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“Estoy en Valencia”, fue el whatsapp que Lucía mandó a su jefe una vez aparcó en coche en el parking del hospital Nou d’Octubre. Guardó el móvil en el bolso sin esperar a que le contestara.

Una vez localizados su hermana y su padre, la pusieron al día sobre la conversación que habían mantenido padre e hija.

—No quiere que sigamos quedándonos con él por las noches ¿te lo puedes creer? —decía Eva levantando las manos.

—Porque ya no es necesario. —se explicó Diego —Vosotras tenéis vuestras obligaciones y yo si necesito algo puedo llamar a una enfermera.

—Papá tiene razón. —medió Lucía —Ya puede hablar, moverse, casi andar, y yo tengo unos hijos de los que ocuparme. No puedo seguir con la misma marcha de Murcia porque entonces no habrá servido de nada venir aquí.

Eva la miró como si su hermana estuviera diciendo una barbaridad.

—Bien, pues entonces me quedaré yo. Una vez acabe los exámenes ya no tengo nada que hacer, y estaré más tranquila sabiendo que el papá no está solo.

—Cariño, no voy a estar solo. El hospital está lleno de gente.

—Tú ya me entiendes. —dijo Eva, sin dejar que la convencieran.

—Papá, yo lo siento pero... —empezó a decir Lucía, pero su padre no la dejó seguir.

—No tienes que sentir nada. Te has encargado de todo. Por lo que me ha contado Eva te has ocupado de que no os faltara de nada en Murcia y ahora tienes que estar con tus hijos.

—Vendré a verte.

—Claro que sí, de eso no me cabe duda.

—Pero no podré quedarme tantas horas contigo.

—Lucía, que no te sepa mal. —dijo Eva —Se comprende que tienes obligaciones que yo no tengo. No has de sentirte mal por eso.

—Gracias, gracias a los dos. —dijo Lucía, uniendo a padre e hija para darles un abrazo común.

A la hora de comer, Lucía mandó un mensaje a su ex diciéndole que le llevara esa tarde a sus hijos.

“A la hora de siempre?”, preguntaba Miguel.

“Sí”.

“No me has mandado el convenio firmado”, le recordó Miguel.

“Lo sé. Esta tarde te lo daré en persona”

“Ok”

Revisó los mensajes por si se le había colado alguno mientras hablaba con Miguel. A veces le pasaba eso, si le mandaban mensajes mientras whatseaba con otra persona, el sonido quedaba escondido entre los nuevos y se quedaba sin leer el de la otra persona por no escucharlo separado.

No había mensajes sin leer. Bien, Ángel estaba avisado, ya podía estar tranquilo. Si no le contestaba sus motivos tendría, no pensaba preocuparse más por eso. Ya estaba cansada de preocuparse por todo.

Pasó la tarde en el hospital junto con su hermana. Como ya todo el mundo estaba avisado de que habían regresado a Valencia, la habitación fue un continuo de idas y venidas. Carmen y Sebastián aparecieron sobre las seis y media de la tarde, cuando Lucía empezaba a estar nerviosa porque tan solo le quedaba una hora y media para ver a sus hijos, y por consiguiente, a Miguel.

—¡Será sinvergüenza! —exclamó Carmen cuando su hija le contó lo que quería hacer Miguel con el piso.

—Por lo que se ve, es lo normal hoy en día. Tengo que aceptarlo.

—Lo normal sería si os hubierais separado de mutuo acuerdo porque no os llevarais bien, pero después de lo que te hizo, me parece de ser un cretino que te reclame el piso. —opinó Carmen, indignada.

—Ya, bueno, supongo que cada pareja tendrá sus motivos para separarse. En fin, me tengo que ir ya. Todavía no he impreso el convenio y lo tengo que firmar antes de que llegue Miguel con los niños.

—Adiós, hija. Te quiero. —dijo Carmen dándole un abrazo.

Lucía se despidió de todos, sobre todo de su padre que descansaba en la cama, cansado por el día tan intenso que había llevado recibiendo visitas. Habían ido compañeros de trabajo, amigos, su hermano Leandro (que por él Lucía había decidido el nombre de su mellizo) y sus primas Belén y Nereida.

Después de recoger la maleta y de darse una ansiada ducha en su cuarto de baño que tanto había añorado, releyó el documento que acababa de imprimir una y otra vez. En el momento en que lo entregara firmado empezarían los trámites, poner el piso en venta... Se quedó mirando su comedor, en el que había vivido tantas cosas con Miguel y con sus hijos. La pena por tener de desprenderse de ese piso en el que con tantas ilusiones habían comenzado una vida en común era demasiado dura. Si todo hubiera sido de otra manera...

El sonido del timbre hizo que Lucía saliera de su letargo. Se levantó del sillón de un brinco y corrió a abrir, entusiasmada porque llegaban sus hijos, a quienes hacía tantos días que no veía. Abrió la puerta antes de que llegaran al rellano y los esperó apoyada sobre el marco.

—Mamiiiiiiiii. —gritaron Noa y Leandro en cuanto salieron del ascensor y vieron a su madre.

—Hola, pequeñoooooosss.

Los abrazó fuertemente y los besuqueó por toda la cara: primero a una, luego al otro, de vuelta a Noa y otra vez a Leandro. No se cansaba de besarlos, sin hacer caso al rubio que los miraba en el rellano esperando a que terminara tanta muestra de afecto.

—Ejem... —Miguel intentó que su ex se diera cuenta de que estaba allí y que le hiciera caso de una vez.

Ella, levantó la cabeza y lo miró con ojos asesinos. No podía creer como podía haber llegado a despreciar tanto al hombre que tanto le había atraído, al que tanto había amado.

—Entrad en casa, enseguida voy. —dijo Lucía a sus hijos. Y dirigiéndose a su ex marido, añadió —Espera.

Lucía abandonó la puerta y Miguel hizo intención de entrar en el piso, pero ella se dio cuenta a tiempo y le cerró en las narices. El timbre sonó pero ella lo ignoró.

—¿Llaman a la puerta, mami? —preguntó Noa.

—No, cariño.

Lucía cogió el convenio, abrió la puerta y extendió el brazo.

—Aquí tienes.

Miguel lo cogió y comprobó que estaba firmado.

—Gracias Luci, sabía que entrarías en razón. Por cierto, ¿cómo está tu padre?

—No hay razón que valga para lo que me estás haciendo y solo espero que todo esto te repercuta en tu vida. Supongo que todavía no es efectivo el convenio así que de momento seguirá todo como hasta ahora. Y mi padre, bien, lo han trasladado a Valencia así que podemos volver a la rutina, gracias por preguntar. —contestó ella de malos modos.

—Me alegro. Y en cuanto al piso, yo había pensado que fuéramos esta semana a ponerlo en venta en distintas inmobiliarias. Tal y como están las cosas en cuantas más esté será mejor.

—Cuando el convenio haya pasado ante el procurador y sea válido, entonces haremos lo que haga falta. Mientras tanto esos son solo unos papeles que tú has escrito y yo he firmado que no van a ningún lado.

—Te equivocas. Desde el momento que se firma estás diciendo que estás de acuerdo y no hace falta esperar más.

—Que me lo diga mi abogada. —y diciendo esto, volvió a cerrar la puerta en sus narices, dando por terminada la conversación.

Lucía quedó apoyada sobre la puerta a sabiendas de que Miguel seguía en el rellano. Escuchó llegar el ascensor y el sonido de la puerta al abrirse y volverse a cerrar. Estaba nerviosa. No estaba segura de si Miguel tendría razón o no, pero no quería aceptar que así fuera. Escuchó a sus hijos revolotear por la casa y se dijo a sí misma que los mellizos no podían verla mal. Trató de tranquilizarse, se secó la lágrima que había empezado a caer por su mejilla y colocando una de sus mejores sonrisas, entró en el piso con un:

—¿Quién es el primero que me va a contar que ha hecho todos estos días sin míiiiiii?

—Yooooooo. —gritaron los dos niños al unísono tratando de llegar hasta su madre y al mismo tiempo impidiendo al otro que fuera el primero.

—A ver a ver, no peleéis que os voy a escuchar a los dos. Contadme, ¿qué habéis hecho este fin de semana?

Los niños empezaron a contar precipitadamente los acontecimientos, impulsados por querer hablar más rápido de lo que sus pequeñas mentes les dejaban, y Lucía consiguió desconectar durante media hora de los problemas que la acechaban. Mientras los escuchaba, empezó a llenarles la bañera y una vez los metió dentro, se dirigió a la cocina para empezar a preparar la cena. El móvil hizo que desviara su camino hacia su habitación.

—¿Dígame? —preguntó, pese a sabía que era la abogada de Miguel.

—Señorita Martínez, hola, ¿cómo está?

—Bien ¿y usted? —preguntó Lucía solo por educación.

—Muy bien, ¿cómo está su padre? Me ha dicho Miguel que está en Valencia.

—Sí, lo han trasladado esta mañana. —Lucía sabía que solo preguntaba para entrar en calor y estaba demasiado cansada como para hablar con una mujer a la que empezaba a detestar. —¿Quería algo más aparte de interesarse por mí y mi familia?

—Ejem, sí. La llamaba porque me ha dicho Miguel que se niega a empezar a cumplir ya con el convenio. Solo quería que supiera que usted ha firmado unas condiciones y que desde el momento en que se firman, las partes han de empezar a cumplirlas. Otra cosa es que el convenio tenga validez jurídica desde el momento en que pase por el juez, pero usted ya debe...

—Esperaré a que me lo diga mi abogada. —la interrumpió Lucía, cada vez más molesta por la llamada y a punto de llorar.

—Lucía, debe...

—Buenas noches, letrada. —se despidió Lucía.

Permaneció con el móvil en la mano creyente de que la abogada volvería a llamarla. Su mano temblaba porque sabía que su comportamiento no había sido el adecuado pero ¿acaso no tenía derecho a actuar de aquella forma? Ella era la víctima, y estaba a punto de perderlo todo por los errores de su ex marido. No era justo que encima de que él había provocado el divorcio, pudiera quedarse con la custodia compartida, y con la mitad del piso. No, no era nada justo.

Una hora después, los mellizos ya habían cenado y descansaban en el sofá viendo Simbad cuando volvió a sonar el móvil de su madre. Cada vez que Lucía lo escuchaba, corría hasta él esperanzada de que fuera su ángel quien la llamaba, pero esta vez tampoco hubo suerte. Sara López había sido informada por la abogada de Miguel y la llamaba para, muy a su pesar, decirle que debía empezar a cumplir el convenio.

—Ojala fuera de otra manera. —dijo Sara.

—Ya. Ojala.

—Lo siento, Lucía. De verdad.

—Lo sé. No te preocupes por mí, saldré adelante.

—Solo es un piso. Piensa que las cosas materiales vienen y van. Puedes rehacer tu vida y empezar de cero con otra persona.

Lucía se quedó callada recordando las veces que Ángel le había hablado acerca de comprar un piso grande para su vida en común. Ahora añoraba esas palabras que creyó ya estaban olvidadas.

—Buenas noches, Sara. —fue lo único que pudo decir.

Colgó el teléfono, comprobó que los mellizos se habían quedado dormidos en el sofá y corrió hasta su cama para romper a llorar por todo lo que había estado conteniendo las últimas semanas. Había tratado de ser fuerte respecto a lo ocurrido a su padre, había intentado disimular con sus hijos siempre que todo iba bien, aceptaba la indiferencia de Ángel porque se la había ganado a pulso, pero necesitaba llorar y desahogarse. Demasiadas lágrimas contenidas, demasiadas fuerzas sacadas de donde no había.