JUEVES, 12 DE JUNIO

1

Jane odiaba tener que pedirle un favor a su vecina, la señora Pollard, puesto que esta ya casi no se esforzaba en esconder su enfado cada vez que le pedía ayuda de improviso.

Hacía poco se había quejado de que últimamente eso sucedía demasiado a menudo. ¿Qué estaba pasando? Antes Jane compaginaba mejor su empleo con Dylan.

—Es que estoy muy agobiada en el trabajo —le había respondido la joven, a lo que la señora Pollard contestó que debería haber reflexionado antes sobre si el oficio de policía era lo más adecuado para ella.

—¡Si no hacen más que decirlo por la tele! Horas extra cada dos por tres, sin horarios fijos… Se deja de lado a la familia, los matrimonios fracasan…

A Jane le habría encantado responder que la televisión era insuperable a la hora de crear y transmitir clichés, aunque justo en lo concerniente a su trabajo no podía decir gran cosa. De hecho, la falta de un horario fijo era todo un problema y, con ello, la organización de una familia; al menos así era en el departamento de homicidios, más aún cuando el equipo estaba en plena investigación.

Era aún más complicado si (como en el caso de Jane) no se podía hablar de una familia en sentido estricto. «Desastre de familia» sería un término más apropiado. Lo cual no mejoraba la situación, más bien al contrario.

—¿Y por qué no puede ir hoy al… centro? —preguntó molesta la señora Pollard. Le había abierto la puerta descalza, en bata y gorro de ducha. Estaba claro que se disponía a entrar en el baño. Jane le pidió que por favor, solo hoy (bueno, aunque no fuera solo hoy), si podría cuidar otra vez a Dylan.

—Ayer descubrieron el quinto caso de escarlatina —contestó a la pregunta de su vecina—, así que han declarado la cuarentena y…

La noche anterior el contestador automático le había anunciado la catástrofe.

«Joder», fue lo único que le vino a la mente, sentada con la cabeza entre las manos. «¡Joder, joder!».

—Entonces, ¿puede que Dylan encima tenga la escarlatina? —preguntó la señora Pollard horrorizada.

—Por supuesto que no, ya la ha pasado —aseguró Jane.

—Bueno, por suerte yo también —dijo la mujer con un sonoro suspiro de alivio—. Pero esto no puede seguir así, Jane. De verdad, tienes que organizarte de otra manera. Yo en tu lugar estaría hecha una furia. ¡No eres la única responsable de Dylan! Sean podría…

—Es verdad, pero ya sabes cómo son los hombres… —Le parecían bastante estúpidas ese tipo de generalizaciones, pero sabía que a su vecina le agradaban, especialmente esa. Su marido había desaparecido del mapa hacía años, la había abandonado de la noche a la mañana. Desde entonces la señora Pollard creía a los hombres capaces de cometer las infamias más inconcebibles.

—Además de verdad —dijo al instante—, no son de fiar. Unos egoístas, siempre pensando en sus propios intereses. Bueno, de acuerdo, ¡pero solo hoy! Y por favor, sé puntual, vuelve a casa a las cinco y media.

—¡Por supuesto! —le aseguró Jane, y lanzó una plegaria silenciosa al cielo para poder cumplir la promesa—. Entonces…

—Estaré en tu casa en diez minutos —refunfuñó—, podré darme una ducha antes, ¿no?

—Claro que sí. Y muchas gracias, no sé qué haría sin…

—Ya encontrarías a algún otro cretino —dijo la señora Pollard, y cerró de un portazo.

Un cuarto de hora más tarde, Jane estaba sentada en el coche con una mano al volante y la otra sujetando una tostada. No le había dado tiempo a desayunar en condiciones. La dichosa epidemia de escarlatina le había hecho empezar el día del revés. Estaba esperando en un semáforo cuando, para colmo, el móvil empezó a sonar. Contestó la llamada con el manos libres.

Era Benjamin Wilson, el guionista. Sonaba desconfiado. Era evidente que no estaba del todo seguro de que el mensaje del contestador en el que le pedía que la llamara fuera en serio.

—¿Es usted la agente Scapin? —preguntó con un tono de voz que delataba su escepticismo—. ¿De la policía de Yorkshire?

—Correcto, ¿es usted el señor Wilson?

—Sí, ¿me pidió que le devolviera la llamada?

—Tenemos que hacerle una breve pregunta, señor Wilson. Se trata de su colega, Jonas Crane.

—¿Ha pasado algo?

—Tenemos que hablar con él sobre un asunto, pero no conseguimos localizarlo. Debería haber vuelto el domingo pasado de sus vacaciones pero…

—Ah, ¿es que no ha vuelto? El caso es que quedamos en que volvería el domingo 8 de junio.

«Premio», pensó Jane.

—¿Así que le había alquilado la casa?

—Sí, la granja de los páramos. ¿Cómo lo sabe?

—Lo sospechaban en TV Adventure. Como ya le he dicho, llevamos ya un tiempo buscando al señor Crane.

—Su médico le había recomendado un retiro total y absoluto. Crane estaba a punto de quemarse, al menos eso fue lo que me contó. Aunque personalmente no creo que dos semanas de retiro le vayan a ayudar mucho, y menos si se lleva a la familia… Pero vamos, allá él.

—¿Y su granja es el lugar adecuado?

—Sí, justo lo que buscaba. No se puede imaginar un lugar más aislado. Sin televisión, internet ni radio. Ni siquiera hay cobertura de móvil en la cuenca del valle. Ya podría estallar una guerra entre superpotencias, que desde allí no se enteraría.

—¿Ha sabido algo de él en este tiempo?

—No, pero esa era la idea, que no mantendría contacto alguno con el exterior. Al fin y al cabo de eso se trataba. Supongo que nos habría avisado si hubiera tenido algún problema, pero aparentemente todo iba bien.

—¿Cabe la posibilidad de que haya prolongado su estancia sin avisarle?

—No —dijo el señor Wilson con certeza—, no creo. Me hizo un ingreso por adelantado para dos semanas. No mucho, en realidad solo los gastos de luz, agua y demás. No le pega nada quedarse más tiempo de lo que ha pagado, a no ser que pensara hacer cuentas más adelante. Aunque… sin decir nada… no parece propio de él.

—Señor Wilson —preguntó Jane—, ¿podría llevarme a la granja?

El hombre se echó a reír.

—No estoy en Inglaterra, agente. Le llamo desde Tenerife. Estoy escribiendo el guión de una miniserie que se desarrolla aquí e intento captar la atmósfera.

«¿Por qué me habré hecho policía? —se preguntó la joven—. Esto de ser guionista no suena nada mal».

Pero con Dylan y el altruismo excesivo de la señora Pollard sería imposible: hoy Tenerife, mañana una granja solitaria en un páramo, pasado mañana quizá Nueva York…

Bueno, soñar es gratis.

—Entendido —dijo ella—. ¿Le parece bien que vaya a echar un vistazo? Estamos muy interesados en encontrar a la familia Crane.

Wilson dudó un instante. Jane adivinó lo que estaba pensando: seguramente quería evitar que Jonas se llevara la impresión de que su compañero había puesto a la policía tras él solo porque se había quedado en su casa más tiempo del acordado sin haber pagado el alquiler.

—A Jonas le tiene que quedar bien claro que… —empezó, pero ella lo interrumpió.

—Por supuesto. El señor Crane sabrá enseguida que no estoy allí de su parte, señor Wilson. Solo tengo que hacerle una pregunta, y no tiene que ver lo más mínimo con usted. Además, estoy empezando a preocuparme. Los Crane ni siquiera han avisado a la vecina que se encarga de las plantas y del correo en Kingston. Creo que aquí hay algo que no cuadra, y no está de más que alguien vaya a comprobar que todo está en orden.

Sobre todo esto último pareció convencer a Benjamin Wilson. Le dio indicaciones precisas, que Jane tuvo que memorizar porque estaba en medio de un atasco. Confió en que se acordaría bien.

—¿Podría avisarme cuando haya vuelto? —pidió el hombre al final—. Tanto si encuentran a alguien como si no, da igual.

—Claro que sí, tendrá noticias mías —prometió Jane.

Después de colgar, reflexionó. ¿Debería ir primero a la oficina? Según el protocolo tenía que ir con un compañero, pero le pareció demasiado complicado disponer de alguien en tan poco tiempo. Además, investigar a la familia Crane había sido su idea desde el principio. Si ahora quedaba en ridículo porque todo estaba bien, nadie se daría cuenta.

Sin pensárselo dos veces giró a la izquierda en el siguiente cruce. Egmont era la población más cercana a la granja. La encontraría, y entonces también encontraría la casa. Regresaría a la comisaría en una hora, y en caso de que se tratara de una falsa alarma, pondría como excusa a Dylan y lo que le había costado dejarlo con alguien.

La hora que tardaría en llegar a la granja, echar un vistazo y volver a Scarborough resultó ser un cálculo totalmente equivocado. Tardó cincuenta minutos largos solo en encontrar la casa. Se equivocó en dos bifurcaciones y acabó en tierra de nadie; ambas carreteras se fueron convirtiendo en caminos de grava que desembocaban en senderos rodeados por llanuras, arbustos bajos, un par de árboles pelados y varias ovejas. El sol abrasaba, y su coche no tenía aire acondicionado. Jane maldecía mientras giraba el volante con esfuerzo. Retazos de la descripción de Wilson le resonaban en el oído. Dios mío, ¿cómo era posible que existieran lugares tan aislados? Esa maldita granja no tenía ni siquiera dirección, así que era inútil intentar usar el GPS.

«Muy quemada tendría que estar para retirarme aquí, al culo del mundo», pensó.

Pero al fin le pareció haber encontrado el camino correcto, muy estrecho y bastante sinuoso.

«Verá la granja de repente después de una curva —le había explicado Wilson—. Estará en un valle justo debajo de usted. Hay dos edificios, uno es la vivienda y el otro un granero de tamaño considerable. Y nada más en kilómetros a la redonda».

Era una buena descripción, Jane reconoció la granja al momento. También se dio cuenta de algo enseguida: daba la impresión de estar completamente desierta.

Todas las contraventanas estaban cerradas y nada se movía.

Si los Crane ya no se encontraban allí, ¿dónde estaban?

A pesar de todo, decidió continuar hasta abajo. Puede que descubriera algo que le diera una pista sobre el paradero de la familia, aunque no estaba convencida de ello.

«Probablemente me esté preocupando por nada —pensó—. Jonas y su familia no habrán aguantado más, y lo entiendo. Se habrán ido a un hotelito en primera línea de playa y se habrán olvidado de avisar.

»Entonces ¿por qué Stella no devuelve las llamadas?».

El coche bajaba traqueteando por el camino pedregoso, demasiado exigente para los amortiguadores. Ya no estaba segura de que el oficio de guionista fuera realmente una meta por la que mereciera la pena luchar. Había que estar un poco majara para invertir dinero en una propiedad como la que tenía delante y encima retirarse a trabajar allí con asiduidad. Jane sabía que en menos de dos días ya estaría deprimida y no sería capaz de tener ni un solo pensamiento sano.

Giró para entrar en el patio y vio de inmediato los dos coches aparcados en fila delante de la casa. Estaban colocados de manera que no se podían ver desde lo alto de la colina ni tampoco desde el camino que llevaba al valle.

Un Renault azul y un Ford rojo.

A Jane no le venían a la memoria las matrículas, pero sí recordó que estaban buscando el Renault azul de Therese Malyan y el Ford rojo que le habían robado a Peggy Wild.

«Denis Shove y Therese han estado aquí, en la granja».

La primera reacción de Jane fue coger el móvil. Tenía que pedir refuerzos inmediatamente. Le dieron miedo las contraventanas cerradas, parecía que Shove y su amiga se habían atrincherado. ¿Con los Crane como rehenes? Shove iba armado, y no era de los que se andaban con tonterías. Le había disparado a Peggy Wild sin vacilar.

No se veía ningún otro coche, pero eso no significaba nada. El coche de los Crane podía estar en el granero.

Al echar un vistazo a la pantalla del móvil, Jane se dio cuenta de que Benjamin Wilson estaba en lo cierto: no había cobertura.

Debía volver al camino, puede que arriba funcionase. Además, de todas maneras tenía que salir de allí. En esa posición era un blanco perfecto.

¡Dios, qué idiota había sido! Había conducido hasta allí sin ninguna precaución, bien visible desde lejos, como una ingenua. La simple sospecha de que había algo que no cuadraba con los Crane debía haberla hecho actuar con más cuidado.

«¡Novata! En serio, te comportas como una maldita novata».

Metió marcha atrás sin perder de vista la casa, preparada para agacharse de un momento a otro, cuando las balas pasaran rozándole. Estaba segura de que ya hacía un rato que habían advertido su presencia. Shove debía de haberse dado cuenta de que había visto los coches y de que estaba al tanto de todo. Como supondría que todavía no había podido pedir refuerzos, lo lógico sería que intentara impedir que se marchara. A Jane casi le sorprendía que aún no le hubieran disparado.

Entonces cayó en la cuenta de que Shove aún no tenía por qué saber que era policía. También podía tratarse de una turista que se había perdido, y en ese caso lo mejor sería dejarla ir sin causarle ningún daño.

Casi había girado el coche cuando, de repente, vio que una puerta trasera del Renault azul se abría. Un niño salió dando traspiés. Le hizo señales con ambos brazos y cruzó corriendo el patio. Tendría cinco años como máximo y Jane se percató al instante de que debía de tratarse del hijo adoptivo de los Crane. Sammy, había dicho la vecina de Kingston que se llamaba. El hijo de Therese Malyan.

Su primer impulso fue salir del coche de un salto y correr hacia él, pero podía tratarse de una trampa. Condujo hasta pasar la esquina de la casa y allí volvió a detenerse. En ese lado no había ventanas, por lo que el peligro de recibir un balazo en una emboscada era menor. Se apeó, permaneció agachada y tuvo cuidado de que el coche quedara siempre entre ella y la casa.

El pequeño dobló la esquina. Jadeaba con fuerza de lo rápido que había corrido, obviamente empujado por el pánico de que la extraña pudiera irse sin más. Estaba sucio y empapado en sudor; el pelo rubio le apuntaba en todas las direcciones. Jane vio miedo y un desconcierto absoluto en sus ojos abiertos de par en par.

«¿Qué ha pasado aquí?».

—¿Sammy? —preguntó. Estaba lo bastante cerca para cogerlo del brazo y traerlo junto a ella a la protección del coche. El niño se resistió, aunque solo un poco. Parecía del todo extenuado.

—Eh, tranquilo. Soy Jane. Jane Scapin. Soy de la policía.

La miró incrédulo.

Ella se llevó un dedo a la boca.

—No hagas ningún ruido. Y quédate aquí. No te escapes. ¿Puedo soltarte?

Asintió.

Ella le soltó el brazo con cautela.

—Tenemos que andar con cuidado. Por Denis Shove.

El niño la miró confundido y Jane se acordó de que Shove se hacía llamar de otra manera.

—Me refiero a Neil. Neil Courtney.

Sammy por fin abrió la boca. Jane se fijó en que tenía los labios secos y agrietados.

—Se ha ido. Él y Terry ya no están.

—¿Estás seguro? Sus coches están ahí.

—Mami dice que se han llevado nuestro coche.

—¿Dónde está tu mami?

Señaló con la cabeza hacia el granero.

—Ahí dentro. Con mi papi. Neil nos encerró. Mi papi está muy malito, Neil le disparó. He salido por la ventana, pero papá y mamá no caben porque es muy pequeña. Me dijeron que pidiera ayuda. —Ahora no podía parar de hablar—. Pero quería buscar agua. Por aquí cerca hay un lago, ¿sabes dónde está? —La miraba lleno de esperanza.

—No, lo siento. Pero espera. —Se metió un momento en el coche y sacó una botella que todavía estaba casi llena. Nunca salía de casa sin agua—. Tienes mucha sed, ¿verdad?

El chiquillo se llevó la botella a los labios y bebió como si le fuera la vida en ello. Puede que le faltara poco para llegar a ese punto. Jane ya se había convencido de que podía confiar en él, de que no se trataba de una trampa. El niño estaba demasiado demacrado, escuálido y desesperado. Lo que decía sonaba creíble. Denis Shove había utilizado el contacto de Terry con los padres adoptivos de su hijo para agenciarse otro coche después del asalto a Peggy Wild. Habría contado con que encontrarían a la mujer y que por lo tanto su coche dejaría de ser seguro. Había encerrado a los Crane para que no le fastidiaran la huida.

Caleb Hale no debía reprocharse haber dedicado tanta energía y tantos medios a buscar a Shove. Era un criminal sin escrúpulos.

Se dirigió al granero y examinó la cerradura de la puerta. Estaba asegurada por partida doble con un pestillo que a su vez estaba provisto de un candado.

Shove había querido evitar las sorpresas desagradables.

El niño la seguía pegado a sus talones.

—¡Tienes que salvar a mami! ¡Y a papi!

Jane zarandeó la puerta. No conseguiría abrirla. Necesitaba refuerzos de inmediato.

Percibió una voz apagada que venía del interior.

—¿Sammy?

—Soy la agente Scapin, de la policía de Yorkshire. ¿Señora Crane?

Hubo un instante de silencio desconfiado, y entonces la voz preguntó entre jadeos:

—¿Policía?

—Sí. La sacaremos de ahí, señora Crane. ¿Se encuentra bien?

—Sí, pero mi marido… Mi marido está muy mal. Creo que no va a salir de esta. ¿Tiene agua? ¿Está Sammy con usted?

—Sí, está conmigo. Y tengo agua. —A pesar de la sed que tenía, Sam se había bebido solo la mitad de la botella—. El pequeño ha mencionado una ventana…

—Por el otro lado. Tengo una cuerda. Por favor, venga… Por el otro lado. —Puede que la mujer creyera que se encontraba bien, pero sonaba muy débil.

«Menudo cabrón miserable, ni siquiera les ha dejado suficiente agua», pensó Jane mientras daba la vuelta al granero.

Descubrió la ventana arriba del todo, bajo el tejado empinado del granero. Joder, desde ahí había bajado Stella Crane a su hijo. Un acto osado. Pero había sido su única opción.

Una cara apareció en la ventana. Jane vio unos ojos inmensos, unos cabellos revueltos y unas facciones extenuadas. Stella se encontraba al límite de sus fuerzas.

—¿Ve la cuerda? —gritó desde arriba. Su voz sonaba ronca.

La joven distinguió la cuerda que colgaba desde la ventana y terminaba allí abajo, a sus pies. Tenía una forma extraña: consistía en prendas de ropa, harapos y una manta fina anudados entre sí.

«Una persona tenaz, esta Stella», pensó.

Cogió el extremo, lo enrolló alrededor de la botella formando una red y aseguró el invento lo mejor que pudo.

—Ya puede tirar, ¡tenga mucho cuidado!

El agua ascendía con una lentitud infinita.

—¡Voy a pedir ayuda! —gritó la agente—, ¿dónde hay cobertura?

—Allí arriba, en la colina. Es débil, pero funciona.

Jane se aseguró de que la botella alcanzaba su destino y corrió al coche cogiendo a Sammy de la mano con fuerza. Por si acaso. No lo dejaría deambulando solo por allí.

—Mira, te vas a sentar en el asiento de atrás. Subiremos la colina, llamaremos por teléfono y pediremos refuerzos. Policías, ambulancias… Va a ser emocionante, ¿a que sí?

Sammy asintió, pero ya se le habían quitado las ganas de vivir una aventura entre sirenas aullando y hombres armados. A Jane le pareció traumatizado. Le acarició la cabeza.

—Todo saldrá bien —le prometió.

El niño no tenía pinta de creérselo.

2

Por la noche habían llegado nubes desde el Atlántico, y ahora llovía en Liverpool. Era una lluvia constante y uniforme que duraría todo el día. Limpiaba el polvo acumulado en las calles durante la última semana, seca y calurosa. A lo largo de la tarde, el césped de la ciudad, que ya empezaba a adquirir un tono marrón, volvería a lucir verde y fresco. La temperatura había bajado bruscamente. Kate, que no llevaba más que una camiseta de manga corta con los vaqueros, tiritaba de frío cuando salió del hotel. Necesitaba ropa limpia, sobre todo ropa interior. Iba siendo hora de volver a Scalby.

Caleb se había marchado el día anterior de madrugada. Solo le había dejado una breve nota en recepción. «Tengo que volver. Te llamo. Saludos, Caleb».

Nada más.

La había invitado a comer con él. ¿Por qué había sido tan tonta de rechazar la invitación? ¿Porque seguía avergonzándose de la escenita de aquella noche tras el asesinato de Melissa? ¿O simplemente porque había sido bendecida con un notable talento para desperdiciar todas las oportunidades que se le presentaban?

Le gustaba Caleb, lo admiraba, lo comprendía. Lo encontraba encantador, muy atractivo e interesante. Estaba sola y anhelaba una persona en su vida.

Y entonces, el hombre al que llevaba dedicando gran parte de sus pensamientos desde hacía semanas la invitaba a comer en un pub. Y ella rehusaba la invitación. La culpa de haber echado a perder su mísera vida era suya, toda suya.

Se había quedado en Liverpool todo el día anterior. No podía sacarse a Grace de la cabeza. Ni la frase que la madre de Grace le había susurrado: «¡Ayúdela!».

No podía dejar de pensar en los moretones que había visto en las muñecas de la niña. En la ropa descolorida, demasiado estrecha, demasiado corta. En la sonrisa soñadora de la muchacha mientras deambulaba por el recinto industrial con la silla de ruedas de Norman Dowrick bajo un sol abrasador. Grace le había resultado tan indefensa y delicada, que le ponía enferma la idea de que en ese momento estuviera sola, escondida en algún lugar y posiblemente en peligro. El día anterior se había dedicado a recorrer el barrio y los alrededores en círculos cada vez más amplios. Había buscado con atención algo que pudiera servirle de escondite: almacenes vacíos, casas deshabitadas, aparcamientos en los que la espesura de los árboles y los arbustos le garantizara no ser vista por posibles perseguidores. Al final se rindió ante las numerosas posibilidades. Grace podía encontrarse en cualquier lugar. Debería dejar que la policía local se encargase de encontrarla.

De todas maneras, tenía la impresión de que no se tomaban las medidas necesarias. Solo había visto alguna que otra patrulla aislada. Por lo menos llevaban perros de rastreo. Por otro lado, a la policía se le planteaba el problema de tener que buscar a la adolescente sin llamar la atención. Los medios aún no se habían enterado de que había una posible testigo del crimen que se encontraba en peligro. Kate supuso que Caleb había cumplido su promesa y que había hablado en serio con la jefa de operaciones de la policía de Liverpool. Había comprado unos cuantos periódicos y, para su alivio, no había encontrado nada sobre Grace. También se debía a que el caso no despertaba demasiado interés. Era horrible encontrar a un hombre ahogado en un bidón meses después de haber desaparecido, pero… ¿a quién le interesaba un paralítico amargado que vivía aislado por completo en una barriada decrépita? Dos periódicos incluso se referían a él como el «anciano», a pesar de que acababa de cumplir los cincuenta. Norman Dowrick llegó a apartarse tan abismalmente del mundo que ni siquiera su insólita y espantosa muerte llamaba la atención. El Liverpool Chronicle se había apropiado de la hipótesis de la policía local y conjeturaba sobre las abominables bandas juveniles. La mención a Norman en el artículo era anecdótica, y la noticia se centraba sobre todo en el problema de la creciente disposición de los jóvenes británicos a la violencia y se cuestionaba hasta qué punto las desigualdades sociales eran la causa.

Kate lo sentía por aquel hombre. A él, allí donde estuviera, ya no le importaría, pero a ella le dolía ver que el mundo que rodeaba al Norman muerto lo trataba con la misma indiferencia que al vivo. En cambio, ese desinterés de la prensa le daba a Grace una oportunidad. La policía podía encontrarla antes de que el asesino de Dowrick lo hiciera, puesto que este no tendría la menor idea de que había una testigo del crimen.

Devolvió la llave del hotel y emprendió el camino de vuelta a Scalby, aunque pasó de nuevo por la barriada de Grace. Bajo la lluvia, todo parecía más triste. Charcos profundos de agua se extendían por el patio del recinto industrial. Las cintas del precinto policial, que el día anterior aún ondeaban a la brisa estival, parecían ahora andrajos húmedos.

Kate aparcó y se bajó del coche. Temblaba por el frío de la lluvia. Daba igual. En casa se daría un baño y se pondría ropa de abrigo.

Todo parecía vacío y muerto. «Desde luego, aquí nadie la está buscando», pensó Kate. La única persona que había allí era Kadir, sentado como siempre en su muro y balanceándose. No parecía molestarle estar calado hasta los huesos.

—Hola, Kadir —lo saludó.

Él le sonrió con tanta alegría como si se tratara de una vieja amiga.

—¡Hola!

—Está todo empapado —comentó Kate—. Tendrá un sitio donde vivir, ¿no?

Kadir asintió.

—Tengo un piso muy bonito. Arriba del todo. —Señaló la casa detrás de él—. ¡En la buhardilla!

—¿No sería mejor quedarse en casa en un día como hoy? —Encogió los hombros—. Hace bastante frío.

Kadir, que tampoco llevaba más que una camiseta, negó con la cabeza.

—Estoy acostumbrado. No puedo quedarme dentro.

—¿No? ¿Nunca?

—En invierno, a veces entro un ratito para calentarme. Pero no mucho. Las paredes se me caen encima, ¿entiende?

—Me… me lo imagino. Kadir, supongo que no sabe nada de Grace, ¿verdad?

—La policía estuvo aquí. Ayer. Hablaron conmigo. Pero no pude decirles nada nuevo. No sé dónde está. No sé si… vio algo.

—¿A qué se refiere?

—De eso se trata, ¿no? Por eso la buscan como locos. Porque puede que haya visto al asesino del hombre en silla de ruedas.

Kate se dio cuenta de que sería una torpeza subestimar a Kadir Roshan. Y de algo más: que los esfuerzos de todos ellos por mantener en secreto el papel de Grace en el caso estaban a punto de saltar por los aires. Bastaría con que a un reportero se le ocurriera preguntar a uno o dos vecinos. Seguro que Kadir no había sido el único en darse cuenta de cuál era el quid de la cuestión.

La policía ya estaba trabajando contrarreloj.

—Ayer por la tarde vino un hombre a preguntar por ella.

—¿Un hombre? ¿De la policía?

—¡No! —dijo negando con la cabeza—. No era policía. Murmuró algo sobre una «investigación» para hacerme creer que lo era. Pero a mí no me engaña nadie. Reconozco a los policías. Es el instinto, ¿sabe usted?

Kate conocía este tipo de afirmaciones. Muchos aseguraban que casi eran capaces de oler a un policía a distancia, pero eso eran fanfarronerías. Además, a ella casi nunca la reconocían como policía; más bien al contrario, cada vez que se presentaba como agente de Scotland Yard generaba asombro e incredulidad. No eran más que tonterías.

Como si le estuviera leyendo los pensamientos, Kadir dijo:

—Por ejemplo, estoy seguro de que usted es policía. Aunque por algún motivo no lo quiera admitir. Pero es… no sé, algo que desprenden. Es difícil de explicar.

Estaba bastante impresionada, pero a pesar de ello no hizo ningún comentario. Se preguntó por un momento en qué punto se habría truncado la vida de Kadir. Su forma de hablar denotaba educación, y sin duda tenía una mente despierta. ¿Qué le habría hecho el destino para catapultarlo a aquel muro, flaco hasta los huesos, sentado allí lloviera o tronara?

«Las paredes se me caen encima», había dicho.

Pensó en Caleb Hale aquel día en el coche, delante de la casa del hijo de Melissa Cooper. Le había pedido que se recompusiera, porque el mundo estaba lleno de personas con vidas trágicas y la suya no era la peor.

—Entonces, a ver, ese hombre… ¿reveló algún dato sobre su identidad?

—No. Solo se me acercó y me habló. En voz baja. Los otros, los policías, hablaron alto y claro conmigo. Él era… distinto. No me cayó bien.

—¿Se lo ha comunicado a la policía?

—No. Se echarían a reír. Es que no es más que un presentimiento.

—¿Y qué dijo exactamente?

Kadir reflexionó.

—Quería saber si conozco a Grace. No, así no fue como lo dijo. Me preguntó: «¿Conoce a la chica a la que están buscando todos, la testigo del asesinato del policía?».

Kate se estremeció. Hasta ahora se había mantenido en secreto que Norman Dowrick era expolicía.

—¿Está seguro de que dijo «policía»?

—Segurísimo. Me sorprendió bastante. Ni siquiera yo me había dado cuenta de que el viejo de la silla fuera policía. Aquí nadie lo sabía, creo.

—¿Y qué le respondió?

—No soy tonto —dijo Kadir—. Le dije: «No tengo ni idea de si fue testigo del asesinato, solo sé que encontró el cadáver». Se impacientó. Quería saber dónde vivía Grace. Se lo dije. No tenía ningún sentido ocultarlo.

—¿Y entonces fue a buscarla allí?

—Sí, pero no se preocupe, Grace no está en casa de sus padres. Es el último lugar donde buscaría refugio. En ningún otro sitio corre más peligro.

—¿Cómo era el hombre?

—Alto, muy alto. Rubio. No era feo. Pero tenía pinta de… pirado. No me gustó.

Pensó que Kadir era listo, pero que no podía saberlo todo. Había muchas posibilidades de que el hombre alto, rubio y con pinta de pirado fuera un policía de Liverpool. Ellos sí sabían que Dowrick era un antiguo compañero. Otras teorías serían difíciles de explicar y habrían planteado preguntas desconcertantes.

Sacó su tarjeta del bolsillo, apuntó en el dorso el número de teléfono de su casa en Scalby y su teléfono móvil, y se la entregó a Kadir.

—Aquí tiene. Por favor, llámeme si sucede algo que le parezca extraño o si se le ocurre algo que no quiera tratar directamente con la policía.

Cogió la tarjeta.

—Pero usted es la policía. Lo sabía. Policía metropolitana de Londres. Scotland Yard. ¡Uau!

—Pero no estoy de servicio —aclaró Kate—. ¿Puedo confiar en que me llamará?

—Lo haré —prometió.

Continuó en dirección a la casa de los padres de Grace.

El padre confirmó que la tarde anterior, un hombre que no se había identificado les había visitado y les había preguntado por el paradero de la niña. Darren Henwood le había respondido que no tenía ni idea de dónde podría encontrarse su hija, lo que de hecho era cierto.

—¿Y el hombre no se presentó? —preguntó Kate—. ¿No dio un nombre ni enseñó su documentación? ¿Nada?

—No. Pensé… pensé que tendría sus motivos —tartamudeó.

Había dado un giro de ciento ochenta grados y se había quitado de encima esa actitud de sinvergüenza con una sonrisa que parecía decir «que te den por el culo». En esa mañana gris y pasada por agua, tenía una pinta lamentable, parecía temeroso y nervioso. La casa todavía conservaba el calor de los días anteriores y el hombre llevaba puestos una camiseta interior que olía a sudor y unos bóxers muy viejos. Iba descalzo. Daba la impresión de no haber dormido nada, pero Kate sospechaba que no era la preocupación por Grace lo que le había quitado el sueño la noche anterior, sino más bien la preocupación por sí mismo. La situación le aterraba: su hija se había convertido de repente en la testigo principal de un caso de homicidio y la policía la buscaba desesperadamente, por lo que existía el peligro de que descubrieran que la había estado maltratando día tras día desde hacía años y que la había descuidado de manera punible. Hasta entonces ni un alma se había interesado por Grace Henwood. Sin embargo ahora… El señor Henwood no era estúpido. El comisario de la policía de Yorkshire que había estado allí el día anterior había adivinado rápidamente lo que sucedía, que maltrataba a su hija (o algo peor), y no se había molestado en esconder su rechazo. Y esa mujer que venía ya por segunda vez también estaba enterada. No era ninguna sorpresa que sudara, que tuviera problemas de circulación y que deseara con todas sus fuerzas desvanecerse en el aire.

—¿Y usted habla de su hija con un hombre que no sabe quién es ni con qué derecho pregunta por ella?

Darren se secó el sudor de la frente.

—Han venido tantos preguntando… La policía no deja de venir… Creía que… De verdad que ya no sé si…

Estaba claro que la única esperanza que tenía de salir medio bien parado de la situación consistía en mostrarse sumamente dispuesto a cooperar, casi con devoción. No le pediría ninguna autorización a nadie y estaría dispuesto a colaborar con todos los que le preguntaran por Grace, por miedo a poner en su contra a alguien que le complicara las cosas.

Aparte de que el extraño era alto y rubio (la descripción de Darren no incluía lo de «pirado»), Kate no descubrió nada. Decidió llamar a Caleb e informarlo. Él podría aclarar si se trataba de un compañero de la policía de Liverpool. Ella estaba cada vez más segura de que así era. Se despidió de Darren Henwood con frialdad y se marchó. De camino al coche vio a Kadir balanceándose en el muro. Estaba calado hasta los huesos.

La borrasca todavía no había terminado de cruzar el país. Kate la había dejado atrás. En Scalby todavía hacía un calor sofocante. Vio que el jardín necesitaba agua, pero al suponer que llovería por la tarde, se ahorró regarlo. Entró en la casa y sintió que su cuerpo se relajaba en el ambiente fresco, que podía respirar profundamente nada más llegar. El olor del interior le resultaba familiar y los dos últimos días lo había echado de menos con toda el alma. Era el olor del hogar.

«No puedo desprenderme de esta casa. Jamás».

Recorrió el pasillo, entró en la cocina y abrió la puerta que conducía a la terraza. El aire caliente entró de inmediato. Cogió una botella de agua de la nevera, salió y se sentó en una de las sillas del jardín. La ropa ya se le había secado y la idea de tomar un baño caliente había desaparecido con el cambio de tiempo. Bebió un par de tragos y después echó un vistazo alrededor. El jardín florecía en todos los colores, pero su aspecto no era tan hermoso ni tan cuidado como antes. Faltaba su padre. Kate no había heredado su buena mano para las plantas; no le gustaba cuidar del jardín ni sabía con exactitud lo que tenía que hacer, aparte de cortar el césped y regar las plantas, porque a eso sí que llegaba.

Por otro lado podía quedarse a vivir aquí y dejar que el jardín se asilvestrara un poco. A nadie le molestaría.

Se preguntó una vez más si su dependencia de todo aquello no sería algo enfermiza. Si su incapacidad para desprenderse de ello debía alarmarla. Puede que solo necesitara alguna alternativa antes de dar el paso y soltar amarras, pero no tenía ninguna.

¿Porque estaba obsesionada con su padre? ¿O estaba obsesionada con su padre porque no tenía a nadie más? ¿No era su padre simplemente la solución menos complicada? Él era la única persona cuya presencia no le hacía sentir pequeña, insignificante o como una cualquiera. Con él podía reírse, podía hablarle de sus casos y de las reflexiones que estos le provocaban. Ideas osadas que no se atrevía a contar a nadie más, y en ningún caso a sus compañeros. Nunca le hizo sentir que lo que expresaba fuera extraño. Siempre la escuchaba concentrado y atento. Consideraba que su hija estaba a su mismo nivel. La tomaba en serio y la respetaba; y por eso, por ese sentimiento que la hacía florecer interiormente, Kate viajaba a Yorkshire siempre que podía.

Con los demás sentía una inseguridad paralizante. Una certeza enraizada en lo más profundo de su ser: «No valgo nada. Al menos no valgo lo mismo que vosotros. No soy tan guapa, ni tan inteligente ni tan divertida ni tan profunda. No tengo buenas ocurrencias, y cuando las tengo, no soy capaz de expresarlas. No hay nada en mí que me haga interesante. La gente se aburre a mi lado. No tengo atractivo ni carisma, nada. Y a quien no le quede claro en un primer vistazo, se dará cuenta en el segundo».

Aquel era también el motivo por el que había rechazado la propuesta de Caleb de acompañarlo al pub de Liverpool: el miedo a que se diera cuenta de lo poco que tenía que ofrecer. Las pocas ocasiones en las que había salido con hombres le habían permitido conocer la espantosa sensación que le sobrevenía cuando se daba cuenta de que el acompañante de turno se arrepentía de la cita y pensaba inquieto en cómo acortarla. Era un sentimiento de imperfección atroz que rápidamente se convertía en angustia y desesperanza. La mayoría de los hombres no querían ser groseros ni ofenderla, pero no podían ocultar cuánto deseaban salir pitando. Kate llegó a temer tanto esas situaciones que las evitaba sin excepción. Incluso había rechazado la invitación de algún que otro compañero de trabajo a tomar un café durante el descanso. De todas maneras estaba convencida de que lo hacían por compasión. «Muchas gracias pero no, prefiero quedarme trabajando».

En algún momento dejaron de preguntarle.

Caleb había sido el primer hombre en mucho tiempo. Caleb, que había aparecido en la puerta de su casa con un plato de curry y no se había dejado amedrentar por su aspereza. Caleb, que le había preguntado si quería ir a comer con él.

Y ella había vuelto a esconderse creyendo que sería más seguro quedarse tumbada con hambre en la habitación del hotel y hacer zapping por programas tediosos que ir a un pub con un hombre que la atraía y la fascinaba.

Hasta entonces había podido permitirse ese comportamiento porque tenía a su padre. Con más pena que gloria, e infeliz la mayor parte del tiempo, soportaba vivir sin amigos y sin personas cercanas que formaran parte de su vida. Al fin y al cabo tenía a su papá. Muy lejos, pero en su mismo mundo. Podía llamarlo y visitarlo. Le dedicaba puentes, vacaciones y festivos como la Pascua y la Navidad. Era su única salvación.

Tenía que cambiar algo o caería en la más absoluta soledad. Ya no podía permitirse el lujo de esconderse del mundo y de todos sus peligros, de evitar todo lo que le daba miedo. Se había enfrentado a tipos muy duros en su trabajo, pero no le asustaban ni la mitad que sentir el rechazo en su día a día. Toparse con la indiferencia, el desinterés, el hastío. Sentía menos miedo ante la posibilidad de recibir un balazo en la cabeza persiguiendo a un granuja que ante la de arrastrarse a casa tras una cita con el pleno convencimiento de haber sido el muermo de la noche.

Se levantó, entró y cogió el móvil del bolso. Había intentado llamar a Caleb dos veces de camino a casa, pero en ambas ocasiones se encontraba reunido. Volvió a marcar el número. Tenía que informarle sobre el tipo extraño que había estado indagando sobre el paradero de Grace Henwood y quería preguntarle si tenía algún plan para esa noche. Si el valor no le flaqueaba.

La atendió una colega cuyo nombre no había oído nunca. El comisario estaba ocupado con una teleconferencia, ¿quería dejarle un mensaje?

—No, muchas gracias. ¿Me puede poner con la agente Scapin? —Con Jane no quería quedar esa noche, pero a ella también podía contarle lo del desconocido. Alguien debía estar al corriente para aclararlo con los compañeros en Liverpool.

Sin embargo la agente también estaba reunida. Al final Kate pidió por enésima vez que Caleb le devolviera la llamada.

Entonces subió. Una ducha no le vendría mal. Y también necesitaba cambiarse de ropa interior.

3

Estaban en Irlanda del Norte. Hasta entonces todo había ido bien. Incluso el mal humor de Denis había mejorado.

Por la mañana había sido tan arisco que Terry ni siquiera se había atrevido a pedirle que le llevara una tostada o una magdalena del desayuno. Por no mencionar las ganas que tenía de una taza de café. No podía entrar en el comedor porque el cambio de color de su pelo habría llamado demasiado la atención. El tinte no había resultado en un rubio de verdad, más bien en un castaño claro con unos evidentes toques verdosos. Terry se horrorizó al verse en el espejo. La noche anterior no le había gustado el resultado, pero esperaba que durante la noche mejorase de algún modo. En realidad había empeorado.

—Estás horrorosa —fue el comentario poco adulador de Denis al verla—. Eres una ofensa para la verdadera Stella Crane, todo hay que decirlo.

Ella casi se puso a llorar, pero se recompuso en el mismo momento en que Denis le dirigió una mirada amenazante y le comentó que una mujer llorosa era lo último que le faltaba por aguantar. Todavía no le había contado qué sucedía exactamente, pero su humor de perros tenía algo que ver con que no podía sacar más dinero de la cuenta. Algo había sucedido, pero Terry no se atrevía a preguntárselo por miedo a que descargara su ira contra ella. Solo le había dicho que ya prácticamente no les quedaba dinero y que tampoco podrían acceder a él en un futuro próximo.

—Nuestros últimos billetes grandes los hemos invertido en los pasajes para el ferri —dijo antes de bajar al desayuno—. Eso quiere decir que tampoco podremos pagar cuando nos vayamos de aquí. Mientras esté abajo, mete nuestras cosas en el coche con el mayor disimulo posible, ¿entendido? Y a las nueve en punto nos vemos allí.

—Pero es que así sin más no podemos…

—Joder, eres más estúpida de lo que pareces. Si no hay pasta, no hay pasta. Así que haz lo que te digo. ¡Y cierra el pico de una vez!

Llevaban poco equipaje, se habían marchado de la granja de Yorkshire con una bolsa grande de los Crane. Se habían llevado ropa interior, camisetas y jerséis de la familia, así como objetos de uso cotidiano como champú, gel de ducha o pasta de dientes. Habían comprado cepillos de dientes en una droguería. Eso bastaba para pasar los próximos días y para no llamar la atención en los sitios donde se hospedaban.

—Si no llevamos equipaje —explicó Denis—, pensarán que algo no encaja. Pero así somos una pareja encantadora que pasa unas agradables vacaciones.

Nada de eso era cierto. Ni lo de la pareja, ni el adjetivo «encantadora», ni las agradables vacaciones. Nada, absolutamente nada de lo que Denis decía o hacía parecía sincero. Desde el nombre falso que utilizaba, pasando por el hecho de que le hubiera ocultado su estancia en prisión, hasta esta fuga en la que se encontraban desde hacía días, de nuevo bajo una identidad falsa. Entretanto, Terry iba por ahí con el pelo teñido y llevaba en el bolso el pasaporte de una mujer a la que habían encerrado y abandonado a su suerte en pleno páramo. Se ponía mala cada vez que pensaba en ello. Se sentía metida en una espiral que descendía cada vez más rápido hacia un pozo de crimen, violencia y engaño. Además, Denis ya no se parecía en nada al Denis de siempre. Claro que antes ya la trataba con aspereza y la manipulaba, y también le había pegado más de una vez. Pero entremedias mostraba una gran delicadeza y calidez, y le decía a menudo que la encontraba guapa y que era una mujer fantástica. Le había dado la impresión de que la entendía y de que estaba completamente de su lado. Había criticado a sus padres por haberla obligado a dar a su hijo en adopción, y muchas veces aseguraba que había sido engañada también por parte de los Crane. Cuando fueron a visitar a la familia en Kingston le contó que quería conocer al pequeño, que «al fin y al cabo forma parte de ti, cariño». Siendo sincera, luego la había sorprendido que durante toda la tarde no mostrara el más mínimo interés por Sammy, y sí por las condiciones de vida y las costumbres de Stella y Jonas. Más tarde, cuando habían dedicado varios días a recorrer los páramos porque estaba obsesionado con encontrar el lugar de vacaciones de los Crane, le había explicado: «Sobre todo hago esto por ti, Terry. Tienen a tu hijo. Y quieren mantenerte apartada a cualquier precio. Tú trajiste al mundo al pequeño Sammy, pero ahora tienes que largarte y dejar en paz a la pequeña familia feliz. ¿Vas a dejar que te traten así? Estás en tu derecho de ver crecer a tu hijo, y yo me ocuparé de que eso suceda».

En aquel momento se había sentido sobre todo halagada. Hacía mucho tiempo que nadie se implicaba tanto en su vida, se preocupaba por ella y luchaba por sus derechos. La sensación era maravillosa.

Y ahora… Sus delicadezas habían desaparecido por completo, no digamos sus halagos. Ya no hablaba de Sammy ni de los derechos de Terry como madre. Ahora la chica tenía la impresión de que los Crane solo le interesaban en función de lo que pudiera quitarles.

Incluso había llegado a robarles la identidad.

Como siempre, esa mañana tampoco se atrevió a llevarle la contraria. Después de que Denis desapareciera para desayunar, lo recogió todo. Echó un vistazo a su alrededor. La forma chapucera en la que había intentado teñirse el pelo había dejado el baño hecho un completo desastre; había dejado tinte por todas partes: en el lavabo, en los grifos, en el espejo, por el suelo de baldosas y en las toallas, que en algún momento habían sido blancas. Presa del pánico, lo había limpiado todo lo mejor que había podido y había metido a presión las toallas manchadas de tinte en una bolsa de plástico al fondo de la maleta para no levantar sospechas. Además, también aprovechó para llevarse dos toallas limpias. Sabía que no estaba bien, pero esperaba que Denis le dedicara algún elogio por ello. A fin de cuentas no les quedaba dinero y todo lo que consiguieran gratis les ayudaría. Tampoco tenía tanta importancia, considerando que de todos modos no iban a pagar la cuenta.

Con la bolsa en la mano, bajó con sigilo las escaleras, parándose en cada escalón para escuchar con atención. Oía voces que provenían de la sala de desayunos, el tintineo de cubiertos y vajilla procedente de la cocina. Le llegaba el tentador aroma del café, de los huevos revueltos con panceta y de tortitas con sirope. Se le hacía la boca agua. Quizá podría comer algo en el ferri. Por el momento, lo importante era que tanto la pareja que llevaba el bed & breakfast como la chica que les ayudaba a limpiar y a comprar parecían estar bastante ocupados.

Terry consiguió salir sin ser vista y cruzar el patio hasta el coche. Eran justo las nueve, tal como habían acordado. Naturalmente Denis no había confiado en ella y se había quedado con las llaves del coche.

Ya venía. Daba la impresión de estar bastante nervioso.

—¿Lista? ¿Lo tienes todo?

Abrió el coche, metieron la bolsa en el asiento trasero en un abrir y cerrar de ojos y se subieron.

—He estado genial —comentó él mientras ponía en marcha el coche—. Les he contado que te encontrabas fatal. Mareos, vómitos, el cuadro completo. Que por eso no ibas a desayunar y que necesitábamos un médico. Me han dado el nombre de un doctor en Stranraer y piensan que te voy a llevar. En la vida se les ocurriría que nos estamos marchando. —Sacó el coche del aparcamiento—. Estaban muy preocupados, te desean que te mejores.

—Gracias —murmuró Terry. Al contrario que él, no consideraba que la maniobra hubiera sido una astuta jugada de ajedrez. De repente deseó no haberse llevado las toallas.

Quedaban tres horas para que zarpara el ferri. Terry temía que descubrieran la fuga demasiado pronto, pero Denis desdeñó la idea.

—Incluso me han dicho que es posible que tengamos que esperar porque es un médico muy solicitado. No estarán calculando cuánto tardamos. Hay que tener en cuenta que tienen otras cosas que hacer.

De todas maneras estaba nervioso. Llegaron a un aparcamiento solitario bastante apartado al norte del puerto y el joven dijo que esperarían allí. Terry se hizo a la idea de que en un futuro próximo no conseguiría ni café ni un pedazo de pan. Por la mañana temprano aún brillaba el sol, pero una masa de nubes oscuras había entrado desde el mar. Empezó a llover.

Terry nunca se había sentido tan desconsolada.

Cuando llegó la hora de dirigirse al puerto, el nerviosismo de su novio empezó a hacerse tan evidente que a Terry le dio miedo de que les descubrieran, ya que Denis tenía pinta de ser el típico criminal a la fuga. Pero por lo visto nadie se dio cuenta. Enseñaron sus billetes y se subieron al ferri sin problemas. Aparte de ellos, no había muchos pasajeros. La lluvia, cada vez más intensa, y el fulminante descenso de la temperatura no invitaban a salir de excursión.

Al menos Terry consiguió su café. Se calentó los dedos entumecidos con el calor del vaso de plástico y empezó a sentir que se le levantaba el ánimo.

Quizá en algún momento todo se arreglaría. Denis y ella en algún lugar a las afueras de Dublín, en un cottage blanco entre praderas irlandesas de un verde intenso, con un murito de piedra rodeando el jardín y niños que reían y jugaban…

El humor de Denis mejoró al desembarcar. Todavía no habían salido del Reino Unido, pero se encontraban un paso más cerca de la República de Irlanda, y eso parecía sentarle bien. En lugar de seguir el plan original de buscar alojamiento en Belfast y continuar al día siguiente hacia el sur, decidió partir directamente en dirección a Dublín.

—Se nos está acabando el dinero. Una noche en Belfast nos dejaría sin blanca. Además, no me sentiré seguro de verdad hasta que no hayamos salido de Irlanda del Norte. Hoy nos dará tiempo.

Echaron gasolina, lo que les agrandó el agujero del bolsillo. Ya eran casi las tres de la tarde y la lluvia era constante e intensa. Terry había oído que en Irlanda llovía muy a menudo. El estado de ánimo positivo que le había invadido brevemente desapareció. La imagen del cottage se difuminó, así como los niños que jugaban en la brisa veraniega. Lo que quedó fue la carretera poco transitada por la que rodearon Belfast atravesando una zona que casi no se distinguía tras el grueso telón de lluvia gris oscuro. Lo único que la chica veía eran prados, muros. De vez en cuando una granja agazapada en un valle cuyas ventanas, sin vida y abandonadas, asomaban a través de la lluvia. Terry recordó de repente su pisito de Leeds y las veladas que pasaba de vez en cuando con Peggy y Helen, las vecinas tan divertidas del piso de arriba. Entonces no tenía la sensación de ser feliz, pero ahora veía que la vida que llevaba no era mala. Tenía amigos, un trabajo y un piso, pequeño pero muy acogedor. Quedaba para tomar una copa de vino con sus vecinas y se lo pasaban bien. En las frías noches de invierno, Peggy preparaba chocolate caliente con ron y se sentaban alrededor de la chimenea a charlar mientras afuera caían copos de nieve. Terry se quejaba siempre porque esperaba que pasara algo especial en su vida, algo que lo cambiase todo.

Pues bien, había sucedido. Todo había cambiado. Ahora estaba en un coche robado, pasando hambre y frío, junto a un criminal buscado por la policía, atravesando la lluvia de Irlanda del Norte.

Ya llevaban media hora larga conduciendo por tierras en su mayoría deshabitadas cuando Denis tomó un camino secundario y paró.

—Trae la bolsa aquí delante. Necesito uno de los jerséis gordos de Jonas. Hace un frío que pela.

Como les preocupaba gastar más gasolina, no podían poner la calefacción, y Terry también estaba pasando un frío tremendo con la camiseta fina que llevaba. Cogió el equipaje del asiento trasero. Denis lo abrió y se quedó de piedra.

—Pero ¿qué es esto?

—¿El qué? —preguntó la chica.

Sostenía una de las dos toallas blancas y mullidas que Terry se había llevado.

—¿Son las de nuestro cuarto?

—Sí. Creía…

—¿Qué? —La miró con la cara llena de ira—. ¿Qué?

Creía que la iba a elogiar por el golpe, pero no tenía pinta de que fuera a hacerlo. Para nada.

—Creía que… nos vendrían bien. Porque… como dijiste que íbamos mal de dinero… así no teníamos que comprarlas…

Él revolvió el fondo de la bolsa y encontró las toallas sucias en la bolsa de plástico.

—¡No me lo puedo creer! ¿Has robado todas las toallas?

No respondió nada, pero si se hubiera armado de valor, le habría preguntado por qué se enfadaba tanto. ¿Por el robo? En un arrebato había matado de una paliza a su antigua pareja, había pasado ocho años en prisión, había asaltado a toda una familia, les había robado el coche y se había llevado sus pasaportes.

¿Y ahora se enfadaba porque ella había robado un par de toallas?

Sin embargo, pronto se dio cuenta de que no era cuestión de lógica ni de moral.

—Eres idiota. Tan imbécil que da miedo. ¡Debería echarte del coche y seguir solo, porque al final vas a fastidiarlo todo!

Quería decir algo, pero solo le salió un gemido, y dijo de forma apenas audible:

—Denis…

Él contemplaba la lluvia a través del parabrisas, como preguntándose por qué se había juntado con semejante descerebrada; pero de repente se volvió y abofeteó a Terry a un lado y a otro de la cara con tanta fuerza que la cabeza se le balanceó como un saco de boxeo.

—¡No sabes hacer ni la o con un canuto, puta asquerosa! —gritó—. ¡Adivina lo que habrá pensado esta mañana la fulana que limpia los cuartos al ver que no quedaba ni una toalla! ¿O es que crees que ha pensado: «Ah, seguro que los Crane se las han llevado al médico»? ¿Es eso lo que crees?

Terry no se atrevió a decir que los restos de tinte también podían parecer sospechosos y que no había sido tan descabellado guardar las toallas manchadas. Como no respondía, le pegó de nuevo. De repente sintió sangre en la boca.

—Habrá echado un vistazo y habrá caído en la cuenta de que no hay equipaje. Entonces los idiotas de ese bed & breakfast de mierda sabrán que nos hemos largado. ¡No hace falta mucho más para llegar a esa conclusión si tienen más luces que tú, que es el caso de la inmensa mayoría de la gente!

—Pero… —A Terry le costaba mucho hablar. El labio se le estaba hinchando por momentos—. Pero… se habrían dado cuenta de todas maneras. —No articulaba bien—. Y ahora ya estamos aquí.

—¡Porque hemos tenido una suerte de la hostia! ¡Pero podrías haberlo jodido todo! ¡Podrían haber llamado a la policía y nos habrían pillado en el maldito ferri! Te voy a decir una cosa: ¡si la estupidez oliera a mierda, no se podría aguantar a tu lado!

Ella se hundió todo lo que pudo en el asiento. Pero si todo había salido bien. Se habían subido y bajado del ferri sin problemas.

Estaban en Irlanda.

Sin embargo, Denis estaba descargando toda la tensión de los últimos días y, sobre todo, de las últimas horas. Casi le aliviaba haber encontrado una válvula de escape. Terry podía verlo en sus ojos. Todavía no había terminado con ella.

A su última pareja la había asesinado.

La chica abrió la puerta de golpe y se dejó caer sobre la hierba alta y húmeda. Sintió la lluvia, el frío y una brusca ráfaga de viento, pero se incorporó a duras penas, a pesar del martilleo en la cabeza y de que le dolía toda la cara. Se le había acumulado tanta sangre en la boca que tuvo que escupir, y sintió claramente que se le escapaba un diente.

Se le había activado el instinto de supervivencia. Tarde, muy tarde. Pero esperó que no fuera demasiado tarde.

Se puso de pie y echó a correr. Tan rápido como pudo. Corrió hacia la lluvia y la soledad. Oyó que la perseguía.

Sabía que la alcanzaría.

Y sin embargo siguió corriendo.

Lejos de Denis Shove, tan lejos como pudiera.

Lejos de él para siempre.

4

Anochecía y ni Jane ni Caleb le habían devuelto la llamada, pero Kate no se había atrevido a insistir para no resultar pesada. Imaginaba que estarían muy ocupados desde que habían descubierto el cadáver de Norman Dowrick. El caso había cogido ritmo: había tres muertos y un sospechoso principal que ya no lo era. El comisario debía de tener la sensación de que las cosas se habían vuelto a poner en marcha.

Al final Kate se armó de valor y marcó una vez más la extensión de Caleb en la comisaría, pero nadie contestó. Probó con el móvil, pero le saltó el buzón de voz. Le pareció extraño, pero era posible que hubiera desconectado antes de lo habitual. Seguramente apenas había dormido las dos noches anteriores y solo necesitaba descansar.

Fue urdiendo un plan audaz, pero le llevó media hora de paseos sin rumbo entre la casa y el jardín reunir el valor suficiente para decidirse a llevarlo a cabo: iría a ver a Caleb a su casa. Podía decirle que estaba por la zona.

«Se me ha ocurrido pasarme un momento».

A fin de cuentas acababa de proponerse que, si quería hacer cambios en su vida, debía actuar con mayor determinación.

En aquella ocasión en que, sentados en el jardín, la había advertido de los posibles peligros que la acechaban, le había dado su tarjeta de visita, así que sabía dónde vivía. Su casa estaba bastante arriba en South Cliff, en Scarborough, una vez pasado el paseo de los hoteles, que a primera vista parecían suntuosos y profusamente decorados con estuco, pero que al mirarse con más detenimiento exhibían cierta sordidez y muchos desconchones ocultos bajo la ostentosa fachada. Kate solía ir allí con su padre de vez en cuando, aparcaban el coche y daban un paseo por la parte superior de los acantilados que se alzaban más allá de las casas donde acababa la ciudad. Les encantaba la última luz de las tardes de verano. En cambio ese día no había puesta de sol. Al oeste se amontonaban nubes oscuras. Pronto empezaría a llover.

El comisario vivía en Wheatcroft Avenue, una calle cuidada cuyas últimas casa tenían vistas al mar. La de Caleb estaba más o menos por la mitad, así que no vería el agua, como mucho un atisbo desde alguna de las ventanas superiores. De todos modos, la zona, los amplios terrenos y las casas elegantes estaban muy por encima de lo que podía permitirse un policía, incluso un comisario. O bien su esposa tenía dinero, o bien él había recibido alguna herencia.

El coche estaba en la entrada, así que estaba en casa. Esperaba que no se hubiera metido ya en la cama, porque no se alegraría demasiado de que Kate llamara al timbre y lo despertara. Vaciló un instante ante la puerta, buscando algún indicio que le confirmara que estaba despierto. En un momento le pareció oír un zumbido monótono de voces en el interior de la casa, como si hubiera una televisión o una radio encendida. Pero entonces cayó en la cuenta de que venía del jardín de los vecinos, donde había dos personas charlando.

Bien. Y qué. Si no arriesgaba, no ganaba.

Llamó al timbre y esperó.

Caleb abrió cuando ya se había resignado y estaba a punto de marcharse. Sin embargo enseguida vio que no lo había sacado de la cama: estaba vestido y no parecía soñoliento. De todos modos no tenía aspecto de alegrarse en absoluto de verla. Era probable que se hubiera tomado tanto tiempo en abrir porque no tenía ninguna gana de recibir visitas y había estado dudando antes de decidirse a ir a la puerta.

«Mal —pensó Kate—. Cómo no, he vuelto a hacerlo mal. Los últimos días lo han dejado destrozado y quería tener una noche tranquila por fin. Y yo se la he fastidiado».

—Ah, Kate, eres tú. ¿Qué sucede?

—Yo… Bueno, pasaba por la zona y… —Su propio balbuceo le resultaba lamentable—. He intentado localizarte por teléfono un par de veces…

El policía se pasó la mano por el pelo. Era evidente que estaba agotado. Pero no solo parecía agotado, también atormentado. Infeliz. No se encontraba nada bien y no se debía solo a que tuviese mucho trabajo.

—Sí, hoy ha sido un mal día. Prácticamente no he pasado por el despacho. Han sucedido muchísimas cosas. —Dio un paso atrás—. ¿Quieres pasar?

Ella esperó que no lo dijera solo por cortesía.

—Si no molesto…

—Nada de eso. Como puedes ver, hoy he vuelto un poco antes a casa. Estoy hecho polvo, necesito un poco de espacio.

—Entonces quizá sea mejor que…

—No, no. No pasa nada. Entra.

Kate esperaba que la condujera a la terraza pero le abrió la puerta de la cocina.

—Adelante.

Al pasar a su lado lo olió. Desde el principio había algo que… Algo que no había acertado a identificar y que no acababa de encajarle. Y entonces lo entendió: alcohol en su aliento.

Caleb había bebido.

No pudo ocultar a tiempo su sobresalto, y él se echó a reír.

—Sí. Por primera vez en medio año. No está mal. Otros caen antes.

«¿Qué ha pasado? —le habría gustado preguntarle—. ¿Qué narices ha pasado?».

En cambio permaneció en silencio abochornada y miró a su alrededor. Se veía que aquel espacio eran antes dos estancias, pero habían tirado la pared que las separaba y habían afianzado el techo con una gruesa viga de madera barnizada en tono oscuro. Ahora era una cocina abierta, con una larga barra de acero reluciente y un comedor de dimensiones generosas amueblado con una mesa y varias sillas de madera y estanterías blancas en las paredes. Un enorme ventanal miraba hacia el jardín, por lo que uno tenía la sensación de estar en un porche cubierto.

Kate estaba francamente impresionada.

—Es… Tienes una casa preciosa, Caleb.

—Mi exmujer tenía muy buen gusto. Y mucho dinero. La casa es suya pero después de separarnos no quiso seguir viviendo aquí. Le pago un alquiler pero en realidad… yo también quiero marcharme. Es solo que hasta ahora no he tenido tiempo de buscar algo y organizar la mudanza. El trabajo, ya sabes. Y pasé varios meses en la clínica… —Se echó a reír, sonaba un poco desesperado—. Total, me los podía haber ahorrado.

La mirada de Kate recayó en la botella que había en la barra. Y en el vaso junto a ella.

—Mi cena —dijo él—. ¿Quieres tomar algo?

—No, gracias.

—Más de una vez he pensado que no te vendría mal un buen whisky.

—Caleb…

—Está bien. Perdona. Borracho no soy muy agradable. Por eso se hartó mi esposa, decía que cuando bebía me volvía cínico y malvado. Y tenía razón. Pero eso no es todo. Ese es el problema. —Echó mano de la botella, se sirvió un poco en el vaso y se lo bebió de un trago—. No solo me convierto en un borracho asqueroso. También en un policía de cojones. Cuanto más bebo, más geniales son mis ideas. Mis mayores éxitos se produjeron cuando más me excedía con la bebida. Mi cerebro necesita esa mierda para ponerse a tope. Esa es la cruda realidad.

Su voz sonaba distinta. Más dura y más fuerte. Con una agresividad subyacente. Ya se había ventilado varias copas antes de que Kate apareciera de improviso.

«Por suerte he sido yo y no otra persona», pensó.

—¿Sabes qué más es la cruda realidad? —prosiguió él—. La famosa otra cara de la moneda. Sin droga no soy más que un pringado. Un cero a la izquierda. Un fracaso. Una catástrofe.

—Es no es verdad.

—¿Que no es verdad, dices? ¿Sabes qué ha pasado hoy?

Ella negó con la cabeza.

—No.

—Shove —respondió él—. Denis Shove. —Escuchó como resonaba el nombre.

—¿Lo han encontrado? —preguntó Kate—. ¿Está arrestado?

—No. Pero es cuestión de tiempo. Sabemos que ha cogido un ferri de Cairnryan a Belfast. Lo más probable es que trate de llegar a la República de Irlanda. Viaja en un coche robado. Tenemos la matrícula. No tiene escapatoria.

—Pero… ¡pero si eso son buenas noticias!

—Asaltó a una familia —informó Caleb—, por ahí, en los páramos de Yorkshire. En una granja solitaria. Le disparó al marido y lo encerró con su mujer y su hijo en un granero. Casi se mueren de sed. Jane los ha encontrado justo a tiempo.

—¿Jane?

El policía asintió.

—Jane. Siguió una pista secundaria de forma muy meticulosa y totalmente por su cuenta. Buah, ¡vaya tía! Es ella quien debería dirigir las investigaciones, no yo. No solo he estado persiguiendo al hombre equivocado, sino que además ni siquiera he estado cerca de atraparlo. En cambio Jane… Tiene lo que hay que tener para ser una gran policía. ¡Una de las mejores!

Volvió a echar mano de la botella. Antes de que su timidez volviera a paralizarla, Kate dio un paso hacia él y le puso la mano en el brazo.

—No, Caleb. Déjalo. Ya has bebido suficiente por hoy.

Él la miró sorprendido.

—¿Y crees que eso puedes decidirlo tú?

—Es un consejo.

Caleb soltó la botella.

—El padre de esa familia… No es seguro que sobreviva. Está en el hospital. En situación crítica.

Kate todavía tenía la mano en el brazo del comisario.

—¿Qué pasa, Caleb? ¿Por qué estás tan hecho polvo? ¿Qué te estás reprochando?

—¿Que qué me reprocho? Lo sabes de sobra. En esta investigación he cometido el error más idiota que se puede cometer. He pensado en una única dirección. Me he obcecado. Casi desde el primer momento. En mi cerebro sobrio no había espacio para otro nombre que no fuera el de Denis Shove. Me aferré al sospechoso incluso teniendo delante el cuerpo descuartizado de Melissa Cooper, a la que no lograba conectar con él. Eso antes nunca me habría pasado, Kate. Jamás.

—Es evidente que Shove es un hombre muy peligroso. No perseguías a un inocente.

—¿Sabes de qué podía acusársele antes de que yo me obsesionara con él? De estafa. Una ridícula estafa, y para colmo por importes ridículos. Por supuesto que debe castigarse. ¡Pero no así! No creando una comisión especial y persiguiéndolo día y noche.

—Pero todo lo demás…

—Todo lo demás ni siquiera habría sucedido si yo no lo hubiera acorralado. Shove era y sigue siendo un cabrón, y es evidente que resultaba muy sospechoso que se hubiera ocultado tras un nombre falso tras el asesinato de Linville. Pero no perdió los nervios de verdad hasta que vio su foto en todos los periódicos y dejó de sentirse seguro. Entonces fue cuando atacó a Peggy Wild y le robó el coche. Luego se atrincheró con esa familia en los páramos. Le disparó a Jonas Crane. Emprendió una arriesgada huida a Irlanda. Puede que tengamos la mala suerte de que se líe a tiros cuando lo arresten y haya más muertos y heridos. —Volvió a coger la botella a pesar de la mirada de advertencia de Kate y se sirvió tan descontroladamente que el whisky se derramó sobre la mesa. Se bebió el vaso de un trago—. ¿Quieres que te exponga mi grandioso balance, Kate? El balance del primer caso del comisario Caleb Hale después de desintoxicarse. Pues bien, ¿qué tenemos? —Contó con los dedos—: Tenemos a Peggy Wild, una joven herida de gravedad que sigue en el hospital. Tenemos a un hombre moribundo, un padre de familia, y los médicos no saben si sobrevivirá a esta noche. Tenemos a una esposa y a un hijo traumatizados. Aún no hemos sido capaces de arrestar al culpable, que en estos momentos huye armado junto con su compañera sentimental, de la que no sabemos con exactitud si es su cómplice o su rehén. Ah, y no me olvido del asesino de tu padre, Kate, al que todavía no conocemos. Desde febrero no hemos avanzado ni un paso. A no ser que consideremos mi ridícula obsesión con Shove como el primer paso de una investigación por descarte. No está mal, ¿verdad? Ahora sabemos que podemos tachar a Shove. ¡Todo un avance!

—Déjalo, Caleb. No merece la pena. No…

Él la miró fijamente.

—¿Qué es lo que no merece la pena?

—Que vuelvas a beber. Por muy mal que vayan las cosas, no puedes caer otra vez en lo mismo.

—¿Y en qué se supone que había caído?

—Por lo que he oído, la bebida te llevó al borde del precipicio. Puede que ahora creas que eso te convertía en un investigador genial, pero te estás engañando. Te estabas suicidando lentamente.

El policía contempló el vaso, pensativo.

—Cuando salí de la clínica, mi terapeuta me dijo que la primera prueba se presentaría cuando tuviera problemas de verdad. Cuando algo me perturbara, cuando mis cimientos se tambalearan, cuando creyera que el alcohol era la única salida… Pero no es verdad. Empezó mucho antes. La prueba comenzó ya el primer día. Regresé al despacho temblando de miedo. Tenía el caso de tu padre sobre la mesa y lo único que sentía era una profunda desesperación. No creía estar a la altura. Me sentía débil e impotente. Ahí está el quid de la cuestión, Kate: sin alcohol no tengo confianza en mí mismo. Me veo incapaz de lograr nada. Tengo ideas, pero acto seguido pienso que son tonterías, que no llevarán a nada. Estoy como paralizado. No puedo decirle a nadie qué hacer, no soy capaz de tomar decisiones. Me quedo esperando que suceda algo que me muestre el camino.

—Sí que has tomado decisiones, Caleb. Te he visto. Siempre resultas convincente. Dueño de la situación.

—Me he aferrado a Denis Shove. Estaba ahí y me he agarrado a él como a un clavo ardiendo. Era como una luz en una noche oscura. —Sacudió la cabeza—. Quién me iba a decir que diría esto precisamente de Shove.

Le habría gustado decirle que lo entendía a la perfección. Mientras hablaba de su falta de confianza en sí mismo le habría gustado interrumpirle. «¡Esa soy yo! Me estás describiendo a mí. Sé muy bien cómo te sientes. No estás solo».

Pero él proseguía:

—Mi exmujer siempre intentó analizar a qué se debía. Mis dudas, mi incapacidad para confiar en mis habilidades. Repasaba una y otra vez mi infancia y mi juventud. ¿Dónde estaba el problema? ¿Cuándo se había cometido el error fatal? Y te diré una cosa, Kate: no encontró nada. No hay nada en mi vida que justifique cómo soy. Que explique por qué el único momento en que no me considero un fracasado es cuando bebo. Mi niñez no fue difícil. Tuve padres buenos y cariñosos. Hermanos amables. Ningún profesor cruel. Todo fue bien. Vaya mierda, ¿no? Ni rastro de algo que me exculpe.

Ella volvió a ponerle la mano en el brazo. Esta vez no fue para impedir que cogiera la botella. Esta vez fue un gesto de calidez, de simpatía. De comprensión.

—A veces es así, Caleb. Quizá no haya una explicación. ¿Por qué yo estoy tan sola? ¿Por qué me resulta tan difícil abrirme a otras personas? ¿Por qué no soy capaz de creer en mí misma? He pasado mucho tiempo buscando respuestas. Y las hay, tanto en mi caso como en el tuyo. Pero están tan ocultas que no las encontramos. Puede que jamás lo hagamos. Y hay que aprender a vivir con ello.

No sabía si Caleb la había escuchado, porque volvió a cambiar de tema.

—Siempre he tenido la sensación de que Jane no estaba del todo convencida con Shove. Pero ha seguido mis órdenes y ha hecho todo lo que ha podido. Ha salvado a esa familia. En el último segundo. Ella y ese exiliado iraquí. Él sabía que algo no iba bien, y Jane lo creyó.

Kate, que no conocía el contexto, pensó que no merecía la pena preguntar por los detalles. Así que asintió y lo animó a seguir.

—¿Y entonces?

—Gracias a que Jane ha liberado a la familia Crane, ahora sabemos con qué coche viajan Shove y Malyan. Therese es la madre biológica del hijo adoptivo de los Crane. ¿Me sigues?

A Kate le daba vueltas la cabeza.

—Más o menos.

—Hasta esta mañana estaban en Cairnryan, Escocia. Allí han tomado el ferri a Belfast. Antes de eso salieron del hotel sin pagar y parece que llevándose parte de la ropa blanca. Por eso ya hay una denuncia en su contra. Además han sido tan estúpidos como para registrarse con los nombres de la familia Crane: Stella y Jonas. Esta tarde, cuando nuestra orden de busca y captura ha recorrido todos los ordenadores, ha sido fácil establecer la conexión. Nuestros colegas escoceses nos han informado de inmediato. Y ahora sabemos con bastante exactitud dónde se encuentran.

—Pero ¡eso es todo un éxito, Caleb!

—Un éxito de Jane. No mío.

—Sois un equipo.

—Sí, sí —murmuró. Al menos había dejado de servirse whisky. Parecía desesperado y derrotado.

Kate retiró la mano. No podía dejarla allí para siempre. De pronto supo que él jamás se la cogería. Ni esa noche ni nunca, seguramente.

—Deberías irte a dormir, Caleb. Mañana será otro día.

—Mañana tengo que pensar cómo seguir. —Hizo un movimiento con la cabeza hacia la botella de whisky.

—Deberías tirar lo que queda.

—Puede que sí. —No parecía muy convencido.

—¿Quieres que me quede?

—No. Vete, por favor. Quiero estar solo.

—Tengo miedo de…

—¿De qué?

—De que sigas. Con el whisky.

—Me iré a dormir.

Se miraron el uno al otro. Kate no sabía muy bien qué pensar: si no había sido más que un desliz o si Caleb había recaído de verdad. Con todas sus consecuencias. Cualquier cosa era posible, todo estaba en el aire.

Recogió el bolso. Entonces recordó el motivo por el que había ido allí.

—Ah, Caleb, quería decirte que esta mañana he hablado con Kadir Roshan, ese hombre extraño que siempre está sentado en el muro delante de la casa de Grace Henwood. Un tipo raro, pero que observa todo lo que sucede con mucha atención.

Se quedó mirando al comisario, que hacía grandes esfuerzos por concentrarse en lo que decía. Él también se estaba dando cuenta.

—¡Esto es lo que pasa después de la puta desintoxicación! Ya no tengo aguante. Antes, después de media botella de whisky era brillante. Ahora tengo la sensación de que todo se me desvanece. ¿Qué tal hablo? ¿Se nota que estoy borracho?

—Un poco. Puede que sea mejor que hoy no hables con nadie más. Nadie tiene por qué enterarse.

—Sí. Claro. Es lo más sensato, ¿no? ¿Qué querías decirme de ese tipo del muro?

—Me ha dicho…

Pero Caleb hizo un gesto de rechazo con la mano.

—¿Sabes qué, Kate? Creo que hoy ya no soy capaz de seguir una conversación seria. Deberías hablar con Jane. Jane es la heroína del momento. Habrá que ascenderla.

Kate estuvo a punto de advertirle que Jane era algo joven para una promoción que la habría catapultado forzosamente al puesto de sargento, pero se contuvo. No era de su incumbencia.

—¿Debería llamarla?

—Sí. Será lo mejor. O vete a verla. Burniston. Limestone Grove. Número… Madre mía, qué memoria la mía… —Se llevó las manos a la cabeza, como si eso fuera a ayudarlo a concentrarse—. Número 15, creo. O 5. O 25.

—¿Crees que puedo presentarme allí sin más?

Él se echó a reír en tono desagradable.

—Aquí bien que te has presentado sin más. —Al ver la cara que ponía, añadió en tono conciliador—: Era broma. No, en serio, creo que se alegrará. Siempre tiene que quedarse en casa por las noches. Está bastante sola, ¿sabes? Por Dylan. Ese es su mayor problema.

5

Por lo menos la calle era la correcta. Hasta ahí Caleb conservaba sus facultades. Kate reconoció la casa gracias al coche de Jane, que estaba en la entrada; el comisario se había equivocado con el número 5 en cualquiera de sus combinaciones.

La urbanización de Burniston, un barrio a las afueras de Scarborough, parecía nueva en comparación con otras, y presentaba un aspecto limpio, ordenado y agradable. Casitas de ladrillo rojo con ventanas y puertas pintadas de blanco. El césped de los jardines delanteros estaba cortado con esmero. Aquel entorno elegante no encajaba del todo con Jane, al menos no en la medida en que Kate la conocía. Pero seguramente la joven no lo había escogido por voluntad propia. Las dimensiones reducidas de las viviendas revelaban sobre todo una cosa: vivir allí no costaba un ojo de la cara. Jane no ganaba mucho como joven policía, pero seguramente había preferido tener un pequeño jardín antes que un apartamento en el centro de Scarborough. Por el niño. Algo había que sacrificar. Esa urbanización tan cuidada era la concesión de Jane.

Todavía no llovía, pero en el cielo se acumulaban amenazadoras nubes negroazuladas.

Era la segunda vez en poco tiempo que Kate se presentaba ante una puerta ajena, llamaba al timbre y se preguntaba angustiada si estaba haciendo lo correcto. Quizá estuviera poniendo a todo el mundo de los nervios. Caleb no se había alegrado precisamente de verla. Tendría que haber llamado por teléfono a Jane. Pero en su fuero interno sabía a la perfección por qué no lo había hecho: después de pasar meses completamente sola en casa de su padre, sola consigo misma, de pronto tenía la sensación de que no aguantaba más. Ya no quería estar sola. Quería verse con otras personas. Quería vivir.

Se acercaron unos pasos rápidos y la puerta se abrió. Jane. Miró a Kate con cara de asombro. O al menos eso esperaba Kate, que fuera de asombro y no de espanto.

—¿Kate? Qué sorpresa. —No se echó hacia atrás—. ¿Ha pasado algo?

—No ha pasado nada. O al menos eso espero. En realidad tenía que haber llamado —balbuceó. «Pues sí que es de espanto», pensó incómoda. «No tendría que haber venido».

—Dime.

Dentro se oyó un fuerte tintineo seguido por un estrépito.

—Ay, Dios mío —exclamó la joven, se dio la vuelta y entró corriendo.

Kate se quedó allí indecisa un par de minutos. Le resultaba casi tangible la certeza de que era la última persona a la que Jane quería ver. Molestaba. Pero puede que cualquier otro también hubiera molestado. La agente parecía muy estresada. Derrotada, cansada. Como si en casa se le cayera la máscara de policía segura de sí misma, comprometida y firme que llevaba a cabo su trabajo de forma concienzuda y fiable. Tras esa máscara había una mujer que necesitaba todas sus energías para lidiar con su vida, que se veía superada por las exigencias del día a día.

Al ver que Jane no volvía, Kate se planteó si debía marcharse. Cerrar la puerta en silencio y desaparecer.

Sin embargo, cambió de opinión. Entró, recorrió el pasillo y apareció en la cocina. Se detuvo sorprendida.

Jane estaba agachada en el suelo, que estaba hecho un desastre. Debían de haberse roto varios objetos de vidrio o cerámica. Los fragmentos se habían desperdigado hasta el último rincón de la estancia. En cuclillas, Jane recogía los pedazos más grandes y los echaba a una bolsa de basura que había dejado a su lado.

Levantó la mirada.

—Ay, Kate. Perdona. Un pequeño accidente.

Había un joven sentado a la mesa. Su altura y constitución hacían suponer que rondaba los dieciocho o diecinueve años. Sin embargo su rostro era más bien el de un niño. Los rasgos suaves y fofos, sin contorno, dibujaban una sonrisa en la que se intuía cierto retraso mental. El escaso pelo rubio le caía por la frente plana y se le pegaba a la cabeza grande y redonda. Llevaba un chándal azul oscuro, seguramente el único tipo de prenda capaz de contener su masa corporal. Estaba gordo hasta un límite inconcebible. Manos carnosas y enormes, brazos como gigantescas salchichas rechonchas y gelatinosas. Un cuerpo que apenas podría atravesar una puerta normal. Que apenas cabía en una silla. Por suerte en esa mesa había un banco, e incluso en él rebosaba a izquierda y derecha.

Profirió un borboteo y echó mano de la masa de comida imposible de identificar que se había desparramado por la mesa, mezclada con pedazos de cristal.

—Hambre —dijo de forma casi ininteligible—. ¡Hambre!

Jane se levantó de un salto y en un segundo estuvo a su lado. Le agarró la mano.

—¡No! Son cristales. ¡Es peligroso!

Él la miró fijamente.

—Hambre.

—Espera un momento. Enseguida te doy algo. Primero tengo que recoger. No te metas nada en la boca, ¿me has oído?

El chico se puso de morros. Pero dejó de rebuscar en el peligroso batiburrillo que tenía delante.

Kate contemplaba la escena petrificada.

Deseaba no haber entrado. Entendía por qué Jane no la había invitado a pasar.

La agente se volvió hacia ella. Se apartó el pelo de la frente sudada.

—Bueno —dijo—, pues aquí lo tienes. Este es Dylan.

Había un método infalible para tranquilizarlo: scones con nata montada y mermelada de melocotón.

—No es lo correcto —dijo Jane—, sobre todo teniendo en cuenta su peso. Pero no consigo calmarlo de otra manera. Hay veces que necesito un rato para mí. Aunque cuando digo «para mí» me refiero a cortar la hierba de vez en cuando, ducharme o revisar un expediente que no me ha dado tiempo de terminar en el despacho. Y necesito que esté callado. Así que lo cebo con su comida favorita, que lo deja dócil como un corderito.

Dylan estaba en la cocina zampando scones coronados por montañas de nata recién montada. Las mujeres habían limpiado juntas el desastre, habían tirado los pedazos grandes a la bolsa de basura, habían fregado la comida desperdigada y habían recogido las esquirlas con el aspirador. Antes de que llegara Kate, Dylan y Jane estaban cenando; el chico había tirado todo lo que había en la mesa.

—Porque he llamado al timbre —dijo esta—. Ay, Dios, lo siento muchísimo.

—No sé si ha sido por eso —respondió Jane—. Algo no ha salido como él quería. Salta con mucha facilidad. Estas escenitas son bastante frecuentes.

Estaban sentadas en el salón. La puerta estaba abierta, y la de la cocina también. Jane no perdía de vista al chico.

—¿Quieres tomar algo? —ofreció. Desde que habían bregado juntas en aquel campo de batalla se tenían una confianza mayor.

Kate seguía preocupada por haber sido la causa del arrebato de Dylan, pero también sentía que Caleb tenía razón: Jane estaba muy sola. Y ya no parecía ansiosa por librarse de ella lo antes posible.

«Será que ya no tiene nada que ocultar», pensó.

—No, gracias —respondió—. Quédate aquí sentada y descansa un rato.

Jane asintió y se recostó en la butaca.

—Entre semana va a un centro de día para discapacitados. Lo mantiene ocupado y le viene bien. Fabrica cosas sencillas, pinzas para la ropa, posavasos trenzados. Cosas así. Por la mañana lo recogen en autobús y lo traen de vuelta al final de la tarde. Llega aquí a las cinco y media. Por desgracia no siempre consigo estar en casa a esa hora. El comisario conoce el problema e intenta que pueda irme pronto. Es un buen jefe. Pero… no siempre es posible.

—¿Y entonces?

Jane se encogió de hombros.

—Tengo una vecina. Hasta ahora siempre ha respondido cuando lo he necesitado. Refunfuña y pone el grito en el cielo, pero puedo contar con ella. Lo cierto es que tengo suerte de que esté muy sola y aburrida. Y de que disfrute teniendo poder sobre otras personas. Le encanta que dependa de ella, y yo me trago sus comentarios envenenados y le suplico mortificada varias veces por semana que me ayude una vez más. Por supuesto ella tampoco logra tranquilizarlo de otra manera que alimentándolo sin parar. Al mirarlo se diría que va a estallar, pero es increíble la cantidad de comida que puede meterse entre pecho y espalda. Y así se vuelve manso como un corderito. ¿Qué le voy a hacer? No puedo pedirle a la mujer que prepare un programa de ocio saludable. Bastante hace con cuidarlo.

Kate todavía estaba impresionada. Hasta entonces había creído que Jane era una madre soltera, estresada y sobrepasada como la mayoría de las mujeres en su misma situación, pero que de todos modos disfrutaba del lado bueno de las cosas: un niño adorable que formaba parte de su vida, que la necesitaba y la quería.

En cambio… Lo que tenía era aquel armario, aquel gigante seboso. Que dependía por completo de ella y estaba totalmente trastornado. Un grillete de un peso casi insoportable atado al tobillo de esa mujer dulce y joven. Alguien que la consumía, y que seguramente no le daba nada a cambio. Que no podía darle nada a cambio.

—¿Cuántos años tiene Dylan?

—Dentro de cuatro semanas cumple dieciocho.

—Y es…

—Mi hermano. Mi hermano pequeño. —Se echó a reír al darse cuenta de lo absurdo que sonaba—. Lo heredé de mis padres, por así decirlo. Junto con la obligación de cuidar siempre de él.

Kate intentaba hacerse una idea de la carga que eso suponía.

—¿Te exigieron que…?

—Mi madre —concretó Jane—. Mi padre nos abandonó cuando Dylan todavía era pequeño. A partir de entonces mi madre dedicó toda su vida al niño. En su lecho de muerte tuve que prometerle que nunca lo metería en una residencia.

—Es una promesa muy seria —dijo Kate en voz baja.

—Sí. Y lo cierto es que no sé si podré mantenerla para siempre. —Se puso de pie, cogió un vaso de un armario y se sirvió ginebra. Dirigió una mirada interrogante a Kate, pero esta negó con la cabeza—. Cada vez es más difícil. Se está volviendo más fuerte. Más agresivo. Toma muchísimas pastillas. En parte son la causa de que esté tan hinchado. Claro que también se debe a que lo tranquilizamos constantemente con comida. Un círculo vicioso, pero no sé cómo romperlo.

—¿Y te estás enfrentando tú sola al problema?

—Quitando a mi encantadora vecina, sí —respondió.

—¿Nació ya con el retraso?

—Un defecto congénito.

Se quedaron en silencio. Desde la cocina se oía el leve tableteo del plato del que comía Dylan. Jane miraba al infinito. Kate se imaginó el final de su jornada laboral: correr del trabajo a casa. Hacer de camino la compra más urgente a toda prisa. Llegar pocas veces a la hora. Escuchar los bufidos de la vecina por haber tenido que ocuparse de nuevo. Tragarse cualquier comentario impertinente por no poder correr el riesgo de que la mujer lo mandara todo al cuerno. Y después quedarse encerrada allí. Vigilar a su imprevisible hermano. No poder hacer nada más: ni paseos vespertinos junto al mar, ni gimnasio, ni quedadas rápidas con un par de amigos para cenar pizza, ni cine, ni mucho menos citas con hombres. Aunque no podría ni plantearse una relación sentimental, ya que cualquiera saldría corriendo en cuanto tuviera delante la dote tan especial que Jane acarreaba. Kate supuso que Dylan también había sido el motivo de su temprana separación.

—Ay, Jane —suspiró.

La mujer levantó la mirada.

—Tienes muy bien el pelo. Te lo has cortado, ¿no? Genial. Te da un aspecto más suave y rejuvenecido.

—Gracias, muchas gracias.

—Oye, ¿por qué habías venido? Es decir, me alegro mucho, de verdad. Como ya te imaginarás, recibo poquísimas visitas. Pero seguro que venías a contarme algo, ¿no?

—Sí. —Kate le explicó rápidamente lo que le había contado Kadir Roshan sobre el hombre peculiar que al parecer había estado vagando por la barriada de Liverpool preguntando por Grace—. Solo quería averiguar si se trataba de algún policía. Así podríamos descartarlo. He ido a ver a Caleb, pero… —Se calló y se mordió el labio. No había querido mencionar la visita.

Jane se dio cuenta enseguida de que algo no iba bien.

—¿Has estado en casa de Caleb? ¿Esta tarde?

—Sí.

—¿Y te ha dicho que vengas a verme a mí?

—Ha pensado que tú podrías aclararlo con una llamada a la jefa de operaciones de Liverpool.

—¿Por qué no lo ha hecho él mismo? Habría tardado dos minutos.

—Es que… —Titubeó, pero entonces pensó en lo que había dicho Jane pocos minutos antes: es un buen jefe. Lo había dicho en tono cálido, y su expresión denotaba lo mucho que lo apreciaba.

Nunca le haría daño. Quizá incluso pudiera ayudar.

—Estaba borracho, Jane. Ahí estaba, en su elegante cocina, bebiendo whisky como si fuera agua. De todos modos aún conservaba la serenidad suficiente para saber que era mejor que no llamara a nadie hoy. Se le notaba en la voz. Y en la forma en que se expresaba.

—Joder —dijo Jane—. ¡Vaya mierda! —Dejó el vaso sin haberse bebido la ginebra—. Esta tarde ya he tenido un mal presentimiento. Por lo de Shove. Lo ha… trastocado.

—He oído que has salvado a una familia hoy.

—Sí. Y ahora Caleb cree que a esa familia no le habría pasado nada si no hubiéramos puesto a Shove entre la espada y la pared. Y puede que no le falte razón, pero Shove sigue siendo un criminal peligroso. Lo arrestarán en Irlanda, y eso es bueno. Es un éxito para el equipo. Me gustaría que él también lo viera así.

—Todavía no tiene al asesino de mi padre. Y de Melissa Cooper. Y de Norman Dowrick.

—No creo que Shove sea una pista falsa en absoluto. Es muy propenso a la violencia. De una manera u otra se habría visto en la situación de disparar, apuñalar o matar a golpes a alguien. Es de esa clase de personas. El eterno delincuente. No cambiará nunca.

—Jane, nadie puede enterarse de lo que te acabo de contar de Caleb.

—No diré nada, tranquila. La pregunta es si mañana volverá a tenerlo todo bajo control. ¿Conseguirá superarlo otra vez?

Las dos mujeres se miraron. Caleb estaba al borde del precipicio. A pocos centímetros del abismo.

—Hambre —dijo Dylan. Había entrado en el salón sin que se dieran cuenta. Parecía haber llenado de golpe la estancia, hacía la casa más pequeña de lo que ya era. Tenía la cara embadurnada de nata, con la que también se había manchado la chaqueta del chándal. Restos de algo imposible de identificar le impregnaban el pantalón. Kate se preguntó cómo conseguía Jane mantener medianamente limpio a ese chico.

La joven cogió a su hermano del brazo.

—Ya es suficiente por hoy, Dylan. ¿Qué te parece si vemos un poco la tele?

—Tele —repitió Dylan. Se dejó caer en el sofá, que casi se hundió hasta el suelo bajo su peso.

—Hay un brote de escarlatina en el centro de día al que va —dijo Jane—. Lo han cerrado por un tiempo. Y ahora tengo que volver a ganarme a la vecina para mañana.

—¡Tele! —gritó Dylan. Ahora sonaba exigente, algo agresivo. Kate se figuró que podría llegar a ponerse muy furioso—. ¡Tele!

Su hermana puso un DVD y encendió el aparato. Thomas, la pequeña locomotora. Dylan se reía a borbotones e imitaba los ruidos del tren. El móvil de Kate sonó en ese mismo momento. Se levantó de un salto y salió de la habitación, porque las voces de la televisión y los ruidos que emitía Dylan a un volumen cada vez mayor le impedían oír nada.

—¿Sí? Kate Linville al habla.

Un murmullo. No entendía nada.

—¿Hola? ¿Quién es? Soy Kate Linville.

—Kadir. Soy Kadir —dijo susurrando.

Ella se dirigió hacia la cocina. Dylan ya sonaba como un tren exprés que pasara zumbando justo por delante de la casa.

—¿Kadir? ¿Qué pasa? ¿Puedes hablar más alto?

—Está aquí —musitó—. El hombre. Está buscando a Grace.

—¿Dónde es aquí?

—No quiero que me oiga. Es peligroso.

—Kadir, tienes que…

—Sé dónde está Grace.

—¿Seguro?

—Lo supongo. Lo supongo casi seguro.

—¿Puedes llamar a la policía de Liverpool?

—El dinero se me está acabando…

Kate oyó unos chasquidos. Claro, Kadir no tenía teléfono móvil. Habían tenido suerte de que el hombre encontrara una cabina que funcionara en aquel barrio en decadencia. Y de que llevara un par de monedas consigo.

—De acuerdo, Kadir. Quédate donde estás. Yo me ocupo. ¿Dónde está Grace?

El saldo se estaba agotando. Y Kadir hablaba muy bajo. Casi percibía su miedo, estaba al borde del pánico.

—… antes… bajo el muelle de Canada Dock… río abajo…

Esos fueron los retazos que consiguió captar.

Después la línea se cortó.

6

Al sargento Robert Stewart le habían vuelto a dar plantón y no tenía ninguna gana de irse a casa. Era la historia de siempre con las personas a las que conocía por internet: intercambiaba e-mails durante varias semanas pensando que podría surgir algo serio, pero los problemas aparecían a la hora de convertir el contacto virtual en algo real. Su relación actual, por llamarlo de algún modo, había mostrado reparos desde que le había propuesto que se vieran. Por fin había accedido a quedar esa tarde, pero en el último momento le había enviado un correo electrónico en el que cancelaba la cita con excusas manidas. Parecía tener miedo de la realidad, y los motivos podían ser muchos. Malas experiencias, o un carácter romántico que le hacía vislumbrar que la magia de las palabras intercambiadas en el ordenador se vendría abajo en cuanto se sentaran frente a frente delante de un vino y dos platos de pasta. Sin embargo, la explicación más plausible era que los datos que le había dado no se correspondieran del todo con la realidad y que tuviera miedo del momento en que eso saliera a la luz.

Como de camino a casa tenía que pasar cerca del hospital general de Scarborough y de todas formas no tenía ganas de quedarse solo viendo la tele, Robert decidió hacer una visita rápida a Stella Crane para saber cómo estaban ella, su hijo y sobre todo su marido. Eran las ocho, y le pareció que la hora todavía era relativamente apropiada. Si la señora Crane estaba dormida o sencillamente no quería hablar, podía marcharse sin más.

Jane Scapin se había marcado un buen tanto ese día, tenía que reconocérselo. Teniendo en cuenta las circunstancias de su vida, lo cierto es que hacía un trabajo excelente. Típico de ella: había seguido una pista secundaria discretamente y sin hablar mucho de ello, y al final había dado en el clavo. En última instancia había permitido también que detuvieran al fugitivo Denis Shove: hacía cuarenta minutos que Robert había recibido la noticia de que sus colegas irlandeses habían arrestado a Shove y a su compañera. Los dos habían caído en el extenso cerco de controles policiales que habían levantado en torno a Belfast. Por suerte no había más heridos. Denis Shove, con los nervios destrozados, ni siquiera había tratado de usar su arma, sino que se había entregado de inmediato. Su acompañante se había desmoronado allí mismo, entre lágrimas. No habían demostrado ser precisamente los nuevos Bonnie y Clyde.

Desde que se había enterado de la detención, Robert había intentado dar con el comisario, pero para su sorpresa el jefe no cogía el teléfono. Se había ido a casa antes que nunca, aunque por lo general siempre estaba disponible. Sobre todo en un día como aquel, en que se podía contar con que por fin arrestarían al hombre al que todos (y Caleb con especial determinación) perseguían desde hacía meses. No era propio de él desaparecer justo entonces. Aunque había estado de muy mal humor todo el día. Robert, que no rebosaba sensibilidad precisamente en relación a los sentimientos ajenos, no acababa de comprenderlo. ¡Por fin lo tenían, tenían a Denis Shove! De acuerdo, seguramente no fuera el asesino de Linville. Era cierto que en ese punto no habían avanzado demasiado. Pero aquello podía dar un giro radical si conseguían localizar a esa testigo de Liverpool. Sin duda solo era cuestión de tiempo. Sin embargo, Shove era de la peor calaña y era bueno que volviera al trullo. Era todo un éxito. Y también lo de Liverpool, con el descubrimiento del cadáver de Norman Dowrick, por muy macabro que sonara. Dos éxitos; un tanto para Jane Scapin, y otro para ese ratoncito gris, Kate Linville.

¿Sería ese el problema de Hale? ¿Que dos mujeres se le habían adelantado?

El jefe no era tan estrecho de miras.

Había empezado a llover cuando Robert aparcó el coche y se bajó. No llevaba nada con lo que guarecerse, así que echó a correr por el camino de losas que conducía al complejo de edificios. Justo después de entrar con el coche en el aparcamiento había llamado una vez más a Hale, de nuevo sin éxito. Por un momento se había planteado avisar a Jane, pero al final había decidido no molestarla aquella tarde. Últimamente tenía un aspecto terrible, como si la vida la superara por completo.

Había supuesto que tendría que preguntar cómo llegar a la habitación de Stella Crane, pero para su asombro se la encontró en el vestíbulo. La reconoció al instante, ya que él había sido uno de los colegas a los que Jane había hecho acudir a la granja. Había visto cómo los sanitarios sacaban a un Jonas Crane moribundo del abrasador granero, que apestaba a excrementos humanos. Le había hecho un par de preguntas iniciales a la extenuada Stella. Le había regalado a su hijo una calcomanía del Manchester United que había encontrado por casualidad en el coche. Así había conseguido que el niño esbozara una sonrisa como por arte de magia, y Stella le había dicho en voz baja:

—Gracias. Muchas gracias.

Ahora la tenía de nuevo delante, en vaqueros, zapatillas y camiseta de manga larga. Estaba muy pálida y su rostro seguía teniendo un aspecto huesudo y fatigado, además de los ojos exageradamente grandes, pero en comparación con esa mañana su recuperación era asombrosa. Se había lavado el largo pelo rubio y se había hecho una trenza, incluso se había maquillado un poco.

—Ah, sargento —dijo al verlo—. Estaba a punto de dar un paseo, pero veo que ha empezado a llover.

—El tiempo está desagradable —corroboró Robert sacudiéndose. Las gotas de lluvia le resbalaban del pelo a la frente—. Y han bajado bastante las temperaturas. Yo en su lugar no saldría. Aún no está en plena forma, se resfriará enseguida.

—Seguramente tiene razón —asintió.

Hablaba con una lentitud desacostumbrada. Robert supuso que le habían administrado un calmante fuerte.

—Quería decirle que lo tenemos —dijo—. A Denis Shove. Lo han cazado en Irlanda del Norte.

Stella no se dejó llevar por la euforia, pero todo parecía indicar que lo consideraba una buena noticia. Entonces pensó en algo. Sus ojos, ya muy grandes de por sí, se abrieron aún más.

—¿Ha habido…?

Robert sabía a qué se refería.

—No. No se ha resistido. No ha habido un solo disparo. Ahora irá a juicio y pasará en la cárcel una buena temporada, diría yo.

—¿Y qué será de Terry? Therese Malyan, su novia.

El sargento titubeó.

—No se irá de rositas. La acusarán de haber sido cómplice.

—Él la tenía sometida. Estaba completamente bajo su control.

—Se analizará al detalle cuál ha sido su papel. También consultarán a un psicólogo. Seguro que en cierto modo ella también ha sido una víctima, y lo tendrán en cuenta. Nuestros colegas irlandeses dicen que tiene muy mal aspecto. Según su propio testimonio, intentó huir, pero Shove la pilló y le dio una buena paliza. De todas formas, no se preocupe demasiado por ella. Es joven, pero es una mujer adulta. No se la puede eximir de toda responsabilidad.

Stella asintió.

«Está muy afectada —pensó Robert—. Profundamente traumatizada».

—¿Qué tal está su hijo? Y sobre todo, ¿su marido? —preguntó con cautela.

—Mi hijo está ahora con una de las enfermeras. Están pintando. Todo el mundo es muy amable. Y mi marido… —Levantó los brazos—. Está fatal. Pero esperan que sobreviva a esta noche.

—Sobrevivirá —dijo Robert, esforzándose por dar algo de esperanza a aquella mujer pálida y atemorizada—. Todo saldrá bien.

—Ha sido una pesadilla, una pesadilla espantosa. —Se estremeció—. Lo que queríamos era descansar. Sobre todo Jonas. Estaba quemado en el trabajo y se preocupaba por todo… El médico se lo aconsejó, ¿sabe? Que buscara un lugar completamente aislado del mundo. Sin teléfono ni internet. Que se diera la oportunidad de pensar en sí mismo y reencontrarse. En fin, no ha salido como esperábamos… —Se calló y miró fijamente hacia la lluvia, más allá del sargento.

—La idea era buena —respondió este—. No podían sospechar lo que sucedería. Nadie podría haberlo sospechado. Es solo que… Hay gente malvada en el mundo. Por desgracia.

«¿Se puede ser más banal?», se preguntó acto seguido.

Sin embargo, ella asintió con seriedad.

—Sí, la hay. Lo sabemos. Lo leemos todos los días en el periódico. Y a pesar de todo nunca piensas que podría pasarte a ti. Es como con las enfermedades graves o los accidentes de tráfico. Siempre son los demás. Hasta que… bueno, hasta que eres tú.

—Pero ya ha pasado.

De pronto la mujer recordó algo.

—Tengo que volver a hablar sin falta con su colega. Esa mujer admirable que nos ha encontrado. ¿Cree que sería posible?

—La agente Jane Scapin. Claro que es posible. Además, señora Crane, tendremos que pedirle que venga a la comisaría. Necesitamos su declaración detallada de todo lo que pasó. Si quiere, será Jane quien hable con usted.

—Estaría bien. Le estoy muy agradecida y quiero decírselo.

—Jane es fantástica, y su actuación en este caso ha sido brillante.

Ambos se sumieron en sus pensamientos durante un rato. Después Robert carraspeó.

—Bueno, pues…

Ella le dedicó una sonrisa cansada que le suponía un esfuerzo evidente.

—Voy a volver a acostarme. Lo mejor será que me olvide del paseo por el momento.

—En realidad solo quería que supiera que tenemos a Denis Shove —dijo Robert—. No podemos borrar lo que ha pasado, pero al menos pagará por ello.

—Gracias por venir. —Le estrechó la mano, luego se marchó.

Él la siguió con la mirada. Arrastraba los pies fatigada.

«Que su marido sobreviva, por Dios», pensó Robert.

Salió del hospital y corrió bajo la lluvia hacia el coche. Una vez dentro, volvió a intentar localizar a Caleb.

En vano una vez más.

Era tan poco propio del jefe que por un momento se preocupó. Pero entonces pensó que quizá solo quería estar tranquilo. No había dormido mucho últimamente.

Puede que por una vez se hubiera ido pronto a la cama.

7

—Canada Dock —dijo Kate—. Un poco por debajo. Es lo único que he entendido. Cree saber dónde se esconde Grace. Y tiene miedo, es evidente. Ese hombre al que todavía no hemos podido identificar vuelve a merodear por allí.

—Tenemos que avisar a los colegas de Liverpool —dijo Jane nerviosa—. Kadir Roshan tiene que mostrarles el escondite.

—Le he dicho que se quede donde está. Espero que me haga caso.

—Al menos tenemos una ubicación. Por debajo del Canada Dock. Ellos sabrán dónde es.

—¿Tienes el número de la jefa de operaciones?

Jane asintió.

—Voy a llamarla ya. —Señaló en dirección a la escalera—. Tengo el móvil arriba. No puedo dejarlo al alcance de Dylan.

El chico seguía imitando al tren y se columpiaba con violencia en el sofá.

Mientras la joven subía a avisar a la policía de Liverpool, Kate tuvo una idea. Volvió a la cocina y marcó el número de Susannah Dowrick, que respondió al segundo tono.

—Soy Kate Linville. Susannah, siento mucho lo que ha pasado.

La mujer sonaba contenida.

—Gracias, Kate. La verdad es que me ha impresionado mucho. Pero hacía años que no teníamos contacto, así que… —No terminó la frase. Estaba claro que la muerte de Norman no cambiaba nada en su vida. Y después de tanto tiempo tampoco sentía pena.

—Susannah, tengo una pregunta. Me dijiste que los antiguos colegas de Norman te preguntaban a menudo por él. También los que no lo conocían de nada. ¿Te acuerdas de quién fue el último? Antes de que el sargento Stewart se pusiera en contacto contigo en relación con la muerte de mi padre, quiero decir.

—Espera —repuso la mujer—. Fue… no hace mucho. A principios de enero, diría yo. Sí, creo que en enero vino alguien.

—¿No lo conocías?

—No, no lo conocía. Me dijo que había trabajado brevemente con Norman cuando era muy joven y que le debía mucho. No era mayor, rondaría los treinta.

Kate contuvo el aliento.

—¿Qué aspecto tenía?

—Llamaba la atención lo alto que era —dijo Susannah—. Rubio.

—¿Te dijo cómo se llamaba?

—Se presentó, sí. Pero si te soy sincera, ya no recuerdo su nombre. No presté atención.

Seguramente daba igual. Si el hombre quería enterarse del paradero de Norman para después asesinarlo, no había duda de que habría dado un nombre falso.

—¿Y le diste la dirección de Norman?

—Sí, yo… —De pronto sonó muy insegura—. ¿Crees que… crees que era el tipo que después fue a buscar a Norman y…?

—No lo sé. No le des más vueltas, Susannah. Aunque lo fuera, de una manera u otra habría logrado su objetivo. Créeme.

Cuando se despidieron, la mujer sonaba desolada. En cambio, Kate ya estaba casi segura de que el desconocido no era un agente de la policía de Liverpool. El asesino había regresado y buscaba a Grace Henwood, que representaba un gran peligro para él.

«¿Cómo lo sabe? —se preguntó Kate—. ¿Cómo se ha enterado tan rápido de que hay una testigo y de quién es?».

La prensa no había mencionado nada. Y aun teniendo en cuenta que mucha gente del barrio conocía el papel de Grace en toda aquella historia y sabía por qué la policía la buscaba intensamente, resultaba sorprendente que la noticia le hubiera llegado al asesino a tal velocidad.

«Conoce a alguien allí —pensó Kate—. Hay alguien en el lugar de los hechos que coopera con él».

Era una idea alarmante, y al mismo tiempo le parecía absurda, pero así debía de ser. Tenía que haber una conexión.

Jane bajó las escaleras con el móvil en la mano.

—Van a enviar a alguien enseguida a buscar al señor Roshan. Y también mandarán efectivos al Canada Dock. No se han mostrado precisamente entusiasmados de que les hayamos dado nosotros la pista, pero al menos no se han opuesto. A bote pronto no me han sabido decir quién podría ser el desconocido. La descripción de un tipo alto y rubio encaja con muchos de sus agentes, no han querido descartar que se trate de un policía. Pero seguro que esta noche lo sabremos.

Kate la informó de la conversación con Susannah Dowrick y acabó diciendo:

—Estoy casi segura de que es el asesino. En enero preguntó por Dowrick y después fue a Liverpool y lo mató. A continuación fue a por mi padre, cuya dirección pudo obtener fácilmente en la guía telefónica. Y por último Melissa Cooper. El orden es relevante, Jane.

—Puede ser —asintió Jane—. Pero por el momento…

—Se ha enterado de lo de Grace en menos de veinticuatro horas. Tiene buenos contactos, ¿no crees?

—Eso no lo sabes, Kate. Puede que el hombre de Liverpool sea realmente un policía. Y el tipo que fue a ver a la señora Dowrick puede haber sido un antiguo colega de verdad. No te vuelvas loca. La policía de Liverpool está comprobando la situación, no podemos hacer más.

Kate miró por la ventana. Había empezado a llover. Gruesos goterones se estrellaban contra el suelo aún caliente. Bajo aquellas enormes nubes grises, el atardecer era más oscuro que todos los anteriores.

Pensó en la voz de Kadir, distorsionada por el miedo. Pensó en Grace. Durante los últimos días había evocado una y otra vez a la tierna niña y su rostro pálido de sonrisa angelical. La ropa demasiado estrecha y demasiado corta que se le había quedado pequeña. Las marcas amoratadas de las muñecas. Y oía la voz de su madre: «¡Ayúdela!».

Allí estaba de nuevo: la certeza intuitiva que le decía lo que debía hacer sin que pudiera explicárselo a nadie de forma lógica. Esa sensación que tanto tiempo había pasado sepultada bajo las dudas y los miedos, pero a la que su cerebro volvía a recurrir con timidez desde que había llegado a Scalby a intentar averiguar quién había sido realmente su padre.

Quería presentarse allí. Quería ir a Liverpool. Grace estaba en peligro y ella la había puesto en esa situación.

Y por alguna razón presentía que la policía de Liverpool podía meter la pata, que no eran conscientes de la gravedad del caso. Habían reaccionado con desconfianza desde el momento en que la policía de Yorkshire había aparecido por allí, les había informado de sus intenciones y había establecido una conexión con dos casos de la región de Scarborough. Y ahora habían recibido otra orden suya. Jane ya lo había insinuado: «No se han mostrado precisamente entusiasmados de que les hayamos dado nosotros la pista…».

Kate veía posible que enviaran a la patrulla más cercana al Canada Dock y que los agentes, si no veían nada sospechoso, dieran media vuelta y siguieran su camino.

Vaciló un instante, pero decidió no decirle nada a Jane. Era imposible que aprobara lo que se proponía, aunque solo fuera porque más adelante tendría que justificárselo al comisario. ¿Por qué iba a ponerla en esa tesitura?

Además, la joven ya había dado a entender que tenía sus reservas sobre la sospecha de Kate de que aquel hombre extraño fuera el asesino.

—Bueno —dijo al final, como de pasada—, entonces ya está todo aclarado. ¿Me mantendrás al corriente de las novedades?

—Por supuesto —le prometió Jane.

—¿Puedo dejarte sola?

—Claro. Lo tengo todo bajo control. —Efectivamente, Dylan había enmudecido y seguía pasmado con las aventuras de la pequeña locomotora. Jane parecía fatigada y preocupada. A Kate le habría gustado añadir algo constructivo, pero no se le ocurrió nada que no sonara estúpido en vista de lo especiales que eran las circunstancias de Jane.

Así que solo dijo:

—Entonces me voy. Buenas noches, Jane.

Esta no hizo amago alguno de convencerla para que se quedara. Puede que estuviera muy sola, como había dicho Caleb, pero también se sentía exhausta y sobrepasada noche tras noche.

Sin duda no estaba especialmente ansiosa por recibir visitas.

Kate atravesaba la noche lluviosa a tal velocidad que se asombró de que nadie la parara. Había salido de casa de Jane poco después de las ocho y había pasado rápidamente por casa para meterse el arma de su padre en el bolso. «Solo por seguridad», se dijo. A pesar de que no había comido nada desde el desayuno, no sentía hambre, pero de todas formas echó unos cuantos cereales en un bol, vertió leche y lo engulló todo. No sabía qué le depararía la noche y quería estar preparada. Cuando se puso en marcha eran casi las nueve.

Para las once estaría allí.

El cálculo había sido optimista. A pesar de haberse saltado todos los límites de velocidad y de que por suerte no había mucho tráfico, ya eran las once y media cuando llegó a las afueras de Liverpool. Seguía lloviendo. Había parado una vez durante el trayecto para ir al baño y tomarse un café, y se sentía bastante despierta. Alerta, electrizada. Posiblemente con los niveles de adrenalina por las nubes.

Cuando por fin llegó a su destino ni siquiera sabía ya si tenía sentido que estuviera allí. Jane había avisado a la policía hacía más de tres horas. Fuera lo que fuese lo que había sucedido, hacía tiempo que había terminado. La rueda de los acontecimientos no se había detenido porque Kate tuviera que ir de una costa a otra del país, solo porque creía que sin ella todo saldría mal.

En la calle en la que vivía Grace reinaba el silencio. No se veía ni una luz en las casas. Había dos farolas rotas. Kate aparcó y se bajó. Recordaba el edificio que le había señalado Kadir. «Vivo ahí, en la buhardilla…».

La puerta de entrada ya no tenía cerradura y le resultó fácil abrirla de un empujón. Entró y probó el interruptor que había en la pared, a su derecha. No funcionaba, como suponía. Subió a tientas los dos tramos de escaleras. Se detuvo en el descansillo y llamó a Kadir en voz baja.

—¿Kadir? Soy Kate. ¿Estás ahí?

Nadie contestó. Giró la manilla de la puerta de su casa y entró. Los ojos ya se le habían acostumbrado a la oscuridad y distinguía la estancia diminuta encajada bajo el tejado. La lluvia martilleaba en la ventana. La habitación estaba meticulosamente ordenada. En el rincón había un colchón cubierto con una manta de lana. Una mesa, una silla. Un hornillo de gas. En un estante en la pared, un plato y una taza. La viva imagen de la austeridad, o de la pobreza extrema. Kate comprobó que la otra puerta conducía a un baño minúsculo y deslucido. Allí tampoco había nadie.

Salió de allí. Estaba claro que Kadir no estaba en casa. Pero eso no significaba nada: de todos modos no pasaba mucho tiempo en ella. «Las paredes se me caen encima», le había dicho. Kate lo había interpretado como una expresión de su estado mental confuso, pero ahora entendía a qué se refería. Ella tampoco habría aguantado mucho en aquel espacio tan limitado, bajo aquel tejado tan inclinado.

Buscó a tientas el camino de vuelta y respiró aliviada al salir a la calle. Avanzó hasta el muro donde siempre estaba sentado Kadir. Estaba vacío.

Miró hacia la casa en la que vivía Grace con sus padres. Oscuridad total tras las ventanas. Si la policía había dado con la niña, lo lógico sería que se la hubiera entregado a sus padres. Sin embargo, Kate no se atrevió a llamar al timbre.

«Primero echaré un vistazo por el Canada Dock —decidió—. Si no veo a nadie allí, regresaré y sacaré de la cama a ese padre repugnante».

El GPS le indicó el camino y calculó seis minutos de trayecto. No parecía estar muy lejos, y por lo tanto parecía posible que Grace y Kadir hubieran ido allí a pie.

Kate se puso en marcha.

Primero atravesó una zona de la ciudad que aún estaba habitada, aunque no había nada de movimiento porque a esa hora, naturalmente, todas las tiendas estaban cerradas, y vio luz en muy pocos hogares. De vez en cuando se cruzaba con algún coche. Llovía con menos fuerza pero el agua seguía cayendo de manera uniforme. Una noche muy poco apropiada para pasear junto al río. Mientras Kate recorría Regent Road, a su izquierda aparecían una y otra vez las aguas oscuras e insondables del río Mersey. Las farolas brillaban en la orilla, y a pesar de la lluvia en algunos puntos distinguía las luces del otro lado. Eso le daba la sensación de no estar completamente sola, ya que el entorno estaba cada vez más desierto. Ya no había tiendas, casas ni bares. En su lugar se veían almacenes, grúas que se alzaban en el cielo nocturno, un laberinto de edificios de ladrillo de varios pisos que probablemente albergaban oficinas, vacías a aquellas horas. Alambradas de gran altura que rodeaban extensos terrenos industriales. En esa zona se fabricaban piezas para barcos y para el puerto, y por allí no aparecería nadie hasta la mañana siguiente. Kate avanzó despacio con el coche. A la izquierda ya casi no había edificios; en su lugar, a lo largo del río se extendía un césped vacío tras un muro a media altura. De vez en cuando un contenedor, un cobertizo, un par de casetas de obra.

«Ha llegado a su destino», graznó el GPS.

Kate frenó, giró y retrocedió un poco. «Por debajo del Canada Dock», había dicho Kadir. Veía las gotas de lluvia bailar a la luz de los faros. A su izquierda había un almacén alargado abandonado. A la derecha, un muro. ¿A qué punto se refería exactamente Kadir? Era difícil dar con una referencia, sobre todo porque en realidad no sabía muy bien qué buscaba. Siguió avanzando despacio y mirando atentamente a su alrededor. Entonces lo vio: un vehículo aparcado que antes se le había escapado. Un Peugeot.

Desvió el coche a un lado y frenó. Tenía el corazón acelerado. Efectivamente, un Peugeot. Se apeó y entrecerró los ojos. La oscuridad lluviosa no le permitía distinguir el color, pero llevaba una linterna consigo. Recorrió a toda prisa la calle, siempre pegada al muro por si había alguien dentro del coche. Le llegaba el olor del río. La lluvia intensificaba el hedor a algas podridas.

Cuando llegó al vehículo estaba empapada. Enseguida vio que estaba vacío. Al iluminarlo, se quedó de piedra: era verde.

Un Peugeot verde.

Pensó en la declaración de la amiga de Robin Spencer. Un Peugeot verde que había pasado varias veces por Church Close. En aquel momento nadie estaba seguro de que el dato tuviese alguna relevancia. Pero ahora adquiría una importancia especial.

No podía ser casualidad.

Anotó apresuradamente la matrícula y después se dio la vuelta. En el muro junto al que estaba aparcado el coche había una abertura cerrada de forma provisional con tablones de madera y alambre de espino. La única entrada, hasta donde le alcanzaba la vista. Maldita sea, ¿dónde estaba la policía? ¿O había pasado ya todo? Pero entonces, ¿qué hacía el coche allí todavía? ¿Habían encontrado a Grace y la habían puesto a salvo pero no habían atrapado a su perseguidor? ¿O, tal como Kate se había temido desde el principio, una patrulla había pasado desganadamente por allí, había comprobado que todo estaba tranquilo y había seguido su camino?

Se colocó delante de la abertura y trató de mover la barricada que alguien había levantado, pero tuvo que rendirse. Quizá hubiera algún otro acceso, pero no quería perder el tiempo buscándolo. Escaló ágilmente la valla. Al saltar al otro lado la pierna se le quedó enganchada en el alambre de espino, oyó como se le rasgaban los vaqueros y al mismo tiempo sintió un dolor punzante. La sangre le goteaba por el tobillo.

Maldijo en silencio. Por lo menos estaba al otro lado. Le habría gustado iluminar el terreno que tenía delante con la linterna, pero no se atrevió. Distinguía una extensión alargada de césped que descendía suavemente hacia el río. En el centro se veía un espacio asfaltado, y al lado, un edificio. Una puerta o una ventana golpeteaba al viento. No parecía que aquel lugar estuviera en uso. La barricada de la entrada lo corroboraba.

Kate sabía que ese era el momento de pedir refuerzos. Tenía motivos para suponer que un asesino múltiple rondaba por allí, y si pasaba algo estaría completamente sola frente a él. Sacó la pistola del bolso por precaución y le quitó el seguro. El problema, como siempre durante esos últimos meses, era que no estaba de servicio. Por lo tanto no estaba autorizada a pedir refuerzos. Aunque también podía hacer una llamada de emergencia normal, como cualquier otro ciudadano.

De acuerdo. Respetaría las reglas del juego, pero lo haría de forma tan apremiante, que la rueda por fin tendría que empezar a girar.

No lo había oído llegar, de tan ocupada como estaba buscando el móvil.

Ni siquiera tuvo tiempo de asustarse cuando recibió el golpe en la nuca.

Cayó hacia delante y perdió el conocimiento en el acto.

8

Kadir sabía que nunca se había metido en un problema tan grave como aquel. Y eso que había vivido lo suyo, y pocas de sus experiencias habían sido buenas. Se avergonzaba del color de su piel desde que tenía uso de razón, y a menudo había sido el blanco de las burlas de los demás; en ocasiones se trataba de indirectas inofensivas, pero en su mayoría eran ofensas de un racismo indisimulado. En el colegio lo llamaban Curry. En casa lloraba y le decía a su madre que no aguantaba más, pero ella solo le respondía que podía ser peor.

Y efectivamente lo fue.

Recordó con horror aquella noche ocho años atrás cuando, después de visitar a un conocido, estaba esperando al tren tarde, solo, en una estación desierta en un barrio a las afueras de Liverpool. Habían aparecido como de la nada: skins, cinco tipos como toros con las cabezas rapadas, ropa de cuero y botas militares. Kadir supo al momento que no lo ignorarían: un indio delgado y solitario que intentaba desaparecer en dirección a las escaleras llamando la atención lo menos posible y fingiendo que no los había visto.

Lo rodearon. Lo empujaron de un lado a otro hasta que perdió el equilibrio y se cayó. Después lo pisotearon. Le rompieron la nariz y varias costillas. Y se lo llevaron de allí. Lo arrastraron hasta un oscuro paso subterráneo no muy lejos de la estación. Recordaba las paredes blancas cubiertas de grafitis de colores. La noche oscura al final del corto túnel. Las linternas que lo cegaban. Le explicaron que no tenía derecho a estar en su país y que iba a ver lo que le ocurría a la gente como él. Y que se arrepentiría de haber venido a Inglaterra.

Lo torturaron durante horas. Sin piedad. No lo dejaron en paz hasta que no creyeron que estaba muerto. Volvió en sí horas más tarde, a la mañana siguiente, y se arrastró dejando un reguero de sangre hasta que llegó a la estación, que estaba llena de gente de camino al trabajo. Recordaba que al verlo todos se habían puesto a gritar horrorizados. Entonces llegó la ambulancia. La policía. En el hospital lo recompusieron y el médico le dijo que nunca antes había visto a nadie tan maltrecho. Físicamente se curó.

Mentalmente no se recuperó jamás.

En cualquier caso, sobrevivió. Pero esta vez no sabía si lo conseguiría.

Tenía los pies y las manos atados a una tubería, lo que le obligaba a adoptar una postura incómoda que a cada minuto era más dolorosa. Estaba en una sala cuadrada de ladrillo visto. A su alrededor imperaba ahora la más absoluta oscuridad, pero el tipo que lo había llevado allí tenía una linterna, a cuya luz Kadir había podido identificar el espacio en el que lo habían encerrado. La pesada puerta se había cerrado, los pasos se habían alejado. Y… ¿cuántas horas hacía de eso? No tenía ni idea. Puede que ni siquiera fueran horas. La desesperante negrura que lo rodeaba no solo le había arrebatado la capacidad de orientarse, sino también la percepción del tiempo. Ahora entendía por qué las personas se volvían locas cuando vivían en una oscuridad constante.

Lo peor era la total inactividad a la que estaba condenado. Porque al mismo tiempo sabía que aquel tipo estaba buscando a Grace. Deseó con toda su alma estar equivocado, que la niña no estuviera allí, sino que se hubiera escondido muy lejos, en un lugar completamente distinto. No la había visto, y puede que sus suposiciones fueran erróneas. Se preguntó cómo había logrado ese hombre seguirlo hasta allí. Si algo había aprendido Kadir era el arte de moverse de un sitio a otro en completo silencio y de forma prácticamente invisible. Se había deslizado como una sombra hasta la fábrica abandonada por debajo del Canada Dock. Había dado rodeos por caminos que seguramente nadie conocía excepto él. A pesar de todo, el tipo había logrado seguirle la pista durante la media hora que había tardado en llegar allí. Lo había reducido y maniatado, cosa que no había sido difícil: no había opuesto la menor resistencia. Se avergonzaba de ello, pero el miedo lo paralizó totalmente. Se había dejado hacer, y ahora estaba allí atrapado. Sin posibilidad alguna de ayudar a Grace.

Escuchó inquieto los borboteos y murmullos, los únicos ruidos que le llegaban en la oscuridad. Era el Mersey, el ancho y profundo río junto al que se encontraba aquel terreno. Sin embargo, ese sótano parecía estar por debajo del río. La idea le causaba un nudo en la garganta. Sentía sudores fríos al pensar en las toneladas de agua que tenía encima. Se dijo que ese sótano existía sin duda desde hacía mucho tiempo. Y nunca se había venido abajo. ¿Por qué tendría que suceder ahora?

Volvió a oír pasos y se le tensó todo el cuerpo. El tipo regresaba. Lo más seguro es que no tuviera intención de liberarlo. Kadir le había visto la cara al hombre que lo había reducido, esposado y encerrado.

Ya no podía dejarlo escapar.

Se descorrió un cerrojo, la puerta se abrió. A Kadir le dio la impresión de que las armellas del cerrojo eran bastante holgadas: la pieza golpeteaba al moverla. Quizá la puerta pudiera abrirse desde dentro empujándola con violencia. Sin embargo, era una opción imposible mientras siguiera sujeto a esa tubería.

La linterna volvió a iluminar la estancia. Kadir parpadeó deslumbrado. Vio que el hombre arrastraba algo y finalmente distinguió que se trataba de una persona. Una mujer. ¿Grace?

La dejó caer como un saco sobre el húmedo suelo de piedra. Kadir se dio cuenta entonces de que no era la chica. Era la policía. Kate.

Sus últimas esperanzas se desvanecieron. En el fondo se había aferrado todo el tiempo a ella. Le había dicho que el hombre sospechoso había vuelto. Que suponía que Grace rondaba la zona del Canada Dock. Y Kate había acudido a su llamada. Pero también había caído en la trampa.

«Espero que antes haya avisado a sus colegas», pensó.

El hombre no dijo una sola palabra. Dejó la linterna y se dispuso a esposar a Kate, que parecía estar inconsciente porque no reaccionaba. No la ató a la tubería, ya que seguramente temía que ambos trataran de soltarse el uno al otro. La sujetó con brutalidad y le amarró los brazos y las piernas a la espalda. La postura arqueada enseguida la dejaría muy dolorida.

Kadir aprovechó la luz para recorrer la estancia con la mirada a toda prisa. Quizá descubriera la forma de escapar de allí. Lo que descubrió no invitaba precisamente al optimismo: una especie de compuerta en el techo por cuyos bordes se filtraba la humedad, que se extendía por los muros y goteaba en el suelo. Si sus sospechas eran ciertas y se encontraban debajo del río, aquello era un mecanismo para inundar el sótano. Ignoraba cuál era su utilidad, pero en la situación en la que se encontraban Kate y él, era una catástrofe absoluta.

Debajo de la compuerta había una reja fijada al techo con cemento. Si la compuerta se abría, el agua caería en torrente. E incluso si lograban soltarse, era imposible que atravesaran aquellos barrotes. Kadir tragó saliva y no dijo nada.

Pero sabía que tenían que salir de allí. Lo antes posible.