifrando el código de mis padres, el Protector hizo redadas de chicas —dijo Gaia—. Los vi en la plaza del Tvaltar.
—Les sacó sangre y las dejó ir —explicó Myrna—. Y no ha habido más episodios de esos. Fue un error impulsivo. Ahora tiene más cuidado.
—Pero en cuanto empiece a mirar nuestros datos y a ver qué genes son valiosos, también podrá decidir qué personas no lo son.
—Tal como están las cosas no sé por qué te preocupas por eso. Hace mucho que decidió que los de dentro del muro valían muchísimo más que los de fuera. Tu gente de Nueva Sailum necesita agua. Yo me ocuparía solo de eso.
En una mesa situada delante del Tvaltar, bajo un toldo marrón, Gaia tomaba muestras de saliva al lado de Myrna Silk. Ya había visto más interiores bucales que en toda su vida, y estaba consternada por la ingente cantidad de caries. Un equipo de médicos del Enclave con sus respectivos ayudantes se hallaba distribuido en una fila de mesas con toldos, más de doce en total, y tomaban muestras a un ritmo de doscientas por hora.
—Es inevitable —este era el mensaje que circulaba entre la gente de Nueva Sailum, y aunque algunos habían puesto pegas, los mineros en particular, la gran mayoría había confiado en Gaia cuando esta les dijo que el registro de ADN era necesario y básicamente inofensivo.
—Además —acabó diciendo—, si no hay registro no hay agua. ¿Alguien prefiere buscarla en el inlago?
Eso lo entendió hasta Bill.
El Enclave daba un pase a cada persona que registraba su ADN. Dicho pase podía canjearse por una sesión de cine en el Tvaltar, una chuchería en uno de los puestos de la plaza o un sorbete del heladero del Enclave. La gente de Wharfton se había volcado, y tanto la plaza como las calles adyacentes estaban llenas de puestos y de carros con mercancías variadas. Los habitantes de Nueva Sailum, que solo conocían el hielo del marjal en invierno, estaban encantados de encontrarlo coloreado y preparado para comer en conos de papel.
Hasta los guardias del Enclave, que vigilaban desde los tejados de la plaza, parecían relajados. Llevaban los fusiles en bandolera y degustaban los exóticos hielos, como si también ellos estuvieran de fiesta. La Taberna de Peg, abierta muy de mañana a fin de servir té y sándwiches de huevo, estaba de bote en bote.
Peter se detuvo a la sombra del toldo en que trabajaba Gaia.
—Hemos estado esperando a que el Enclave nos entregara los barriles de agua —dijo el joven—, pero no dan señales de vida, y tampoco hay signos de que estén instalando una tubería o algo similar para darnos agua directamente del muro. ¿No dijo el Protector que iba a venir aquí?
Gaia miró de nuevo el gentío y se fijó en el ángulo de la luz.
—¿Ya ha pasado el mediodía?
—Sí, es casi la una.
—Aseguró que vendría por la mañana —dijo Gaia. La había engañado. Aquello no le gustaba nada—. Nos está distrayendo con hielos de colores y pases gratis. ¿Todavía no ha encontrado Jack a Angie?
—No —contestó Peter—, seguimos buscándola. Un hombre dice haber visto al amanecer a una niña de su edad dirigiéndose hacia las tuberías de riego, así que por allí estamos.
—Eso es absurdo —dijo Gaia. Las tuberías de irrigación para los campos estaban muy lejos del extremo más alejado de Wharfton, más allá del Sector Oriental Tres. Gaia miró atentamente por la plaza—. ¿Ha visto alguien a Leon?
Cuando Peter no contestó, Gaia levantó la mirada con impaciencia. El joven la contemplaba con sus serenos y perspicaces ojos azules. Gaia sintió una especie de pequeña descarga eléctrica. Notó que Peter se había afeitado y que la cicatriz de su mejilla derecha, la que ella consideraba una segunda sonrisa, volvía a ser visible.
—¿Quieres que busque a tu prometido? —preguntó él con calma.
El corazón de Gaia dio un extraño vuelco.
—Solo estoy preocupada por él.
—Quizá ya no le interese cuidar de sí mismo.
—¿Te ha contado lo de entrar en el Enclave para preparar una especie de contraataque? —preguntó Gaia.
—No, pero es justo lo que necesitamos. Si está preparando algo de eso, bienvenido sea.
Gaia se apretó la frente con una mano. «No me lo puedo creer. Ha entrado», pensó.
—Parece que va por libre, ¿no? —preguntó Peter.
—Voy a matarlo —sentenció Gaia.
¿De qué le servía ser Matrarca si no podía meter en cintura ni a su propio novio? Vio a Malachai por el rabillo del ojo. Los exreos se habían colocado discretamente a su alrededor, cumpliendo las órdenes de Leon. Era una injusticia. Deberían estar protegiéndole a él.
Detrás de Peter, una vacilante y bonita joven trazaba rayas en la tierra con la punta de la bota. El radar interno de Gaia la localizó por fin: era una de las chicas que había hablado con él en la taberna. Y ahí estaba otra vez, mirándolo con curiosidad parapetada tras su flequillo, cosa que aún irritaba más a Gaia.
—¿Qué pasa? —preguntó Peter a esta.
Gaia señaló a la morena con un asentimiento de cabeza. Peter dio media vuelta y exclamó:
—¡Hola, Tammy!
—No quería interrumpir —contestó Tammy. Luego sonrió con timidez y se frotó la barbilla para indicarle a Peter la falta de la barba—. No estaba segura de que fueras tú.
—Pues lo soy.
Gaia tenía ganas de vomitar. Agarró a Peter por el codo y se lo llevó en dirección opuesta.
El joven clavó los ojos en la mano de Gaia.
—Me estás tocando —dijo.
Gaia lo soltó como si quemara.
—No quiero que te distraigas. Tenemos mucho que hacer.
—Entonces no me distraigas tú —repuso él en voz baja.
Gaia cruzó los brazos con fuerza para disimular el temblor de sus manos.
—Tenemos problemas. El Protector me mintió acerca del agua. Angie ha desaparecido. Leon está dentro del muro haciendo quién sabe qué. Como se enzarce con su padre, este puede decidir que lo más conveniente es aniquilarnos a todos.
—¿Y qué puedo hacer yo?
—¡Ayudarme! —susurró Gaia con ferocidad.
En la mandíbula de Peter un músculo se tensó de manera visible.
—Haré lo que pueda —contestó serenamente—, pero todavía no se me ocurre ninguna solución. Podrías interrumpir el registro de ADN, podríamos dejar de cooperar con ellos.
—Y todos sabrían que he cometido un error al confiar en el Protector.
—¿Y no ha sido así?
—¡Menuda ayuda la tuya! —exclamó Gaia, intentando pensar. Detestaba sentir aquella impotencia. Llamó a Malachai con un gesto—. ¿Qué sabes de Leon?
—Ha dicho que tenía que encargarse de unos asuntos dentro del muro. Ha dicho que, si preguntabas, te dijera que volvería esta noche y que no te preocuparas por él.
—Estupendo. ¿Y de Angie? ¿Se sabe algo de ella?
—Ya se lo he dicho a Jack. Angie siguió a Leon algo después.
—¿Y no se te ocurrió impedírselo? —inquirió Gaia.
—Leon me dijo que te vigilara a ti, no a la niña.
—¿Sabes dónde está Jack? —preguntó Peter.
—Buscando a la niña —contestó Malachai.
Gaia miró a Peter y vio que a él se le estaba ocurriendo lo mismo:
—Jack ha entrado con Leon —dijo Gaia y gruñó mentalmente—. ¡Han entrado todos!
—Eso no lo sabemos —objetó Peter—. ¿Cómo se las han apañado para cruzar el muro?
Como fuera, pero lo habían hecho. Gaia estaba segura. La ansiedad la reconcomía. Miró las filas de personas que esperaban dócilmente para registrar su ADN, y se sintió angustiada también por ellos. Los hielos de colores eran casi una burla.
—Quiero que hagas lo siguiente —le dijo a Peter—; reúne a algunos de los nuestros que ya se hayan hecho lo del ADN y diles que vuelvan a ponerse en fila, pero en otra fila, para que los médicos no los reconozcan. Diles que corran la voz y sigan pasando por las distintas filas, que no dejen ponerse a gente nueva. Así parecerá que seguimos cooperando, pero no le daremos al Enclave más información.
—Dicho de otro modo, quieres que los engañemos —dijo Peter.
—Sí, hasta que el Protector cumpla su parte del trato. Nosotros hemos cumplido, casi. Y tú, Malachai, busca a Derek y a Ingrid para ir almacenando toda el agua posible. Todos los habitantes de Wharfton deberían estar almacenándola.
—Con el debido respeto, Mam’selle Matrarca —dijo Malachai—, yo no puedo dejarte. Leon me pidió que cuidara de ti y eso pienso hacer.
—Tú debes hacer lo que yo te diga, no lo que te diga Leon. Ya jugarás a guardaespaldas cuando hayas acabado. Mientras tanto, o me obedeces o les ordeno a mis exploradores que te encadenen otra vez para que seas el primer delincuente de Nueva Sailum. ¿Es eso lo que quieres?
—Mam’selle Gaia… —susurró Peter.
—¿Es eso? —repitió ella, ignorando a Peter y mirando airadamente al hombretón.
—Te ruego mil perdones, Mam’selle Matrarca —masculló Malachai, y se marchó tras tocarse levemente el ala del sombrero.
Gaia respiraba con fuerza.
—Necesito mandarle un mensaje al Protector —dijo mientras trataba de imaginarse qué hacer con Leon.
—Yo se lo llevo —ofreció Peter.
—No. Tú haz lo que te he dicho.
—Ordenado, querrás decir. Y mandar a Malachai a hablar con Derek me parece un error. Eso deberías hacerlo tú.
—¿Vas a rebelarte tú también? —inquirió Gaia a voces.
—Estás perdiendo el norte —dijo Peter sin ambages—. La anterior Matrarca no gritaba nunca.
—¡Yo no soy ella! —espetó Gaia.
A su alrededor se hizo el silencio. Al mirar más allá de Peter, Gaia advirtió un círculo de personas que se habían parado para presenciar la discusión. Tammy, la joven morena, lo observaba todo con profundo interés, como si alardeara de su estatus de futura novia de Peter. Will, que pasaba por allí, se detuvo al lado de Gaia. Él también se había afeitado, como si estar guapo fuese la prioridad de todos y cada uno de los hombres de Nueva Sailum.
—¿Va todo bien? —preguntó Will.
Gaia no contestó. «¿Y qué esperabas?», se dijo. Claro que sus hombres querían estar guapos. Eran tan vanidosos y tan inútiles como todos los demás. Gaia frunció el ceño y se miró las puntas de las botas, muy, pero que muy descontenta.
—Está disgustada —explicó Peter.
—¡No estoy disgustada! ¡No digas eso!
Lo que la había picado era que Peter cuestionara su autoridad. Lo que la ponía frenética era que Leon se hubiera metido en el Enclave sin su permiso. Pero lo que más la sacaba de quicio era su propia y soberana estupidez. Se le tendría que haber ocurrido lo que iba a hacer Leon. Tendría que habérselo impedido.
Will carraspeó.
Gaia respiró hondo, se irguió y miró con dureza a un Chardo y después al otro. Le daba igual parecer una tirana.
—Yo no soy la brillante Milady Olivia, lo admito, pero me estoy esforzando mucho por encontrar las mejores soluciones a nuestros problemas. Si es posible, me gustaría que mis amigos siguieran mis órdenes, como hace la gente normal. Muchas gracias. —Dicho esto, dio media vuelta y enfiló dando zancadas hacia la puerta sur.