—POR LO MENOS no han enviado fuerzas al exterior para atacarnos, de momento —dijo Gaia al devolverle los prismáticos.

—Quédatelos —ofreció Will—. ¿Qué ha sido de los tuyos?

—Los tiene uno de mis mensajeros. Gracias.

Gaia se los colgó del cuello y Maya empezó a inspeccionarlos de inmediato. Lo único que podían hacer era continuar avanzando y estar ojo avizor para detectar cualquier movimiento ofensivo.

La caravana giró hacia el sur y se alejó del Enclave y de Wharfton a fin de aproximarse a la orilla del inlago. Si Gaia no se equivocaba, estaban a un par de horas del muro cuando se encontraron con Myrna Silk. Allí estaba, las cejas negras contrastando vivamente con los blancos cabellos; el rostro serio y un punto mordaz hasta cuando sonreía.

—El exilio te sienta bien, según veo —dijo la doctora, dando palmaditas cariñosas en la mano de Gaia—. ¿Quién es esta criatura tan encantadora? —añadió levantando el ala del sombrero de Maya.

—Mi hermana, Maya.

—Por supuesto —dijo Myrna—. ¿Llegó a encontrarte Leon?

—Está aquí —contestó Gaia, señalando a su espalda. Se hizo a un lado con Myrna, sobre un amplio y soleado saliente rocoso mientras la caravana proseguía en una larga línea a su izquierda.

Gaia hizo señas a la vanguardia para que siguiera avanzando por la orilla.

—Hace cuatro días envié dos exploradores a Wharfton y no han vuelto. ¿Sabes algo de ellos? Se llaman Munsch y Bonner.

—Los llevaron al Enclave para interrogarlos. Por eso llegó a mis oídos que venías con un ejército —contestó Myrna; miró alrededor y dejó el maletín en el suelo—. Por lo visto, el rumor era un poco exagerado; a no ser que esas gallinas sean aves de combate.

—No somos un ejército —dijo Gaia riéndose—. Venimos a establecernos con carácter permanente. Somos pacíficos.

—Pues tu grupo será el único pacífico —dijo Myrna con tono guasón.

—¿Qué?

—Desde que te fuiste han cambiado mucho las cosas. La hostilidad entre el interior y el exterior del muro ha aumentado. Escucha, he venido a hablar con el líder del grupo para convencerle de que se marche. ¿Crees que hay alguna posibilidad de que lo consiga?

—No podemos irnos —respondió Gaia, meneando la cabeza—. Ya no; venimos de muy lejos y nuestro antiguo hogar está sentenciado a muerte. Haremos lo que sea para sobrevivir aquí.

—A pesar de eso… ¿Quién está al mando?

Gaia sintió cierto placer vengativo al contestar:

—Yo soy su líder electo. Tienes delante a la Matrarca de Nueva Sailum.

La doctora observó al grupo de personas que avanzaban a pie acarreando sus pertenencias y miró de nuevo a Gaia.

—No me extraña nada —aseguró.

Gaia le ofreció la cantimplora, pero Myrna llevaba una botella de agua. Mientras ella bebía, Gaia miró otra vez a través de los prismáticos de Will. La muralla, con sus enormes bloques de piedra caliza, parecía más alta que antes; ahora que estaban más cerca, distinguió que habían añadido un parapeto de madera en la parte superior para crear un adarve, un camino que conectaba las torres y permitía a los soldados recorrer el muro en toda su longitud, o al menos en la parte que daba a Wharfton.

Gaia enfocó la imagen de un soldado que apuntaba sus propios prismáticos hacia la caravana. Luego bajó los suyos y le dijo a Myrna:

—¿Eres una espía del Protector?

—¿Por qué lo preguntas? ¿Tienes algo que ocultar?

Llevaba razón. Gaia miró a su espalda, donde los jóvenes mensajeros esperaban discretamente.

—Hay que avisar a Leon Vlatir y a Sig’nax Dinah de que se reúnan conmigo, por favor; están por detrás —ordenó Gaia—. Chardo Will va por delante. Que venga él también.

Los jóvenes salieron zumbando.

—Mis exploradores debían pedir a un par de viejos amigos de Wharfton que almacenaran agua para nuestra llegada —dijo Gaia—. ¿Sabes algo de eso?

—Nada. Derek Vlatir es quien me dijo que los habían arrestado. Siempre se entera de todo.

—¿Lo conoces? —preguntó Gaia, asombrada—. Si vive fuera del muro, ¿no?

—Ahora yo también vivo fuera del muro, Gaia —dijo Myrna, y alzó la barbilla—. Ya te he dicho que todo ha cambiado. He invadido tu antigua casa de la calle Sally. Espero que no te importe; creí que no ibas a volver. He instalado un banco de sangre.

—¿Eso no es ilegal? ¿Qué ha pasado? —preguntó una atónita Gaia.

—Fuera del muro el banco de sangre no es ilegal —contestó Myrna—. En realidad, tú lo empezaste todo al robar el registro de nacimientos. En el Enclave tardaron varios días en percatarse de que se lo habías dejado a Emily, tu amiga pelirroja.

—¡Emily! ¿Cómo está? ¿Está bien?

—¿No te lo contó Leon? El Protector le quitó a su hijo para obligarla a devolver el registro, lo que ella hizo, por supuesto. Pero entonces el Protector la acusó de haber hecho copias. Cuando el Enclave siguió sin devolverles a su hijo, Emily y su marido perdieron la cabeza.

—¿Y quién no? Leon se marchó por entonces, así que no sé qué pasó después.

Los viajeros, que seguían avanzando a la izquierda de Gaia, las miraban con curiosidad. El viento agitaba ruidosamente el estandarte, cuya sombra rielaba en el polvo del camino.

Myrna tomó otro sonoro trago de su botella.

—Los padres del Enclave tuvieron miedo de que los padres biológicos del exterior siguieran el rastro de sus hijos para quitárselos. Cundió el pánico; así que cuando descubrieron al marido de Emily tratando de colarse por debajo del muro para recuperar a su hijo, no despertó entre ellos muchas simpatías. Supongo que recuerdas el castigo por cruzar ilegalmente el muro.

Gaia abrazó con más fuerza a su hermana.

—La ejecución.

—Exacto.

Gaia no daba crédito. Se llevó una mano a la frente, horrorizada.

Leon, que llegaba en ese momento, le rodeó la cintura con un brazo.

—¿Qué pasa? —preguntó bajito.

—Han ejecutado a Kyle, el marido de Emily —contestó Gaia con voz tensa—. ¿Lo sabías?

—No, y no se te ocurra pensar que es culpa tuya.

«Pues lo es», pensó. Ella lo empezó todo al llevar el registro a la casa de Emily. Mientras Leon aumentaba la presión del brazo, Myrna ladeó la cabeza y los miró abiertamente.

—¿Se te curó la espalda? —le preguntó a Leon—. ¿Y el dedo?

—Todo bien, gracias a ti. Estoy en deuda contigo, hermana Myrna —contestó Leon, estirando la mano para estrechar la de ella—. ¿Qué pasó después de la ejecución?

La doctora se enjugó el sudor del cuello con un pañuelo.

—Al parecer, Emily se ganó muchas simpatías fuera del muro y se apoyó en eso. Reunió a las embarazadas de Wharfton y organizó la primera huelga de bebés. Las madres se negaron a ascender más niños, y enviaron un mensaje al Protector para exigirle que le devolviera su hijo a Emily. Además, afirmaron que todas tenían derecho a quedarse con sus bebés.

—¡Una huelga de bebés! —exclamó Gaia—. Nunca hubiera imaginado que Emily sería capaz de organizar algo así.

—Es de suponer que no saldría bien —dijo Leon.

Chardo Will y Dinah llegaron procedentes de distintas direcciones y se sumaron al círculo en silencio. Myrna siguió diciendo:

—El Protector no tolera esas cosas. No contestó a las exigencias de Emily, se limitó a cortar el agua de Wharfton.

—¿De todas las espitas? —preguntó Gaia.

—Sí; incluso el agua de riego para los campos.

Gaia intentó imaginarse el pánico que cundiría en Wharfton cuando sus habitantes descubrieron que estaban sin agua.

—Fue como un asedio por la retaguardia, ¿no? Los de dentro del muro controlaban a los de fuera privándolos de lo que más necesitaban. ¿Se rindieron las huelguistas? —preguntó Gaia.

—En realidad, todo se complicó —dijo Myrna—. Los habitantes de Wharfton se unieron a las madres y, dentro del muro, la línea dura del Protector fracasó —Myrna echó un vistazo a Leon—. La gente del Enclave no es tan fría como se supone. Varias de las familias más influyentes formaron un consorcio y hablaron en nombre de la gente de fuera. Interceder por ellos se convirtió en una labor humanitaria.

—Sí, claro —interrumpió con sarcasmo Leon—, y, casualmente, esas familias son las propietarias de los campos de extramuros, de esos que no podían regarse.

—¿Y convencieron al Protector de que volviera a dar el agua? —preguntó Gaia.

—No —respondió Myrna—, pero se vio obligado a negociar. En el tercer día de asedio, hizo públicas las dos condiciones para dar de nuevo el agua. Quería que el ADN de todos los habitantes de Wharfton figurara en una base de datos.

La perpleja Gaia trataba de recordar. ¿No habían hablado el hermano Iris y ella de esa posibilidad? ¿No había dicho él que no era práctico?

—Pero hay lo menos quince mil personas —dijo.

—Dieciséis mil cuatrocientas doce, para ser exactos —precisó Myrna—. El Protector quería recoger muestras de saliva de todo el mundo, por familias.

Gaia miró a Leon.

—Pero ¿qué pretendía obtener con eso?

—De momento, información, mucha información —dijo Leon observando a Myrna—; le encanta hacer planes. Encaja.

Gaia cambió de pie el peso del cuerpo y se recolocó a Maya en la cadera.

—¿Cuál fue la segunda condición?

—Que Emily viviese en el Bastión como su invitada permanente —contestó Myrna—. Le devolvería a su hijo, pero dentro del muro, en la propia casa del Protector.

—Para controlarla —dijo Gaia. Era casi lo mismo que le había ocurrido a ella en Sailum, cuando la Matrarca la encerró en la Casa Grande para un periodo de reflexión; pero el encierro de Emily no acabaría nunca—. ¿Accedió?

—Al sexto día se agotaron las reservas de agua —dijo Myrna—. Los vecinos de Wharfton bebieron hasta la última gota de sidra y destilaron vino solo por el líquido. Las mascotas morían y la gente presionaba a Emily. Ella dijo que no pretendía organizar una rebelión, sino que le devolvieran a su hijo, así que accedió.

—¿Pero está bien? —insistió Gaia.

—En apariencia sí —dijo, pensativa, Myrna—. Ha alcanzado una posición de cierta relevancia. Lleva allí casi un año; el tiempo de su segundo hijo, otro chico, que no conoce otro hogar.

Gaia se volvió hacia Leon, cuya mirada estaba fija en el Enclave, como si pudiera penetrar en la mente de su padre por el simple hecho de contemplar la ciudad donde vivía.

—Así que ahora hay un registro de ADN —comentó Leon.

—Hacerlo nos llevó un mes entero —contestó Myrna—, pero recogimos muestras de todo el mundo. Después me trasladé al exterior del muro y descubrí, con gran asombro por mi parte, que pese a la ignorancia supina de tus antiguos vecinos, la vida en Wharfton me gustaba.

—También querrán nuestro ADN —supuso Chardo Will.

—Sí —dijo Myrna volviéndose hacia él—, es posible. ¿Tú te llamas…?

Gaia los presentó rápidamente.

Dinah se rio de sopetón y comentó:

—Me pregunto qué pensará el Protector de nuestros exreservas.

Myrna miró a Gaia.

—Muchos de nuestros hombres son estériles —explicó la segunda—, creemos que por ser varones XX. Supongo que ahora podremos comprobarlo con su ADN.

Myrna, sorprendida, echó otro vistazo a la fila de gente de la caravana.

—¿Y las mujeres? —preguntó—. ¿Son fértiles?

Dinah asintió con la cabeza sin dejar de sonreír.

—Seguro. Nuestras madres parían una media de ocho hijos por cabeza. Muchas superaban los diez, y casi todos eran varones. Albergamos la esperanza que aquí, lejos del agua que nos intoxicó en Sailum, esa proporción cambie.

—Ya se ve que predominan los hombres —dijo Myrna.

—Hay nueve por mujer —precisó Gaia—, y el año pasado no nació ni una niña.

—Qué raro —dijo Myrna muy interesada—. ¿Hay hemofilia entre la población?

—No —contestó Leon.

Myrna se cruzó de brazos y reflexionó.

—Es interesante —dijo por fin y se volvió para mirar a Leon—. A tu padre le interesará mucho, sin duda.

—Con eso contamos —respondió él.

—¿Sale Emily del muro alguna vez? —preguntó Gaia, que seguía preocupada por su vieja amiga—. ¿Qué pasó con lo de ascender bebés? No puedo creer que ya no haya cuotas.

Myrna entrecerró levemente los ojos, y se ajustó sobre ellos el ala del sombrero.

—Salió un poco para un reclutamiento. Ahora trabaja para el padre de Leon, en el Instituto de Gestación.

—¿Qué es eso? —preguntó Gaia.

—Aunque está en fase experimental —contestó Myrna—, es básicamente una fábrica de niños.