MARTES, 10 DE JUNIO
1
Stella había dormido tan profundamente que volvió a la realidad a duras penas y a regañadientes. Sobre todo porque estaba soñando algo bonito: estaba en su casa y veía que, de la noche a la mañana, cientos de plantas exóticas y maravillosas habían crecido en el jardín. Estaban en flor, y eran tales la intensidad de su aroma y la variedad de fantásticos colores que mostraban, que casi mareaba. Stella era incapaz de explicarse tal prodigio. No tenía ninguna mano para las plantas y ni siquiera conseguía que las petunias que ponía en macetas en la terraza en verano llegaran medio vivas al otoño. Entonces veía que de los aspersores llovían arcos relucientes y plateados de agua sobre las flores, y pensaba que podía acercarse a beber. Tenía sed, y el agua parecía fresca y clara. Curiosamente, de las mangueras que recorrían el jardín salía un extraño gemido, como si el suministro proviniera de una manivela vieja, oxidada y quejumbrosa. Stella miraba a su alrededor, porque quería llegar al fondo del asunto, pero entonces sentía que algo estaba cambiando.
Se despertó.
Ya no había flores ni arcos de agua que brillaran al sol. Del sueño solo quedaba la sed infinita que hacía un momento había querido saciar. Y el extraño ruido rechinante.
Se incorporó con torpeza. Yacía en el suelo sobre una alfombra que había arrastrado hasta allí, y se había tapado con una segunda manta que había encontrado en un rincón. Sobre esa manta debía de haber dormido antes un perro, porque estaba cubierta de pelo, pero no era el momento de pensar en ese tipo de molestias. Sin manta hacía demasiado frío, y esta era la única que tenía.
Sammy estaba a su lado. Aún dormía. Cinco días en cautividad habían bastado para que pareciera más pálido y delgado. Estaba desgreñado y Stella vio que tenía los labios ásperos y despellejados. No bebía suficiente agua. Como todos.
«Le daré algo de mi ración», pensó Stella.
Se pasó la lengua por los labios. También secos y agrietados.
Un rayo de sol entraba por la ventana rota. Otro día cálido y soleado. Y seguían ahí, encerrados en esa maldita cárcel de piedra. Era obvio que Denis y Terry todavía no habían hecho la llamada prometida. Si es que Denis había tenido intención de hacerla en algún momento.
A Stella se le vino el mundo abajo. Su único deseo era poder volver al sueño y al jardín florido y lleno de agua al menos durante media hora más. Pero entonces volvió a oír el extraño quejido y giró la cabeza.
Se dio cuenta de que el ruido provenía de Jonas. Estaba tumbado en el sofá, aparentemente dormido, y respiraba con dificultad, como si le costara coger aire. En la penumbra podía ver su rostro cetrino. Su principio de barba entrecana no disimulaba lo traslúcida que tenía la piel.
El día anterior Stella había pensado que estaba mejorando. Ahora le parecía que estaba peor que antes.
Se levantó con cuidado para no despertar a Sammy y se acercó a él en silencio. Al agacharse junto al sofá notó el calor que desprendía su cuerpo. Le puso la mano en la frente y se apartó asustada: ardía de fiebre. Otra vez.
Además olía de forma desagradable, no solo a falta de higiene y a sudor (cosa que les pasaba a los tres), sino en cierto modo… a podredumbre. La herida del vientre no se curaba. Lo único que serviría a esas alturas era una dosis alta de antibióticos.
Tenía que verlo un médico ya.
Fue a la esquina donde guardaban los escasos víveres. Llenó un vaso de agua y tuvo que contenerse para no dar un sorbo. Tenía tanta sed que sentía como si tuviera la boca llena de serrín, pero se obligó a no pensar en ello. Había que estirar el intervalo entre las comidas, que siempre acompañaban con algo de beber; o por lo menos las suyas. Jonas tenía prioridad. Ya no había duda de que en su caso era un asunto de vida o muerte.
Se arrodilló de nuevo junto a él, le humedeció los labios con agua y le echó también un poco en la frente. Ojalá hubiera podido aplicarle compresas húmedas y frías cada hora para que le bajara la fiebre, pero entonces las botellas de agua se les habrían terminado antes de que acabara el día. Y no parecía que los fueran a rescatar en un futuro próximo.
Jonas se movió inquieto y abrió los ojos. Estaban vidriosos.
—Agua —susurró.
Le levantó la cabeza con una mano y con la otra le llevó el recipiente a los labios. Jonas bebió a grandes sorbos. Después volvió a dejarse caer.
—De repente… me cuesta mucho… respirar —dijo con dificultad.
—Tienes una fiebre muy alta. ¿Crees que podrías tragar una pastilla?
—Sí —murmuró él, pero después de levantar la cabeza con su ayuda y tomar dos pastillas de paracetamol, se quedó totalmente derrotado. Mantuvo los ojos cerrados y ni siquiera los abría cuando su mujer le hablaba. Por lo menos no parecía dolerle nada, en cualquier caso no se quejaba, pero Stella se preguntó si su respiración no era cada vez más dificultosa.
Oyó un ruido tras de sí. Sammy se había despertado y se acercó.
—Tengo mucha sed —dijo.
Stella se levantó, lo acompañó a la esquina donde estaban las provisiones y le llenó un vaso de agua. Se la bebió tan deprisa como antes lo había hecho su padre.
—¿Me das más? —preguntó.
Le dolió en el alma, pero negó con la cabeza.
—¿Puedes esperar un poquito? No nos la podemos acabar, ¿entiendes?
—¿Cuándo llega la policía?
—Seguro que pronto. Puede que incluso hoy. —Pero en realidad estaba perdiendo la esperanza. Denis Shove no avisaría a la policía hasta que creyera que estaba completamente a salvo, y podría pasar mucho tiempo antes de que eso ocurriese.
Jonas estaba en lo cierto con la visión pesimista de la situación que había expresado el día anterior: si al final venía alguien a ayudarlos, ya sería demasiado tarde. Demasiado tarde para él en su grave estado de salud. Pero también demasiado tarde para todos ellos, porque pronto ya no les quedaría agua.
Stella miró por la ventana. Vio el cielo azul.
También en eso tenía razón Jonas: el único que podía salir de ese edificio cerrado a cal y canto era Sammy. Ella se resistía; por la noche, mientras conciliaba el sueño, había descartado el plan por ser totalmente absurdo.
Ahora se daba cuenta de que en realidad no podían plantearse si optaban por seguir esa vía o no.
Porque no tenían elección.
2
A la mañana siguiente, Kate se despertó sobre las ocho y decidió no cejar en su propósito de encontrar a Norman Dowrick. Volvería al barrio en el que había vivido por última vez y quizá encontrara a alguien que supiera algo de su paradero. Si eso no funcionaba, lo intentaría en la oficina del padrón. Dowrick vivía de su pensión de discapacidad, no podía haber desaparecido del todo porque le habrían quitado la ayuda. A no ser que ya estuviera mendigando. En ese caso se le habría perdido la pista por completo.
Kate se aseó en el pequeño lavabo de su habitación y después observó su reflejo; un comportamiento muy raro en ella. Por lo general evitaba expresamente los espejos, pero debía reconocer que el peluquero del día anterior había hecho un buen trabajo. En lugar de las greñas que habitualmente le caían desordenadas hasta los hombros, ahora lucía un corte a capas hasta la barbilla que disimulaba un poco su delgadez, le dulcificaba el rostro y le hacía parecer más joven. Unas mechas rubias y cobrizas aclaraban y daban brillo al discreto color castaño mate de su pelo. Kate no solía echarse flores, pero, por primera vez en muchos años, mirarse al espejo no le causaba frustración ni tristeza. Se gustaba. Nunca sería una belleza, no se engañaba, pero sin duda podía sacarse más partido que el que se había sacado hasta entonces.
Después de desayunar unas tostadas grasientas con huevos revueltos que le pesarían todo el día en el estómago, puso rumbo a la barriada. Aparcó de nuevo en el paso subterráneo entre las casas y la fábrica abandonada y salió del coche. Al acercarse a los edificios, divisó al indio joven y delgado que estaba otra vez sentado (¿o quizá seguía sentado?) en el muro de hormigón. Había hablado con él el día anterior y recordaba que se llamaba Kadir Roshan.
—¿Sigue buscando al de la silla de ruedas? —preguntó el chico.
—Sí. Es muy importante que lo encuentre.
—¿Sabe qué? Me he acordado de algo. —Hizo una pausa y movió suavemente los hombros hacia delante y hacia atrás. Se rodeaba el cuerpo con los huesudos brazos morenos. Kate ya se estaba preguntando si aquella pausa dramática respondía a que esperaba una oferta a cambio de la información, y si sería buena idea darle un billete de cinco libras, cuando prosiguió—: Hay una niña por aquí… que a veces presume de tener una silla de ruedas. Una de verdad.
—¿Una niña discapacitada?
El muchacho se rio.
—No en ese sentido, sino de aquí. —Se señaló la cabeza—. Le falta un hervor. Pero camina bien, no necesita la silla.
—¿Quiere decir que se ha apropiado de la silla de Norman Dowrick? —concluyó Kate.
—Podría ser, ¿no?
—Entonces quizá sepa qué le ha pasado.
Él se encogió de hombros.
—Habría que preguntárselo a ella.
—¿Cómo se llama? ¿Dónde puedo encontrarla?
—Se llama Grace. Grace Henwood. —Sonrió. Había algo raro en él, pero hablaba un inglés perfecto y muy culto. Kate esperaba que no se hubiera inventado todo aquello.
—¿Y dónde vive esa tal Grace?
Él señaló una de las casas. Era tan ruinosa como todas las demás. Junto a la puerta de entrada, a la que conducían unos cuantos escalones, había una lavadora oxidada y abandonada.
—Ahí. Creo que en ese edificio solo viven ella y su familia. Puede que también una señora mayor en el piso de arriba, pero no estoy seguro.
—Grace Henwood —repitió Kate.
—Tenga cuidado —le aconsejó el joven—. Su padre es un auténtico sádico.
Le dio las gracias y se dirigió a la casa que le había señalado. Oyó voces detrás de una de las puertas y llamó.
El hombre que le abrió debía de ser el sádico al que se refería Kadir. Si no fuera por su prominente barriga, se podía decir que estaba delgado. Iba vestido con unos pantalones azules de chándal y una camiseta interior blanca. Llevaba unas zapatillas de cuadros, sin calcetines.
—¿Sí? —preguntó.
—Buenos días —dijo Kate—. ¿Está en casa su hija Grace?
El hombre la miró con desconfianza.
—¿Es usted de protección de menores?
—No, no pertenezco a ninguna autoridad. —Esta vez no pensaba mencionar Scotland Yard. De hacerlo, podía irse olvidando de que el tipo colaborara—. Solo estoy buscando a alguien. Un viejo conocido. Y me han dicho que puede que su hija sepa dónde encontrarlo.
—¿Quién es?
—Norman Dowrick. ¿Lo conoce? Se supone que vive por aquí.
—¿Usted conoce a alguien que vive por aquí? —dijo el hombre mirándola con desdén. Kate llevaba vaqueros y una camiseta, pero aun así iba mejor vestida que la mayoría en ese lugar. Además, desde el día anterior su corte de pelo apuntaba a una peluquería cara.
—Es un viejo amigo de mi padre. Va en silla de ruedas.
—Ah, ya sé quién es. No tengo ni idea de dónde vive exactamente. A veces se daba una vuelta por entre las casas, pero ya hace mucho de eso. No creo que siga por aquí.
—Su hija…
—Mi hija no está muy bien de la cabeza. No creo que pueda ayudarla.
—De todas formas me gustaría hablar con ella —insistió Kate.
Él la escrutó con la mirada.
—Sí que viene de protección de menores, ¿verdad?
«Y tú te mueres de miedo de pensar que sea así», pensó Kate. Consideró que alguien, quizá incluso la policía, tendría que investigar con lupa a esa familia, en especial al padre, pero ni tenía la autoridad necesaria ni era el momento para ello.
—No. Ya le he dicho que solo he venido a buscar al señor Dowrick.
—No lo conozco. Y Grace tampoco. Y ahora lárguese. —La actitud del hombre había cambiado radicalmente. A Kate no le costó imaginar que pudiera resultar muy desagradable. Al principio había intentado mostrarse correcto, pero ahora ya no veía ningún motivo para ello, y seguramente nunca mantenía la compostura durante mucho tiempo—. Si no llamaré a la policía —añadió.
Ella estaba segura de que eso era lo último que haría, pero también sabía que no le iba a sacar mucho más. Tenía recluida a su hija, y puede que tuviera sus razones. Percibía su carácter violento, la frialdad en sus ojos.
Se dio la vuelta para marcharse y oyó el estruendo de la puerta al cerrarse.
«¿Y ahora qué?».
Se alejó de la casa caminando lentamente, pensando en la manera más sensata de proceder. Entonces oyó un ruido amortiguado, una especie de susurro por encima de su cabeza. Miró hacia arriba.
La casa en la que vivía la familia de Grace estaba en el entresuelo, de manera que la ventana estaba a algo más de un palmo por encima de Kate. Vio a una mujer que se asomaba, pero que al mismo tiempo miraba temerosa por encima de su hombro porque no quería que la descubrieran. El tono amarillento de su piel resultaba aterrador.
—He oído que busca a Grace, ¿verdad?
Kate se detuvo y bajó también el tono de voz por precaución.
—Sí. ¿Es usted su madre?
—Sí. Cruce el paso subterráneo hacia la vieja fábrica. Grace siempre anda por allí.
No era el momento de preguntar qué hacía Grace en una fábrica abandonada en lugar de estar en el colegio.
—Gracias. Ahora mismo iré para allá.
—Ayúdela, por favor —añadió la mujer antes de cerrar la ventana.
La encontró en la parte trasera de la fábrica. Se paseaba con la silla de ruedas entre montones de viejos neumáticos y bidones gigantes, en los que Kate esperó que no hubiera químicos tóxicos o cualquier otro tipo de residuos peligrosos. Aquel lugar estaba a la sombra de un edificio de ladrillo alargado y bastante alto que amenazaba con desmoronarse en cualquier momento. «Cuánta dejadez —pensó—. Toda la zona tendría que estar acordonada y marcada con señales de advertencia».
Se acercó a la niña.
—¿Grace? —preguntó.
Grace frenó la silla de ruedas. La movía con las manos. Kate no vio si la silla tenía algún dispositivo eléctrico.
—Soy Kate Linville. Una amiga de Norman Dowrick.
—Hola —dijo la niña.
Kate miró los ojos azul claro de aquella cara angelical, suave y redonda. Llevaba la melena rojiza detrás de las orejas, y le caía casi hasta la cintura. Tendría por lo menos trece o catorce años, a juzgar por su cuerpo femenino ya muy desarrollado, pero la expresión de su rostro no encajaba. No parecía haber alcanzado aún la madurez intelectual de una adolescente.
Su padre había dicho que no estaba bien de la cabeza. Kadir Roshan había mencionado que le faltaba un hervor.
—¿Eres Grace? —quiso asegurarse Kate.
—Sí.
—Tu madre me ha dicho dónde encontrarte.
Su mirada infantil se llenó de inquietud.
—¿Mi madre? ¿Mi padre también lo sabe?
—No, no tiene ni idea.
Grace, visiblemente aliviada, se apartó un mechón de pelo. Kate se preguntó si se pasaba el día haciendo aquello, pasearse con la silla por el solar de la mañana a la noche, entre neumáticos y bidones, retrasando el momento de volver a casa. Esa casa que seguramente era el lugar más peligroso del mundo, más peligroso incluso que aquella fábrica en ruinas que parecía estar a punto de derrumbarse de un momento a otro llevándose por delante a todo el que estuviera por allí.
—Vaya silla más chula. ¿Es tuya?
—Sí.
—Pero en realidad no la necesitas, ¿no? Porque puedes andar.
—Sí.
—Así que te divierte dar vueltas con ella, ¿verdad?
—Sí.
Kate sonrió simpática.
—No te la quiero quitar, Grace, pero sabes que es de otra persona, ¿verdad? De Norman Dowrick.
Repitió el nombre, pero no obtuvo ninguna reacción por parte de Grace. No parecía conocer a Norman por su nombre.
—Grace, ¿de dónde has sacado la silla?
La niña le devolvió la sonrisa.
—Es mía.
—¿De dónde la has sacado? ¿Te la ha regalado alguien?
—No. La cogí.
Kate albergaba la esperanza de que eso no fuera un sinónimo de robar.
—¿La cogiste?
Grace parecía algo insegura.
—Él ya no la necesita, así que la cogí.
—¿Ya no la necesita? ¿Su dueño, quieres decir?
—Sí.
—¿Se fue de aquí? ¿Sin la silla de ruedas?
—No se fue. —La niña se incorporó con agilidad. La silla rodó un poco hacia atrás y luego se detuvo. Kate vio que era alta y delgada, y que la ropa se le había quedado pequeña. Los vaqueros eran demasiado cortos y las mangas del jersey, también. Entonces se fijó en las manchas amoratadas que tenía en las muñecas.
«Ayúdela, por favor», le había dicho su madre.
Grace se acercó a uno de los bidones y puso las manos en la tapa. Se volvió hacia Kate y le dedicó una sonrisa serena y amable.
—Está aquí dentro —dijo.
3
Caleb Hale estaba delante del padre de Grace y le costaba disimular la aversión que sentía por él. Uno de sus compañeros de la policía de Liverpool le había tomado los datos, así que el comisario sabía que se trataba del señor Darren Henwood, cuarenta y dos años, mecánico naval, en paro desde hacía cinco años. Tenía tal pinta de criminal que incluso él, acostumbrado a ver cosas terribles, estaba impresionado. Detrás, a un lado, estaba Julie Henwood, su mujer. Tenía el aspecto de quien ha perdido toda esperanza de que su vida mejore algún día.
—Son casi las nueve de la noche —dijo Caleb—, ¿y no tienen ustedes ni idea de dónde anda su hija de trece años?
También se había enterado de la edad de Grace, y de que se trataba de la única hija de los Henwood.
Darren se encogió de hombros.
—A veces vuelve pronto y a veces tarde.
—¿Y eso no le preocupa lo más mínimo?
El hombre alzó los hombros una vez más.
—Ya se sabe cómo son los adolescentes.
—¿Y cómo son? —preguntó Caleb.
El señor Henwood sonrió.
—Imprevisibles. Hacen lo que quieren, así que da igual lo que les digas. Y encima Grace… tiene como una tara.
—¿Cuando dice «tara» quiere usted decir que su hija tiene un retraso en su desarrollo intelectual?
—Cuando digo tara quiero decir tara. No está bien de la cabeza. Nunca lo ha estado. No sé por qué. Mi mujer la ha llevado al médico, pero él tampoco puede explicarlo. Estas cosas pasan. Uno nace y crece, pero el cerebro no crece al mismo ritmo.
Caleb se dirigió repentinamente a Julie Henwood.
—Señora Henwood, ¿tiene alguna idea de dónde puede estar su hija?
Ella miró temerosa a su marido. Daba la impresión de que habría preferido consultarle qué debía responder.
—No —masculló finalmente—, yo tampoco lo sé.
—¿Tiene algún amigo con el que pudiera estar?
—No tiene amigos —dijo Darren—. ¿Quién iba a querer estar con ella? Si no dice más que tonterías.
—Aun así habrá alguien en quien confíe, ¿no?
—Nos tiene a nosotros —dijo el hombre, y Caleb pensó que su padre sería seguramente la última persona del mundo en la que confiaría Grace. Puede que en su madre sí, pero la señora Henwood dependía tanto de su marido que tampoco podía ser de ninguna ayuda a su hija.
La situación era complicada. La niña podía estar en cualquier parte, o en ninguna.
—¿Es cierto lo que dicen por ahí? —preguntó entonces Darren—. ¿Que hay tanta policía en la fábrica porque han encontrado un muerto?
—Correcto. Según parece se trata de Norman Dowrick, que también vivía en una de estas casas.
—¿El de la silla de ruedas? Una mujer nos preguntó por él esta mañana. Quería encontrarlo a toda costa.
—El de la silla de ruedas —confirmó Caleb.
Se preguntaba si había algo que pudiera hacer para evitar que Kate investigara por su cuenta la muerte de su padre. Ni siquiera amenazarla con un expediente disciplinario había servido de nada. Seguía adelante incansable, y lo peor era que él y su equipo siempre le iban a la zaga. Encontraba un muerto tras otro, y después llamaba a los investigadores y les presentaba nuevas implicaciones del ya complicado caso. Lo de Norman Dowrick le cabreaba especialmente. Tras el asesinato de Linville, él mismo había dado instrucciones al sargento Robert Stewart para que visitara a la señora Dowrick y le preguntara por su marido. Como resultaba que el matrimonio se había separado y no mantenían contacto alguno, y que Norman vivía de su pensión de invalidez en algún lugar de Liverpool, apartado del mundo y de su antiguo amigo y compañero Richard Linville, no habían seguido investigando en esa dirección.
Y ahora Kate lo había encontrado muerto, en un bidón lleno de agua cerrado herméticamente en una fábrica abandonada. Había avisado a la policía de Liverpool, que había abierto el bidón y había encontrado allí el cadáver. Caleb podía imaginarse a la perfección el escepticismo de los agentes al ver que la pista decisiva venía de una niña de trece años con retraso mental. Seguramente se habían burlado o habían mostrado su enfado mientras forcejeaban para abrir el bidón. Pero después se habrían quedado petrificados. Caleb, informado por Kate, había llegado a Liverpool por la tarde y había hablado con los dos primeros hombres en llegar a la fábrica, policías con una experiencia vital y profesional considerable. Ambos tenían un color enfermizo, y uno de los dos se secaba constantemente la frente con un pañuelo porque no paraba de sudar. Aún no habían llegado los resultados de la autopsia y la identidad del muerto tampoco estaba clara, pero a juzgar por lo que Grace le había dicho a Kate, no cabía duda de que se trataba de Norman Dowrick, del que nadie tenía noticias desde hacía meses. Kate parecía haberse propuesto descubrir toda una serie de asesinatos, y las dos víctimas hasta el momento tenían algo que ver con Richard Linville: una era su amante; y la otra, su amigo y compañero. Sin embargo, cada vez resultaba más difícil relacionar a los asesinados con Denis Shove. El único cadáver que había encontrado Caleb hasta ahora, ya identificado como Neil Courtney, sin duda había fallecido por causas naturales; Robert Stewart había recibido los resultados definitivos de la autopsia al mediodía. De esta manera, Denis Shove seguía siendo sospechoso de haber encontrado al anciano y haberlo enterrado en el jardín, para después ocultar su muerte a las autoridades y embolsarse el dinero de la pensión, pero no se le podía acusar del asesinato de su pariente lejano. Aquella historia de Newcastle tampoco parecía tener nada que ver con la muerte de Linville.
Sin embargo, era imposible que Dowrick se hubiera ahogado a sí mismo en el bidón y que después hubiera cerrado la tapa. Eso Kate también lo sabía.
—Ha sido brutalmente asesinado —le había dicho por teléfono—, igual que mi padre. Y que Melissa Cooper. Deberías venir, Caleb. De lo contrario la policía investigará en la dirección equivocada. No consigo convencer a los agentes de que el crimen está relacionado con otros dos asesinatos en Yorkshire. Creen que no es más que un pobre minusválido indefenso asaltado por unos porreros. Pero a mí esa teoría me parece muy poco probable.
El comisario se había pasado el viaje de Scarborough a Liverpool maldiciendo casi sin interrupción.
Cuando llegó al solar, ya se habían llevado el cadáver pero el lugar seguía siendo un hervidero de agentes y coches de policía. Caleb se dio cuenta enseguida de que reinaba un ambiente febril, casi explosivo, una agitación más intensa de lo habitual en un escenario del crimen. No tardó mucho en enterarse de por qué: en la confusión general, la testigo, la niña de trece años que tenía la silla de ruedas de la víctima y que había señalado el lugar donde se había encontrado el cadáver, había desaparecido sin más. Los agentes ya habían estado en casa de sus padres, que no tenían ni idea de dónde podría estar su hija, y ahora estaban peinando la zona.
—La niña sabía exactamente dónde se encontraba el cadáver —le explicó la jefa de operaciones, que por fin había creído, aunque a duras penas, al comisario desconocido de Scarborough, que afirmaba que aquella muerte podía estar directamente relacionada con las dos de Yorkshire—. Ahí atrás hay cientos de bidones, y ella sabía exactamente de cuál se trataba. No puede haber encontrado el cadáver por casualidad, porque le habría resultado imposible abrir la tapa y volverla a cerrar tal como la encontró mi equipo.
—¿Quiere decir que tuvo que presenciar los hechos? —dedujo Caleb—. ¿O al menos lo que hicieron con el cadáver, en caso de que el lugar del crimen y el sitio en el que se ha encontrado el cuerpo no coincidan?
—O incluso pudo estar involucrada. Las bandas juveniles campan a sus anchas en esta zona. Tipos que desafortunadamente no se detendrían ante un hombre en silla de ruedas. Más bien al contrario.
Caleb solo había podido hablar brevemente con Kate, que ahora estaba siendo interrogada por un agente de la policía de Liverpool.
—Estoy seguro de que Grace no es la autora —le había asegurado Kate—. Es una buena chica con retraso mental que, en mi opinión, se pasa veinticuatro horas al día huyendo de su padre.
—¿Y por qué ha desaparecido del escenario del crimen? —preguntó el comisario.
—Me da muchísima rabia no haberle prestado atención —se había lamentado. Él la había visto muy pálida, pero más firme que en la última situación similar, cuando encontró a Melissa Cooper—. No ha desaparecido porque haya tenido algo que ver con los hechos, Caleb. En ese caso, ¿por qué me habría señalado dónde se encontraba el cadáver de Norman Dowrick? Nadie lo habría encontrado en ese espantoso bidón. Sospecho que tenía miedo por lo de la silla de ruedas. Se la había quedado, y de repente esto se ha empezado a llenar de policías. Pensó que venían a por ella. Así que se ha esfumado, y ahora seguramente esté temblando en algún escondite.
Para hacerse una idea de la situación familiar, Caleb había ido a casa de los Henwood. El padre le resultó repugnante, y vio que la señora Henwood apenas se atrevía a respirar sin pedirle antes permiso a su marido. Sin embargo también tuvo la firme impresión de que efectivamente ninguno de los dos tenía ni idea de dónde podía haberse metido Grace. Tampoco sabían nada de la silla de ruedas, ni mucho menos del muerto.
—Necesitamos los nombres y las direcciones de las personas con las que tiene contacto Grace —dijo—. ¿A qué colegio va?
La señora Henwood susurró el nombre del colegio y añadió:
—Es un centro para niños con… problemas. Pero no va todos los días.
«Y a nadie le preocupa demasiado», pensó Caleb con tristeza.
Los agentes de Liverpool irían al colegio a hablar con los profesores, los compañeros de clase y sus padres. Tal vez alguien pudiera darles una pista del paradero de la niña.
Se sacó una tarjeta del bolsillo interior de su chaqueta y se la entregó al señor Henwood.
—Aquí tiene. Si se le ocurre algo que pueda ayudarnos a encontrar a su hija, llámeme. A mí o al compañero que ha hablado antes con ustedes. O a cualquier comisaría. Es muy importante.
—Lo haré —prometió el hombre.
Caleb esperaba que lo dijera en serio.
Salió de la casa. Entretanto, la policía se había retirado, pero le habían dicho que reanudarían la búsqueda de Grace al día siguiente. Sentado en un muro entre las casas había un hombre esquelético y de piel oscura que se balanceaba hacia delante y hacia atrás. Se dirigió al comisario.
—¿Es cierto que el hombre de la silla de ruedas está muerto?
—Es muy probable, sí —respondió.
El hombre contrajo el rostro en una mueca de dolor.
—¿Lo encontró la mujer que lo estaba buscando por todas partes?
Caleb supuso que se refería a Kate.
—Sí.
—Porque Grace sabía algo, ¿verdad? Yo le di la pista de que Grace tenía la silla de ruedas.
—¿Conoce bien a Grace?
—No mucho, solo un poco. Pobre niña. Su padre es un sádico.
—Oiga, señor…
—Roshan. Kadir Roshan.
—Señor Roshan, ¿tiene alguna idea de dónde puede estar Grace? Es muy importante que hablemos con ella. Probablemente esté escondida por miedo a que la regañemos por tener la silla de ruedas, pero nadie quiere meterla en líos. Solo necesitamos hablar con ella.
—No sé dónde está —dijo Kadir. Por un momento había dejado de balancearse, pero ahora volvía a hacerlo. Caleb no habría podido demostrarlo, pero le daba la impresión de que ese hombre sabía más de lo que decía. O que por lo menos tenía alguna sospecha que se guardaba para sí.
Volvió al coche y de camino llamó a Jane a la comisaría de Scarborough. La había mantenido al corriente durante toda la tarde y en la última conversación le había encargado que le reservara una habitación en Liverpool. Quería quedarse hasta el día siguiente. También le había pedido que se pusiera en contacto con Kate y le dijera que tenía que volver a hablar con ella cuanto antes.
Jane cogió el teléfono enseguida. Parecía alterada. Caleb la comprendía muy bien, él también lo estaba. El caso cada vez les estaba afectando más. Otro muerto, y de nuevo un antiguo compañero.
La agente le informó de que había llamado a Kate al móvil y le había preguntado por el sitio donde se alojaba en Liverpool para reservarle una habitación en el mismo hotel.
—Puede que ya esté allí esperándote —dijo, y sin coger aire, añadió—: ¿Hay alguna novedad?
—Una mierda es lo que hay. Tenemos una testigo que quizá presenciara el crimen. Una niña de trece años con discapacidad intelectual que sabía exactamente dónde se encontraba el cadáver de Dowrick, si es que se trata de Dowrick, de lo cual estoy casi seguro. Y esa testigo ha desaparecido sin dejar rastro.
—¿Y cómo es posible?
Caleb suspiró.
—Puede que aprovechara la circunstancia de que en el escenario todo el mundo estaba ocupado con otra cosa. Para cuando los agentes se quisieron dar cuenta de lo importante que era la niña, ya se había alejado a hurtadillas. Y ahora parece que se la haya tragado la tierra.
—Efectivamente, una mierda. Todo esto es… —dejó la frase a medias.
El comisario sabía lo que quería decir. A cada paso que daban, las cosas se volvían más difíciles. En lugar de acercarse a la solución, parecía que cada vez estuvieran más lejos. Norman Dowrick. ¿Cómo iban a encajarlo en la versión de los hechos que habían mantenido hasta entonces?
Se despidieron desanimados, y Caleb se marchó a ver a Kate.
4
Jane ya tenía el bolso en la mano y estaba a punto de salir del despacho cuando su mirada recayó sobre el papelito que coronaba la montaña de documentos de su escritorio: los números de teléfono de Stella Crane y de su vecina en Kingston.
La pregunta era si debía seguir investigando ese asunto. Tenían que arrestar a Shove; había disparado a Peggy Wild y era culpable de un delito de lesiones graves.
«Y hacer algo siempre es mejor que no hacer nada», pensó agotada.
Primero intentó dar con Stella Crane una vez más, pero le volvió a saltar el contestador. Después probó con el número fijo de Kingston. También un contestador.
Al final llamó a la vecina, la señora Hedger.
Esta descolgó el teléfono al tercer tono y sonó muy aliviada cuando Jane le dijo quién era.
—Ay, agente Scapin, cómo me alegro. Llevo todo este tiempo pensando en llamarla pero siempre… En fin, no estaba segura de no haberme equivocado y de estar siendo ridícula. Ya no sé qué pensar, pero en principio estaba convencida de que me dijeron el 8 de junio, aunque…
La vecina cogió aire y Jane aprovechó para interrumpir su torrente de palabras.
—Señora Hedger, ¿qué ha pasado? Sigo esperando a que los Crane me devuelvan la llamada.
—A eso me refiero —respondió—. No están en casa. No volvieron el domingo por la noche. Ni ayer. No se oye nada en la casa. Las cortinas están echadas. Hoy he vuelto a ir a por el correo y a regar las flores. No hay nadie.
—Vaya —dijo Jane.
—El domingo a última hora pensé que habrían salido tarde y que llegarían entrada la noche. Estaba segura de que el lunes por la mañana vería el coche ante su casa. Pero no fue así.
—¿Y dice que en principio está segura de que los Crane tenían intención de volver el 8 de junio?
—Sí, yo creo que fue eso lo que me dijeron. Pero empiezo a dudarlo. Puede que quisieran quedarse una semana más.
—He dejado un mensaje en el contestador del móvil de la señora Crane —explicó Jane—, pero no ha respondido. Quedaron en que escucharía los mensajes con regularidad, ¿verdad?
—Sí, y eso también me sorprende. Desde ayer yo también le he dejado dos mensajes pidiéndole que me llame urgentemente porque no estoy segura de la fecha en la que regresaban. Pero no ha dado señales de vida.
La agente reflexionó.
—¿Y no es habitual en ella? Es decir, ¿otras veces ha cumplido con lo que le decía?
—Siempre —contestó la vecina de inmediato y muy convencida—. Si me dice que comprobará los mensajes cada dos días y que llamará enseguida si es algo importante, lo cumple. Pondría la mano en el fuego.
Lo cierto era que aquello sonaba bastante extraño. Sobre todo en relación con Therese Malyan, la madre biológica del hijo adoptivo de los Crane. Que a su vez era la pareja de un delincuente a la fuga.
A pesar de no tener tantos datos, era evidente que la señora Hedger se hacía preguntas similares.
—¿Les habrá pasado algo? ¿A todos ellos?
—Si hubieran tenido un accidente de tráfico de tal magnitud me habría enterado —repuso Jane—. Señora Hedger, haga memoria, por favor. ¿Tiene cualquier otro dato sobre el lugar exacto donde han ido de vacaciones? Mencionó usted el norte de Inglaterra. ¿Recuerda algo que pueda acotar la zona un poco más? ¿Le habló la señora Crane de alguna ciudad? ¿Algún pueblo? ¿Algún lago o castillo cercanos? ¿Alguna atracción turística?
Casi se podía oír pensar a la mujer a través del teléfono.
—No —respondió finalmente—. Apenas hablamos de ello. Solo sé que es un sitio apartado. En el que no hay teléfono, internet ni cobertura.
«El lugar perfecto para un delincuente que quiere esconderse de la policía», pensó Jane.
Y sin embargo: ¿de qué podría conocer Denis Shove aquel sitio? ¿Acaso la relación entre los Crane y Therese Malyan era tan estrecha como para decírselo? ¿Sin sospechar el riesgo que corrían?
—Señora Hedger, hágame un favor —le pidió Jane—. Tiene las llaves de la casa. Vaya y busque algo que nos pueda dar una pista. Quizá una dirección apuntada en algún sitio o un folleto abierto, o el número de una agencia de casas de vacaciones. Lo que sea. No importa lo remota que pueda parecerle la conexión.
La vecina mostró muchos reparos.
—Pero ¿no me meteré en líos después por fisgonear en una casa ajena?
—Yo me hago responsable —la tranquilizó Jane. Se le ocurrió que seguramente habría algo en los ordenadores de los Crane, pero estarían protegidos por una contraseña y eso exigiría que el análisis lo llevaran a cabo expertos. Sin embargo, la situación no era lo bastante grave para que se le autorizara su incautación, y mucho menos a esas horas. Por el momento tendría que darse por satisfecha con la vecina y su capacidad detectivesca, seguramente poco desarrollada.
—Por cierto —añadió esta—, el extranjero ese ha vuelto por aquí. El árabe.
—¿Ese que quería hablar con el señor Crane a toda costa?
—Sí. Se pasó toda la tarde esperando delante de la casa. El lunes también estaba ahí. Y hoy por la mañana. Le he preguntado a qué venía tanto interés.
—¿Y bien?
—Lo de siempre. Que tiene que hablar urgentemente con el señor Crane. Tengo la impresión de que de verdad se trata de algo muy importante, porque el hombre está fatal.
—No sabrá por casualidad cómo puedo ponerme en contacto con él, ¿verdad? —preguntó Jane sin muchas esperanzas. Pero la señora Hedger le dio una agradable sorpresa.
—Tengo su número de teléfono —dijo en tono triunfal—. Casi me ha obligado a apuntarlo. Me ha pedido que se lo dé al señor Crane en cuanto lo vea por si lo ha perdido.
Jane anotó el número y el nombre que le deletreó la vecina: H-a-m-z-a-h C-h-a-l-i-d.
Quedaron en que la señora Hedger la avisaría si descubría alguna pista en casa de los Crane. Acto seguido Jane decidió que a estas alturas ya daba igual a qué hora volviera a casa. Marcó el número del señor Chalid. Este contestó en voz tan baja y tan tímida, y pronunció su nombre de forma tan ininteligible que Jane tuvo que volver a preguntar.
—¿Señor Chalid? ¿Hamzah Chalid?
—¿Quién es?
—Agente Scapin, de la policía de Yorkshire. —Para que no colgara asustado al oír lo de la policía, añadió veloz—: Llamo por la familia Crane.
—¿Les ha pasado algo? —preguntó asustado.
—No hay motivo para pensarlo. De todos modos necesitamos ponernos en contacto con el señor o la señora Crane lo antes posible, y su vecina de Kingston nos ha dicho que usted también los está esperando.
—Espero a Jonas Crane. Tengo que hablar con él urgentemente.
—¿De qué se trata? —quiso saber Jane.
—De una película. Está escribiendo el guión de una película sobre mí. Estuve… —se atascó. Bajó tanto la voz que Jane tuvo que apretar la oreja contra el auricular para entenderlo—. Estuve en la cárcel. En Irak. Fui prisionero de Sadam Husein.
—Entiendo. ¿Y el señor Crane quería rodar una película sobre usted? ¿Sobre su vida?
—Él debía escribir el guión. La película quería rodarla una productora, TV Adventure.
Jane no conocía la productora, pero eso no quería decir nada. Veía muy poco la televisión y cuando lo hacía, no prestaba atención a esos detalles.
Le había llamado la atención que Chalid utilizara los verbos en pasado. Como hablaba bien inglés, no le pareció casualidad.
—¿Quería? ¿Dice que la productora quería rodar la película? ¿Ya no es así?
El hombre respondió en tono de total desesperación.
—Me enteré la semana pasada. Al final no quieren hacerla. ¡Dicen que el tema no despierta interés!
Sadam Husein llevaba ocho años muerto, era historia. ¿Seguía alguien preocupado por sus víctimas?
—¿Y sobre eso quiere hablar con el señor Crane?
—Me lo prometió. ¡Me prometió que la película se haría! Me han pasado cosas terribles, ¿sabe? Y a otras personas. Nos torturaron, nos amenazaron de muerte, fingieron mi ejecución una y otra vez. ¿Se imagina lo que es eso?
Jane supuso que lo que ella imaginaba ni siquiera se aproximaba a lo que la víctima sentía en realidad, pero se estremeció al pensarlo. Era indudable que Hamzah Chalid había vivido el horror, e incluso por teléfono se percibía lo traumatizado que estaba. Sin embargo, todo aquello no tenía nada que ver con la desaparición de la familia Crane.
—Me ataron los brazos a la espalda y después me colgaron de las muñecas —prosiguió—. Durante horas. Se me desencajaron los hombros.
Jane entendió que el señor Chalid trataba de procesar el trauma contándole al mundo entero lo que había sufrido. Incluso a una policía completamente desconocida que lo había llamado por casualidad. Necesitaba liberarse de la carga de los recuerdos e imágenes que acarreaba, y para ello buscaba solidaridad en la sociedad que lo rodeaba. Quería que lo miraran, que lo comprendieran, que lo compadecieran. Se volvía loco cuando se quedaba a solas con el horror. Pero nadie quería oír sus historias. Nadie quería cargar con semejantes crueldades. A Jane no le habría extrañado que el entorno de Chalid hubiera comenzado a evitarlo por miedo a monólogos infinitos en los que describiera sin descanso terribles torturas. Aquel hombre se quedaría cada vez más solo con todo aquel espanto y acabaría hundiéndose sin remedio en las profundidades de una espiral de ensimismamiento. Seguramente lo revivía todo día y noche, una y otra vez.
Había considerado la película un atisbo de esperanza y una oportunidad.
—Lo más probable es que el señor Crane no pueda decidir si la película se rueda o no —dijo Jane.
—Lo sé. Lo sé, pero… No me cuadra, ¿sabe? En TV Adventure me dijeron que antes de irse de vacaciones ya sabía que el proyecto no saldría adelante. Pero lo conocí en persona. Me entendió. Mi historia lo conmovió profundamente.
«Y a quién no», pensó Jane.
El hombre prosiguió como si pudiera leerle el pensamiento:
—Estaba realmente afectado. Y quería ayudarme. Yo le importaba. Lo noté.
—Señor Chalid, yo…
—Habíamos quedado en vernos poco después de que volviera de vacaciones. Iba a redactar un tratamiento y quería que lo comentáramos. Estoy seguro de que se habría puesto en contacto conmigo para decirme que… que el asunto no saldría adelante. —Le temblaba la voz—. No se le ocurriría desaparecer del mapa.
Jane no estaba tan segura. A nadie le gustaba dar malas noticias, y mucho menos a alguien como Hamzah Chalid, que ya había sufrido mucho y a quien cualquiera le habría deseado de corazón que algo le saliera bien en la vida. Comprendía perfectamente que Jonas Crane hubiera querido evitarlo.
—La vecina ya no está segura de que fuera el 8 de junio cuando los Crane querían regresar —le dijo.
—Pero yo sí que lo estoy —replicó él de inmediato—, completamente seguro. Me lo apunté. No hay ninguna duda.
Jane lo creyó. Sabiendo lo pendiente que estaba, nunca se equivocaría en esa cuestión. Llevaba semanas esperando al 8 de junio, o al menos a los días siguientes, y desde que había recibido la negativa seguramente veía pasar el tiempo con una intensidad desesperante.
—¿Y por qué lo busca usted? —preguntó de pronto Chalid.
A Jane no le pareció que necesitara conocer los detalles.
—Solo quiero hacerles una pregunta —dijo evasiva—. En relación con otra investigación.
—Entiendo —respondió él, a pesar de que no había nada que entender en aquellas palabras.
—¿Vio al señor Crane poco antes de que se fuera de vacaciones?
—Lo vi el 28 de abril. Fue cuando nos vimos en persona. Después de aquello solo hablamos por teléfono una vez. Entonces fue cuando me dijo que se iba de viaje hasta el 8 de junio y que quedaríamos después.
—¿Y no mencionó adónde iba?
—No. Por desgracia no. Dijo que tenía mucho estrés y que el médico le había aconsejado que se tomara un descanso.
—No sabrá por casualidad cómo se llamaba el médico, ¿verdad?
—No. Él no lo mencionó y yo tampoco se lo pregunté. No pensé que podría llegar a ser importante.
—No es seguro que el médico sepa algo —lo tranquilizó Jane, ya que la voz de su interlocutor había vuelto a adoptar un tono estridente—. Señor Chalid, voy a darle mi número de teléfono. Llámeme si recuerda algo, le parezca importante o no. Usted avíseme.
El hombre le prometió hacerlo y apuntó el número que le dictó.
—Si lo encuentra, dígale que me llame enseguida, por favor —le pidió él entonces—. Es muy muy importante para mí.
—Lo tendré en cuenta, seguro —le prometió.
Se despidieron, pero antes de que colgaran Hamzah dijo de pronto:
—Algo les ha pasado, agente Scapin. Lo sé. Creo que el señor Crane está en peligro. Tiene que encontrarlo como sea. Hay algo que no encaja. Me habría llamado. Me habría llamado sin falta. Algo se lo impide, y no puede ser nada bueno.
5
Una vez en el hotel, Caleb Hale se registró en recepción, pero lo primero que hizo no fue subir a su habitación, sino preguntar dónde se alojaba Kate Linville. Estaba en el mismo piso que él, aunque en el extremo opuesto del pasillo. Llamó a la puerta, que se abrió medio minuto después.
Tenía delante a Kate. Como ya le había sucedido por la tarde, cuando se habían visto brevemente en la fábrica, le llamó la atención que parecía cambiada. Entonces no había conseguido identificar qué era, pero ahora cayó en la cuenta de que se trataba del pelo. Se lo había cortado a la moda y se lo había aclarado, y resultaba asombroso que la diferencia se notara. Parecía más joven, y su rostro, menos afilado y triste.
Sin embargo, al mismo tiempo parecía furiosa. Y eso le sorprendió mucho más que el hecho de que hubiera ido a la peluquería y hubiera invertido unas cuantas libras en su aspecto. Esperaba habérsela encontrado hecha polvo, consciente de su culpa por haber vuelto a entrometerse. Por otro lado, si lo pensaba bien, por la tarde tampoco se había mostrado apocada en absoluto. De hecho, había ido más bien al grano.
En ese momento se lanzó directa a la ofensiva.
—Necesito saber por qué estaba mi padre con esa mujer —le espetó sin introducción alguna—. Y necesito saber por qué se separó de ella. Necesito saber qué significaba para él. Por eso quería dar con Norman Dowrick, porque él sabía lo de la aventura. Esperaba obtener más información. Estoy en mi derecho de indagar en esta historia porque se trata de mi padre, al que ya no puedo preguntarle nada porque ha muerto. No puedo renunciar a averiguar la verdad sobre su relación con Melissa Cooper solo porque a cada paso que doy sientas que invado tus competencias.
Caleb seguía en el pasillo y todo aquello le resultaba algo embarazoso. No creía que fueran los únicos huéspedes del hotel.
—¿Puedo entrar? —preguntó cuando Kate tomó aliento—. Quizá este no sea el mejor sitio para hablar.
Lo dejó pasar. Él la siguió dentro y cerró la puerta tras de sí. Quedaron uno frente al otro en aquel cuarto espartano.
—El problema es que… —comenzó a decir Caleb, pero ella lo interrumpió.
—El problema es que cada vez que hurgo en la vida privada de mi padre doy con un asesinato. Pero en lugar de enfadarte constantemente, quizá deberías sacar de una vez las conclusiones pertinentes.
—¿Y cuáles son, según tú?
—Que tanto la muerte de mi padre como la de Melissa Cooper o la de Norman Dowrick tienen algo que ver con la vida privada de mi padre. Estás desesperado por convertir la profesión de mi padre y el vínculo con Denis Shove en el eje de esta historia, y tus razonamientos cada vez son más peregrinos. En realidad no eres capaz de relacionarlos con Melissa Cooper ni con Norman Dowrick, que ya llevaba mucho tiempo retirado del servicio cuando mi padre arrestó a Shove y lo puso en manos de la justicia.
—Soy yo quien debe valorarlo.
—Estoy deseando saber cómo te las arreglarás esta vez. ¿No te parece rarísimo? Mi padre tiene una aventura con una mujer, y doce años después de que la historia se acabe, ambos están muertos. Brutalmente asesinados. Y ahora también hemos encontrado muerta a la única persona del entorno de mi padre que lo sabía.
—Olvidas un par de detalles —dijo Caleb—. Olvidas por ejemplo el entorno de Melissa Cooper. Ella tenía más confidentes. Sus dos hijos. Y también amigas, por lo que me dijo su hijo. Dowrick no era el único que lo sabía. Además, en este momento solo se me ocurre una persona que ha podido darte información sobre Dowrick, y es su exmujer. Por lo tanto, ella también lo sabía.
—Sin embargo, creo que Norman sabía más —replicó Kate. Ya estaba más tranquila—. Tienes razón, había varias personas informadas. Pero por lo que me contaron Susannah Dowrick y las amigas de Melissa en Whitby…
Caleb le lanzó una mirada penetrante pero ella se la devolvió sin pestañear.
—Por lo que me dijeron, la separación de mi padre y Melissa fue muy misteriosa y nadie sabe por qué se produjo en realidad. Debió de suceder algo que ambos convirtieron en un gran secreto. En cualquier caso, Susannah Dowrick sospecha que su marido lo sabía, y que era el único. Tampoco quiso hablarlo con ella. Norman se alejó de mi padre. Fue un duro golpe para su amistad, que nunca se recuperó. Lo raro es que, según Susannah, Norman le reprochó a mi padre que engañara a mi madre durante años, pero siguió a su lado. Y cuando mi padre deja a su amante y vuelve junto a su esposa como un buen marido, de pronto su mejor amigo rompe su amistad con él. Justo cuando todo volvía a su ser. ¿Por qué? ¿Qué sucedió, qué precedió a esa separación? Ahí está el quid de la cuestión, Caleb. Cuando lo sepamos, sabremos quién ha asesinado a los tres. Y por qué.
—Hum —musitó Caleb. Lo que oía no era del todo descabellado, pero tenía una sensación desagradable y no sabía exactamente a qué se debía. Siendo sincero, podía ser porque de pronto se sentía como un principiante recibiendo una lección, y encima por parte de una mujer más joven y de menor rango que él cuyos compañeros, por lo que había oído, no la consideraban precisamente la lumbrera del departamento. Por no mencionar su incapacidad para poner su vida en orden.
—Te has obcecado con Shove, Caleb —concluyó ella.
Eso ya era el colmo. Sintió el impulso infantil de decirle él también algo que la ofendiera.
—No deberías buscar los fallos solo en los demás, Kate. Al fin y al cabo no habría estado mal que cuidaras de la testigo. Te has lucido al dejar que se escapara.
Kate se estremeció. El comisario ya se arrepentía de lo que había dicho. Había sido un golpe bajo, y además injusto. La situación en general, y el procedimiento que se había llevado a cabo en la fábrica, estaban en manos de los agentes de la policía de Liverpool, ellos eran los responsables.
—Lo siento —añadió enseguida—, ha sido una estupidez por mi parte. No has hecho nada malo.
Sin embargo era evidente que ella misma se hacía amargos reproches.
—Es que estaba muy ofuscada. Tenía muchas esperanzas puestas en la conversación con Norman. Llevaba dos días buscándolo… Y encontrarlo así… Me ha costado volver a pensar con claridad. No caí en la cuenta de que era posible que Grace se largara. Cuando he vuelto en mí… ya era demasiado tarde. Se la había tragado la tierra.
—Podría haberme pasado a mí —reconoció Caleb con sinceridad—. Lo más seguro es que tuviera miedo de que la acusaran de lo de la silla de ruedas. Una idea absurda, nadie podía saber que le iba a dar por ahí.
Kate asintió pero no parecía realmente convencida.
—¿Tenemos más información? —preguntó—. ¿Sabemos ya dónde y cómo mataron a Norman? ¿Y cuándo?
El comisario ya había hablado con el equipo forense pero solo le habían dado unos primeros indicios que por supuesto debían tratarse con mucha cautela.
—Lo más probable es que muriera ahogado. Y el lugar de la muerte fue seguramente el mismo donde lo encontramos.
Kate sintió un escalofrío.
—¿Lo ahogaron en ese bidón? ¿En esa fábrica abandonada?
—Eso parece. Todo sucedió hace ya algún tiempo. Según las estimaciones iniciales, los hechos pudieron tener lugar en enero o febrero de este año. Pero podremos acotarlo con mucha más precisión.
—Así que más o menos en la misma época que lo de mi padre.
—Sí. Puede que un poco antes.
—Un hombre indefenso. Un inválido en silla de ruedas. ¿Quién haría algo así?
—Los colegas de la policía de Liverpool sospechan de una banda juvenil. Parece que hay varias pandillas por aquí a las que se cree capaces de crímenes de este tipo. No podemos desechar por completo esa opción. Sería una casualidad tremenda, pero no está del todo descartado que al final el asesinato de Norman Dowrick no tenga nada que ver con los crímenes de Yorkshire.
—¿De verdad crees que eso es posible?
—Solo digo que no podemos cerrarnos a ninguna posibilidad. —Sonrió por primera vez desde que había entrado en la habitación—. Son tus palabras, Kate, me has soltado ese mismo sermón.
Eso no podía negárselo.
—Cierto.
El policía miró el reloj.
—Ya son más de las nueve. No he comido nada desde el desayuno. Aquí al lado hay un pub, puede que todavía nos den algo.
—No tengo hambre.
—Seguro que también hace muchas horas que no comes nada, ¿verdad?
—Igual que tú, desde el desayuno.
—Entonces acompáñame. Sé un poco más benevolente contigo misma, Kate. Cuídate un poco.
La estaba viendo buscar excusas de forma frenética. Como si le pareciera lo peor del mundo pasar una hora en un pub con él y comer algo. Y beber una cerveza.
«No». Para él, un agua.
—Hagamos las paces —le dijo—, ¿de acuerdo? Por si es eso lo que te hace dudar.
—¿Las paces? ¿Es que estábamos en guerra?
—Puede que no en guerra. Pero hemos estado intentando evitarnos. Te consideraba una entrometida que se pasaba de la raya. Lo siento si he sido demasiado arisco contigo. Ahora sé lo profundamente involucrada que estás en el caso a nivel personal y lo importante que es para ti conocer la verdad sobre tu padre. No puedes evitar que todo lo que tratas de averiguar sobre él se superponga con mi investigación. Es así y punto. No es culpa tuya.
—Es un comentario muy amable por tu parte. Pero de todas formas… prefiero quedarme. Estoy muy cansada. Lo único que quiero es dormir.
Caleb se preguntó por qué de pronto se había vuelto a convertir en la antigua Kate. Reservada, retraída, solitaria. Muy diferente a la de unos minutos atrás, que se le había enfrentado hecha una furia. A él le había gustado ese lado que le había mostrado; había actuado con seguridad en sí misma, le había hablado sin pelos en la lengua, la ira había derribado sus barreras y reservas habituales. Al menos por un breve período de tiempo. Ahora volvía a tener delante a la Kate que se encerraba en su coraza y solo asomaba un poquito la cabeza, como una tortuga desconfiada y escarmentada por una mala experiencia.
Quizá también tenía algo que ver con él. Cenar juntos en un pub entrañaba el riesgo de que la conversación rebasara el ámbito puramente profesional. Recordó la noche en que ella se había emborrachado y al final lo había invitado sin rodeos a acompañarla a la cama. Puede que aún le resultara demasiado embarazoso. Para él era agua pasada, lo achacaba sin más al exceso de alcohol. Le habría gustado decirle que no le guardaba rencor ni pensaba mal de ella. Pero supuso que mencionar aquel incidente no haría sino aumentar su vergüenza.
Así que se limitó a decir:
—De acuerdo, entonces iré solo. Que duermas bien, Kate.
Casi estaba fuera cuando ella habló:
—Tenemos que encontrarla. Lo antes posible.
Caleb se dio la vuelta.
—¿A quién?
—A Grace. Está en peligro.
—Lo dices porque…
—Porque puede que viera algo. Porque sabe quién es el culpable. Y este tiene mucho que perder, sobre todo si se demuestra que también es responsable de la muerte de mi padre y de Melissa Cooper. Una niña de trece años puede conseguir que vaya a la cárcel de por vida. Si esto llega a sus oídos, hará todo lo posible por encontrar a Grace antes que nosotros.
—Hablaré con la agente que dirige aquí la investigación —dijo Caleb—. La prensa no debería mencionar a la chica.
—Sí, pero debemos contar con que algo se filtrará. En la barriada de Grace ya lo sabe demasiada gente.
Él asintió. Tenía razón.
—¿Qué propones?
—Tenemos que concienciar a la policía local de lo que está en juego. Tienen que buscarla con todos los recursos disponibles.
—Insisto, mañana hablaré con quien corresponda. —Vaciló junto a la puerta—. ¿Seguro que no quieres comer nada? No me gusta ir solo a los pubs.
Ella negó con la cabeza.
—No.
«Es ella misma quien se pone la zancadilla una y otra vez —pensó Caleb—. No me extraña que no sea capaz de poner remedio a su soledad».
Sin embargo, tuvo que reconocer casi a regañadientes que era una buena investigadora. Qué raro que en Scotland Yard nadie se hubiera dado cuenta. Tenía una mente despierta, un instinto fiable y calaba bien a las personas.
Y desde luego tenía toda la razón: la prioridad ahora era encontrar a Grace Henwood.