SÁBADO, 3 DE MAYO
1
El comisario Caleb Hale estaba en la zona de llegadas del aeropuerto de Leeds Bradford y observaba a los viajeros que atravesaban las puertas automáticas. El avión de British Airways procedente de Londres había aterrizado hacía veinte minutos, y ya era hora de que Kate apareciera. Aunque seguramente estaría esperando la maleta. Le había dicho por teléfono que se quedaría bastante tiempo, por lo que era casi seguro que no viajaría solo con equipaje de mano.
Esperaba reconocerla. Se habían visto una vez hacía muchos años pero, para ser sincero, lo que le había quedado en la memoria era que nadie podría superarla en insignificancia. Era la típica chica gris, pequeña, delgada y cohibida. Esperaba que se le despertara la memoria cuando la viera entre el resto de la gente.
Se arrepentía de haberse ofrecido a ir a recogerla al aeropuerto, pero por supuesto ya no había oportunidad de desdecirse y, además, suponía que era lo mínimo que podía hacer por la hija de un colega retirado brutalmente asesinado. Lo mínimo que debía hacer.
En realidad, justo por eso tenía miedo. ¿Cómo de traumatizada estaría aquella mujer? Era colega, sargento de Scotland Yard, seguramente curada de espanto en cuanto a crímenes violentos. Pero cuando las víctimas eran familiares todo era muy distinto. Por lo que Caleb sabía, su padre era su único pariente vivo. No estaba casada, o no lo estaba cuando se vieron por última vez. Le había parecido bastante sola.
Temía que se derrumbara. Y entonces él no sabría qué hacer. A menudo tenía que dar noticias terribles a los familiares de las víctimas, pero esto era diferente: se trataba de la hija de un antiguo colega. Aunque intentara luchar contra ello, estaba emocionalmente implicado, y eso le daba dolor de estómago.
La reconoció de inmediato cuando salió por la puerta. Llevaba una bolsa de viaje en una mano y con la otra tiraba de una maleta con ruedas. Tenía el fino cabello recogido, lo que hacía que su cara pálida resultara aún más delgada de lo que la recordaba. Seguramente había perdido mucho peso, lo que no sería de extrañar. Caleb se estremeció al pensar en perder un familiar de la manera en que ella había perdido a su padre. Se acercó a ella.
—¿Kate Linville? —Dudó. Al fin y al cabo, no tenían confianza—. ¿Sargento? —añadió.
Ella le tendió la mano.
—Puedes llamarme Kate —dijo sin sonreír. Tenía el aspecto de alguien que no supiera cómo curvar hacia arriba las comisuras de los labios.
—Caleb —respondió. Le estrechó la mano y luego cogió la bolsa y la maleta—. Vamos por aquí, tengo el coche en el aparcamiento de corta estancia. ¿Ha ido bien el vuelo?
—Sin problema —contestó.
Caleb se preguntó si siempre había tenido una expresión tan rígida. No lo recordaba. Kate había ido a Yorkshire en febrero, justo después del asesinato de su padre, pero él no estaba. No había salido de la clínica hasta principios de marzo. Oficialmente había pasado allí una temporada para recuperarse de un bypass; así lo había acordado con sus superiores. Solo sus compañeros más cercanos sabían que no le habían hecho nada, sino que después de su último episodio, en diciembre, su médico le había advertido muy claramente: o seguía un tratamiento de desintoxicación del alcohol o tenía los días contados. Por primera vez se había dado cuenta de que el asunto era serio. Estaba al borde mismo del precipicio y, si no se daba la vuelta, se caería. Podía considerarse afortunado de que su médico hubiera sido despiadadamente sincero con él, y de que sus superiores le dieran una segunda oportunidad. Sabía que eso se debía al alto porcentaje de casos que cerraba con éxito. Era uno de los mejores, por eso intentaban retenerlo. Bajo los efectos del alcohol trabajaba de maravilla. Quedaba por ver si trabajar sobrio sería lo mismo.
Caleb había notado las reservas de Kate hacia él en las conversaciones telefónicas más o menos semanales que habían mantenido tras su regreso, tras haberse hecho cargo del caso Linville. Seguramente no estaba muy contenta de que se le hubiera encomendado a un hombre que se había reincorporado al servicio dos semanas después de los hechos. Él le había asegurado de que dos de sus mejores colegas, la agente Jane Scapin y el sargento Robert Stewart, a quienes Kate había conocido al poco de producirse el asesinato, habían hecho un trabajo magnífico y le habían informado de todo lo necesario. Podía hacerse cargo sin problemas, como si hubiera estado presente desde el primer día.
Pero estaba claro que ella lo veía de otra manera. Seguramente desconfiaba de su capacidad en general. Seguro que no le parecía ideal que el esclarecimiento del asesinato de su padre quedara en manos de alguien que (por lo que sabía) acababa de salir del hospital por una operación grave, y a quien probablemente los médicos le habían recomendado reposo y que evitara el estrés y la agitación.
Aunque más la habría inquietado saber la verdad.
Caleb metió el equipaje en el maletero, se subieron al coche y arrancó. Mientras salían lentamente del parking, le preguntó:
—¿Cuánto tiempo te quedarás?
—He cogido las vacaciones anuales, y he añadido los días no retribuidos. Seguramente me quedaré unas seis semanas. Ya veremos. A lo mejor más.
—¿Tu jefe ha accedido a darte seis semanas?
Ella asintió.
—Comprende que es una situación especial. Además, desde que… desde que pasó no… Bueno, no doy una. Creo que mis compañeros están bastante contentos de librarse de mí.
—¿Sabes ya qué harás con la casa? Ahora eres la dueña…
—Aún no lo sé. Esa es la razón de que me quede tanto tiempo. Quiero pensar qué hacer. Todo esto es… una pesadilla —dijo las últimas palabras en voz muy baja. Él la miró un momento. Había empalidecido aún más. Parecía alarmantemente enferma y desgraciada.
Caleb preguntó, con cautela:
—¿Estás segura de que…? Quiero decir, ¿de verdad quieres quedarte en la casa? Con todos los recuerdos, y además es el lugar en que… sucedió.
—Es mi hogar. Claro que quiero quedarme allí.
A él no le pareció sensato, pero no dijo nada más. Durante un rato ambos estuvieron callados, mientras el coche salía de Leeds en dirección a la costa. Luego Kate preguntó:
—¿Se sabe algo nuevo?
Esa era la primera pregunta que hacía en cada llamada. Necesitaba respuestas: ¿quién era el asesino? ¿O eran varios? ¿Por qué Richard Linville había tenido que morir de una forma tan espantosa? Encontrar al o a los culpables y meterlos en la cárcel era lo que le daba fuerzas. Lo que la ayudaba a no caer en la depresión. Lo que, al menos por ahora, aseguraba su estabilidad mental.
Caleb no tenía nada extraordinario que contarle, aunque sí que había un nuevo indicio.
—Sobre cuya trascendencia aún no podemos pronunciarnos —advirtió de inmediato.
—¿Y es?
—En su momento, la agente Scapin hizo interrogar a los vecinos, pero no se sacó nada en claro. Sin embargo, ahora ha aparecido una testigo, la amiga de un vecino, que unos días antes de aquel 22 de febrero estaba de visita en la calle Church Close. Afirma que en la tarde del 19 de febrero vio un Peugeot verde oscuro que le resultó llamativo.
—¿Llamativo? ¿En qué sentido?
—Estuvo paseándose arriba y abajo por Church Close. No es de nadie que viva allí. Lo hemos comprobado y nadie tiene un Peugeot, ni un coche similar, verde oscuro… Nos aseguramos por si la testigo no se hubiera fijado bien en la marca. A ella le dio la impresión de que estaba buscando una dirección, lo que al principio no le pareció extraño. Lo que sí le resultó raro fue que apareciera por tercera vez en Church Close, subiera otra vez hasta Wendehammer y diera la vuelta de nuevo. Pensó que ya era hora de que el conductor supiera si estaba en la calle que buscaba o no. De todas maneras, no le pareció tan extraño como para contárselo a alguien.
—¿Y entonces por qué ahora sí? ¿Por qué ahora?
—Es un asunto complicado. La mujer está casada, pero mantiene una relación con un hombre soltero de Church Close, en Scalby. No se atrevía a decir nada por miedo a que se descubriera. Pero la conciencia no la dejaba en paz, por eso al final ella y el hombre se pusieron en contacto con nosotros. Muy tarde, por supuesto.
—¿Tú has hablado con ella?
Caleb asintió.
—Sí. Pero no obtuve más que lo que te acabo de contar. La mujer está muy segura de su relato, pero por desgracia no recordaba absolutamente nada de la matrícula.
A Kate se le crisparon las manos.
—¡Demasiado tarde! ¡Todo demasiado tarde! Si la hubierais interrogado el 22 a lo mejor habría sido posible recuperar algún recuerdo, pero así…
—Pero Kate, a tu padre lo encontraron el 23. Antes… sería imposible que hubiera ninguna investigación.
Kate calló y se giró para mirar por la ventanilla. Caleb estaba seguro de que pensaba en los horribles momentos que había vivido hacía diez semanas. A una vecina le había llamado la atención un domingo que la botella de leche del día anterior siguiera ante la puerta de Richard Linville. Cuando viajaba, el señor Linville solía avisarla y le dejaba una llave para que le regara las plantas. La vecina tenía el número de Londres de Kate por si pasaba algo, y al final la había llamado. Después relató a la policía que Kate se había asustado mucho y le había pedido que fuera a la casa y llamara a la puerta o mirara por las ventanas, por si podía ver a su padre. Kate ya estaba inquieta porque, en contra de su costumbre, su padre no la había llamado ni el sábado ni en la mañana de aquel domingo. Había intentado hablar con él varias veces pero siempre le saltaba el contestador.
La vecina llamó al timbre con insistencia, sin obtener respuesta. Entró en el jardín y rodeó la casa. Antes de ver la puerta del comedor rota miró por la ventana de la cocina y retrocedió aterrorizada por la espantosa escena: una silla en medio de la habitación, y en ella una figura claramente atada, con el torso vencido hacia delante. Por eso no vio la bolsa de plástico en la cabeza. Tres pasos más allá se fijó en la puerta forzada, pero en ese momento ya solo podía gritar.
Un médico determinó después que Richard Linville había muerto angustiosamente asfixiado.
—¿La testigo pudo describir al conductor del Peugeot? —preguntó Kate. Se notaba que se esforzaba por sonar objetiva y profesional.
A Caleb le habría encantado poder darle un poco de esperanza, pero debía ceñirse a los hechos:
—Por desgracia, no. Solo dice que era un hombre.
Ella soltó un quejido.
—No es casi nada.
—No. Pero por otro lado tampoco sabemos si el coche tiene alguna relación con el crimen. En ese sentido no debemos preocuparnos demasiado si no averiguamos más.
—Seguro que estuvieron siguiendo a mi padre. Es probable que el ataque estuviera cuidadosamente planeado y preparado.
—Partimos de esa base, sí. No se trata de un simple robo en el que tu padre tuviera la mala suerte de cruzarse en el camino de los ladrones. Por eso…
Caleb se interrumpió y dejó la frase a medias, pero Kate sabía lo que había querido decir:
—Por eso salió tan mal parado. Por eso fue brutalmente asesinado. Al asesino le movían el odio y la rabia. Y no se llevaron nada.
—Así es, tú misma se lo confirmaste a mis compañeros en tu primera declaración. En la casa no faltaba nada, y además encontramos mucho dinero en efectivo en la cartera de tu padre. Está claro que al asesino o asesinos eso no les interesaba nada.
—Lo que deja solo una conclusión —afirmó Kate. No era la primera vez que lo decía—. En vista de la profesión de mi padre solo puede ser una venganza. Como es lógico, tenía enemigos. Delincuentes. Criminales. Hay que revisar todos los casos de su carrera y…
—Eso es precisamente lo que estamos haciendo, a fondo —respondió Caleb—. Por favor, créeme, nos lo estamos tomando muy en serio. Hemos creado una comisión especial y todos están muy implicados. Richard era uno de los nuestros. Queremos aclarar este caso, y vamos a conseguirlo.
—¿Habéis intentado hablar con Norman Dowrick?
El sargento Norman Dowrick había sido el colaborador más estrecho de Richard Linville durante muchos años y, además, un buen amigo. Kate lo recordaba de sus tiempos de juventud: él y su mujer iban a menudo a casa. Un disparo que lo dejó parapléjico acabó con su carrera diez años atrás. Amargado por su suerte, se había apartado de todo y de todos, también de sus antiguos compañeros y amigos. También de Richard. Kate había oído a menudo a su padre hablar de aquello con tristeza y resignación. Aun así, ambos habían trabajado juntos tanto tiempo y con tanta intensidad que existía la posibilidad de obtener de Dowrick información interesante.
Pero Caleb tuvo que decepcionarla.
—Uno de mis hombres estuvo en su casa, pero solo encontró a la señora Dowrick. Norman se separó de ella hace años y se fue a vivir a Liverpool, donde lleva una vida solitaria y amargada. Pienso que no tiene mucho sentido seguir esa pista. Tampoco creo que pueda decirnos nada que no sepamos ya. Al fin y al cabo, no trabajaban solos en los casos y hay documentación de todo.
—¿Y qué conclusiones has sacado de toda esa documentación?
Habían llegado a Scalby. Caleb paró a la entrada de la población, en el aparcamiento de un supermercado.
—Kate, por favor, tómate un respiro. No tenemos que hablar de absolutamente todo ahora mismo, en las primeras horas de tu estancia aquí. Toma tierra. Ya va a ser suficientemente difícil entrar en la casa, que te asalten las imágenes de… No voy a hacer nada a tus espaldas. No pretendo ocultarte nada. Pero no hay que discutirlo todo ahora.
Ella se lo quedó mirando, con una mezcla de absoluto desconsuelo y enorme inquietud en los ojos.
—No tienes nada. Absolutamente nada. Han pasado más de dos meses del asesinato y no tienes ni el más mínimo indicio, no has avanzado ni un paso.
—Es verdad, tienes razón. Pero tú misma conoces la desesperante lentitud con la que avanza este trabajo tan minucioso.
—El tiempo juega en nuestra contra.
—No si se trata de una venganza relacionada con el trabajo de Richard. Encontraremos el nexo, sea un mes antes o un mes después. No te preocupes. Estamos en ello.
Kate era la duda personificada, pero no añadió nada más. Caleb señaló el supermercado.
—Deberías comprar algo de comer. No creo que encuentres nada decente en casa de tu padre. La agente Scapin vació la nevera en su momento y se deshizo de todo lo perecedero, no quedó nada de nada.
—Gracias. Algo encontraré.
—¿Seguro que no quieres comprar algo? Mañana es domingo y…
—No, no quiero comprar nada.
—Pero tienes que comer.
—Algo habrá en la casa.
No había nada que hacer. Caleb arrancó el coche. La veía en la casa vacía y silenciosa en la que había vivido con sus padres, escuchando el tictac de los relojes y el zumbido de las moscas que chocaban contra los cristales. De pie en la cocina, mirando fijamente la silla en la que había muerto su padre, atado de manos y pies. Él se habría rodeado de comida reconfortante y de… Bueno, el Caleb de antes se habría hecho con al menos dos botellas de whisky. En esas situaciones solo lo ayudaban las calorías y el alcohol. Pero, por el aspecto de Kate, estaba claro que ella no recurría a las mismas cosas. Seguramente hacía mucho que no había comido en condiciones, y era probable que emborracharse de vez en cuando tampoco le hubiera servido de mucho. Parecía no creer que nada en el mundo pudiera ayudarla, salvo la condena y el castigo del asesino. Sin embargo, en opinión de Caleb, tampoco eso podría curar por mucho tiempo sus heridas interiores.
Condujo en dirección a Church Close.
A la casa del fallecido comisario Richard Linville.
2
Estaban sentados en el salón, alrededor de la mesita de café, y se esforzaban por iniciar y mantener viva una conversación. En realidad solo se esforzaban Stella y Jonas, porque los dos invitados contribuían muy poco a que aquella tarde triste resultara menos dificultosa e incómoda. Terry Malyan se dedicaba sobre todo a poner por las nubes a su novio y, por lo que le pareció a Stella, a comprobar con miedo, o al menos con nerviosismo, su estado de ánimo.
Neil Courtney. El nuevo novio.
En muy pocas ocasiones había conocido Stella a alguien que le resultara tan antipático a primera vista. Que le hubiera causado un rechazo, una antipatía y un sentimiento de precaución tan instintivos. Si hubiera tenido que describir a Neil Courtney en pocas palabras habría dicho: arrogante, presuntuoso, frío como un témpano, sin empatía; un tipo al que preferiría no estrechar la mano.
Era guapo, alto y ancho de hombros. Llevaba el pelo rapado al milímetro y un pendiente brillante en la oreja derecha. Camiseta blanca, vaqueros, chaqueta vaquera. Un hombre que seguramente ejercía una gran influencia sobre las mujeres. En Terry, desde luego, lo hacía.
Terry había cambiado mucho en esos cinco años, o más bien, sospechaba Stella, desde que estaba con Neil. Stella recordaba a la jovencita algo exaltada de entonces, casi una niña convertida de repente en madre y perdida en un caos de sentimientos. No le entusiasmó, pero la encontró simpática. Ahora la notaba abducida. No era ella misma.
Se notaba ya solo en la forma de vestir: antaño era la típica chica de vaqueros y sudadera. Deportista, con el pelo castaño recogido en una coleta y zapatillas de deporte. Un poco maquillada, pero no mucho.
Ahora había optado por la vía sexy y chillona, exagerando las dos cosas. Demasiado maquillaje, el pelo teñido de un negro artificial y apagado, y laca de uñas negra. Una minifalda que apenas le cubría la parte alta del muslo. Medias estampadas. Tacones que la hacían una cabeza más alta. Un escote que llegaba casi hasta el ombligo.
¿Y eso para ir a tomar café por la tarde con los padres adoptivos de su hijo? No encajaba. Sobre todo parecía que ella no acababa de sentirse cómoda. No tenía el aspecto de una joven que hacía lo que le apetecía alegremente y con confianza, sin preocuparse de lo que los demás pensaran. Parecía más bien insegura y forzada. No era ella misma. Daba la impresión de tener un único objetivo en la vida al que lo supeditaba todo, especialmente a sí misma: gustarle a aquel tipo sentado a su lado, que a saber de dónde había sacado, o de dónde la había sacado él a ella.
«Pero a lo mejor —pensó Stella—, estoy haciendo demasiadas conjeturas sobre ella. Sobre los dos. Porque esta situación me parece espantosa».
Había intentado evitar la cita aduciendo que la fiesta de Sammy era para los niños y que los adultos molestarían, pero Terry y Neil habían decidido sin vacilar que irían un día después y por eso estaban aquel sábado sentados en el salón y poniendo a Stella de los nervios. Le habían llevado a Sammy un juego de piezas para encajar que le habría encantado a los dos años, pero para el que ahora era demasiado mayor. Claro que no podían saberlo, pero Stella se preguntó si realmente era tan difícil preguntarle a la dependienta de la juguetería por un regalo adecuado para un niño de cinco años. Tenía la impresión de que habían agarrado del estante lo primero que habían visto, solo para tener algo que darle al niño. Cuando entraron en la casa y Sammy apareció en el pasillo, Terry se volvió hacia Neil y exclamó llena de orgullo: «¡Ahí está! ¡Ese es mi hijo!».
Stella consiguió con dificultades callarse un comentario mordaz, y Neil le lanzó al niño una mirada muy breve en la que Stella creyó ver desinterés. Por todas partes quedaban los restos de la fiesta: globos atados a la barandilla de la escalera y a los arbustos y árboles del jardín que poco a poco perdían el aire, restos de serpentinas por los rincones, vasos de cartón que seguían sin recoger. Stella se disculpó por el desorden pero los invitados no respondieron. Tampoco se interesaron por cómo había ido la fiesta, cuántos niños habían asistido o si Sammy tenía buenos amigos. No parecía que ardieran en deseos de conocer al niño, su vida y su entorno.
«¿Eso debería tranquilizarme o preocuparme?», se preguntó Stella.
Había sobrado mucha tarta y mucho helado, por lo que al menos la intendencia no fue difícil. Terry quiso té, y Neil, café. Sammy se había ido al jardín a jugar con otro niño que vivía cerca y que había saltado la valla. Una tranquila tarde de sábado.
Por lo menos en apariencia.
—Neil se moría de ganas de conocer a Sammy —dijo Terry—. Y también a vosotros, Jonas y Stella. De alguna manera sois parte de mi vida.
Stella no se sentía para nada parte de la vida de Terry, y no pretendía serlo. Se dio cuenta de que Neil la miraba fijamente. Parecía darse cuenta de su malestar y disfrutar con ello.
—No debemos agobiar a Sammy —respondió—. Por supuesto que no le ocultaremos que es adoptado, pero aún no lo entendería bien. Cree que es hijo nuestro.
—No hay nada que objetar siempre que tengan claro que en algún momento tendrán que decirle la verdad —apuntó Neil.
Un silencio corto y desagradable siguió a sus palabras. Tanto Jonas como Stella percibieron que aquello traspasaba cierto límite, pero estaban decididos a que el día terminara sin enfrentamientos. Jonas le lanzó a su mujer una mirada con la que le decía que no se dejara poner nerviosa.
—Antes de la adopción, la oficina del menor nos asesoró muy bien y con mucho detalle, señor Courtney —repuso Jonas educadamente—. Sabemos qué tenemos que hacer y en qué momento para que Sammy comprenda lo especial de su situación. No se preocupe.
—Siempre le digo a Neil que sois una gente estupenda —intervino Terry—. Presumo mucho de vosotros, ¿verdad, Neil? Tan amables, tan cariñosos y comprometidos. Esta casa maravillosa en Kingston… Ya solo un entorno como este es algo que yo jamás habría podido ofrecerle a mi hijo. Todo esto… —dijo mientras dejaba vagar la mirada por la amplia estancia con el soleado mirador—, debe de haber costado mucho dinero.
—Bueno, estas casas no se abonan de una sola vez —explicó Jonas. Sonrió. Sonaba falso—. Uno va pagando poco a poco, a plazos. Durante décadas.
—¿Es usted guionista? —inquirió Neil—. Terry mencionó algo así…
—Sí, trabajo como guionista independiente para varios canales de televisión y productoras. Me gusta mucho, son cosas diferentes y emocionantes, pero siempre dependes de que la creatividad funcione.
«Uno va pagando la casa poco a poco… siempre dependes de que la creatividad funcione…». Stella necesitó un momento para darse cuenta de por qué Jonas se hacía de menos delante de aquellos extraños. Parecía que había comprendido, o que sospechaba, que no habían ido allí por Sammy. El niño les daba igual. Terry había presumido ante Neil del nivel de vida de los Crane y aquella cita no era más que un reconocimiento del terreno. Neil quería echar un vistazo detallado. Y en su interior iba forjando planes para acceder a aquel dinero a través del pequeño Sammy. La estrategia de Jonas en aquel momento era quitarles de la cabeza la idea de que los Crane eran personas ricas y muy bien situadas.
—¿Y usted en qué trabaja, señor Courtney? —se interesó Jonas.
Este enarcó las cejas.
—¿Es que siempre hay que trabajar en algo?
—Bueno, de algo hay que vivir —contestó Stella.
Él le lanzó una mirada despreciativa.
—Se puede vivir de muchas cosas. Uno tiene que tomarse el tiempo necesario para encontrar su propio camino.
Stella calculó que rondaría los treinta años. ¿No iba siendo hora de que hubiera encontrado su camino?
—Neil ha heredado un poco de dinero —informó Terry—. Por eso ahora mismo no tiene que preocuparse del trabajo y cosas de esas. Y yo estaba en un pub pero perdí el trabajo hace dos semanas. A ver si puedo encontrar otra cosa.
Lo que faltaba. Stella había esperado que, como correspondía a su edad, ambos estuvieran tan ocupados que al menos en términos de tiempo les resultara problemático intensificar el contacto con la familia Crane. Pero, por lo que parecía, los dos vivían al día alegremente y su mayor preocupación consistía en encontrar nuevas formas de soportar el aburrimiento y el vacío existencial. Stella había visto el coche en el que habían llegado, que estaba viejo y descuidado. No parecía que Neil hubiera recibido una herencia gigantesca; era el típico tío que se habría rodeado de símbolos de estatus en cuanto hubiera podido. Debía de tratarse de una cantidad que le permitía vivir sin trabajar por un tiempo y «encontrar su propio camino», pero no debía de ser suficiente para mantenerlo a flote durante toda la vida. Con el corazón desbocado pensó que quizá Jonas tenía razón: Neil estaba buscando una fuente de ingresos, y los Crane representaban una opción.
«Nunca debí acceder a este encuentro», pensó.
Pero al mismo tiempo comprendía que no había tenido muchas opciones: Terry ya conocía la dirección. Neil y ella podían haberse presentado igualmente una o dos semanas después, en plan de alegre visita sorpresa. «Pasábamos por aquí y se nos ha ocurrido…».
La tarde avanzaba penosamente. Jonas hablaba de su trabajo. Stella fue varias veces al jardín para vigilar a Sammy y a su amigo. Los niños estaban bien. Cuando empezaba a caer la tarde Neil preguntó si podía tomar un zumo de naranja y Stella, contenta de poder escapar del agobiante ambiente del salón, se fue rápidamente a la cocina.
Medio minuto después la siguió Jonas. Cerró la puerta tras de sí y susurró en voz muy baja:
—¡Ni se te ocurra ofrecerles que se queden a cenar! ¡Quiero que se vayan ahora mismo!
Ella estaba sacando el zumo de la nevera.
—No pienso ofrecerles nada. Pero ¿cómo vamos a librarnos de ellos?
—No dándoles nada más. Ese zumo es lo último. A partir de ahora nos mantenemos inflexibles. Ni vino, ni cerveza, ni aperitivos. Nada. A lo mejor así lo entienden.
—¿Crees que son peligrosos, Jonas?
Dudó un segundo.
—No. Pero ese Neil es un tipo desagradable. Da la impresión de haberse pasado la tarde pensando en cómo meterse en esta casa. Terry está completamente entregada y no se da cuenta de nada. Todavía cree que Neil quería conocer a su hijo.
—Jonas, ¿crees que pretenden…?
Él le puso la mano en el brazo.
—No te preocupes. No pueden quitarnos a Sammy, legalmente no tienen nada para forzar un permiso de visitas. Que hoy estén aquí se debe a una deferencia nuestra. Y tienen que comprender que no habrá más a partir de ahora.
Stella asintió. Cuando ella y Jonas volvieron al salón la pareja ya no estaba ante la mesa de café. Neil estaba de pie junto al pequeño secreter que había al lado de la chimenea, y tenía algo en la mano. Al acercarse, Stella vio que se trataba del folleto de los páramos de North York en el que por la mañana habían estado mirando la zona en la que estaba la casa donde irían de vacaciones. Jonas también lo reconoció en el mismo instante. Se acercó al chico y le quitó el folleto de la mano con un movimiento enérgico.
—No nos gusta mucho que la gente fisgue nuestras cosas —afirmó.
El joven levantó las manos, pero no pareció afectado en lo más mínimo.
—Perdón. Solo quería ver el secreter. Bonita pieza. ¿Es antiguo de verdad?
—Sí.
Neil señaló el folleto.
—Los páramos de North York, ¿sus vacaciones de este verano?
—Aún no lo sabemos —repuso Jonas—. Todavía no sé cuándo me darán vacaciones.
—Es una zona preciosa. Bueno, si te gusta mucho la naturaleza. Aparte de brezo y ovejas no hay gran cosa que ver.
—Como le he dicho, aún no hemos decidido nada.
Stella le tendió el vaso.
—Aquí tiene el zumo.
Se quedó de pie en medio de la sala, y Jonas también. No invitaron a sus visitas a sentarse de nuevo.
Neil se tomó el zumo con parsimonia.
—Bueno, Terry —dijo cuando lo terminó—, deberíamos irnos ya.
—¿Vuelven hoy a Truro? —se interesó Jonas.
El joven se quedó un momento sorprendido y luego se echó a reír, como si Jonas hubiera dicho algo muy gracioso.
—¡Yo no vivo en Truro! ¡Por favor! Terry es de allí pero ni muerto me iría a ese pueblucho. —También la chica se rio, aunque más bien por compromiso—. Vivimos en Leeds —explicó, y señaló el folleto que Jonas aún tenía en la mano—. Por eso conozco bien esa zona. Si al final van allí de vacaciones puedo darles algunos consejos.
—Gracias, pero repito que aún no hay nada seguro —repuso Jonas, que necesitó un segundo para reaccionar.
Aún hicieron falta veinte minutos para que por fin se fueran, porque Terry celebró una íntima y ceremoniosa despedida de Sammy, que este soportó algo molesto. Cuando se cerró la puerta detrás de ellos y se oyó el ruido del motor, Stella dijo:
—Pues está claro: nada de desconectar en Yorkshire. ¡Dios mío, Leeds está aquí al lado!
—No es precisamente al lado —precisó Jonas—. Pero tampoco es que esté en la otra punta del país, en eso tienes razón. —Fue al salón y se dejó caer agotado en uno de los sofás—. Hay que ver, ¡Leeds! ¿No tenías ni idea?
Stella lo había seguido. Se apoyó en la puerta.
—No. Había dado por hecho que estarían los dos en Truro porque es donde vivía Terry entonces. Ha sido una tontería, claro. Han pasado cinco años. ¿Por qué iba a seguir todo como antes?
—Terry ha cambiado mucho.
—En mi opinión, él la tiene sometida. —Stella miró por la ventana. Neil había dado la vuelta y el coche pasaba de nuevo por delante de la casa para salir de Kingston-upon-Thames. Stella esperaba que no volvieran nunca más—. Terry está pendiente de todas sus palabras. Mendiga cada pizca de atención que le da. Hace lo que él quiere. Y es un tipo repugnante.
—Tienes razón. —Jonas se levantó decidido—. Pero no voy a consentir que esa pareja se meta en nuestra vida. Y tú tampoco. Esa casa en medio de la nada es una oportunidad estupenda, y no vamos a desaprovecharla.
Un sentimiento de miedo sordo e inconcreto se apoderó de Stella, una especie de oscura premonición.
—Deberíamos cambiar de planes —dijo.
—Stella, ¿qué crees que puede pasar? No tienen ni idea de dónde vamos a quedarnos. Tampoco saben cuándo iremos. Y además, ¿por qué motivo iban a ir a buscarnos allí? Las ganas de estar con Sammy no serán, eso ya lo hemos visto hoy. El chico no les interesa especialmente.
—Exacto. Esa es la cuestión. ¿Para qué han venido hoy? —Se miraron uno al otro—. Ya lo sabes. —Stella contestó su propia pregunta—. Sabes muy bien por qué has recalcado lo difícil que es pagar una casa y lo incierta que es la vida de un guionista independiente. Lo que querías decirles era: «No somos gente rica, de aquí no hay nada que sacar». Porque te has dado cuenta de que eso es lo que está detrás de toda esta historia. Terry le ha contado que tiene un hijo que fue adoptado y que lleva una vida acomodada en uno de los mejores barrios de las afueras de Londres. En su imaginación, seguramente cree que somos bastante ricos, y así se lo ha dicho a Neil. Esa herencia suya seguro que se le está acabando, así que se le ha ocurrido pasarse por aquí a ver si puede gorronear algo.
—Vale, sí, era eso lo que tenía en mente. Pero, Stella, si lo piensas bien, ¿qué puede hacer? A lo mejor se ha imaginado que gracias a Sammy podríamos ser una especie de gran familia feliz o, por lo menos, que nos haríamos buenos amigos y que eso les reportaría algunas ventajas. ¿Y qué? Depende de nosotros que eso suceda o no. Y no va a suceder. Lo de hoy ha sido la primera y la última vez que los vemos, no habrá más visitas. Creo además que Neil lo ha entendido. Con Terry no hay nada que hacer, pero él es un tipo listo. Creo que ya nos ha tachado de la lista.
—¿Y si no?
—Si esto se convierte en acoso iremos a la policía. Si hace falta, conseguiremos una orden judicial. Pero no llegarán a eso. Y no creo que sea necesario nada de lo que te digo.
Stella se imaginó la casa de la que tanto hablaba Jonas. Jonas, que estaba a punto de quemarse en el trabajo y que necesitaba apartarse del resto del mundo durante al menos dos semanas. La población más cercana se llamaba Egton Bridge, situada más o menos en el centro de los páramos, pero desde allí aún había que recorrer quince kilómetros por una solitaria carretera comarcal hasta llegar a la antigua granja que el colega de Jonas había reformado y convertido en su refugio.
«Ahí se puede escribir sin que te moleste absolutamente nadie —le había contado aquel compañero a Jonas—. No hay televisión, teléfono ni radio. Para tener cobertura en el móvil tienes que subirte a la colina que está al lado. Los únicos seres vivos son ovejas y pájaros, y te aseguro que no van a molestarte. Te olvidarás de todo. Cuando voy muy apurado con un plazo y necesito concentración total me voy allí. Y si el médico te ha dicho que desconectes, es el lugar ideal. ¡Es aburridísimo!».
Jonas se lo había contado todo a Stella, entusiasmado tanto por su visita al doctor como por la solución que se había presentado casi al instante. Ella no se había sentido tan eufórica. Una granja solitaria en medio de la nada… En secreto había pensado en proponerle a su marido que se fuera él solo mientras Sammy y ella se quedaban en casa o aprovechaban para hacer unas visitas familiares que tenían pendientes hacía tiempo.
Pero ahora todo era distinto. Sabía que todo lo que había dicho Jonas para tranquilizarlos era cierto, pero aun así no desaparecía el sentimiento que la había atenazado toda la tarde y que había surgido ya desde la primera llamada de Terry: una sensación de peligro inminente. Un peligro que no sabía en qué consistía. No habría podido definirlo ni describirlo. De todo aquello solo sacaba en claro una cosa: «No debemos separarnos».
—Y no debemos ir allí —dijo en voz alta—. A Egton Bridge. Busquemos otro sitio, Jonas.
Él respondió:
—Vamos a consultarlo con la almohada.
Pero él ya había tomado su decisión.