JUEVES, 5 DE JUNIO
1
Stella se despertó porque alguien gritaba su nombre. Primero creyó que estaba soñando, después se dio cuenta de que ya estaba despierta y se preguntó si lo había soñado. Pero lo oyó otra vez.
—¡Stella!
Efectivamente, alguien gritaba su nombre. Muy fuerte. Alguien que estaba a la puerta de la casa.
Comprobó que Jonas dormía a su lado. Respiraba regular y profundamente. Tras dudar un momento se levantó, salió con sigilo de la habitación y bajó rápido las escaleras. La situación era muy extraña, pero decidió averiguar qué pasaba. No era de las que esconden la cabeza debajo del ala para no ver los problemas.
La puerta tenía una ventanita más o menos a la altura de los ojos que se podía abrir para mirar sin que el invitado inesperado pudiera colarse en la casa. Stella miró el reloj del vestíbulo: eran casi las doce. No eran horas de visita.
Abrió la ventanita en forma de rombo y miró fuera. La noche era oscura, una espesa capa de nubes ocultaba totalmente la luz de la luna. Pero soplaba un viento cálido del sureste, y Stella deseó que tuviera fuerzas para barrer las nubes antes de la mañana. Se moría por un día de sol.
Apenas había abierto la puertecilla cuando una cara apareció delante, tan de repente que Stella se echó atrás sobresaltada.
—¡Stella! ¡Dios mío, qué bien que estés despierta! ¿Puedo pasar? ¡Por favor!
Era la voz de Terry.
—¿Terry? —preguntó, absolutamente perpleja.
—Sí, soy yo. ¡Por favor, abre la puerta!
—¿Vienes sola?
—Sí.
Stella quitó la cadena y descorrió el cerrojo. Terry se precipitó en la casa en cuanto la puerta se abrió lo suficiente. La cerró de inmediato cuando estuvo dentro y echó el pestillo.
—No sé si… Puede que me persiga…
—¿Quién?
—Neil. Estará furioso…
—Ven a la cocina. ¿Te apetece un té?
—¿No tienes algo más fuerte? —contestó la joven.
La siguió a la cocina. Stella encendió la luz y entonces soltó un grito de espanto:
—¡Terry! Pero ¿qué te ha pasado?
Ella se llevó la mano a la cara, insegura.
—¿Se nota mucho?
Tenía el labio partido y abultado, y el ojo izquierdo medio hinchado; la piel de alrededor estaba empezando a teñirse de violeta. De la ceja nacía un fino rastro de sangre que iba hasta la sien.
—¡Que si se nota! —exclamó Stella—. ¿Ha sido Neil?
Terry asintió, se dejó caer en el banco de la cocina, hundió la maltrecha cara entre las manos y se echó a llorar.
Efectivamente, necesitaba algo más fuerte que un té.
Stella le sirvió un vaso de whisky.
—Ten. Tómate esto. Y después cuéntamelo todo. —Una pregunta le quemaba en la lengua—: ¿Cómo sabías dónde estábamos?
La joven no contestó, sino que continuó llorando. Por fin levantó la cabeza, se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta, lo que le hizo soltar un gemido de dolor, y agarró el vaso. Se lo tomó de un trago justo en el momento en el que un adormilado Jonas entraba en la cocina, descalzo y con un albornoz azul. La luz le hizo parpadear.
—¿Qué pasa aquí?
—Terry ha venido a hacernos una visita —contestó irónicamente Stella.
Él se quedó mirando a la chica. Poco a poco los ojos se le acostumbraron a la luz.
—¡Madre de Dios! —exclamó—. ¿Qué te ha pasado?
—Ha sido el simpático de su novio Neil —aclaró Stella—. Si lo he entendido bien, está huyendo de él. Por desgracia solo se le ha ocurrido refugiarse aquí. —La miró—. ¡Terry! Aún no me has contestado: ¿cómo sabías dónde estábamos?
Parecía que a la joven le costaba devolverle la mirada. Clavó la vista en el suelo.
—Hemos estado por aquí con el coche —repuso en voz baja—. El fin de semana.
Stella y Jonas se miraron el uno al otro, incrédulos.
—Por aquí… ¿Por el páramo? —inquirió Stella—. ¿Recorriendo la zona y… buscándonos?
Terry asintió con gesto contrito.
—A mí también me parecía… En fin, no fue idea mía. Pero Neil decía que podíamos echar un vistazo…
—¿Cómo sabíais que estábamos aquí ahora? —interrumpió Jonas. Se había espabilado por completo. A Stella le pareció que estaba bastante alarmado.
La joven se sorbió los mocos. Se puso a girar el vaso vacío delante de ella.
—Neil lo averiguó —le contestó en voz baja—. Nos hablaste de tu trabajo y mencionaste una productora de televisión para la que sueles trabajar. Él los llamó y le dijeron que estabas de vacaciones. No necesitó más detalles. Había visto el folleto en el escritorio y pensó que podíamos darnos una vuelta y echar un vistazo. La zona es muy solitaria, se puede viajar sin parar, y de repente aparece una casa o una granja o un pueblo pequeño… Y bueno, desde la colina de ahí —dijo haciendo un gesto vago hacia la oscuridad— vimos vuestro coche. Era el que estaba delante de la casa de Kingston, por eso lo reconocimos, y entonces Neil dijo: «Ajá, están ahí de vacaciones». Y seguimos nuestro camino.
Stella cogió otro vaso, se sentó a la mesa y se sirvió un whisky.
—Yo también lo necesito. Esto que nos dices es terrible, Terry, ¿te das cuenta?
—No íbamos a hacer nada malo —se defendió ella de inmediato—. Os lo aseguro. ¡Tenéis que creerme!
—¿Nada malo? ¿Y qué pensabais hacer? —intervino Jonas—. ¿Qué explicación te dio Neil para todo aquello?
—Me dijo que estaba bien saber dónde pasabais las vacaciones porque a lo mejor podíamos haceros una visita. Le dije que las cosas no eran tan fáciles, que no nos habíais invitado. Pero… —Se encogió de hombros.
—¿Pero? —insistió Stella.
—Pues… Se puso nervioso y no quise que… No es bueno molestarle mucho, ¿entendéis?
—Viendo tu cara lo entiendo bastante bien —repuso Stella—. Terry, ¿estás segura de que Neil es la persona indicada para ti?
Ella volvió a bajar la mirada.
—También puede ser muy distinto. Absolutamente adorable y tierno. Es solo que no hay que molestarle.
—¿Y qué es lo que le ha molestado tanto hoy? —quiso saber Jonas—. Has debido de tocarle mucho las narices, a juzgar por su reacción.
La chica soltó un sollozo, que enseguida intentó reprimir.
—Ha sido por el trabajo. Me despidieron hace tiempo, pero él me encontró otra cosa. De camarera en un pub. Pero era un verdadero cuchitril, totalmente cochambroso y con una clientela que enseguida estaba como una cuba. Me manoseaban y acosaban todo el tiempo, me decían obscenidades… Le dije que no quería volver allí, pero no quiso ni oír hablar de eso. Necesitábamos el dinero para el alquiler.
—Creía que a Neil le había quedado una buena herencia —dejó caer Stella.
—Sí, pero no durará para siempre, y además el alquiler es cosa mía. Es mi casa. Neil se vino a vivir conmigo hace un tiempo —explicó.
—Ya veo… —intervino Jonas—. Se va a vivir contigo y te obliga a trabajar en una tasca cochambrosa para que pagues tú el alquiler, y así él no tiene que tocar su dinero… Un acuerdo de lo más justo, en mi opinión.
—El caso es que cada vez me costaba más ir allí —continuó. Tras las palabras de Jonas estaba de nuevo al borde de las lágrimas—. Y anoche…
—¿Sí? —la animó Stella.
—Neil llevaba fuera toda la tarde. Había quedado con un amigo, o eso dijo. Estaba sola en casa. Así que no fui. Al trabajo, me refiero. Tenía que estar allí a las seis pero en lugar de eso me tiré en el sofá a ver la tele. Me sentía liberada pero a las diez y media llegó Neil y se sorprendió mucho de verme en casa. Yo no solía volver antes de medianoche, porque también tenía que limpiar y ordenar.
—Y parece que se puso furioso —apuntó Jonas. Se sentó a la mesa, al lado de las dos. Estaba deprimido y confuso. Era evidente que no podían echar a Terry, pero le disgustaba tanto como a Stella verse involucrado en toda aquella historia. Ese Neil Courtney parecía un tipo peligroso, y había averiguado el lugar en el que estaba su familia. ¿Por qué? Seguro que no era por amabilidad. Le causaba cierto malestar saber que el joven conocía la aislada granja, y que podría imaginarse que Terry se había refugiado allí. Quizá era solo cuestión de tiempo que se plantara en la puerta.
Los pensamientos de Stella iban todavía un paso más allá: se preguntaba si la historia de Terry era verdad. ¿O era todo una farsa para meterse en la granja? Seguramente la chica no era lo bastante lista para tramar un plan así, pero Courtney era inteligente y carecía de escrúpulos. Probablemente no le echaba para atrás zurrar a Terry para darle más verosimilitud a la historia. Y ella estaba tan sometida que se dejaba hacer. Aunque la verdad era que parecía realmente afectada. ¿Porque lo que contaba era cierto? ¿O porque actuaba bajo una enorme presión y por eso rompía a llorar continuamente?
«Deberíamos librarnos de ella y después marcharnos nosotros».
—Sí, se puso hecho una furia —respondió la chica al comentario de Jonas—. Se cabreó muchísimo. Dijo que iba a perder mi trabajo y que tendríamos problemas de dinero otra vez. Le prometí que haría todo lo posible por encontrar otra cosa, pero no me escuchaba. Gritaba y rabiaba, y al final… —No siguió hablando. Estaba bastante claro cómo había terminado la pelea.
—Y, aparte de nosotros, ¿no tenías nadie más a quien acudir? —preguntó Stella—. ¿Qué hay de tus padres? ¿De tus amigas? Seguro que hay personas que pueden ayudarte.
Terry negó con la cabeza.
—No tengo contacto con mis padres. La relación se estropeó cuando lo de…
Stella adivinó a qué se refería:
—¿Sammy?
—Sí. Nunca me lo perdonaron. Que me quedara embarazada a los dieciséis, que los avergonzara ante sus amigos y conocidos… Dar a Sammy en adopción les parecía la única salida, pero nunca comprendieron lo que es verse en esa situación. Cuando cumplí dieciocho me largué, y desde entonces no nos hemos visto ni hemos hablado.
—¿Y tus amigos?
La chica bajó mucho la voz.
—No me queda nadie de la infancia. Todos han ido por otro camino. Se están formando para un trabajo en condiciones, o incluso van a la universidad. Yo no tengo títulos de nada y me mantengo como puedo con distintos trabajos. Ya no… encajo en sus vidas. Y amigos nuevos… No he podido mantener las nuevas amistades. Neil no quería. Siempre se enfadaba cuando quedaba con gente, así que al final dejé de hacerlo.
—¿Cuándo lo conociste? —preguntó Jonas.
A pesar de que desde su llegada no había hablado más que de las restricciones, la violencia y los problemas que habían surgido desde que estaba con él, los ojos de Terry se iluminaron. Parecía que aún consideraba un gran golpe de suerte que aquel atractivo parásito se hubiera instalado en su vida. Por lo que sabía Stella, esa percepción errónea solía darse entre personas que estaban muy solas o que tenían muy poca autoestima. En el caso de Terry, seguramente se trataba de ambas cosas. Se sentía valorada por Neil, que, a la vez, le proporcionaba la sensación de no estar completamente sola en el mundo. A cambio ella se dejaba explotar, fiscalizar y maltratar, y seguramente pasaba mucho tiempo intentando no ver aquellos desagradables efectos secundarios de su relación.
—Lo conocí el año pasado. A finales de octubre, concretamente. Me abordó en el pub en el que trabajaba. Era un buen sitio, no un cuchitril como el de ahora. Me di cuenta de que llevaba toda la noche mirándome, y entonces se armó de valor…
«Se armó de valor», se burló Stella mentalmente.
—… y me preguntó cómo me llamaba. Me dijo que le parecía muy atractiva. Y la noche siguiente apareció de nuevo. Y la siguiente. Y me dijo que solo iba por mí. Y… bueno, después nos hicimos pareja.
«Enhorabuena», estuvo a punto de decir Stella, pero se contuvo. De todos modos no sabía si Terry entendería la ironía.
Jonas y ella intercambiaron una mirada que decía: «¿Y ahora, qué?».
—¿Has venido en coche? —le preguntó Jonas.
La chica asintió.
—Es mío, por eso se me ocurrió… Pero Neil estará furioso. Ahora no tiene forma de desplazarse.
—Ese es su problema —opinó Jonas.
Stella sabía que lo llenaba de alivio saber que el joven no podía presentarse en la granja, al menos no en las próximas horas: sería muy raro que consiguiera un vehículo en plena noche para perseguir a Terry, y seguramente un taxi le resultaría demasiado caro. Lo que no significaba que no fuera a aparecer en algún momento. No iba a aceptar tan fácilmente la humillación de que su novia se hubiera escapado.
Stella se levantó.
—Puedes quedarte esta noche, Terry. Te enseñaré la habitación. Mañana pensaremos qué hacer. Yo en tu lugar iría a la policía y denunciaría a Neil por lesiones.
La chica la miró horrorizada. Era evidente que jamás haría eso.
Después de que Stella hiciera la cama, le diera una toalla y la chica desapareciera en el dormitorio, la pareja se quedó un rato en la cocina. Stella no se libraba de la sensación de que lo mejor era irse lo antes posible, aunque al mismo tiempo su sentido de la justicia se sublevaba: ¿iban a dejarse asustar por aquel tipo? Ya era bastante malo que Terry estuviera a su merced, pero ese era su problema y no era algo que incumbiera a la familia Crane.
—Me parece de lo más turbio que se haya dedicado a recorrer la zona buscando la casa —afirmó Jonas—. Además, en Kingston se fijó en nuestro coche y seguro que también apuntó la matrícula. ¡Esto no es normal!
—Courtney no es normal —ratificó Stella—. No es una persona decente, eso como mínimo. Vive completamente a costa de Terry y la obliga a trabajar en un tugurio… Es violento y vago, y va por la vida gorroneando. Seguramente tiene un pie fuera de la justicia.
—¿Qué quiere de nosotros? Creo que se dio cuenta de que no nadamos en la abundancia y, aunque así fuera, ¿qué le hace pensar que puede beneficiarse?
—Es probable que para sus estándares seamos bastante adinerados, aunque no seamos ricos. Creo que esperaba que acogiéramos a Terry como un miembro más de la familia, en calidad de madre biológica de Sammy, y que lo incluyéramos a él por ser su pareja. Estoy convencida de que si hubiéramos sido más amables habrían empezado a pedirnos dinero y a presentarse en casa constantemente.
—Pero tiene que haber visto que no nos entusiasmó en absoluto su visita de mayo, y que el plan de «somos una gran familia feliz» no va a funcionar. Entonces, ¿por qué nos espía ahora?
—Está claro que no se ha rendido todavía —repuso ella, y ambos guardaron silencio, preocupados y pensativos. De repente eran más conscientes de lo aislada que estaba la granja y de que ni siquiera podían llamar por teléfono para pedir ayuda. Tenían que caminar un buen trecho hasta lo alto de la colina para conseguir una cobertura que ni siquiera era estable. Por otro lado, a lo mejor exageraban con sus malos presentimientos. Neil Courtney podía ser un novio violento, desconsiderado y absolutamente egocéntrico, pero otra cosa era que se atreviera a comportarse así ante una familia desconocida. Terry era la víctima perfecta, pensaba Stella; casi fomentaba que Neil la tratara peor que a un felpudo. Él la había estado observando en aquel pub y había reconocido instintivamente el tipo de mujer a la que podía convertir en su esclava.
Pero los Crane eran otra cosa. Al fin y al cabo, los tíos como Courtney eran unos cobardes. Abusaban siempre de los más débiles, no de sus iguales ni de quienes eran más fuertes que ellos.
—Vámonos a dormir —propuso Stella—, y no nos volvamos locos con todo esto. Pero tenemos que procurar que Terry se vaya lo antes posible. Hay que seguir lanzando el mensaje de que no queremos mantener ningún tipo de contacto. Y de que no vamos a dejarnos involucrar. Que arreglen sus problemas entre ellos.
Jonas asintió. De camino al dormitorio, Stella se asomó al cuarto de Sammy: el pequeño respiraba acompasadamente y no se había enterado de nada. También se quedó parada ante la puerta de Terry. No se oía nada, ni se veía luz por las rendijas.
El resto de la noche iba a ser tranquilo.
A pesar de todo, Stella comprobó otra vez la puerta principal y las que llevaban al exterior desde la cocina, el comedor y el salón. Estaban todas bien cerradas.
Sería mejor que en los próximos días prestara especial atención a esos detalles.
2
Kate se había quedado tan perturbada por la revelación de Michael Cooper que Caleb y Jane acordaron con tan solo un intercambio de miradas no dejarla regresar sola en su coche. Caleb quería conversar a fondo con aquel hombre, de modo que pidió a Jane que la llevara a casa. Él no tenía coche, porque había llegado con la agente, pero volvería a Scalby después en el coche de Kate.
Esta no tuvo nada que objetar a aquel arreglo. Estaba tan aturdida que no era capaz de pensar en otro plan.
No se había dado cuenta de lo tarde que era. Para cuando llegaron a su casa eran las once y, para cuando se les unió un agotado Caleb, había pasado ya la medianoche. Jane había preparado té, que Kate bebió apáticamente a pequeños sorbos. Tenía la mirada perdida y solo podía pensar una cosa: «No puede ser. Mi padre con otra mujer. ¡Es imposible!».
Caleb también tomó una taza de té, y las informó de su conversación con Michael Cooper. Había confirmado las declaraciones del vecino: su madre llevaba un tiempo sintiéndose observada y vigilada, y estaba asustada. Hablaba sin parar del asesinato de Richard Linville y se preguntaba cuál habría sido la razón. Los dos hijos pensaron que se imaginaba cosas porque no podía superar la muerte de su examante.
—Michael vio a su madre por última vez a mediados de mayo —les contó Caleb—, en la casa que tienen en algún punto de la desembocadura del río Humber en el mar del Norte. Hacía mucho que Melissa no había ido por allí pero el tiempo era muy bueno, así que se decidió. Ese día le dijo por teléfono que creía que la estaban observando. Había visto el reflejo del sol en un cristal, parece que varias veces, y estaba convencida de que alguien vigilaba la casa con unos prismáticos. Michael decidió ir a verla esa noche. No se creyó nada de la historia de los prismáticos, pero se había dado cuenta del estado de nervios de su madre y se sintió culpable porque llevaba meses sin verla. Por supuesto, hoy está seguro de que ella tenía razón y de que, probablemente, haber aparecido en la casa impidió que la asesinaran entonces. Ese lugar tan aislado habría sido más apropiado y mucho más seguro que la escuela, pero después de aquel fin de semana la señora Cooper no volvió por allí. Tenía demasiado miedo.
—¿Le llamó algo la atención a Michael cuando fue a la casa? —preguntó Jane—. ¿Algo que a lo mejor entonces no parecía importante pero que ahora puede ser relevante?
—No, por desgracia. Pero me ha asegurado que intentará hacer memoria. Ahora mismo está totalmente conmocionado y aturdido, pero es posible que más adelante recuerde algo. Por supuesto, registraremos a fondo la casa y los alrededores e interrogaremos a los vecinos. Aunque viven muy lejos unos de otros… No tengo muchas esperanzas.
—La cuestión es —reflexionó Jane— qué relación tiene todo esto con nuestro sospechoso, Denis Shove. Si partimos de la base de que Melissa Cooper fue asesinada por la misma persona que mató a Richard Linville, tendríamos que buscar el móvil que puede haberlo llevado a asesinar también a esa mujer…
Caleb le lanzó una mirada de advertencia. «Nada de detalles delante de Kate. Lo hablaremos más tarde».
Ella lo entendió y asintió. Aunque, en su opinión, Kate no estaba oyendo nada; seguía absorta en sus lúgubres pensamientos.
El comisario miró su reloj.
—Maldita sea, qué tarde se ha hecho. Jane, ¿podrías quedarte esta noche con Kate? No debería estar sola.
Esta movió negativamente la cabeza, con pesar.
—Lo siento, pero tengo que volver con Dylan lo antes posible. Lo está cuidando la vecina y ya me va a echar una buena bronca por llegar tan tarde. No me puedo permitir enemistarme con ella.
—¿Y no podría quedarse Sean con él por una vez?
—Ahora mismo no nos hablamos —contestó ella escueta y con expresión rígida. Caleb consideró que era mejor no insistir.
—De acuerdo —suspiró—, entonces márchate.
Deseó que hubiera alguien en la vida de Kate, alguien cercano a quien pudieran avisar en ese momento. Desde que la había recogido en el aeropuerto tenía aquel pensamiento metido en la cabeza: no era bueno que se pasara los días y las semanas metida en aquella casa. ¿Cómo podía una persona de esa edad estar tan sola? Le daba demasiadas vueltas a todo y, en su opinión, se encontraba en un peligroso estado de falta de perspectiva que pronto podría desembocar en una depresión. Al asesinato de su padre le seguía ahora el desprestigio de su figura… o así lo sentiría Kate. Nada había cambiado en la opinión de Caleb sobre Richard Linville. Con o sin amante, había sido un policía magnífico, competente, experimentado, íntegro. Eso no cambiaba porque su vida privada no fuera tan impecable como siempre había parecido. Por supuesto, para Kate era distinto. Para ella su padre estaba justo después de Dios, si no directamente a su lado. Lo había colocado en un inmenso pedestal, por encima de todas las debilidades y vicios terrenales. Ese pedestal se acababa de agrietar de tal modo que aquella figura estaba al borde de la caída, si es que no se había roto ya en mil pedazos. Y eso después de todo lo que había sucedido en los últimos meses y en las últimas horas. Caleb pensaba realmente que en aquel momento no se podía dejar a sola a Kate.
—Me quedaré yo un rato —dijo—. Volveré después en taxi.
Jane se marchó aliviada, y poco después Caleb oyó el motor de su coche. Eran casi las doce y media; lo cierto era que no se le podían exigir más horas extras.
Kate, que hasta entonces había estado callada en el sofá, levantó la cabeza.
—Hace dieciséis años —comenzó—, ¿sabes qué pasó? Le diagnosticaron cáncer de mama a mi madre. Se sometió al programa completo: operación, quimioterapia, radioterapia. Lo pasó francamente mal, tanto a nivel físico como psicológico. Yo intentaba venir de Londres siempre que podía, pero tenía muy poco tiempo. Me consolaba pensando que mi padre hacía lo imposible para poder estar con ella en el hospital. Pero a menudo me llamaba diciéndome que se le había hecho tarde, que no podía librarse del trabajo. ¡Del trabajo! —Soltó una carcajada estridente—. Debía de tener serios problemas logísticos: su profesión, su esposa enferma, su amante… —Se bajó del sofá, cogió una botella del aparador, la abrió y le dio un buen trago.
Caleb distinguió lo que tenía en la mano.
—Chivas Regal. Pega fuerte, Kate. Ten cuidado.
—¿Crees que lo que ha contado el hijo de Melissa es verdad?
—A mí me ha parecido creíble. Pero es su visión de las cosas. Desde luego, no es objetivo. Lo que pasó de verdad seguramente nunca lo sabremos, puesto que ahora tanto Melissa Cooper como tu padre están muertos.
—¿Cómo pudo…? Mi madre luchaba contra una enfermedad mortal mientras él…
—No lo juzgues con demasiada dureza. Seguramente para tu padre fueron momentos muy difíciles. Buscó una salida y quizá no eligió la mejor opción, pero…
Kate dio un segundo trago.
—¿No eligió la mejor opción? Pero sí la opción típicamente masculina, ¿no? Una vida triste, un trabajo duro, una esposa en quimioterapia… ¿Qué mejor remedio que meterse en la cama de vez en cuando con otra mujer?
—Puedo entender que estés dolida, Kate. Pero en este momento solo empeoras las cosas atacando a tu padre. No sabemos nada concreto. A lo mejor lo que tenía con Melissa Cooper era un amor de verdad, y no solo una relación sexual. Incluso en aquel entonces ella no era una jovencita con la que subirse el ego. Era una mujer madura y viuda, que había criado sola a sus dos hijos. Seguramente vio en ella algo más que una simple compañera de cama.
Ella bebió de nuevo.
—¿Y se supone que eso tiene que consolarme? —gritó de repente.
Caleb se acercó a ella y trató de quitarle la botella, pero la agarraba tan fuerte que no lo consiguió.
—¡Kate! Deja de beber. No estás acostumbrada.
—¡No como tú! —le espetó.
Él se estremeció. Creía que ella no lo sabía. Pero al mismo tiempo se preguntó cómo podía ser tan ingenuo. Esas cosas siempre acaban filtrándose. Y llegan a todo el mundo. Intentó mantener la calma.
—Es verdad —repuso sereno—, puede decirse que soy un experto. Y por eso mismo sé que no sirve para nada. Dame la botella, Kate.
En lugar de hacer lo que le pedía, ella siguió bebiendo a grandes sorbos. El olor del whisky se coló en la nariz de Caleb, que enseguida notó el sabor del alcohol en la lengua, sintió la quemazón en la garganta, el calor que se expandía por el estómago, la ligereza que se adueñaba de su cabeza, el emborronamiento de todas las líneas rectas. Los problemas parecían solucionables, las pérdidas se hacían soportables. La vida se volvía más suave. Uno se preguntaba por qué había estado tan angustiado.
Dio un paso atrás. Sintió sudor en la frente y le dieron palpitaciones. Tenía náuseas.
«Siempre serás un alcohólico, Caleb. Siempre». Podía oír las palabras del terapeuta de la clínica de desintoxicación. «No debes hacerte la ilusión de que todo ha quedado atrás. Siempre experimentarás una fuerte reacción física ante el alcohol, aunque solo lo huelas».
Quizá se equivocaba al querer impedirle a Kate que bebiera. Ella no estaba en riesgo como él. De vez en cuando había que emborracharse a fondo y sufrir las consecuencias al día siguiente.
—Tu padre tenía su vida, Kate. Y tú solo puedes juzgarla hasta cierto punto, sobre todo en retrospectiva. También tu madre tenía su vida, y ambos tenían su matrimonio y su relación íntima. A lo mejor sabes mucho menos de lo que crees.
—¡Siempre fueron felices!
—Por lo menos eso te parecía a ti.
Ella lo miró furiosa.
—Ah, ¿es que tú lo sabes todo? ¿También que mis padres me engañaban?
—No. No tengo ni idea. Es solo que no creo que tu visión de las cosas sea correcta en todo. Estás intentando juzgar las vidas de otras personas y, por mucho que se trate de tus padres, deberías ser prudente.
—También es mi vida. Mi vida y la de mi padre estaban muy unidas, lo sabíamos todo el uno del otro.
—Bueno, por ejemplo no sabías nada de Melissa Cooper. Y cuando te pregunté si Richard podría haber recibido amenazas antes de su muerte me explicaste que nunca te habría contado nada así para no resultar ridículo. De manera que no lo sabíais todo el uno del otro.
Ella continuó bebiendo y lo miró provocadora.
—Estupendo. Y ahora sentirás que has ganado, ¿no? Porque me has demostrado que mi padre… que mi padre y yo… que nosotros… —Tenía ya la lengua pastosa, se lio en medio de la frase y de repente se olvidó de lo que iba a decir.
—Creo que el problema es que estás unida a él de un modo muy poco sano. Incluso después de su muerte. Me da la impresión de que no tienes una vida propia. Nada que pueda ser ahora un punto de apoyo.
Ella se tambaleó levemente.
—¿Quién, yo? ¿Que yo no tengo vida? ¿Cómo se te ocurre? ¡Soy sargento en la policía metropolitana! Soy…
Se calló.
—Continúa —la animó Caleb—. ¿Qué más? ¿Dónde hay alguien que se preocupe por ti, para quien seas importante? ¿Que te apoyara cuando acompañaste a tu padre a la tumba? Llevas más de un mes completamente sola en esta casa, enterrada en tu soledad y en los recuerdos. Que yo sepa, no ha venido a visitarte ni una amiga en todo este tiempo. O un amigo. Ni siquiera algún compañero de trabajo, o algún vecino de Londres. Maldita sea, Kate, ¿a eso lo llamas tener una vida? ¿Cuando no hay nadie que se interese por ti y por cómo estás?
—¡Fuera! —gritó ella. Y lo repitió más alto y más tajante—. ¡Fuera!
Él asintió.
—Me voy. Lamento mucho que te sientas tan mal, Kate. Pero creo que no puedo ayudarte.
Se volvió hacia la puerta. Al instante siguiente, Kate estaba a su lado. Había dejado caer la botella y el líquido dorado se derramaba en la alfombra.
—¡No! ¡Por favor, quédate!
Él se detuvo y se giró hacia ella.
—Kate, deberías…
—No me dejes sola. No puedo quedarme sola ahora. Tengo miedo. ¡Un miedo espantoso! —Rompió a llorar—. Por favor, quédate conmigo. Abrázame. Necesito a alguien que… necesito a alguien que me apoye.
De repente se aferró a Caleb, que no quiso quedarse ahí parado y con los brazos colgando, así que la abrazó. Seguro que al día siguiente aquella escena le iba a resultar terriblemente embarazosa a Kate, pero por qué no darle en aquel momento lo que tanto necesitaba. Era una situación que le resultaba muy extraña: noche cerrada, en casa de su antiguo superior, y con su hija borracha y desesperada entre los brazos.
«Habría sido mucho mejor que se hubiera quedado Jane», pensó.
—Todo irá bien, Kate —dijo. Hablaba en el mismo tono con que se calmaría a un niño desconsolado—. Ya verás que todo se arregla. Todo irá bien.
Ella levantó la cabeza. Tenía los ojos muy abiertos, y parecían más grandes que nunca en su rostro consumido.
—Acompáñame arriba, Caleb. ¡Ven!
Él la apartó tan bruscamente como si se hubiera quemado con algo muy caliente, y dio un paso atrás. Ella lo agarró de la mano e intentó llevarlo hacia la puerta.
—Ven, Caleb. ¡Por favor!
El comisario no conseguía soltarse, ella lo sujetaba con fuerza. Estaba muy borracha, y él se dio cuenta de que, efectivamente, no toleraba nada bien el alcohol. Aunque, por otro lado, se había bebido media botella de whisky a un ritmo tremendo, y seguramente con el estómago vacío.
—Kate, en este momento no eres capaz de razonar. El día ha sido espantoso, y el whisky no te ha sentado nada bien. Vete a la cama. ¿Tienes alguna aspirina que puedas tomarte?
—No quiero estar sola.
—No me iré, ¿vale? Te prometo que me quedaré. Hasta mañana por la mañana.
—Sube conmigo.
Por fin logró liberar la mano.
—Preferiría ir a buscar una aspirina.
Una expresión de concentración apareció en los ojos de Kate.
—¿Una aspirina?
—Mejor dos o tres. Te quitarán al menos una parte del dolor de cabeza que te espera mañana.
—En el baño. Arriba.
—De acuerdo, vamos. ¿Podrás subir sola?
Se tambaleaba delante de él. La siguió pegado a ella, pero Kate consiguió apañárselas bien con los empinados escalones. Una vez arriba, se quedó parada en el pasillo mientras él entraba en el baño y abría el armarito de encima del lavabo. Efectivamente, allí estaban las medicinas. Llenó un vaso con agua, echó tres comprimidos dentro y esperó a que se disolvieran burbujeando. Después se lo tendió a Kate, que aún estaba con la mirada perdida en el pasillo.
—Tómate esto. Te despertarás un poco mejor.
Ella apuró el vaso y después preguntó:
—¿Por qué no quieres acostarte conmigo, Caleb?
Se preguntó cuánto de lo que contestara estaría ella en condiciones de entender y de procesar. No quería herirla, por eso se refugió en una corrección neutral que no pudiera interpretarse como un rechazo directo de su persona.
—Has bebido demasiado, Kate. No voy a aprovecharme de eso.
La verdad habría sido: «Porque no eres mi tipo. Ni borracha ni sobria. Eres la mujer menos atractiva que he conocido, y lo último que se me pasaría por la cabeza es acostarme contigo».
—Pero… yo no me sentiría… No… —Le costaba trabajo articular—. No me sentiría utilizada.
—Ahora tienes que descansar. Estás agotada. Yo voy abajo, al salón, ¿de acuerdo?
Ella lo miró con una mezcla de tristeza, dolor y desesperanza en los ojos, y él tuvo la certeza de que, por muy borracha y exhausta que estuviera, había entendido perfectamente lo que pensaba. Había comprendido que su negativa iba mucho más allá de aquella noche y de su nivel de alcohol en sangre. Seguramente la habían rechazado de igual modo cientos o miles veces en su vida. No era fácil engañarla, conocía de sobra la situación.
Al final asintió, se dio la vuelta y se metió en el dormitorio. Cerró la puerta de un portazo. Caleb se quedó un momento esperando y luego fue a la planta baja. Aunque por lo general su casa se le caía encima y no aguantaba el vacío y el silencio, habría dado lo que fuera por poder volver allí. Pero había dado su palabra y, de todos modos, se habría quedado preocupado. Kate se encontraba en un estado mental en el que era una irresponsabilidad dejarla sola. Se preguntó qué pasaría a partir de entonces.
Ya en el salón recogió la botella de whisky, que seguía tirada en medio de la habitación. El olor que ascendía desde la alfombra hizo que le temblaran las piernas. Después de todo lo que había pasado era el momento perfecto para tomarse un buen trago, y cualquier persona normal lo habría hecho. Desde que había salido de la clínica nunca había sentido un deseo tan intenso. Desesperado, miró la botella… Desesperado, sobre todo, ante sí mismo. Notó que apenas le quedaban barreras, apenas le quedaban fuerzas para contenerse. Si era sincero, «apenas» era un eufemismo. No le quedaba la más mínima barrera.
Salvo que la botella estaba vacía.
Completamente vacía.
3
Helen Jefferson estaba desayunando en su pequeño piso de Leeds y se había olvidado completamente de tomarse los cereales y de beberse el café. Este último se le había enfriado y, en el tazón, la leche y la avena se habían convertido en una masa pegajosa. Pero no se daba cuenta. Tenía el periódico abierto, aunque solo había mirado los titulares de la portada y ni siquiera era consciente de lo que había leído.
Tenía la vista clavada en la pared. Reflexionaba.
Sobre el deber cívico, que le parecía un tema complicado.
Salió de sus pensamientos cuando Peggy, su pareja, entró en la cocina. Como siempre, había pasado horas arreglándose en el baño y estaba preciosa. Maravillosos rizos largos de un rubio dorado. Pestañas como aureolas densas y negras. Tenía cara de ángel, pero estaba muy lejos de serlo. Podía blasfemar como un marinero y poseía un repertorio inagotable de chistes verdes tan bastos que sonrojaban sin remedio a hombres hechos y derechos.
—No has comido nada —observó Peggy—. ¿Te pasa algo?
Helen asintió.
—No te has enterado de nada esta noche, ¿verdad? Al principio de la noche, más concretamente.
Su pareja siempre había tenido problemas para dormir. Antes de irse a la cama se ponía tapones en los oídos porque cualquier ruido la despertaba y tardaba horas en volver a conciliar el sueño. La ventaja era que así no la molestaban los ronquidos de Helen. La desventaja, que no se enteraba de nada de lo que sucedía en el edificio. «Y no hay que taparse los oídos ante todo y ante todos», pensaba Helen.
—Se han peleado otra vez —continuó—. Terry y Neil. Con gritos y violencia. Por cómo chilló ella… me parece que la ha vuelto a pegar. Bueno, en realidad estoy bastante segura. Y no dejo de preguntarme…
—¿Qué? —inquirió Peggy mientras se servía café y metía el pan en el tostador.
—No es la primera vez, y no sé si debemos quedarnos al margen. Era nuestra estrategia pero no sé si es lo correcto…
—Hum… —profirió Peggy.
Ella y Helen no conocían bien al novio de su vecina, pero desde el principio se habían preguntado con espanto por qué la chica solo daba con tipos horribles; esta vez había pescado un ejemplar realmente espeluznante. Aquel Neil era muy pagado de sí mismo e iba por ahí con actitud arrogante, aunque no podían evitar preguntarse de qué presumía. Ambas sospechaban que vivía a costa de su novia; desde luego no parecía que tuviera una profesión decente, por mucho que saliera de casa y pasara varias horas desaparecido. Ejercía sobre Terry una influencia nefasta. Antes la chica subía algunas noches a compartir una botella de vino con ellas; de vez en cuando salían las tres, se divertían y lo pasaban bien, aunque después Peggy decía que estar con ella le costaba cierto esfuerzo.
«Es tan ingenua… De verdad, ¡me dan ganas de darle una torta! Cuando habla de política me pone de los nervios. ¡No tiene ni idea de nada!».
Aun así, habían percibido lo sola que estaba la joven y se habían preocupado. Terry no hacía más que conocer hombres e imaginarse en cada ocasión que había encontrado el amor de su vida, pero las relaciones acababan tan rápido como empezaban. Con aquella nueva adquisición, aquel Neil-Lo-Que-Fuera, estaba durando un tiempo sorprendente. Ya era más de medio año. Y eso no redundaba precisamente en su beneficio.
No era solo que su aspecto externo hubiera cambiado radicalmente («aunque sea para bajar la basura se pone una ropa con la que otras mujeres salen a hacer la calle», opinaba Peggy, sin pelos en la lengua), sino que además se había apartado de las pocas personas que quedaban en su vida. Ya no iba de visita a su piso, ya no salían juntas. Un día, sin planificarlo, Helen llamó a la puerta para preguntarle si le apetecía que se tomaran un café. Terry, que solo abrió una rendija, parecía insegura y confusa, y después Helen oyó la voz de Neil que preguntaba:
—¿Quién es?
—Helen. Es Helen. Dice que si me tomo un café con ella.
—No tienes tiempo. ¡Dile eso!
La chica sonrió con desamparo.
—Lo siento, no puedo. A lo mejor otro día…
Por supuesto, no hubo ningún otro día.
Helen y Peggy se habían dado cuenta de que aquel tipo intimidaba y fiscalizaba a Terry, mientras que esta sentía por él una mezcla de adoración y temor. También eran conscientes de que aquello estaba tomando un mal camino. En dos ocasiones se la habían encontrado y notaron que intentaba ocultar sin ningún éxito, bajo las gafas de sol y una gruesa capa de maquillaje, las marcas que tenía en la cara y que demostraban que a Neil se le iba la mano. Sin embargo, mantuvo férreamente que se había tropezado y se había golpeado al caer. En vista de eso, Peggy opinaba que no se la podía ayudar, era imposible convencerla de que se deshiciera de aquella joyita. Solo podían desear que aquello se resolviera por sí solo algún día.
—Está sometida —continuó Helen—, está totalmente entregada. Nunca encontrará fuerzas para separarse de él. Anoche, mientras estaba tumbada en la cama oyendo el drama de abajo, me sentí como esa gente que vemos a veces en las noticias y que no podemos entender: esos vecinos que siempre se mantienen al margen y que luego se quedan asombrados cuando alguien resulta gravemente herido, o incluso muerto. Nosotras siempre hemos despreciado a esa gente.
—Es verdad. Pero, de todos modos, Terry tiene que querer. Mientras siga diciendo que entre Neil y ella todo está en orden nosotras no podemos hacer nada.
—Deberíamos hablar otra vez con ella. No podemos ignorar todo esto.
Acordaron que, tras el desayuno, cuando bajaran para irse, llamarían a la puerta y la invitarían despreocupadamente a tomarse una copa de vino con ellas, «para hablar de unas cosas».
—Esperemos que ese cabrón no nos chafe los planes —dijo Peggy—. Tonto no es. Si anoche tuvieron ese… encontronazo, seguro que se huele de qué va la cosa.
Contaban con pillar a Terry sola, porque a esa hora solían encontrársela de camino a la compra mientras a todas luces su novio aún dormía. Pero cuando llamaron sin hacer mucho ruido, intentando que ella las oyera pero él no se despertara, la puerta se abrió de repente y Neil apareció en el umbral.
—¿Sí? —preguntó. Estaba sin afeitar, llevaba una sudadera sucia y olía a sudor. No tenía aspecto de haber pasado la noche en la cama. Se quedó mirándolas a las dos.
—Eehh… ¿está Terry? —inquirió Peggy. Siempre había sido la más valiente, y los tipos como aquel no la asustaban.
—No está —repuso Neil.
—¿Y dónde ha ido?
—¿Para qué la buscáis? —preguntó, en lugar de contestar.
A Peggy siempre se le había dado bien inventarse al instante excusas convincentes.
—Helen y yo celebramos nuestro quinto aniversario —mintió—. Esta noche queríamos abrir una botella de champán y hemos pensado que a Terry le gustaría compartirla con nosotras.
La frente de Neil se arrugó con preocupación.
—Bueno, no creo que esté de humor. Anoche la llamaron por teléfono. Su madre está muy enferma.
—¿Su madre? —Por fin Helen abrió la boca—. Pero yo creía… ¿No había dejado de hablarse con su madre?
—Hace unas semanas retomaron el contacto. Aunque, tratándose de un infarto, de todos modos lo normal es que la hayan avisado. Por mucho que se hubieran peleado.
—¡Madre de Dios! ¿Un infarto?
—Está en el hospital de Scarborough —continuó él—. Terry se puso de los nervios. Lloró y gritó…
—¿Por qué en Scarborough? —preguntó Peggy—. Su familia vive en Cornualles.
—Eso es lo trágico. Su madre llegó ayer. Hoy habían quedado para verse en su hotel. Parece que iban a perdonarse, a acercarse después de tantos años. ¡Y ha tenido que pasar esto…! —¿Sería verdad todo aquello? La historia parecía muy cogida por los pelos. Helen y Peggy no se miraron. No se fiaban lo más mínimo de él, pero ¿mentiría en una ocasión en la que era tan fácil pillarlo?—. Así que Terry se fue anoche con ella, no hubo manera de impedírselo.
«Y dejaste que una mujer alterada y desesperada condujera sola —pensó Peggy—; podía haber pasado cualquier cosa».
Pero no dijo nada. Neil no era precisamente la amabilidad en persona.
—Me gustaría mucho estar con ella —añadió él—. Pero no sé cómo. Se llevó el coche.
—Salgo ahora para Scarborough —informó Peggy—. Puedo llevarte.
—¿En serio? ¡Eso sería estupendo!
Helen la miró estupefacta. Aquello iba demasiado lejos. Llevar a aquel tipo en el coche… Ella no lo haría ni por todo el oro del mundo. En realidad no sabían si decía la verdad, y además lo más probable es que fuera un hombre violento… Le lanzó a su pareja una mirada implorante: «¡No lo hagas!».
Pero Peggy parecía decidida a aclarar lo sucedido durante la misteriosa noche anterior. Llevaría a Neil a la clínica de Scarborough y así descubriría si la madre de Terry de verdad estaba en Yorkshire y había sufrido un infarto. O si, en lugar de eso, era la chica la que estaba ingresada por las lesiones que le hubiera causado Neil. Sacó las llaves del coche.
—Pero hay que salir ya. Tengo que ir al trabajo.
Él asintió.
—Claro. Yo estoy listo.
Descendieron las escaleras los tres juntos. Abajo, Helen se despidió. Trabajaba en la sección de anuncios de un periódico de Leeds y por las mañanas cogía el autobús. Peggy, tras estar bastante tiempo en paro, había encontrado un empleo en una residencia para mayores de Scarborough, lo que le suponía una hora y media de ida y otra hora y media de vuelta, es decir que pasaba cada día tres horas en la carretera. No era una situación sostenible a largo plazo, pero se había alegrado de volver a trabajar. Helen y ella se planteaban mudarse de Leeds a York, y así vivirían más o menos en el punto medio. Pero aún no habían encontrado un piso a buen precio: York era más caro que Leeds. Parecía que no había una solución realmente satisfactoria y, entretanto, Peggy casi se había acostumbrado a su incómoda jornada laboral.
Neil parecía estar de buen humor cuando salieron en dirección a la A64. No daba la impresión de estar ocultando algo. A lo mejor Helen se había equivocado en su interpretación de los hechos de la noche anterior. Terry había tenido un ataque de nervios cuando se enteró del infarto de su madre, había llorado y gritado, y Helen se lo había tomado como una fuerte pelea.
«Quizá hemos exagerado un poco en nuestra mala imagen del tipo —pensó Peggy—, aunque… la verdad es que me resulta muy antipático».
Quería lanzarle una mirada disimulada por el rabillo del ojo y se sobresaltó al darse cuenta de que él la observaba descaradamente y esbozaba una sonrisilla insolente.
—¿Qué pasa? —preguntó ella—. ¿Por qué me miras así?
—Eres una mujer preciosa. ¿Por qué no te buscas un tío?
—No me van los tíos.
Él hizo un movimiento despectivo con la mano.
—Tonterías. Eso es lo que tú crees. Eres demasiado atractiva para desperdiciarte con otras mujeres… Y más aún con una tan fea como Helen.
—Pues mira, ahí tenemos opiniones diferentes. A mí las relaciones con mujeres no me parecen un desperdicio. Y Helen no me parece nada fea.
Neil sonrió.
—A mí personalmente tampoco me parecen ningún desperdicio. Y Helen es fea, tú también lo piensas. Es la típica lesbiana, se la ve de lejos. Pero tú te mereces algo mucho mejor.
—No voy a seguir con esta conversación —afirmó ella con frialdad.
—¿Alguna vez has estado con un tío? Eso siempre me interesa de las lesbianas. ¿Nacéis ya estropeadas, o es que un tipo os trata tan mal que decidís pasar de los rabos y dedicaros a las chicas?
—Controla lo que dices —le advirtió—. O te dejo aquí mismo en la cuneta y ya verás cómo te las apañas para llegar tú solito.
—¿Es que he tocado un punto débil?
—No tengo puntos débiles.
—Todo el mundo los tiene.
—Yo no. Y ahora cierra la boca. No quiero seguir oyendo tus malditas impertinencias.
Él volvió a sonreír, pero al menos guardó silencio. Peggy estaba enfadada consigo misma. ¿Cómo había sido tan estúpida como para ofrecerse a llevar a aquel tío horrible? Solo porque a Helen se le había ocurrido de pronto que había que ayudar a Terry. ¡Como si pudieran ayudarla! Si alguien era capaz de estar con un tipo tan asqueroso como aquel, seguramente era inmune a las buenas intenciones de los demás. Con un hombre así solo podía estar una mujer que arrastrara graves problemas psicológicos. Aquello era un caso para un terapeuta profesional.
«No podemos hacer nada —pensó Peggy—. Terry tiene que salir del pozo por sus propios medios».
Estaban en campo abierto, solo rodeados de praderas y cultivos. Neil preguntó de pronto:
—¿Puedes parar un momento? Tengo que mear.
—¿Ahora?
—No, dentro de una hora. ¡Pues claro que ahora!
Ella giró en un estrecho camino que salía a la izquierda, se internaba un poco en la pradera y se perdía entre la hierba. Paró el motor.
—Vale. Estamos. —Él no se movió. Ella frunció el ceño—. ¿Pero no tenías una urgencia? Pues venga. No quiero llegar tarde al trabajo.
Justo en ese momento vio el arma que él tenía en la mano. Una pistola. Con el cañón apuntándole.
Durante unos instantes se le cortó la respiración e intentó comprender lo que estaba pasando. La amenazaban con una pistola. Un hombre con pinta de delincuente y del que solo sabía cosas malas.
Pero no podía ser verdad. Esas cosas solo pasaban en las películas. No en la vida real.
Cuando por fin logró respirar, se mostró enérgica.
—Pero ¿qué haces? ¿Te has vuelto loco? ¡Aparta eso!
—Necesito el coche —explicó él—. Lo siento, pero es urgente.
—¿El coche? Tú alucinas. No creerás que…
No le dejó terminar la frase. Con un movimiento súbito de la mano izquierda la agarró del pelo y le dio un tirón tan brutal que la hizo gritar. Acercó mucho su cara a la de ella. Al mismo tiempo, Peggy notó que la pistola se le clavaba en las costillas.
—Oye, esto va en serio. Déjate de tonterías, ¿estamos? Haz lo que te diga. Ahora vamos a bajarnos los dos y no vas a intentar ningún truquito, ¿vale?
Le tiró otra vez del pelo y ella gritó de nuevo. Era como si le arrancara mechones enteros. Comprendió que Neil no era de los que se limitaban a las amenazas. Aquello podía acabar muy mal si ofrecía resistencia. Estaba en clara situación de inferioridad: él tenía un arma. No dudó ni un momento de que estaba cargada. Ni de que la utilizaría.
—Vale —susurró—, vale. Me bajo.
Abrió lentamente la puerta. El aire caliente le dio de lleno, cargado de olor a flores y a hierba. Justo a su lado había un arbusto de espino blanco florido. Iba a ser un día de sol, un verdadero regalo después de las lluvias de las últimas semanas. Las nubes se habían dispersado durante la noche. Soplaba un viento suave.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. No era un día para morir a manos de un loco al borde de la carretera entre Leeds y Scarborough.
«Helen no quería que lo llevara. Tenía razón. Su intuición no se equivocaba».
Él se deslizó por los asientos y salió por la puerta del conductor. Estaban pegados el uno al otro, entre el coche y el arbusto. Peggy intentó ver la carretera, pero apenas distinguía nada. Se había adentrado demasiado en la pradera y el espino los mantenía ocultos del camino. Quien pasara por allí solo alcanzaría a ver un poco de la parte trasera del coche. Jamás se daría cuenta de que había un hombre amenazando a una mujer con una pistola.
Antes de que pudiera darse cuenta, aparecieron unas esposas que se cerraron alrededor de sus muñecas. Tenía los brazos inmovilizados detrás de la espalda. ¿De dónde las había sacado? Lo cierto es que conseguirlas no era un problema, cualquiera podía comprarlas en un sex-shop.
—Lo siento —dijo él, aunque no parecía que lamentara nada en absoluto—, pero no puedo permitir que salgas corriendo a la cuneta, pares el primer coche y me eches detrás a la policía. Te vas a quedar un rato aquí. ¡Siéntate!
—¡No puedes dejarme aquí atada! ¡Nadie me encontrará!
—Alguien aparecerá. —Señaló unos cuantos kleenex arrugados y una lata de Coca-Cola tirados en la hierba—. Aquí viene la gente a mear, a beber y a follar. No creo que te quedes sola mucho tiempo.
Peggy opinaba distinto. Ya se veía acuclillada bajo el arbusto, hora tras hora, quizá todo el día, quizá la noche entera. Era poco probable que la oyera alguien si gritaba. No pasaban peatones por la carretera, y desde los coches nadie la oiría. A lo mejor tenía alguna posibilidad si aparecía algún campesino en los cultivos que estaban detrás, pero de momento no había absolutamente nadie.
—Por favor —dijo—. No lo hagas. Te prometo que esperaré una hora y…
Él se rio.
—Claro. Y los Reyes Magos existen. —Tiró de las esposas de tal modo que el metal se le clavó dolorosamente en la carne—. ¡Al suelo!
Peggy oyó un vehículo que se acercaba. El rugido de un camión. El resto del tiempo todo había estado en silencio.
«Ahora», pensó.
Consiguió zafarse porque Neil no esperaba que se resistiera. No contaba con que las mujeres pudieran resistirse, porque toda su vida se había rodeado de aquellas que lo obedecían a pies juntillas. Las mujeres fuertes y seguras de sí mismas como Peggy eran su pesadilla.
Ella esquivó la puerta, que seguía abierta y en la que se le enganchó la chaqueta. Oyó cómo se rasgaba la tela. No importaba, debía llegar a la carretera.
—¡Para ahora mismo, puta! —rugió Neil.
Echó a correr. El camión se acercaba. Debía llegar arriba a tiempo. Tenía que pararlo. El conductor la ayudaría. Era imposible que siguiera adelante si veía una mujer salir de los campos con las manos atadas a la espalda. Seguro que…
El disparo destruyó sus pensamientos. Sonó tan fuerte que le dolieron los oídos, y por un momento pensó que se había quedado sorda para siempre. No sentía nada más, así que no debía de haberla alcanzado. Sin embargo, para su gran sorpresa, una pierna le cedió, se rompió bajo su peso, y ella cayó al suelo. Intentó levantarse pero no lo consiguió. La pierna no le respondía. Como no podía incorporarse con las manos se quedó tirada en la hierba como un pez fuera del agua, boca abajo, con la cara en la tierra que, después de los días de lluvia, aún estaba húmeda y fresca y olía más a primavera que a verano.
Acto seguido Neil le levantó la cabeza tirándole del pelo.
—¡Pero serás gilipollas! ¡Estúpida, imbécil de mierda!
Sus rudas manos la pusieron de pie. Se quedó apoyada en él, con la pierna izquierda combada. Miró hacia abajo. Tenía los vaqueros empapados de sangre.
Poco a poco fue cobrando conciencia de lo que había sucedido. «Sí que me ha alcanzado. Me ha dado en la pierna».
El camión pasó por la carretera con gran estrépito. El conductor no había visto nada.
Neil la arrastró hacia el coche y tras el arbusto. Poco a poco empezaba a notar el dolor en la pierna, pero no era demasiado intenso. Más alarmante le parecía la cantidad de sangre. Estaba sangrando muchísimo.
—Neil, necesito ayuda.
Él la tiró en la hierba. Con una cuerda de nailon ató las esposas a una de las gruesas y fuertes ramas del arbusto.
—Tú sola te has condenado. No puedo hacer nada. ¿Qué esperas, que te lleve al hospital y me quede mirando cómo avisan a la pasma?
Ella se miró la pierna. La tela del pantalón estaba absolutamente empapada. El dolor se agudizaba.
—Si me dejas aquí me voy a desangrar. Neil, no puedes hacer esto. Al menos llévame a la carretera. Neil…
Pero había dejado de prestarle atención. Se subió al coche y cerró la puerta. Despavorida, vio que encendía el motor y daba marcha atrás.
—¡Neil! —gritó como pudo. Como se lo permitieron sus fuerzas, que eran cada vez menores. Estaba perdiendo demasiada sangre demasiado deprisa—. ¡Neil!
Ya no la oía y, aunque la hubiera oído, le habría dado igual. Ella ya no podía verlo, pero oyó que el coche entraba en el asfalto. Al instante siguiente el motor resonó y el joven se marchó con un chirrido de neumáticos.
De forma completamente inútil y sin ninguna esperanza siguió gritando:
—¡Neil! ¡Vuelve, por favor! ¡Por favor!
Luego paró. Todo estaba en calma. Oía en la lejanía el ruido del motor de su coche. Aparte de eso, resonaba el murmullo de un avión. En el arbusto de espino blanco revoloteaban y zumbaban las abejas. Por ningún lado se veía un tractor. Ni una sola persona.
El dolor era ahora muy intenso. Como si tuviera la pierna en llamas. La sangre corría por la hierba.
Le parecía que el corazón le latía muy deprisa y con demasiada fuerza. Los labios, la boca, la garganta, se le habían quedado totalmente resecos en cuestión de segundos.
—Agua… —murmuró.
Las últimas nubes surcaban el cielo, y el sol, que tanto se había hecho esperar, calentaba sin piedad.
Se iba a morir allí, Peggy lo sabía muy bien.
Solo esperaba perder pronto el conocimiento.
4
Caleb Hale y los agentes Scapin y Stewart estaban sentados alrededor del escritorio del comisario en Scarborough. Todos tenían delante una taza de café y todos parecían terriblemente cansados.
«El que está peor es Caleb», pensó Jane.
Tenía la cara gris y ojeras; el hecho de que estuviera sin afeitar y de que llevara la ropa del día anterior no ayudaba mucho. Sin embargo, Jane tenía la impresión de que su mal estado no se debía solo al cansancio. Su aspecto era peor que si no hubiera pegado ojo, más bien parecía casi enfermo. Había llegado en taxi, lo había visto por la ventana. Se podía inferir, entonces, que venía directamente de la casa de Kate Linville y que no había pasado por la suya a primera hora de la mañana. Típico de Caleb. Como jefe también era así: solícito, preocupado. Su idea del trabajo no acababa en los límites de la profesión. No dejaba a la gente en la estacada solo por haber cumplido con su deber, considerando que todo lo demás ya no era de su competencia. Siempre hacía más de lo que debía.
Jane se preguntaba a menudo si no sería demasiado sensible para su trabajo. Si no le afectaba demasiado lo que vivía y experimentaba. También el dolor de las víctimas. Era evidente que le costaba mucho mantener las distancias y protegerse a sí mismo, pero quizá era porque estaba muy solo. A veces Jane tenía la sensación de que, desde que se había separado de su mujer, no le gustaba volver a casa. Aprovechaba cualquier excusa para no ir allí; por ejemplo, quedarse de guardia en casa de la alterada hija de un antiguo colega asesinado. Aunque lo dejara exhausto.
Sin embargo, no parecía haber recaído. Antes el olor de su despacho delataba que estaba de todo menos sobrio. Ahora consumía enormes cantidades de café, pero nada más.
—¿Cómo está Kate, jefe? —le preguntó.
Él se encogió de hombros.
—No la he visto esta mañana. Espero que eso signifique que ha dormido más o menos bien. Pero psicológicamente está fatal. Si tuviera a alguien a su lado… Parece que no tiene a nadie.
—¿De verdad su padre era la única persona importante en su vida?
—Eso parece, sí. Está tremendamente sola. —Al frotarse los ojos con la mano se le quedaron enrojecidos, lo que le hizo parecer aún más cansado—. Pero ninguno de nosotros puede ayudarla. Tiene que poner su vida en orden, recomponerse. Y mucho me temo que eso solo puede hacerlo ella misma.
—Un hombre no le iría mal —opinó el sargento Stewart—. Aconséjale que busque por internet, Jane. Hoy en día todo el mundo lo hace.
—Para que te vaya tan bien como a ti, ¿no? —Era un secreto a voces en la comisaría que Robert llevaba años intentando sin éxito encontrar una mujer en los más variopintos portales de citas.
Pero el comentario no le molestó.
—Bueno, de todas maneras sus opciones aumentarían. No parece muy probable que el hombre de sus sueños vaya a aparecer como por arte de magia en su casa de Scalby para arreglarle la vida.
—Eso deberíamos dejárselo a ella —dijo Caleb, zanjando el tema—. Es su vida, y lo que haga con ella es cosa suya. Nosotros tenemos que ocuparnos de otros asuntos. Todavía es temprano, pero ¿hay algún avance en el caso de Melissa Cooper?
Robert hizo un gesto afirmativo.
—Estoy bastante seguro de que he averiguado cómo se conocieron el comisario Linville y Melissa Cooper. No sé si será relevante para el caso, pero pensé que tenía sentido investigar los puntos de contacto, dado que parece que ambos fueron víctimas del mismo asesino.
Caleb asintió.
—Claro. ¿Y qué has encontrado?
—Esta mañana llegué muy temprano y me puse a revisar informes antiguos. Del año 1998, puesto que parece que es cuando comenzó la relación.
—¡Muy buena idea!
El sargento se alegró visiblemente por aquel cumplido.
—En septiembre de 1998 hubo un robo en un salón de juegos del puerto de Scarborough. A plena luz del día. Dos jóvenes armados con una pistola entraron y se hicieron con la recaudación. El dueño se resistió con energía, así que le dispararon. Murió antes de llegar al hospital. Los chicos cogieron un montón de dinero y se subieron a un coche que los estaba esperando, conducido por un tercer implicado. Hubo testigos, las personas que paseaban por el puerto en aquel momento. Y entre ellos estaba Melissa Cooper, que había quedado con una amiga en un pub. Podía dar una descripción aproximada de los ladrones, por eso la trajeron a la comisaría para que declarara. Fue Linville quien habló con ella, me imagino que se conocieron en ese momento. Aunque eso podrían confirmárnoslo los hijos…
Caleb reflexionó.
—¿Puede ser que en aquel robo esté la clave de los asesinatos de ahora? ¿Atraparon a los ladrones?
—Sí, pero…
—¿Qué?
—Los cogieron muy pronto. Pero no por la declaración y la descripción de Melissa Cooper, y tampoco fue Linville quien los detuvo. Dos días después del asalto, que acabó en un asesinato que no habían planeado, uno de los ladrones perdió los nervios y se entregó. Enseguida delató a los otros dos. De manera que aquello no tuvo nada que ver con Melissa, y me atrevo a decir que los culpables ni siquiera supieron de su existencia.
—Aun así, hay que investigar a fondo el asunto. Robert, continúa con ello. Me imagino que los tres cumplieron su condena y hace tiempo que están en libertad, ¿no?
—Ya lo he comprobado, jefe. —Efectivamente, el sargento debía de haber empezado su servicio muy de buena mañana—. Los tres están fuera y no han vuelto a dar problemas. Dos viven en Hull y el otro, aquí en Scarborough. Tengo sus direcciones.
A Caleb le pareció que aquel día los miembros de su equipo se habían intercambiado los papeles. Normalmente era Jane quien destacaba por su gran actividad y su iniciativa, mientras que Robert era un policía competente pero algo comodón. Aquel día, en cambio, la joven parecía al límite de sus fuerzas. Estaba muy pálida y su aspecto era tan cansado y fatigado que, de haber sido posible, el comisario le habría dado el día libre. Se le había hecho muy tarde la noche anterior. Y seguramente había tenido problemas con la vecina que cuidaba de Dylan.
—Muy bien, Robert, entonces tú te encargas de poner bajo la lupa a esos tres. Por otro lado, tenemos que continuar siguiéndole la pista a Denis Shove. No tengo claro cómo podemos relacionarlo con Melissa Cooper, pero…
—Jefe, Denis Shove fue detenido en 2005. Eso es tres años después de que Richard hubiera dejado a Melissa… al menos según lo que cuenta el hijo —intervino Jane—. Pero me pregunto si Shove podría haber descubierto que Linville y la señora Cooper habían estado juntos un tiempo. A lo mejor no le bastaba con vengarse de él. Lo hemos visto otras veces, que los culpables se desquitan también con el entorno.
—Hum. ¿Y cómo se habría enterado de la aventura?
—Esas cosas acaban sabiéndose. Sospecho que por ejemplo mucha gente de aquí, de la comisaría, sabía perfectamente lo que pasaba. No me extrañaría que, mientras Linville creía que ocultaba un gran secreto, muchos anduvieran cuchicheando sobre él a sus espaldas.
Caleb suspiró. Puede que tuviera razón. Pensó en su sobresalto de la noche anterior, cuando Kate, furiosa como un animal amenazado, le había echado en cara su problema con el alcohol. Había sido muy ingenuo por su parte intentar mantener la historia del bypass. Todos sabían la verdad, e incluso en Londres, en Scotland Yard, estaban al tanto.
Cosa que lo dejaba bastante en ridículo.
—Pero no acaba de encajar —afirmó—. Aunque los colegas lo supieran, ¿cómo le habría llegado a Shove? Y además, en ese caso, ¿no habría matado primero a Melissa Cooper y luego a Richard Linville? Lo de ella podría ser un aviso a Linville, para confundirlo y atemorizarlo. Creo que el orden en el que ocurrieron los hechos no tiene mucho sentido…
—A lo mejor Shove lo había planeado en otro orden —sugirió Jane—. Y luego salió de otra manera. A lo mejor algo fue mal con Melissa, mientras que con Richard se le presentó una buena ocasión. Así que cambió de plan.
—Pero entonces, ¿por qué asesinar a Melissa? La podría haber dejado con vida, puesto que su muerte ya nunca afectaría a Linville.
—Pero ya la tenía en sus planes —repuso la agente—, y no se iba a quedar satisfecho si no los llevaba a cabo hasta el final.
Caleb golpeaba el escritorio con un lápiz. Todo aquello le sonaba muy raro.
—A Melissa Cooper la ataron y la amordazaron. Le destrozaron las rodillas con un martillo mientras estaba consciente. Después le rajaron la garganta de tal modo que casi la decapitan. Tanto odio y tanto deseo no solo de matarla sino de hacerla sufrir, ¿tan solo para llevar a cabo un plan que, al fin y al cabo, ya se había cumplido? No me convence.
De momento, los otros dos no tuvieron nada que decir. Finalmente Robert preguntó:
—¿Y qué hay de los hijos de Melissa? Está claro que Michael odiaba a Linville, eso quedó bien patente ayer.
—Ya, pero no odiaba a su madre —apuntó Caleb—, y al saber la noticia se quedó absolutamente conmocionado. Si su desesperación y su horror eran falsos tiene que ser un actor buenísimo. Aun así iré a verlo, a lo mejor ha llegado ya su hermano. Hablaré de nuevo a fondo con los dos. Tienen que contárnoslo todo de la relación de su madre con Linville.
—Es una lástima que las personas realmente perjudicadas por aquella aventura no puedan ser las culpables —afirmó Jane—: los cónyuges. El marido de Melissa había fallecido ya en aquel entonces, y la mujer de Linville murió hace tres años.
—Efectivamente, es una pena que no podamos barajar esa opción tan sencilla —convino el comisario. Se levantó—. Lo haremos así: Robert, como hemos dicho, tú investigarás a los culpables de aquel robo en Scarborough. Jane, tú revisarás todos los documentos e informes relativos al caso de Shove. Me gustaría saber si hay algo que lo relacione con Melissa Cooper… aunque no lo creo, pero hay que comprobarlo. Yo iré a Sheffield y hablaré con Michael. Además, ya he mandado agentes a Hull. Están registrando el piso de Melissa, interrogando a los vecinos y al portero de la escuela, y están peinando los alrededores de la casa de la desembocadura del Humber. De todos modos, me gustaría intensificar la búsqueda de Denis Shove. Aunque se descubra que no tiene nada que ver, al menos podríamos tacharlo de la lista después de interrogarlo y de comprobar sus coartadas. Lo mejor sería…
—Señor, ya puse eso en marcha anoche —interrumpió Jane—. Ha salido su foto en muchos diarios regionales. Con descripción y todo lo demás.
Esa era la Jane que él conocía. Caleb le hizo un gesto de reconocimiento.
—Muy bien. Haces un trabajo excelente, Jane. En serio.
Los ojos de ella enseguida se iluminaron un poco.
El sargento Stewart meneó negativamente la cabeza de modo apenas perceptible. No porque no compartiera la opinión de Caleb en cuanto a las capacidades de Jane, sino porque, a su parecer, ambos se estaban centrando demasiado en Denis Shove.
Y eso a él no le cuadraba de ninguna manera.
5
Aunque llevaba mucho tiempo despierta se había quedado una eternidad en la habitación, por miedo a encontrarse con Caleb abajo. No quería volver a verlo en la vida. Se sentía fatal, sufría los efectos de la media botella de whisky que se había bebido en poco rato con el estómago vacío: tenía un dolor de cabeza insoportable, la boca de estropajo, y los ojos le ardían y eran incapaces de enfrentarse siquiera a la débil luz que se filtraba entre las cortinas echadas. Pero nada de aquello era tan terrible como el recuerdo de lo que había sucedido la noche anterior. Ella y Caleb Hale en el salón. Se le había echado encima y le había suplicado que la abrazara. Cosa que él había hecho, y ella había sentido fuerza, consuelo y seguridad. Pero entonces había ido un paso más allá, había querido llevárselo a la cama y, por muy borracha que estuviera, no conseguía olvidar ni un ápice de aquella escena. Al contrario, tenía un recuerdo claro y nítido del espanto, la incomodidad y el alejamiento de Caleb; aquella situación le había resultado horrible. Kate se preguntaba cómo había podido comportarse con tal descontrol, sin que su cabeza la hubiera alertado de nada.
Intentó reprimir los recuerdos pero siempre reaparecían y, además, se solapaban con muchas otras imágenes espeluznantes del día anterior. En realidad prefería acordarse de estas últimas, de la escena del crimen, de Melissa Cooper cubierta de sangre, atada y salvajemente asesinada, porque aquel recuerdo era mucho más tolerable que el de su lamentable comportamiento con Caleb, que el de la mirada que le lanzó cuando dijo que no quería aprovecharse de la situación. Kate enseguida había visto en sus ojos cuál era la verdad. No le veía ningún atractivo ni ningún encanto. Era una mujer en la que en condiciones normales jamás se habría fijado, y de la que solo se preocupaba porque había apreciado mucho a su padre y sentía compasión por ella.
Era el cuento de siempre, la historia que se repetía una y otra vez: desinterés total o compasión, nunca recibía otra cosa de los hombres. Y justo había conseguido avivar la lástima de Caleb Hale por ella. Seguro que la consideraba un caso perdido y, además, una persona de cuyo camino era mejor apartarse.
En algún momento oyó que se acercaba un coche y después que la puerta de la casa se cerraba. Seguramente el comisario había pedido un taxi. Por prudencia esperó todavía un rato, y luego se levantó y fue hacia la puerta con pasos inseguros. Se quedó escuchando, se asomó por el hueco de la escalera. Silencio total.
Gracias a Dios, se había ido.
Tardó bastante en ducharse y vestirse porque el dolor de cabeza le impedía realizar movimientos rápidos. La imagen del espejo le confirmó que tenía un aspecto horrible: estaba pálida, tenía los ojos hundidos y parecía haber envejecido de golpe. Aún no había cumplido los cuarenta pero pensó que aparentaba cincuenta. Le daban ganas de echarse a llorar por su físico, por su existencia y por todo el rechazo que había recibido a lo largo de su vida, pero contuvo las lágrimas. Eso empeoraría el dolor que le martilleaba en la cabeza y detrás de los ojos.
Por fin bajó las escaleras. En la cocina encontró la cafetera eléctrica llena y activada para que mantuviera el café caliente. Pero no había cartas, mensajes ni saludos.
«¿Y qué esperabas? —se preguntó—. A partir de ahora se va a mantener lo más lejos posible de ti. No hará absolutamente nada que pueda malinterpretarse».
Sintió que no podía comer nada, pero se sirvió una gran taza de café. Se lo tomó de pie, mirando por la ventana. Poco a poco le volvieron los ánimos y sus ojos fueron tolerando mejor la luz del soleado día. Se le pasaban muchas cosas por la cabeza y, junto con la terrible vergüenza por su comportamiento de la noche anterior, empezó a emerger cierto enfado contra su padre.
Había tenido una aventura.
Una aventura cutre, miserable y taimada. Su fantástico padre, su maravilloso padre, el padre que estaba por encima de toda duda.
Había engañado a Brenda, su mujer, en un momento en el que lo estaba pasando realmente mal y se encontraba desvalida por completo.
Y no solo a ella: también a Kate. Hasta un punto en que nadie la había engañado jamás.
¿Qué había significado para él esa tal Melissa Cooper? ¿La había amado? ¿Se habría decidido por ella si Brenda no hubiera estado tan enferma? ¿Era el cáncer lo que lo había llevado de vuelta a casa? Si no hubiera sido así, ¿se habría producido la separación, que habría destruido de repente el sentimiento de seguridad y cariño que le habían proporcionado sus padres incluso de adulta? Seguramente la decencia («los restos de decencia», como pensaba Kate) era lo único que le había impedido a su padre largarse. Porque al principio Brenda superó la enfermedad, pero antes de un año el cáncer reapareció y el tormento volvió a empezar. Una vez más su madre ganó la batalla y siguieron nueve años increíbles durante los que consiguió mantener a raya la enfermedad con todo tipo de remedios alternativos; pero quizá su marido nunca creyó que algún día se firmaría definitivamente la paz. Y con razón: en el año 2010 todo se repitió, pero esta vez peor, más deprisa y con más violencia que nunca. El cuerpo de Brenda estaba lleno de metástasis y sus defensas estaban muy mermadas. Murió en enero de 2011.
Y después… Al parecer no hubo una segunda parte de la historia entre Richard y Melissa. Todos los fuegos acaban por extinguirse.
Kate quería saber más sobre eso. ¿Qué había sucedido, y por qué? ¿Cómo habían acabado los dos muertos, literalmente ejecutados por alguien que debía de odiarlos con toda su alma?
Michael Cooper le había parecido muy antipático el día anterior, pero no le quedaba otro remedio que volver a hablar con él. Por el momento no conocía a nadie más que pudiera proporcionarle algo de información.
Había oído que vivía en Sheffield. Buscó por internet la guía de direcciones y descubrió que había dos Michael Cooper. Bueno, podría haber sido peor. Anotó las dos direcciones. No quería llamarlo por teléfono porque temía que se la sacara de encima enseguida. Había notado su aversión. Michael odiaba a su padre y ahora dirigiría ese odio contra ella. Aunque era verdad que el día anterior se encontraba muy conmocionado. En las horas transcurridas quizá se había dado cuenta de que Kate era una persona independiente, y de que no era responsable de los actos de su padre. Mientras pensaba todo aquello casi se sorprendió de formularlo así por primera vez. A pesar de todo lo sucedido, aquel pensamiento le sonaba casi como una herejía: «Soy una persona independiente y no soy responsable de los actos de mi padre».
Siempre lo había visto de un modo muy distinto. Su padre y ella como una unidad. Fusionados. Uno como parte del otro. Y, por ello, tan responsables de la otra parte como de sí mismos.
Y ahora resultaba que Richard había llevado su propia vida. Él solo, a espaldas de su esposa y de su hija.
«Nunca me desvinculé de él, y pensaba que él sentía lo mismo. Pero siguió su propio camino. Con una mujer a la que no conocí. De la que no me dijo una palabra. Traicionó a nuestra familia. Me ha traicionado. A mí y a mis sentimientos hacia él».
Aquello le resultaba tan doloroso que volvieron a aflorar las lágrimas que con tanto esfuerzo había contenido. Antes de que pudiera impedirlo, estaba sentada en el suelo de la cocina sollozando con tanta intensidad que le temblaba todo el cuerpo. Consiguió alcanzar un rollo de papel de cocina, del que fue arrancando un trozo tras otro para enjugar el torrente de lágrimas y sonarse una y otra vez la nariz. Después ya no pudo seguir y se quedó sentada un buen rato, exhausta, vacía, respirando con dificultad; observó los muebles desde aquella perspectiva extraña, notó que se estaba enfriando, pero no tenía fuerzas para levantarse. Se sentía triste e inconsolable pero a la vez algo más calmada, porque las lágrimas siempre alivian hasta las peores tensiones.
En algún momento consiguió incorporarse, fue al baño y se lavó la cara con agua fría; en contra de su costumbre, se aplicó un poco de maquillaje para ocultar las rojeces de los ojos y de las mejillas. Habría sido más sensato no ir a Sheffield.
Pero de todos modos lo hizo.
Llevaba mucho tiempo conduciendo, el tráfico era denso y había tardado dos horas y media en llegar. Además, se perdió buscando la primera dirección, que resultó ser del Michael Cooper equivocado. El hombre que por fin le abrió la puerta después de mucho esperar y de haber llamado tres veces al timbre debía de tener unos noventa años, y cuando Kate le explicó que se había confundido y le pidió disculpas no entendió lo que le decía y le pidió que se lo repitiera tantas veces que al final Kate se dio la vuelta crispada y se marchó de allí dejándolo plantado. Esperaba que al menos el segundo Michael Cooper fuera el que buscaba. También podía ser que no se hubiera registrado, y entonces iba a resultar muy difícil localizarlo. Pero no imposible: tenía de su parte a Scotland Yard. Si jugaba con un poco de inteligencia, Christy McMarrow podría ayudarla.
Media hora después estaba ante una bonita vivienda unifamiliar en el extrarradio sur de Sheffield, donde todo apuntaba a habitantes mucho más jóvenes. Tenía un gran jardín con columpios, tobogán y cama elástica. Kate recorrió un caminito flanqueado de flores que la llevó a la puerta. Cuando llamó, le abrieron muy deprisa. Michael Cooper apareció ante ella. El que buscaba.
La reconoció de inmediato.
—Señora Linville —dijo.
No resultaba tan agresivo como el día anterior. Se lo veía más bien extenuado, demasiado hecho polvo para atacar a nadie.
—Buenos días, señor Cooper —lo saludó—. Siento mucho presentarme sin avisar, pero… ¿tendría algo de tiempo?
No pareció entusiasmado.
—Pues la verdad… Mi hermano llegó hace unas horas y estábamos hablando del funeral… Pero… —Dio un paso atrás—. Pase.
En el pasillo había un montón de juguetes, y Kate oyó voces infantiles que provenían del primer piso.
Michael la condujo al salón. En el sofá había un hombre que se parecía mucho a él: alto y moreno, y con pinta de estar también completamente agotado.
—Mi hermano, Andrew Cooper —lo presentó—. Andrew, esta es Kate Linville. La hija de Richard Linville. Ya te he contado que…
Andrew se puso tenso al oír el apellido. Parecía sentir el mismo rechazo que Michael por el amante de su madre.
Hizo un esfuerzo visible por controlarse, se levantó y le tendió la mano.
—Sí, ya lo sé. Usted encontró ayer… a mi madre.
—Siento muchísimo lo sucedido —repuso ella.
—Sí, es… —Buscaba las palabras pero no encontró ninguna que expresara lo que sentía—. Es increíble —dijo por fin—, simplemente increíble. Cuando ayer me llamó Michael… Fue como una pesadilla. Sigue siendo una pesadilla. Me he pasado la noche conduciendo, vivo en Escocia. Mi madre… —Luchó por contenerse. Kate lo comprendía; lo comprendía demasiado bien—. Pensaba venir a verla en Pascua, y con eso tenía la conciencia tranquila. Ahora pienso… Dios mío, ya no lo puedo arreglar. Ya no podré arreglarlo nunca.
—Andrew, no sirve de nada torturarse —dijo su hermano.
—La vi por última vez en su cumpleaños —prosiguió—. El 7 de enero. Pensaba que con eso había cumplido con mi deber. Aunque sabía que estaba muy sola, que en realidad no tenía a nadie con quien… pasar los fines de semana, o las tardes. Nuestro padre murió cuando éramos niños… —Le temblaban los labios. Estaba al límite de sus fuerzas, y muy emocionado. Kate se sintió culpable de pronto; no tenía que haberse presentado así.
—Voy a hacer café para todos —propuso Michael—. Siéntate, Andrew. Y respira hondo.
Este se hundió de nuevo en el sofá. Cerró un momento los ojos. Tenía la cara pálida.
Kate tomó asiento en un sillón. Michael desapareció en la cocina. Se le oía trajinar con tazas y cucharillas.
Su hermano abrió los ojos. Había logrado dominarse.
—De manera que usted es Kate.
—Sí. Ya sé que su hermano y usted le guardan mucho rencor a mi padre. Yo… no supe nada hasta ayer. De la relación entre mi padre y su madre, quiero decir. No tenía ni idea. Y ahora estoy en shock. Creía que… Siempre creí que mis padres eran un matrimonio feliz.
Andrew la miró reflexivamente. A ella le pareció distinguir cierta compasión en sus ojos.
—Debe de haber sido difícil para usted. Es cierto, señora Linville, nunca nos gustó su padre. Siempre le prometía a mi madre que se separaría de su esposa y le contaría la verdad. Pero al final nunca daba ese paso. Nuestra madre sufrió mucho.
—Mi madre estaba muy enferma. Durante un tiempo pensamos que había superado el cáncer pero parece que mi padre nunca lo creyó del todo. Creo que esa fue la razón de que… al final se quedara con ella.
«Pobre mamá —pensó llena de dolor—, pobre madre mía, jamás habrías querido que se quedara contigo por ese motivo. Nunca quisiste compasión».
Él hizo un gesto afirmativo.
—Lo sé. Según mi madre, esa fue la explicación que le dio. Pero aun así… No debió dejar que las cosas llegaran tan lejos. Nuestra madre cambió por completo. Nunca lo superó.
Tanto dolor. Richard había causado tanto dolor…
¿Y qué más había hecho? ¿Qué más habían hecho Melissa y él para que alguien los odiara tanto, años después de que su relación hubiera terminado?
Eso hizo que se le ocurriera algo:
—¿Sabe exactamente cuándo empezaron su relación? ¿Y cuándo terminó? ¿Realmente acabó, de verdad perdieron el contacto?
Andrew reflexionó un momento.
—Si no recuerdo mal, todo empezó el otoño de 1998. Yo había acabado el instituto en verano y había hecho la matrícula para la universidad. Mi hermano llevaba ya dos años fuera de casa. Richard y mi madre se conocieron porque ella presenció un robo en un salón de juegos de Scarborough y Richard la interrogó en calidad de testigo. —Sonrió con tristeza—. Se ve que a veces las historias de amor empiezan de la forma más inesperada…
Kate frunció el ceño.
—¿Un robo? ¿Sabe algo de eso?
Él se encogió de hombros.
—No. Fue poco antes de empezar la universidad, yo tenía un trabajillo en una empresa de mudanzas y ya no vivía en casa. Y además hace mucho de aquello… —Kate tomó nota mentalmente: «Robo, Scarborough, 1998. Investigar sin falta». Él continuó—: Pero bueno, su relación duró hasta… 2002, me parece. Y después cortaron del todo, de eso estoy seguro. Mi madre hablaba mucho de él y estaba muy afligida porque no daba señales de vida, ni siquiera en Navidades o por su cumpleaños. Era como si la hubiera borrado totalmente, como si para él nunca hubiera existido. Ella no podía entenderlo.
Debió de ser muy duro. Pero Kate sabía bien lo consecuente que era su padre cuando tomaba una decisión. Lo que Andrew le estaba contando encajaba muy bien con su carácter.
—¿Su madre mencionó alguna vez el nombre de Denis Shove? —preguntó Jane justo cuando Michael volvía al salón. Llevaba en una bandeja una cafetera y varias tazas.
—Eso mismo me preguntó ayer la policía —respondió él, en lugar de su hermano—. El comisario… Creo que ese era su rango…
—Sí, el comisario Caleb Hale —apuntó Kate.
—Exacto. Por cierto, va a venir. Llamó hace un rato.
Lo que faltaba. Caleb era la última persona con la que quería encontrarse. Tenía que darse prisa y largarse lo antes posible.
—Pues yo nunca he oído el nombre de Denis Shove —repuso Andrew—. ¿Y tú? —Miró a su hermano.
Este repartió las tazas, sirvió el café y negó con la cabeza.
—No, nunca. Pero hoy sale una foto suya en el periódico. Lo busca la policía. ¿Hay sospechas de que esté implicado en la muerte de nuestra madre?
—Hay fuertes sospechas de que lo está en el asesinato de mi padre —explicó Kate—. Tiene un móvil. Lo que no está claro es por qué querría matar también a su madre. Mi padre lo atrapó en 2005 y lo metió entre rejas. Pero para entonces su madre y él ya no estaban juntos, y además ella apenas tuvo nada que ver con aquel caso. Mi padre separaba muy estrictamente la vida personal de la profesional. Por otro lado, a juzgar por el modus operandi de los dos asesinatos, parece que se trata de la misma persona…
Los dos hombres se miraron.
—Trabaja en Scotland Yard —explicó Michael—. Me acuerdo de que mamá lo mencionó alguna vez.
—¿De verdad? —Su hermano miró a Kate asombrado. Era evidente que se imaginaba muy distintas a las agentes de Scotland Yard. Ella ya conocía esa reacción. La gente no solía creerse que fuera una buena agente de policía, y menos aún que trabajara en una de las instituciones más prestigiosas del país.
Quizá no era de extrañar. En realidad, tampoco ella lo creía.
—Sí —respondió a la pregunta de Andrew—. Y quiero encontrar como sea al culpable de la muerte de mi padre. Y de la de su madre.
—¿Sabe? Había una cosa extraña… —dijo Michael—. Desde que mi madre leyó en el periódico lo de la muerte de Richard Linville estaba tremendamente nerviosa. Me lo comentó por teléfono varias veces. Por desgracia yo tenía la costumbre de poner el piloto automático en cuanto mencionaba ese nombre, y de cambiar de tema en cuanto podía. No quería hablar de él. Y después de lo que le pasó pensé: «Dios mío, y encima llora la muerte de ese…». —Se calló lo que iba a decir. La noche anterior había sido grosero y directo, pero parece que entretanto había comprendido que no podía castigar a Kate por aquello. Que estaba tan traumatizada como él mismo—. Ahora me doy cuenta de que no se comportaba así por la pena sino porque tenía miedo. En su momento no fui consciente porque siempre desviaba las conversaciones. Y después empezó con su… con esa sensación de que la vigilaban y la perseguían. Temía que le pasara lo mismo que a Linville, pero yo la traté como a una señora mayor con manía persecutoria…
—Y yo —dijo Andrew en voz baja—. Yo también…
—Tiene que haber algo —reflexionó Kate—, algo en su pasado común. Algo que hiciera pensar a su madre que estaba en peligro. Supongo que de eso quería hablar conmigo. Y llegué demasiado tarde. Tenía que haber…
Se interrumpió. Tampoco quería ponerse en evidencia delante de aquellos hombres. Pero había cometido el error de dejarse convencer por Melissa para verse por la tarde. Caleb tenía razón: debería haberlo informado inmediatamente y él se habría reunido con la mujer al instante, por la sencilla razón de que tenía algo que decir sobre una investigación de asesinato que llevaba un tiempo atascada. Al menos se les abría una posibilidad. Él no se habría quedado horas esperando, dándole al asesino un cómodo margen de tiempo para acabar con su víctima.
—¿Dónde vivía y trabajaba su madre cuando estaba con mi padre? —preguntó ella—. ¿También en Hull?
Andrew negó con la cabeza.
—Somos de Whitby. Vivíamos allí, y mi madre trabajaba en una escuela de Newcastle. Todos los días conducía una hora y media para ir y para volver, no encontraba otra cosa. A veces estaba hecha polvo pero no tenía otra opción, debía criar a dos hijos. Mucho más tarde, hace más de diez años, se mudó a Hull. Había conseguido otro trabajo y pensó que comenzar de nuevo le iría bien. Después de lo de Richard.
—Pero al final en Hull se quedó muy sola —intervino Michael—. Tenía dos buenas amigas en Whitby, pero ya no podía verlas y no consiguió hacer nuevas amistades.
Whitby. Al menos era un punto de partida.
—¿Me podrían dar los nombres de esas amigas? ¿Y sus direcciones? Me gustaría… —El timbre de la puerta la interrumpió. Sabía a la perfección quién era—. Si les parece, me pueden dar los nombres y las direcciones por teléfono —dijo precipitadamente. Caleb se pondría furioso si la encontraba de charla con los hijos de la segunda víctima.
Se levantó apresuradamente. Michael ya había ido a la puerta. Al instante oyó la voz de Caleb.
—Tengo que irme —dijo. Le habría encantado preguntarle a Andrew si había una puerta trasera, pero se habría puesto en evidencia. No tenía sentido, no había modo de esquivar a Caleb.
Este la miró con desilusión cuando la vio aparecer en el pasillo.
—Buenos días, Caleb —saludó ella. «No pienses en esta noche», se dijo. Le ardía la cara. Además, notaba que se había puesto roja como un tomate.
—Un momento, por favor —dijo el inspector a Michael. Se dirigió a Kate—: Me gustaría hablar contigo. Vamos a mi coche.
Tuvo la impresión de que no serviría de nada negarse.
Lo siguió.
6
Terry no salió de su habitación hasta las doce, lo que significaba que, a pesar de todo, había dormido bien. A la luz del día tenía un aspecto aún peor que la noche anterior. Los cardenales de la cara se habían hecho más intensos, la piel alrededor del ojo izquierdo estaba teñida de un morado fuerte. El pelo se le había revuelto. Tenía el aspecto de una niña desvalida y asustada, aparentaba como mucho quince años y parecía no tener ni idea de qué hacer.
Stella le había indicado a Jonas que las dejara solas, y él se había sentido muy aliviado. Por fin había salido un día que prometía ser cálido y soleado, así que se fue con Sammy a recorrer la costa para encontrar un lugar en el que bañarse y hacer castillos de arena. Volverían a primera hora de la tarde. Stella se quedó ordenando la casa y, a cada minuto que pasaba, estaba más enfadada. Había estado lloviendo sin parar y, cuando por fin se podía salir a hacer algo, aquella visita inesperada e indeseada la dejaba encerrada en casa. Quería dejarle claro a Terry lo antes posible que ella solita tenía que poner en orden su vida y que su relación con Neil Courtney era cosa suya.
Cuando por fin la chica estuvo en la cocina con una taza de café delante, Stella se sentó frente a ella, la miró a los ojos y le espetó:
—¿Y qué piensas hacer ahora, Terry?
Ella jugueteó con la taza. Evitó su mirada.
—No lo sé. De verdad, no tengo ni idea. No sé adónde ir.
—A casa, a Leeds. Es tu casa. Tienes todo el derecho a estar allí y si Neil te amenaza, puedes recurrir a la policía para mantenerlo a distancia. Por cierto, tal como dije anoche, yo en tu lugar presentaría una denuncia. ¿Te has mirado al espejo? Es una agresión grave, Terry, no debes dejarlo pasar sin más.
La joven pareció a punto de echarse a llorar.
—Pero no puedo hacer eso. No puedo denunciarlo. Y no quiero que se vaya de mi casa. Le quiero.
—Crees que le quieres —corrigió Stella—. Pero está claro que no te hace ningún bien.
—Tú no lo conoces. Es muy cariñoso. De verdad, nadie me había tratado con tanta ternura.
—«Ternura» no es precisamente la palabra que me viene a la mente cuando veo tu cara —comentó con sarcasmo. Se levantó y miró a la chica desde arriba—. ¡Por Dios, Terry! No soy tonta, sé que este tipo de historias son complicadas. Estás completamente absorbida por esa relación y, por desgracia, seguirías colgada de ese hombre incluso aunque te zurrara como ayer una vez a la semana. Crees que no tienes a nadie más que a él pero…
—No es que lo crea —la interrumpió Terry—, es que es así. No tengo a nadie. Mi familia…
—Tu familia se ha apartado de ti, eso está claro. Pero mencionaste a los amigos que tenías antes de que Neil apareciera en tu vida. Dejaste de verlos porque él quiso. Entiéndelo, esa situación de tenerlo solo a él en el mundo la has creado tú misma, no es producto del destino. Así él ganaba poder sobre ti. Es una estrategia pérfida y malvada. A una persona así lo último que le interesa es tu felicidad.
—Esos amigos eran más bien conocidos. No tenía a nadie que me quisiera. A quien yo pudiera querer. Si me hubiera quedado a Sammy…
Stella sintió que se helaban las manos y que se le encogía el estómago. «Apártate de Sammy —le habría encantado decirle—, te estás acercando demasiado y no voy a permitirlo».
—Eras muy joven. Tenías muy buenas razones para darlo en adopción. Y, para serte sincera, también me alegro por Sammy. Al menos así no ha caído en las garras de un padrastro como Neil Courtney. —Terry se había puesto pálida y Stella se dio cuenta de que se había pasado. Volvió a sentarse—. Perdóname, he sido demasiado directa.
—No pasa nada —murmuró la chica. Siguió jugueteando con la taza, sin tocar el café. Después levantó la vista y la miró por primera vez—. ¿Puedo quedarme un tiempo? Por favor. Solo os tengo a vosotros.
«Te equivocas. No nos tienes para nada».
El nudo en el estómago se le hizo más fuerte.
—No puede ser.
—¿Por qué no? En el fondo… somos un poco familia. Por Sammy.
—No lo somos, Terry. En su momento adoptamos a Sammy, pero no a ti. En condiciones normales ni siquiera nos conoceríamos.
«Y habría sido muchísimo mejor».
—¡Pero ahora nos conocemos! —Las lágrimas brillaban en sus ojos. En breve estallaría en sollozos—. Y siempre me habéis caído muy bien. Como si nos conociéramos de antes. Como si pudiéramos ser buenos amigos.
«Nosotros lo vemos de manera muy distinta».
—¡Por favor, Stella! ¿Adónde voy a ir si no?
—Terry, no somos la solución para tu problema con Neil. No puedes pasarte el resto de la vida con nosotros solo porque no te atreves a volver a casa.
—Pero mientras estéis aquí, ¿podría quedarme?
—¿Y qué ganarías con eso?
—Un poco de tiempo.
Stella se imaginó pasando los días que quedaban en compañía de Terry y se sintió mareada. Aquella chica de veintiún años con la madurez de una niña de trece resultaría más difícil de cuidar que Sammy. Estaba claro que Terry necesitaba ayuda pero…
«No somos responsables de ella. Y no estoy dispuesta, maldita sea, a dejarme imponer esa responsabilidad».
Al final terminaría queriendo irse con ellos a Kingston. No tenía un trabajo que la atara a Leeds, podía buscarse un puesto de camarera donde fuera.
La idea de que Terry se instalara en su habitación de invitados por tiempo indefinido y de que imperceptiblemente acabara convertida en el cuarto miembro de la familia resultó definitiva. Era hora de terminar con todo aquello.
—No, Terry. Lo siento mucho, pero son nuestras vacaciones. Jonas tiene un trabajo muy exigente y no pasamos mucho tiempo juntos. Estos días son importantes para nosotros y queremos pasarlos solos.
Ella se echó a llorar.
—¡Pero no me atrevo a volver!
—Pues ve a la policía.
—¡No quiero perder a Neil!
Stella se habría tirado de los pelos pero lo dejó estar porque bastante mal los tenía ya aquella mañana.
—Estamos dándole vueltas a lo mismo —suspiró, agotada.
Ambas callaron.
Terry sollozaba quedamente en la servilleta.
Un coche paró en el patio.
No podían ser Jonas y Sammy, y Stella supo enseguida quién acababa de llegar.
—No, joder —murmuró. Un vistazo por la ventana confirmó sus peores temores.
Era Neil Courtney.
Lo primero que Stella notó fue que olía mal. A sudor y como si llevara días sin cambiarse de ropa y sin lavarse. De la vez que se habían visto en Kingston recordaba un hombre de estilo informal, pero con estilo al fin y al cabo, que parecía dar importancia a su aspecto y, por tanto, no dejaba nada al azar. Pero estaba muy cambiado. A lo mejor se debía al día tan caluroso y a la pelea de la noche anterior. Seguramente no había dormido, y también había prescindido de la ducha.
Parecía agotado aunque no menos seguro de sí mismo ni menos descarado.
Stella salió mientras Terry se quedaba en la cocina.
—Buenos días, Neil —saludó fríamente.
Él esbozó una sonrisilla.
—Hola, Stella.
—Me han dicho que ha dedicado mucho tiempo a averiguar dónde estábamos de vacaciones. La verdad, me parece más que sorprendente.
—Bueno, pensé que podríamos volver a vernos. Fue muy agradable aquella vez en Kingston. Y creo que es legítimo que Terry quiera visitar a su hijo de vez en cuando.
—Sobre cualquier visita de ese tipo decidimos nosotros, Neil. Tienen que ver exclusivamente con Sammy. No con Terry y, desde luego, no con usted.
Volvió la sonrisilla.
—No se altere. Nadie quiere quitarles el niño.
Intentó parecer relajada.
—Tampoco sería posible.
Por fin se le borró la sonrisa. Señaló el coche de la chica, aparcado en el patio.
—Terry está con ustedes, por lo que veo. Y como me había imaginado.
—Vino anoche, sí. Tenía muy mal aspecto. Tiene muy mal aspecto.
—Lástima. Perdimos un poco los papeles.
—Le he recomendado que presente una denuncia.
—¿De verdad? Es usted un poco peleona, ¿no, Stella? Siempre con el hacha de guerra en la mano. Las cosas pueden resolverse de otra manera.
—Me temo que, efectivamente, Terry quiere resolverlas «de otra manera». Seguramente no irá a la policía.
—Hace bien. Sabe que estamos hechos el uno para el otro, aunque a veces tengamos nuestras diferencias.
—Haga lo que quiera. Arregle su relación y trátela bien, o siga peleándose con ella… pero no aquí, por favor. No quiero tener nada que ver con todo esto.
Él levantó los brazos en gesto defensivo.
—Yo no le dije que viniera aquí. Pero en fin, Terry no tiene a nadie más, por eso soy tan importante para ella.
—Después de lo que me ha contado tengo la sensación de que usted ha contribuido de forma muy activa a ese aislamiento.
—Simplemente la protegí de algunas malas compañías. Creí que era mi deber.
Se quedaron mirándose a los ojos.
«Sabe que no me creo nada de toda esta palabrería —pensó Stella—, pero le da absolutamente igual».
De nuevo fue muy consciente de lo solitaria que era la granja. Solo estaban Terry y ella, nadie más. Si las cosas se ponían feas no podría ni siquiera llamar pidiendo ayuda, puesto que Neil no iba a quedarse de brazos cruzados viendo cómo subía la colina para poder usar el móvil.
Sintió el sudor en la frente y esperó que no fuera perceptible. El sol caía a plomo y la humedad se levantaba de las infinitas extensiones de brezo. Olía a tierra mojada, a hierba mojada. El viento, que durante la noche y las primeras horas de la mañana había barrido las nubes, se había calmado del todo. Stella deseó un soplo de aire fresco que le enfriara las mejillas y que se llevara el olor a pantano que había en el ambiente.
«Lárgate ahora mismo —pensó—. Coge a Terry y desaparece, y no volváis nunca más».
Neil sonrió y Stella creyó que le había leído el pensamiento y se reía de ella, pero después se dio cuenta de que miraba algún punto más atrás, por encima de su hombro. Se dio la vuelta. Terry estaba en la puerta. También ella sonreía. Se notaba lo que le dolía hacer aquel gesto, pero eso no cambiaba el brillo esperanzado que tenía en los ojos.
—¡Neil! —exclamó.
La sonrisa de él se hizo más intensa.
—Hola, preciosa —contestó.
Stella empezó a comprender el efecto que ejercía sobre la joven. Claro que había que ser increíblemente ingenuo para creerse todo aquel teatro, pero la representación no era mala en absoluto. Neil había conseguido que su sonrisa transmitiera verdadero cariño, y miraba a la chica de un modo que hacía pensar que sus sentimientos por ella eran reales.
Avanzó algunos pasos, abrió los brazos y Terry corrió hacia él y se apretó contra su pecho, enterrando la cara en su hombro.
—Lo siento, preciosa —susurró.
Ella levantó la cabeza y lo miró con ojos radiantes.
—No pasa nada.
Él le tocó con delicadeza el ojo hinchado, acarició suavemente la piel de color morado intenso.
La chica lo miraba embelesada.
A Stella le costó trabajo callarse. Un chasquido de dedos. A aquel embaucador le bastaba con chasquear los dedos para tener a Terry otra vez comiendo de su mano. Claro que no iría a la policía; claro que no se separaría de él. Por la forma en que lo miraba, parecía que se tiraría del campanario más próximo si él se lo pedía. Stella había leído algo sobre la sumisión, pero aquella relación era el primer caso que conocía de primera mano.
Deseaba más que nunca que se marcharan lo antes posible y no volvieran jamás. No soportaba a Neil, pero también el comportamiento de Terry le resultaba repulsivo. Eran dos personas con las que no quería tener nada que ver, ni siquiera de forma absolutamente tangencial.
—Bueno —dijo—, ahora que ya hemos llegado al final feliz de esta historia, es hora de volver a Leeds, ¿verdad?
En ese momento Terry se fijó en el Ford rojo con el que había llegado su novio.
—¿De dónde has sacado ese coche? —preguntó, sorprendida.
—Me lo ha prestado un colega. Sin coche no se puede llegar a este desierto.
—Querías venir a buscarme cuanto antes —dijo la chica, rebosante de felicidad.
Él le acarició el pelo.
—Pues claro.
Stella puso los ojos en blanco.
El joven miró a su alrededor.
—¿Dónde están Jonas y Sammy?
—En la playa —contestó Terry—. Ellos se han ido a la playa y Stella se ha quedado conmigo.
—Es verdad que hace un día precioso para ir de excursión. Para ser sincero, no me apetece nada pasarlo en ese piso agobiante. ¿Por qué no damos un paseo por este paraíso?
Stella no podía comprender su entusiasmo por aquel húmedo brezal de color marrón monótono.
—Hay sitios más bonitos. ¿Qué tal un paseo en coche hasta el mar?
«Donde yo podría estar ahora mismo con mi familia, si fuerais capaces de resolver vuestros problemas solitos».
—A mí esto me parece precioso —repuso él—. ¿A ti no, Terry?
—Maravilloso —convino ella. Si le hubiera propuesto dar una vuelta por los alrededores radiactivos de Fukushima habría estado igual de encantada. Stella empezaba a preocuparse por los genes de Sammy.
«Quiera Dios que tenga más seso que esta mujer», pensó casi sin darse cuenta.
—No tiene nada en contra de que dejemos aquí los coches, ¿verdad? —preguntó Neil—. Ya se libra de nosotros, Stella. Disfrute del día como le parezca. Vamos a dar un buen paseo y después volveremos a Leeds. Muchas gracias por cuidar de Terry.
—Sí, muchas gracias —repitió la chica—. ¡Desde el principio supe que erais buena gente!
Stella forzó una sonrisa. Sabía que nunca debía haber existido aquel «desde el principio». Pero entonces no tendrían a Sammy, y eso era inconcebible.
En aquel momento no tenía ni idea de qué hacer con tantos sentimientos encontrados.
7
Estaban en el coche de Caleb, y Kate no recordaba una ocasión en la que hubiera deseado tanto abandonar un sitio. Tampoco recordaba haberse comportado nunca de una forma tan irresponsable como con él hacía unas horas. Desde el día anterior tenía la impresión de pasar de una pesadilla a otra: primero encontraba masacrada a Melissa Cooper; después descubría que esta había sido la amante de su padre; luego se ponía de whisky hasta las trancas y finalmente intentaba llevarse al comisario a la cama. Y además, por lo que recordaba de forma vaga, le había echado en cara su problema con el alcohol.
—Supongo que no hace ninguna falta que te pregunte qué se te ha perdido hoy aquí —comenzó Caleb—, con los hijos de la víctima.
—La víctima era la amante de mi padre. Quería saber más de esa historia.
—Pero te estás inmiscuyendo en la investigación. ¡Y no pretendas hacerme creer que quieres mantener esas dos cosas separadas! —Sonaba muy enfadado—. Nuestros hombres han estado esta mañana en casa del señor Acklam, el vecino de Melissa Cooper. Estaba muy emocionado porque Scotland Yard investigaba el caso, una noticia que ha sorprendido mucho a los agentes. Lo mismo nos ha dicho el portero de la escuela, al que hemos interrogado hoy. Les enseñaste la identificación, Kate, para facilitarte las cosas. Y eso no es admisible bajo ningún concepto.
A Kate todavía le dolía la cabeza por la borrachera de la noche anterior y la voz del comisario le llegaba fría, penetrante y dolorosa. Por fin se atrevió a mirarlo. En sus ojos no quedaba nada de la amabilidad y la simpatía que le había mostrado en ocasiones anteriores.
—Estás a un paso del expediente disciplinario —la advirtió— y, más en concreto, del que yo mismo presentaré contra ti. ¿Entendido?
Ella asintió.
—Sí —confirmó.
Él pareció calmarse un poco.
—Entiendo que quieras saber quién asesinó a tu padre. Y que la historia de Melissa Cooper te plantea muchas preguntas desconcertantes. Pero somos nosotros quienes hacemos el trabajo, mi equipo y yo. Dios sabe que tú ya tienes bastante con cuidar de ti misma y de tu propia vida.
Se le encendieron de nuevo las mejillas. ¿Se estaba refiriendo a la noche anterior? ¿A su intolerable comportamiento?
—Deberías volver a Londres lo antes posible —continuó Caleb—. Es solo un consejo, pero creo que no te hace ningún bien estar metida en esa casa vacía dando vueltas a las cosas. Yo tampoco lo aguantaría, en realidad nadie podría soportarlo. Tienes que volver a tu rutina diaria. A tu vida normal.
Kate sabía que aquel no era el interlocutor más indicado al que contarle sus preocupaciones y problemas, y ahora menos que nunca, pero aun así estalló:
—No tengo vida. Eso es lo malo.
Se dio cuenta de que él miraba primero el reloj y luego la casa de Michael Cooper. Estaba en medio de un duro día de trabajo y tenía muchas cosas que hacer, de modo que evidentemente no tenía tiempo para charlar sobre los problemas de Kate. Sin embargo, dijo:
—Pues claro que la tienes. Ha sucedido algo espantoso pero tu vida continúa, tanto si quieres como si no. He notado que estás muy sola. Deberías intentar cambiar esa situación, seguramente te sentirías mejor.
—Ajá. Gracias. Llevo muchos años tratando de cambiar esa situación, pero por desgracia parece que no funciona.
—Quizá no lo intentas realmente —opinó él—. A lo mejor pasas la mayor parte del tiempo compadeciéndote.
Ella lo miró, pasmada. Su tono había sido neutro, ni maleducado ni antipático, pero nunca le había hablado tan abierta y cruelmente.
—¿Que yo me compadezco?
—Creo que te pasas el día rumiando tus problemas. Como si en el mundo no hubiera más desgracia que la tuya. Pero, Kate, sabes de sobra lo que sucede ahí fuera. En este mismo momento están pasando cosas horribles. Hay personas a las que les dan un diagnóstico mortal. Hay gente que pierde su trabajo. Otros ven cómo su economía se hunde y no saben qué será de ellos. Mucha gente carga con mochilas realmente pesadas. Para muchos cada día es un reto porque sus circunstancias son muy complicadas. A veces no hay que ir muy lejos para dar con alguien cuya vida no es precisamente de color de rosa. La agente Scapin, por ejemplo, que desde que se separó está completamente sola con… —Se interrumpió. No estaba seguro de que la agente Scapin fuera un tema apropiado en aquel momento.
Pero Kate intuyó a qué se refería. Aunque el día anterior lo había pasado en una especie de anestesia, recordaba que Jane había dicho que tenía que irse a casa «por Dylan». Su hijo, seguramente. De cuyo padre parecía que estaba separada. Así que la agente Scapin era una de las muchas madres solteras que, con gran determinación, sacan adelante su vida y la de sus hijos, pero para las que la vida diaria representa una tensión continua porque tienen que estar siempre en dos sitios a la vez. Si eso era así, la joven no lo tenía nada fácil.
Apreció que Caleb no profundizara en el tema, y dijo simplemente:
—Ya. Comprendo.
Pareció que él iba a añadir algo más pero en lugar de eso abrió la puerta y se apeó.
—Bueno. He de hablar con los Cooper. Tengo dos asesinatos terribles que resolver. Y te prometo algo, Kate: voy a resolverlos.
«Haga lo que haga a partir de ahora tengo que ser muy cuidadosa —pensó ella—. Si vuelvo a chocar con él tendré problemas serios».
Un expediente disciplinario era lo que menos falta le hacía a su ya de por sí lenta carrera profesional. Si es que tal cosa seguía existiendo en el futuro. No sabía qué iba a ser de ella en ningún aspecto de su vida.
—Ah, Kate, una cosa más. Me interesaría saber… —El inspector dudó un momento, y luego continuó—. ¿Cómo te enteraste de mi problema con el alcohol? De la desintoxicación. ¿Quién te lo contó?
—Siento mucho haberlo mencionado —murmuró ella.
—No pasa nada. Pero me gustaría saber quién te dio esa información.
Ella se sorprendió de que un hombre hecho y derecho, con la experiencia vital y la cualificación profesional de Caleb, pudiera ser tan ingenuo.
—Mi jefe, en Scotland Yard. Allí se habló mucho de la investigación del caso de mi padre. Todos sabían que el investigador al mando… En fin, lo sabían.
—Se ha acabado filtrando —dijo, resignado—. Fue muy tonto por mi parte creer que algo así podía ocultarse. De acuerdo, de manera que tú también lo sabes. Pero ya lo he superado. Estoy bien, y no tengo problemas de ningún tipo.
A Kate le habría gustado preguntarle qué había detrás de su adicción, cuáles eran las razones, si había sido muy difícil derrotar al demonio. Pero no se atrevió. No era el momento para una conversación así. Y además notó que algo había cambiado: al principio había entre ellos cierta confianza. Se acordaba de aquel domingo de mayo, cuando habían sacado los muebles del cobertizo de su padre y habían estado comiendo y charlando tranquilamente en el jardín.
Una situación así resultaba inimaginable en aquel momento, su intuición se lo indicaba claramente. Nunca más aparecería con comida india porque le preocupaba que tuviera hambre o que se sintiera mal. Evitaría el contacto personal. Esperaba de verdad que se marchara rápido a Londres y que no se cruzara nunca más en su camino, ni profesional ni de ningún otro tipo.
Se sorprendió de lo mucho que la entristeció aquel pensamiento.
8
Stella intentó mantenerse ocupada pero enseguida se dio cuenta de que estaba dispersa y nerviosa y de que no conseguía distraerse con nada. Quitó las sábanas de la cama de Terry y las metió en la lavadora, y aquel acto le proporcionó cierta satisfacción porque con ello cerraba una puerta: se acabó. No habría otra noche.
Pasó la aspiradora por el salón y fregó la cocina. Batió cuatro huevos en un cuenco, añadió harina, mantequilla y cacao y se puso a preparar un pastel de chocolate. Sammy y Jonas se alegrarían, les encantaba el pastel casero. Además era una actividad que la tranquilizaba. Por lo menos cocinando tenía la sensación de que reencontraba el equilibrio.
Sin embargo, esa vez no funcionó. Seguía muy intranquila. Estuvo yendo a la ventana a cada momento con la esperanza de que los coches de la pareja hubieran desaparecido, aunque sabía que tendría que haberlos oído marcharse. Pero a lo mejor… mientras estaba en el cuarto de la colada… mientras batían las varillas eléctricas… mientras resonaba el lavaplatos… Neil había dicho que al volver del paseo se marcharían directamente a casa. «Ya se libra de nosotros».
Pero los coches seguían en el patio y no había ni rastro de los jóvenes.
¿Dónde andarían, durante tanto tiempo? Se podían pasar días caminando por los páramos, pero fuera hacía un calor sofocante muy desagradable y a Stella le parecía agotador pasear por aquellas planicies sin un solo árbol. Además, Terry estaba aún vapuleada y apenas tendría fuerzas para una aventura así. Pero claro, haría todo lo que Neil le pidiera, aunque tuviera que ir arrastrándose. Lo inquietante era que aquella excursión no encajaba nada con él. Stella jamás lo habría tenido por un amante de la naturaleza al que le gustara pasear por una zona desolada para contemplar los pájaros y las ovejas. Tenía la sospecha de que todo aquello era en realidad una maniobra para ganar tiempo. Mientras los coches estuvieran en el patio, Neil seguía teniendo un pie prácticamente dentro de la casa.
A media tarde volvieron Jonas y Sammy, los dos de un humor excelente, contentos y agotados de nadar, hacer castillos de arena y jugar al frisbee.
—Hemos encontrado una cala preciosa —dijo Jonas al entrar en la cocina—. Si hace bueno, mañana tienes que venir con nosotros. —Depositó en la mesa dos bolsas llenas hasta los topes—. Hemos comprado algunas cosas. Esta noche voy a preparar una buena cena.
—Qué gran idea —repuso ella.
Estaba sacando el pastel del horno y lo puso sobre el fogón para que se enfriara. La cocina se llenó de un delicioso olor a chocolate que se mezcló con el del mar, la arena, el viento y el protector solar que Sammy y Jonas habían traído consigo. Por primera vez desde que habían llegado, Stella tuvo la sensación de estar de vacaciones; era como en su infancia, cuando se iban a la playa y todos los veranos, al menos en sus recuerdos, eran soleados y cálidos. Pero no podía alegrarse. Porque los coches seguían fuera.
Jonas los señaló con la cabeza.
—Terry sigue aquí. ¿Y de quién es el otro coche?
—¿De quién va a ser? Ha aparecido Neil, por supuesto. Ella se ha derretido en cuanto lo ha visto y se lo ha perdonado todo.
—¿Y dónde están?
—Querían dar un paseo por el páramo. Se fueron hace ya varias horas.
—Por Dios, pero si hace un día abrasador. En la playa se aguanta pero aquí es insoportable. ¿Quién sale a pasear por ahí un día como hoy?
—A mí tampoco me da buena espina. Sobre todo porque han dejado aquí los coches. Así que seguimos sin librarnos de la parejita. Aunque él ha prometido que no nos molestarían más y se irían directamente.
—Pues esperemos que cumpla esa promesa —murmuró Jonas. Se pasó la mano por el pelo y una nubecilla de arena cayó al suelo—. Me voy a dar una ducha rápida. ¿Puedes guardar la compra?
Ella asintió y él se fue. Sammy entró en la cocina y miró con ojos golosos el pastel. Stella sacó la compra de las bolsas y metió las provisiones en la nevera. Un día tranquilo y maravilloso.
Era absurdo que el corazón le latiera con más fuerza y rapidez que de costumbre. Seguro que su nerviosismo era una tontería.
En la segunda bolsa encontró un periódico. Su marido no había podido resistir la tentación, pero iba en contra de lo acordado. Durante aquellas semanas de desconexión total, los periódicos estaban en la misma lista de cosas prohibidas que los telediarios. Stella se quedó pensando y al final decidió seguir las normas al pie de la letra. Jonas estaba mucho mejor, se le veía más tranquilo, equilibrado y relajado; ya no era el manojo de nervios que había sido en los últimos meses. Dormía toda la noche de un tirón, y eso era casi un milagro. No había que correr riesgos.
Le dio el diario a Sammy.
—Toma. Puedes usarlo cuando pintes. O buscar algo para recortar. Pero llévatelo a tu habitación.
Sammy lo cogió y se fue a su cuarto. Stella ordenó la cocina y miró otra vez fuera. Pero nada había cambiado.
Se oía el ruido de la ducha en el cuarto de baño contiguo.
Luego percibió pasos rápidos por el pasillo, y Sammy entró corriendo en la cocina. Agitaba el periódico. Estaba muy emocionado.
—¡Mami! ¡Mami! ¡Mira! —Lanzó el diario a la mesa y se quedó de pie moviéndose de un lado a otro—. ¡Ese hombre sale en el periódico!
—¿Qué hombre?
—El que vino a visitarnos. Ya sabes quién. ¡Neil! ¡Se llama Neil!
—¿Neil sale en el periódico?
Se acercó a la mesa. Sammy le señaló la página, que había dejado abierta. La foto de un hombre ocupaba casi un cuarto del espacio. Stella lo reconoció de inmediato aunque estaba algo distinto, más descuidado y desaliñado. Llevaba el pelo largo y estaba mal afeitado. Pero era Neil, sin ninguna duda.
—Pero ¿por qué…? —Leyó lo que decía el pie de foto: «Denis Shove»—. ¿Denis Shove?
—¡Pero es Neil! —insistió Sammy.
—Sí que lo es.
La boca se le secó en un segundo. El corazón le empezó a latir aún más deprisa. Sentía un extraño zumbido en los oídos. Siguió leyendo:
La policía de Yorkshire busca a Denis Shove, un joven de treinta y dos años. Shove ha cumplido una condena de ocho años de prisión por un arrebato pasional en el que hirió de gravedad a su compañera sentimental, Angela H., que posteriormente falleció a consecuencia de las lesiones sufridas. Se le concedió la libertad condicional en 2013, y lleva huido desde febrero de 2014. Hay fuertes sospechas de que está implicado en el asesinato en Scalby de un policía retirado. Se lo considera extremadamente peligroso y violento. Cualquier información sobre él puede presentarse en las comisarías o llamando al número de teléfono…
Stella se quedó mirando fijamente la página. Durante un tiempo no pudo ni moverse. Tenía solo una pregunta en la cabeza: «¿Y ahora qué hago? ¿Y ahora qué hago?».
El ruido de la ducha había parado.
Una serie de pensamientos se encadenaron rápidamente en su cabeza. Al contrario que el cuerpo, que parecía habérsele paralizado, la cabeza le iba a mil por hora.
«Es un asesino. Probablemente un asesino múltiple. Su foto sale hoy en el periódico, quizá en varios diarios de la zona. Le pisan los talones. No puede quedarse mucho tiempo en el piso de Terry, en pleno Leeds. Tiene que volver a esconderse».
Y entonces las conclusiones cayeron por su propio peso.
«No es casual que los coches sigan en el patio. Terry y él no están por ahí de paseo. Están muy cerca. Solo esperaban a que volvieran Jonas y Sammy. Quieren esta casa. Es el escondite perfecto. Pero ¿dónde quedamos nosotros? ¿Qué habrán pensado hacernos?».
—¡Jonas! —chilló.
Pero en el baño resonaba el ruido del secador. Jonas no la oía.
Tenía la certeza de que debía tomar una decisión muy rápida. Habían pasado veinte minutos escasos desde que Jonas y Sammy habían vuelto. Si Neil (o Denis) y Terry estaban en las inmediaciones, ya sabrían que la familia se había reunido. Era el momento perfecto para accionar la trampa. Pero Neil no sabía que Stella ya conocía su verdadera identidad. Ahí residía su ventaja.
—Escúchame, Sammy, tenemos que salir —le dijo—. Tenemos que…
—¿Adónde?
—Es una sorpresa. Voy a avisar a papá.
—¿Vamos a la playa otra vez?
—Enseguida lo verás. —Stella se acercó con cuidado a la ventana. Antes de que los tres salieran de la casa para subirse al coche quería valorar la situación. Miró a hurtadillas. Nada.
El patio estaba tranquilo bajo un sol que empezaba a caer. Se habían secado todos los charcos. Los coches de la pareja estaban aparcados justo al lado del granero, un sitio ideal porque desde la carretera, desde lo alto de la colina, no se veían. ¿Casualidad o parte de un plan bien tramado? El coche de la familia estaba bastante alejado de aquel edificio, bajo el único árbol que había. Stella supuso que Jonas lo había dejado ahí para tener algo de sombra, previendo que el día siguiente fuera también muy caluroso. Pero en la situación en que se encontraban aquello significaba que tendrían que caminar más que de costumbre. Tendrían que cruzar el patio y salir del terreno de la granja para llegar allí. Lo calculó mentalmente. Más o menos medio minuto, si iban corriendo. Aunque quizá era mejor comportarse con normalidad. Si los estaban observando parecería simplemente que volvían a salir, a lo mejor para comprar algo. Si corrían como gallinas asustadas enseguida se darían cuenta de lo que pasaba.
Justo cuando iba a apartarse de la ventana vio a Terry.
Apareció al lado de su coche, como salida de la nada. Abrió la puerta del copiloto y se inclinó dentro como si buscara algo.
Stella se estremeció. Era demasiado tarde. No es que estuvieran cerca, es que ya estaban allí. Y no ocultaban su presencia. Terry sabía seguro que la podían ver desde la casa.
Pero ¿dónde estaba Neil?
En cuestión de segundos Stella renunció al plan de llegar hasta el coche. El joven no se iba a quedar parado viendo cómo la familia cruzaba el patio, se subía al coche y se largaba.
—¡Rápido! —Apartó a Sammy de la mesa de un empujón—. ¡Deprisa! ¡Tenemos que cerrar todas las puertas! ¡Corre!
El niño la miró decepcionado.
—¿No nos vamos?
Stella estaba ya en la puerta que llevaba de la cocina al exterior y había echado el cerrojo. Corrió en dirección a la puerta de entrada.
—¡Mami! ¡Creía que…!
—Luego, cariño. ¡Ahora ayúdame!
Abrió de golpe la puerta del baño, pero estaba vacío. Jonas había ido al dormitorio para vestirse, así que se encontraba en el piso de arriba. No se atrevió a llamarlo por miedo a que la oyesen desde fuera. Si Neil se daba cuenta de que Stella lo sabía, todo estaba perdido.
Echó a correr hacia la puerta principal, cerró con llave y corrió el cerrojo.
Siguiente. Aquella casa tenía un montón de accesos al exterior. Faltaban el comedor y el salón. El comedor estaba al lado de la cocina. Lo atravesó y se dio cuenta de que la puerta ya estaba cerrada.
El salón se encontraba en el otro extremo de la vivienda. No podía esperar que Sammy la ayudara. Le pisaba los talones y lloriqueaba porque no entendía que ya no hubiera excursión. Stella echó a correr por el pasillo. Era consciente de que se quedarían aislados si se atrincheraban allí. Sin teléfono, sin cobertura, sin internet. Estarían absolutamente incomunicados, encerrados en una granja solitaria en medio de los páramos de York y sitiados por un asesino buscado por la policía. No habría ninguna oportunidad de pedir ayuda. Tendrían que esperar a que, a principios de la semana siguiente, alguien notara que no habían vuelto de vacaciones. La vecina que les regaba las plantas, o alguien con quien Jonas tuviera alguna reunión de trabajo. Su compañero, el dueño de la granja, seguramente querría saber si la estancia había sido agradable… ¿Se extrañaría si no conseguía localizarlos? Pero eso no importaba ahora, lo fundamental era el momento presente. Se precipitó al salón.
Y se dio de bruces con Neil Courtney, que acababa de entrar desde el jardín.
—¡Hala! ¡Vaya prisa lleva!
Ella intentó que se le tranquilizara la respiración. No debía quedarse pálida e hiperventilando delante de él o se daría cuenta de que lo sabía. Su única posibilidad residía en hacerse la ingenua y fingir que no tenía ni idea. Solo así quizá se presentaría una oportunidad de escapar.
Su primer impulso fue dedicarle una sonrisa encantadora, pero cayó en la cuenta a tiempo de que en condiciones normales nunca le sonreiría a un hombre que le resultaba tan antipático, y menos aún si se había colado en su casa.
—¿Qué hace aquí? —preguntó—. ¿No iban a recoger los coches y a marcharse?
Él esbozó aquella sonrisa que Stella ya conocía y tanto odiaba.
—Bueno, tampoco tiene que ser tan en secreto. Quería despedirme de ustedes.
—¿Y no podía llamar a la puerta, como la gente civilizada?
—No sé por qué, pero… —Frunció el ceño como si estuviera pensando—. Me da la sensación de que a lo mejor no me habría abierto.
—No somos precisamente amigos, Neil, lo sabe de sobra. Su forma de tratar a Terry me parece más que cuestionable pero, mientras ella no quiera resolver ese problema, yo no puedo hacer nada. Eso sí, me gustaría tener con usted el mínimo contacto posible.
—¿Siempre es tan directa?
Hizo un esfuerzo y lo miró a los ojos.
—En general, sí.
Él le clavó la mirada. Parecía querer ver lo que pensaba.
Desde fuera llegó la voz de Terry.
—¡Neil! ¡Neil, ven!
Él dudó un momento. Stella señaló la puerta.
—Vaya. Terry lo llama.
Fue un segundo. Tan solo un segundo. Él estaba planteándose si salir. Stella había hecho bien su papel de ingenua. Neil creía que no sabía nada, e ignoraba que la había pillado cerrando todas las puertas y que haría lo mismo con aquella en cuanto él hubiera salido.
—¡Neil! —volvió a gritar Terry.
Él se giró.
«Vete —pensó Stella. Se asombró de no oír su propio corazón—. Vete. Sal. Ya».
Sammy, que estaba detrás de ella, dio un paso adelante.
—Te acabamos de ver en el periódico —dijo.
Neil se quedó parado. Le brillaron los ojos.
Y entonces volvió a sonreír.
9
El comisario Caleb Hale estaba sentado en el vestíbulo del hospital general de Scarborough frente a una mujer deshecha en lágrimas de la que lo único que sabía era que se llamaba Helen Jefferson y que, de algún modo, estaba relacionada con el sospechoso Denis Shove. Era un golpe de suerte increíble, puesto que desde hacía meses parecía que a Shove se lo había tragado la tierra, o que se había desvanecido en el aire sin dejar rastro. Aunque en realidad la palabra «suerte» no era nada apropiada, como se corrigió a sí mismo Caleb: había una mujer herida grave, una tal Peggy Wild según decían los informes, que tras una operación de urgencia estaba todavía despertándose de la anestesia en la sala de reanimación del hospital.
Los acontecimientos se habían precipitado aquel día, aunque al principio lo hicieron de un modo que no hacía presagiar ninguna relación con el caso Shove. A media tarde Helen Jefferson había llamado a la policía de Leeds para notificar que su pareja, Peggy Wild, había desaparecido. Según las palabras del agente que había atendido la llamada, Helen estaba muy nerviosa y le había costado trabajo explicar de forma clara y comprensible lo que quería decir, que era lo siguiente: su pareja, que trabajaba en una residencia para mayores de Scarborough, había salido para allá esa mañana temprano llevando en su coche a un hombre cuya novia, supuestamente, se encontraba en el hospital acompañando a su madre, que había sido ingresada la noche anterior por un ataque al corazón. Helen había intentado localizar a su compañera en el móvil pero siempre le saltaba el buzón de voz, donde le había dejado varios mensajes muy preocupada pidiéndole que la llamara lo antes posible. Finalmente había hablado directamente con la residencia (había esperado un tiempo antes de hacerlo porque las llamadas privadas de los trabajadores no estaban bien vistas) y, para su horror, la habían informado de que Peggy no se había presentado en el trabajo y no había avisado de nada.
Después Helen había llamado al hospital.
—Y allí me confirmaron que Neil Courtney había mentido. La noche anterior no ingresaron a ninguna señora Malyan.
Al agente le zumbaba la cabeza.
—¿Qué señora Malyan?
—Pues la madre de Therese Malyan, la chica que vive en el piso de abajo. Era a su novio a quien Peggy llevaba en el coche. ¡Ay, Dios mío! ¡Ha pasado algo! Estoy segura. Courtney es una mala persona. Quise evitar que Peggy se fuera con él pero… —En ese punto Helen se había echado a llorar.
El agente había logrado decirle que no les habían informado de ningún accidente por la zona. Había tomado nota de todos los datos pero, por el momento, no podía hacer más.
—Una mujer adulta… Solo han pasado unas horas. La llamaré enseguida si me entero de algo, ¿de acuerdo? No se preocupe demasiado, señora Jefferson. A lo mejor hay una explicación totalmente inofensiva para todo esto.
—No lo creo. Courtney no es inofensivo. Sé que a Peggy le ha pasado algo terrible. Entonces, ¿no puede ayudarme?
En aquel primer momento el policía no había podido hacer nada más por ella. Sin embargo, menos de una hora después, se recibió una llamada de emergencia. Un hombre que hacía la ruta entre Leeds y Scarborough había parado fuera de la carretera para fumarse con calma un cigarrillo y llamar a su novia. Para su espanto, se encontró con una mujer tirada en el suelo, atada junto a un arbusto y con una herida muy grave. Creyó que estaba muerta y llamó inmediatamente a la policía y a una ambulancia. Los médicos comprobaron que aún vivía; había recibido un disparo hacía bastante tiempo y se encontraba inconsciente debido a que había perdido mucha sangre. No llevaba bolso, o bien se lo habían robado, pero por suerte encontraron un extracto bancario arrugado en un bolsillo de los vaqueros que permitió identificarla como Peggy Wild, residente en Leeds.
Puesto que ya figuraba como desaparecida, fue posible avisar enseguida a su pareja. Un agente la recogió en el trabajo y la llevó a la comisaría para que prestara declaración sobre lo sucedido por la mañana y sobre aquel Neil Courtney con quien Peggy había salido en dirección a Scarborough. Helen entró en la comisaría, se sobresaltó y fue directa a un cartel de «se busca» que estaba en el vestíbulo.
—Es él —dijo.
—¿Quién? —preguntó sorprendido el agente que la acompañaba.
—Neil. Neil Courtney. —Leyó el texto que acompañaba a la foto—. ¿Por qué pone Denis Shove?
Gracias a aquella casualidad se avisó inmediatamente a la policía de Scarborough, más en concreto al responsable del equipo que investigaba los asesinatos de Richard Linville y Melissa Cooper, que buscaba a Denis Shove en relación con esos dos casos.
Jane Scapin había preparado un rincón para que su jefe y Helen Jefferson pudieran hablar relativamente tranquilos dentro del ajetreo habitual de un hospital. La mujer estaba angustiada y desesperada, pero parecía irse calmando poco a poco. Había hablado con el médico que había operado a Peggy. Sobreviviría. Había tenido mucha suerte de que la encontraran a tiempo.
La agente Scapin había lanzado una orden de búsqueda para el Ford rojo de la mujer. Aunque Caleb no se hacía muchas ilusiones: Shove se había librado en muchas ocasiones, era un delincuente con experiencia. Se desharía del coche lo antes posible, sin cometer el error de pasearse por ahí con él. Seguramente contaba con que alguien encontraría a Peggy y con que se desplegarían controles policiales por toda la zona.
También se buscaba el coche de la desaparecida Therese Malyan que, por desgracia, no era un Peugeot verde, eso ya se había comprobado. Helen Jefferson les indicó que seguramente la chica se había ido por la noche, pero que no sabía adónde.
—Señora Jefferson, ¿se encuentra en condiciones de que hablemos? —le preguntó Caleb.
Los compañeros de Leeds le habían explicado con detalle por qué Helen se había puesto en contacto con la policía aquella mañana. Pero quedaban muchas preguntas en el aire.
Ella asintió, secándose una vez más los ojos con el pañuelo.
—Sí, claro. Quiero ayudar. Quizá Terry esté en grave peligro.
Caleb miró sus notas.
—¿Se refiere a Therese Malyan? ¿La novia de Denis Shove?
—Sí, es nuestra vecina de abajo.
—¿Desde hace cuánto?
Ella se quedó pensando.
—Unos dos años y medio.
—¿Y Shove? ¿Lo mismo?
—No, al principio Terry estaba sola. Muy sola. A veces traía a algún hombre, pero no duraban mucho. Por eso Peggy y yo siempre estábamos pendientes de ella, aunque…
—¿Sí? —la animó Caleb cuando se interrumpió.
—A Peggy no le gustaba demasiado. La encontraba muy ingenua, muy infantil. Algo tontita. A mí me parecía agradable.
—¿Y qué hay de Shove?
—Se fue a vivir con ella este año. Debió de ser… en febrero. Llevaban juntos desde octubre o noviembre del año pasado.
—¿Sabe cómo se conocieron?
—Sí. En el pub en el que trabajaba ella. Se llama Orchads House, está en Leeds. Neil, o sea Denis, era un cliente.
El comisario anotó el nombre del bar. Helen le contó que Terry había perdido ese empleo y que había estado en paro varios meses. Luego encontró otra cosa, pero no le gustaba nada.
—En el Dark Moon, un cuchitril horrible. Odiaba trabajar allí. Pero no encontraba otra cosa, y creo que Neil insistía en que se quedara.
—¿Y él no trabajaba?
La mujer negó con la cabeza.
—No. Terry nos contó que Neil había heredado un dinero, pero no debía de ser mucho. Teníamos la impresión de que vivía completamente a su costa.
Herencia. Por las informaciones que tenía Caleb, cualquier suma que estuviera en poder de Denis Shove tenía muchas más probabilidades de ser fruto de un robo que de una herencia. Aun así había que investigarlo. ¿Tendría Shove algún pariente que pudiera haberle dejado algo?
—De acuerdo. Entonces Shove se fue a vivir con Therese Malyan en febrero. Por lo que parece, no ve con buenos ojos esa relación.
—No, para nada. El tipo nos cayó mal desde el principio. Por suerte nos lo cruzábamos poco. No se dejaba ver.
«No es de extrañar», pensó Caleb. Lo estaba buscando la policía porque, al desaparecer, había violado la condicional. Y porque habían encontrado asesinado a un comisario retirado contra el que había proferido amenazas. Buscarse una chica ingenua y meterse en su casa había sido una jugada muy hábil, pero tampoco así estaba a salvo del todo. Era importante tener el menor contacto posible con el entorno de Terry. El riesgo de que lo reconocieran era demasiado grande.
Como si le leyera el pensamiento, Helen añadió:
—No dejaba que Terry quedara con casi nadie. Pasaban los días completamente encerrados. Al principio pensamos que, bueno, a veces los enamorados hacen esas cosas en los primeros tiempos. Pero después dejó de parecernos normal. Y luego me di cuenta…
—¿Sí? ¿De qué?
—Creo que Neil a veces la pegaba. Me la encontré en algunas ocasiones en la escalera y tenía lesiones evidentes en la cara. Por supuesto, nunca lo reconoció. Y nos evitaba. Era casi imposible encontrar un momento para hablar tranquilamente con ella. Hace algunas semanas nos cruzamos una tarde, cuando salía para ir al pub. Estaba claro que había estado llorando y me dijo que era horrible tener que trabajar allí. Al instante me pidió que le prometiera que no le diría a Neil que se había estado quejando. Se le había escapado y tenía que olvidarme de lo que me había contado. Tenía miedo de él, pero no quería perderlo bajo ningún concepto.
—Por favor, cuénteme otra vez con todo detalle lo sucedido anoche. Y también lo que ha pasado hoy —pidió Caleb.
La mujer relató la historia completa y al final se echó otra vez a llorar.
—Me siento tan culpable —sollozó—. Esta mañana le dije a Peggy que teníamos que ocuparnos de la chica. Por eso fuimos a su casa, y por eso ella se llevó a Neil en el coche. Quería descubrir si era verdad que Terry estaba con su madre aquí, en el hospital. Aquello era muy raro porque los padres de Terry viven en Truro y no tienen contacto con ella. Yo solo me hice la vecina preocupada, pero fue Peggy quien tomó realmente la iniciativa. Y ahora está aquí, y por poco se… —El llanto se hizo tan intenso que no pudo seguir hablando.
—Usted solo quería ayudar, y no podía imaginarse este desenlace —la consoló Caleb—. No se haga reproches. Al final ha sido posible rescatar a su pareja, y se va a poner bien. Eso es lo que cuenta.
Ella asintió, pero no parecía muy tranquila.
—¿Y Terry? ¿Qué será de ella?
Por desgracia, en aquel momento Caleb desconocía el paradero de la chica. Solo se sabía que tanto ella como su coche habían desaparecido. Algunos agentes habían registrado su casa (era un caso claro de peligro inminente) pero no habían encontrado a nadie; tampoco habían localizado el vehículo aparcado en las inmediaciones. Todo apuntaba a que Therese ya había desaparecido cuando Helen y Peggy fueron a su casa por la mañana. Denis Shove había tenido que conseguirse otro coche, por lo que no contaba con el de su novia. Eso podía ser un indicio de que la chica se había largado sin él… y ojalá no se encontrara gravemente amenazada en aquel mismo momento.
Todo lo sucedido reafirmaba al comisario en la idea de que Denis Shove era la persona que debía buscar y atrapar en relación con los dos asesinatos. Más aún cuando no parecía nada casual que Shove hubiera cambiado de escondite un día después de la muerte de Melissa Cooper. Aquello había sido precipitado y no planificado; Denis no había podido prever de antemano que Peggy Wild se ofrecería a llevarlo a Scarborough. Había improvisado aprovechando una oportunidad favorable, pero con ello había cometido un delito grave: robar un coche era una cosa, y otra muy distinta era dispararle a una mujer y dejarla atada y sangrando profusamente bajo un arbusto, donde apenas se la veía y tenía muy pocas posibilidades de que la encontraran. Peggy se había librado de la muerte por un pelo. Denis Shove había asumido el riesgo de que se le pudiera acusar de otro delito de sangre. ¿Aquello era indicativo de que, tras los asesinatos de Linville y Cooper, ya no le importaban sus actos porque, de todos modos, tendría que cumplir la pena máxima? ¿O era más bien una señal de pánico? Shove tendía a perder el control cuando se sentía provocado, pero en condiciones normales no era de los que pierden los nervios. Su foto estaba aquel día en todos los periódicos de la zona, pero con eso tenía que haber contado desde que asesinó a Melissa Cooper. ¿Por qué aquella huida caótica y atropellada? Shove siempre había actuado de un modo muy cuidadoso.
¿Quizá porque Therese se había largado de repente? Podía ser que hubieran planeado irse juntos de Leeds, pero que hubiera sucedido algo entre ellos y ella se hubiera marchado de improviso. Si la sospecha de Helen era cierta y Denis solía ponerse violento con la chica, a lo mejor ahí estaba el motivo. Ella había huido y él se había quedado de pronto sin vehículo. En sus circunstancias, el transporte público no era una opción. Las cosas se habían puesto feas.
Todo aquello abría interrogantes sobre la propia Therese Malyan. ¿Qué era, una víctima o una cómplice? O las dos cosas a la vez… En realidad no eran excluyentes.
—¿Qué sabe sobre Therese Malyan? —preguntó Caleb—. Sobre su familia, sus amigos, su entorno cercano…
Helen reflexionó un momento.
—Siempre parecía muy sola —contestó después—. Creo que en realidad no tenía amigos ni personas cercanas. Tenía algunos conocidos, de los pubs y los bares en los que había trabajado en los últimos años. Neil (o Denis) lo tuvo muy fácil con ella precisamente por eso: estaba muy sola, y cuando de pronto apareció una persona en su vida se sintió rescatada. Tengo la impresión de que estaba dispuesta a aguantar muchas cosas con tal de no volver a vivir en soledad.
—Antes mencionó que no tenía contacto con sus padres…
—Lo comentó un par de veces, sí. Dejó el instituto cuando cumplió dieciocho y, por lo que sé, sus padres no se lo perdonaron. No tiene hermanos.
—¿Cómo es que se vino aquí, al norte, desde Truro? ¿Le contó algo de eso?
—Fue por lo de dejar el instituto. Quería estar lo más lejos posible de casa. Empezar una nueva vida. Y por eso se vino casi a la otra punta del país.
—¿Y no tenía ni el más mínimo contacto con su familia?
—No. O al menos eso decía.
A pesar de eso, era necesario visitar a los padres. No se podía descartar que, en un momento en el que su mundo se venía abajo, la chica recurriera a su familia. Se había mezclado con un delincuente, quizá sin darse mucha cuenta al principio. Probablemente se había dejado arrastrar y había participado en sus delitos, pero al final había perdido los nervios. Después del asesinato de Melissa podía haberse producido una pelea entre ellos… ¿quizá porque Therese no soportaba más la serie de venganzas de Shove?
Después Helen miró a Caleb con los ojos muy abiertos.
—¿Es cierto lo que pone en ese cartel? ¿Que ha matado a un policía?
—Lo buscamos en relación con ese asesinato. Pero no sabemos si realmente fue él.
—Estoy muy preocupada por Terry —dijo la mujer, rompiendo de nuevo a llorar. Estaba al límite de sus fuerzas.
—Encontraremos a Shove —aseguró Caleb—. Y pondremos a salvo a Therese, en caso de que esté en peligro. A lo mejor se ha escapado; a lo mejor Shove tiene tan poca idea de dónde está como nosotros.
El tono tranquilizador de su voz consiguió que las lágrimas de Helen se interrumpieran. Pero no estaba para nada tan seguro como aparentaba. También a él le preocupaba la chica. Y la euforia inicial por que Denis Shove, hasta entonces desaparecido sin rastro, se hubiera dejado ver, empezaba a dejar paso al desencanto: al fin y al cabo había conseguido jugársela a la policía. Se había escapado.
Y no tenían ni la más remota idea de dónde podía estar.
10
De pronto tenía una pistola en la mano, que se había sacado de la sudadera como por arte de magia.
—¿Dónde está Jonas? —inquirió.
No tenía sentido inventarse nada.
—En el dormitorio —respondió Stella.
Desde fuera se oyó de nuevo a Terry.
—¡Neil! ¿Dónde estás?
Él volvió a medias la cabeza para contestarle, pero sin perderla de vista a ella y al niño.
—Aquí dentro. En el salón. ¡Ven!
—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó Stella.
Había pegado a Sammy a su cuerpo y le había puesto un brazo alrededor en un gesto protector. Se preguntaba si el hombre que tenía delante estaba dispuesto a matar a una familia, incluido un niño de cinco años.
—Sobre todo, que no deis problemas —respondió.
«A lo mejor quiere desaparecer y asegurarse de que no avisamos de inmediato a la policía», pensó ella. Abrigaba la remota esperanza de que los dejara allí encerrados y se largara, llevándose su dinero y sus tarjetas de crédito. Pero no parecía muy probable. Había tenido muchas horas para huir con toda la calma del mundo, y no lo había hecho. Stella temía haber acertado con el primer pensamiento que le vino a la mente cuando leyó el texto del periódico: que el principal problema de Neil Courtney (o Denis Shove) consistía en que no sabía adónde huir. Aquella granja aislada era la solución perfecta, al menos de momento. Allí podía esperar sin que lo molestaran y tramar un plan. Solo debía mantener bajo control a la familia Crane.
Terry entró por el acceso al jardín.
—Qué raro, todas las puertas están cerradas y… —empezó a decir, pero cuando vio que su novio apuntaba con un arma a Stella y a Sammy se quedó muda—. ¿Qué está pasando? —preguntó al fin, muy confundida.
—Pretendían atrincherarse aquí —explicó Neil—. Cerrarlo todo a cal y canto y llamar a la poli.
La chica parecía no entender ni una palabra.
—¿A la poli?
—¿Cómo sabes que no lo hemos hecho ya? —intervino Stella—. A lo mejor deberíais largaros lo antes posible.
Él entornó los ojos.
—Terry, revisa toda la casa. Mira a ver si encuentras un teléfono, un ordenador o cualquier conexión con el mundo exterior. Conozco bien esta zona. Hay algunas granjas que están totalmente aisladas. Aquí abajo el móvil no tiene cobertura, lo acabo de comprobar.
—Pero Neil, ¿por qué…? —dijo la joven, pero él la interrumpió.
—Haz lo que te digo. No tengo tiempo de explicártelo todo.
Terry se fue. Stella sintió que Sammy se pegaba más a ella y que le temblaba todo el cuerpo.
—Le estás asustando —dijo.
Él se encogió de hombros.
—Mala suerte. Tendrá que acostumbrarse. —Se quedó un momento pensando y luego preguntó—: ¿Dónde está la llave del granero?
—No lo sé. Esta casa no es nuestra.
Él hizo un gesto con el arma.
—Deberías cooperar un poco, Stella. No querrás que esto acabe mal, ¿verdad? Para ti y para tu pequeña familia.
—Lo que quiero es que te largues.
—Pues vas a tener que esperar. —Se dejó caer en un sillón y estiró las piernas. El cañón de la pistola seguía apuntándoles—. Vas a tener que esperar un rato muy largo.
—Hay gente que sabe que estamos aquí. Que nos echará de menos.
—Claro, claro —repuso él, aburrido.
Terry volvió al salón.
—Aquí abajo no hay teléfonos ni ordenadores, al menos que yo haya visto. ¿Quieres que mire arriba?
Neil hizo un gesto negativo.
—Espera un poco. ¿A que adivino qué clase de vacaciones son estas, Stella? Son de esas en las que la gente dice: «Desconectamos por completo. Nos bajamos del mundo. No estamos disponibles para nadie». Es perfecto, un sitio así es exactamente lo que necesito ahora. Un lugar en el que nadie me encuentre.
—Eso no existe. Ni siquiera aquí. Nos echarán de menos. Jonas le alquiló la casa a un compañero y hay que devolverle las llaves la semana que viene. Hay que pagarle. Querrá saber cómo nos ha ido. Le parecerá muy raro que se nos haya tragado la tierra.
—¡La semana que viene! —se rio él—. ¡Dios mío! ¿Es que crees que me preocupa lo que pase la semana que viene? —Hizo un gesto con la cabeza hacia Terry—. Busca las llaves del establo o el granero ese de ahí fuera.
—Neil, ¿qué está pasando? —preguntó ella. Parecía más asustada que Stella.
«No sabe nada —pensó esta—. No sabe que se ha mezclado con un criminal. Que la policía lo está buscando. Que no es quien dice ser».
Ahí había un rayo de esperanza. A lo mejor podía convencer a Terry de que los ayudara. Es verdad que era ingenua, y a lo mejor un poco cortita, pero estaba claro que no era una delincuente. Sam era su hijo biológico y la familia siempre le había caído bien. No permitiría que les tocaran un pelo. ¿O sí? Estaba completamente sometida a Neil y le tenía un miedo cerval. ¿Se daría cuenta de que con él caminaba hacia la perdición? ¿Encontraría la fuerza para liberarse?
—¡Busca la llave! —bramó él—. Joder, deja de hacer preguntas estúpidas. Ya te lo explicaré luego.
Terry no se atrevió a replicar y salió de la habitación. El joven se levantó del sillón.
—Salid delante de mí —ordenó—. Al pasillo. Si hacéis alguna tontería, disparo, ¿entendido?
—Entendido —contestó Stella.
Él sonrió. Stella no habría encontrado palabras para describir lo mucho que odiaba aquella sonrisa.
—Eres lista, Stella. Y sensata. Y una buena madre. No harás nada que ponga en peligro a Sammy, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza.
—No, claro que no.
—¡Mami! —gimió el niño con la voz entrecortada, al borde del llanto.
—No te preocupes, cariño. Todo va a ir bien.
—Cerrad la boca —conminó Neil—. Venga, delante de mí.
Salieron por la puerta al pasillo. Terry no estaba por ningún sitio. Seguramente había encontrado las llaves y las estaba probando en la cerradura del granero. No parecía entender en absoluto lo que estaba pasando pero, como siempre, su prioridad era no enfadar a su novio.
—Avanzad —apremió este.
Recorrieron el pasillo. Sammy lloraba en voz baja. A Stella casi se le salía el corazón. En cualquier momento Jonas, que no tenía ni idea de nada, bajaría la escalera y se encontraría de frente con una situación terrible. Rezó para que no hiciera nada que empeorara las cosas. Su marido estaba muy lejos de ser un héroe; si intentaba hacer algo para salvar a la familia todo saldría mal, Stella no se hacía ilusiones.
Efectivamente, Jonas, en vaqueros y camiseta y oliendo a gel de ducha, estaba bajando los últimos peldaños cuando la comitiva llegó a la escalera. Se quedó petrificado mirándolos a los tres.
—¡Oh! —exclamó.
—Jonas… —comenzó Stella.
—¡Cierra la boca! —gritó Neil.
—¡No le hables así a mi…! —Entonces distinguió la pistola que el joven tenía en la mano. No siguió hablando. Se quedó con los ojos como platos—. Pero ¡por Dios santo…! —Tampoco acabó aquella frase.
No podía creer lo que veía y no sabía qué decir en una situación como aquella. Había escrito muchas escenas así en sus guiones; era conocido por sus diálogos agudos e irónicos. Pero en aquel momento, en la vida real, se había quedado sin palabras.
—Ahora vamos a ir todos juntos al granero —ordenó Neil—. Jonas, tú delante. Sin truquitos. Si no, os coso a balazos.
—¡Haz lo que dice! —rogó Stella.
Pero Jonas Crane decidió ser un héroe por primera vez en su vida.
No podía haber elegido un momento peor.
El disparo no se hizo esperar. Justo en el mismo instante en que Jonas se abalanzaba hacia Neil, seguramente pensando que el golpe lo haría caer y podría quitarle la pistola. Era una idea absurda para un hombre como él, que jamás había participado en una pelea más allá de las riñas propias del colegio; e incluso entonces, según le contó una vez a Stella, había llevado siempre las de perder. El hecho de que de vez en cuando, sentado en su escritorio, inventara escenas en las que hombres fuertes la emprendían a puñetazos, o se disparaban unos a otros, o derribaban a sus enemigos con hábiles golpes de algún arte marcial oriental, no significaba que hubiera aprendido nada de eso, más allá de la mera teoría. Y menos aún que fuera capaz de estamparle a alguien el puño en la cara o, al menos, de propinarle un rodillazo en la entrepierna. Su punto fuerte era la cabeza, no los músculos. De modo que era una locura que pretendiera medirse con un hombre como Denis Shove.
El disparo lo dejó parado en mitad del salto. Se quedó paralizado, con una mirada desilusionada clavada en el joven, como si su mente no concibiera que un tipo que le apuntaba con un arma pudiera de verdad hacer uso de ella. Por un momento intentó mantener el equilibrio, se tambaleó un poco y pareció un funámbulo evitando caer al vacío. Braceó en círculos y luego cayó al suelo. Se quedó tirado e inmóvil.
Stella quiso gritar, pero no le salía la voz. Se arrodilló a su lado y le agarró la cabeza con las dos manos. No sabía dónde le había herido.
Se volvió hacia Neil.
—¡Le has disparado! Necesitamos un médico ya. Hay que llevarlo al hospital o…
El joven avanzó hacia ella, la agarró de un brazo y la levantó con brusquedad.
—Andando. Fuera. Al patio.
—Pero está herido. Se…
Neil le puso la pistola en la cara.
—Que te muevas. Yo me ocuparé de él. Y cuanto más te quedes aquí lloriqueando más tardaré. ¡Vamos!
—¡Papi! —sollozó Sam.
Stella le dio la mano. La tenía temblorosa, y ella también. Sentía las rodillas tan flojas que temía que de un momento a otro se fuese a caer al suelo, al lado de Jonas.
—Por favor, Neil, ayúdalo. No ha hecho nada…
—Es un imbécil. Un imbécil integral. Y ahora muévete de una vez. Tu palabrería solo empeora las cosas.
Mientras salía por la puerta principal Stella aguantó estoicamente las lágrimas. Terry había conseguido abrir el granero. Deseaba ponerse a llorar y gritar, pero se contuvo por Sammy. Ya estaba bastante traumatizado, sería aún peor si además a su madre le daba un ataque de nervios.
Solo una parte del patio seguía al sol, las sombras se hacían cada vez más alargadas. Era una magnífica tarde de verano. Podrían haber cenado en la terraza de atrás. Al día siguiente habrían ido todos juntos a nadar. ¿Cómo se había dado la vuelta todo tan rápido? ¿Cómo se había transformado todo de repente en una pesadilla?
«No tan de repente», pensó Stella. Los dos, Jonas y ella, habían hecho caso omiso de todos los avisos. Habían tenido un mal presentimiento desde la primera vez que vieron a Neil Courtney. O a Denis Shove. Un criminal de libro. Ya le había escamado que los visitara en Kingston. Aún se había inquietado más al saber por Terry que los había estado buscando por los páramos. Tendrían que haberse esfumado de allí esa misma mañana. Habían desoído a su instinto. Y ahora estaban pagándolo muy caro.
La chica se les acercó con un gran manojo de llaves en la mano.
—El granero está abierto. —Estaba muy alterada—. Neil, he oído un tiro. ¿Qué…?
—Métete en la casa y ocúpate de Jonas. Ha querido hacerse el valiente, mira a ver qué puedes hacer por él. Y vosotros —dijo señalando con el arma a Stella y a Sammy—, ¡moveos!
Estaba claro que los iba a encerrar en el granero. En aquel edificio de piedra sin ventanas en el que no tendrían ninguna posibilidad de escapar. Ninguna esperanza de pedir ayuda, de conseguir un médico. Neil jamás informaría a los servicios de emergencias.
«Lo buscan por el asesinato de un policía. No puede arriesgarse a dejarse ver. ¿Por qué ha hecho Jonas semejante locura? Atacar a un hombre armado… No tenía ninguna posibilidad, debería haberlo sabido».
Entraron en el granero a trompicones. Stella esperaba que estuviera completamente a oscuras, pero se dio cuenta de que allí reinaba una penumbra gris. Levantó la mirada y vio que, en contra de lo que creía, había una ventana con un cristal sucio y oscurecido. Por ahí se colaba la luz. Puesto que el espacio tenía más de cuatro metros de altura y la ventana se encontraba inmediatamente debajo de la línea del tejado, haría falta una escalera para llegar hasta ella. Y después habría que ver si se podía abrir. Era demasiado pequeña para escaparse por allí, como mucho se podría asomar la cabeza y gritar pidiendo ayuda. Pero ¿quién iba a oírla? En todo el tiempo que llevaban en la casa Stella solo había visto un senderista, y había pasado bastante lejos de la granja. Aunque el tiempo había sido muy malo, a lo mejor los rayos del sol atraían más gente a la zona. Pero eso era solo una posibilidad remota, puesto que no era seguro que encontraran la escalera que hacía falta para todo lo demás.
—Por ahora os quedáis aquí —anunció Neil—. Y os estáis quietecitos, ¿entendido? Cuanto menos me enfadéis más posibilidades tendréis de salir ilesos.
—¿Y qué hay de Jonas? —preguntó Stella.
—Nosotros nos ocupamos. No es una herida mortal.
Ella tuvo la impresión de que mentía. Neil aún no había tenido ocasión de ver el disparo, así que decía cosas que quizá esperaba pero que no sabía. Seguramente no le importaba sumar otro asesinato a su larga lista de crímenes, y antes que exponerse a cualquier riesgo dejaría que Jonas se desangrara.
—¿Lo podrías traer aquí para que lo cuide yo? —le pidió.
—Ya veremos. Ahora sentaos donde sea y cerrad la boca. Luego os traeremos algo de comer.
—Sobre todo necesitamos agua.
—También habrá agua. Y ahora, a callar. Luego vuelvo.
La pesada puerta de hierro forjado se cerró tras él y se oyó la llave girar en la cerradura. Se quedaron más a oscuras pero, a pesar de todo, se distinguían los contornos de los objetos que había allí: muebles viejos y desechados, leña para la chimenea, varios transportines para gato, macetas de barro, alfombras enrolladas, dos bicicletas… y mucho más. Aquel granero se usaba como trastero y como almacén. A pesar del calor que hacía, el aire allí dentro era frío y húmedo. Stella tiritaba de frío y tuvo la impresión de que el temblor de Sammy se intensificaba y ya no solo tenía que ver con el susto.
—Sammy, no tengas miedo, ¿vale? Vamos a buscar algo para abrigarnos, por ejemplo una manta con la que podamos taparnos. Si no, nos vamos a resfriar.
El niño no se movió lo más mínimo.
—Ha matado a papá de un tiro.
—No, no lo ha matado. Solo le ha disparado. Ya has oído lo que ha dicho. No es grave. Seguro que la bala solo le ha rozado. Le pondrán una venda y enseguida estará bien.
—¿Y por qué no está con nosotros?
—Porque Neil y Terry primero tienen que vendarlo.
—¿Y luego vendrá?
—Eso espero, Sammy. No te preocupes. Todo saldrá bien.
—¿Por qué Neil le ha disparado a papi?
—Papá ha querido quitarle la pistola porque nos estaba amenazando. Y por eso le ha disparado.
«Como era de esperar».
—¿Y por qué nos amenazaba Neil?
—Porque es una mala persona. Pero solo quiere descansar aquí unos días, y luego se marchará. Y nos dejará libres.
En realidad solo podía esperar que las cosas fueran así; sin embargo, debió de resultar relativamente convincente porque el niño no hizo más preguntas. Aunque en realidad no estaba en condiciones de hacer nada de nada. Se había quedado plantado allí en medio, tiritando.
Con firmeza, Stella lo sentó en un sofá raído que estaba pegado a la pared y que parecía que llevara cien años sin usarse. Luego se puso a buscar una manta. Mientras revolvía las cosas iba considerando las diferentes opciones: era jueves, y habían planeado regresar a casa el domingo. El lunes Sammy tenía que volver a la guardería. ¿Harían averiguaciones las profesoras si el niño no aparecía?
«Seguramente llamarán a casa, no contestará nadie y pensarán que nos hemos quedado más tiempo», pensó Stella. La asistencia a la escuela infantil no era obligatoria y no parecía probable que removieran cielo y tierra porque una familia prolongara sus vacaciones y se hubiera olvidado de comunicarlo.
¿Y qué había del hombre que les había alquilado la granja? De una forma algo rimbombante le había dicho a Jonas que el lunes sin falta quería tener las llaves y el dinero. Pero la verdad era que este le había hecho una transferencia por adelantado y, en cuanto a las llaves, Stella no tenía ni idea del acuerdo al que habrían llegado. No trabajaban en una empresa en la que se vieran todos los días, ambos eran autores independientes. Era muy poco probable que hubieran quedado en verse ese mismo lunes. Seguramente el colega estaría liado con algún plazo de entrega, o quizá se encontrara fuera, en un rodaje. Podían muy bien haber acordado verse «cuando pudieran».
Igual de inciertas eran también otras citas que Jonas pudiera tener. Era casi seguro que en los primeros días no lo esperaba nada concreto. Claro que antes o después alguien se daría cuenta de que no había vuelto de vacaciones, pero ¿cuándo?
No tenía sentido pensar en nada de aquello. ¿Qué otras posibilidades había? La vecina que les regaba las plantas y les recogía el correo. Por lo menos ella notaría enseguida que la familia estaba fuera más tiempo del previsto. Stella intentó recordar qué le había contado de las vacaciones. «Vamos a desaparecer unos días. En la soledad del norte de Inglaterra».
No le había dado más detalles, lo que significaba que, incluso aunque se preocupara y avisara a la policía, la vecina no podría proporcionar ninguna información precisa.
El norte del Inglaterra. Era un territorio inmenso. La cuestión era cómo de en serio se tomaría la policía una investigación así. Si preguntaban en el entorno profesional de Jonas acabarían encontrando a alguien que conociera sus planes y que les podría dar la pista decisiva. Pero Stella no tenía ni idea de con cuánta rapidez y con cuánto interés buscaría la policía a una familia que no había regresado puntualmente de sus vacaciones. No olvidaba que la vecina era mayor y algo despistada. Si iba a la policía podía ser que creyeran que la mujer se había equivocado de semana, y que no había motivos para preocuparse.
Entretanto, los ojos se le habían acostumbrado bastante a la penumbra. Sin embargo, aquello solo le sirvió para comprobar que allí no había ninguna escalera. La ventana permanecía a una altura inalcanzable.
Pero sí encontró una manta. Cuando la cogió se levantó tal nube de polvo que le dio un ataque de tos. Esperaba que ponerse sobre los hombros aquel tejido desgastado no les provocara alergia. Sacudió lo mejor que pudo aquel cobertor sucio y áspero y fue con él al sofá, donde Sammy estaba exactamente en la misma posición en que lo había dejado. Temblaba de frío. Se sentó a su lado, lo cogió en brazos y puso la manta sobre los dos.
—Ven aquí, cariño, que te dé calor. No tiembles más. —Le acarició suavemente el pelo—. Ya verás que todo sale bien.
—¿Dónde está papi?
—Le están vendando la herida. Y luego lo traerán aquí.
—Mami, ¿va a venir alguien a salvarnos?
Parecía que estaba pensando las mismas cosas que ella.
—Seguro que sí. Alguien nos echará de menos.
—Pero ¿quién sabe que estamos aquí?
—Bueno, el amigo de papá, por ejemplo. El dueño de la granja. —Por desgracia, era el único.
—¿Irá a la policía?
—¡Seguro que va a la policía!
—¿Y nos sacarán de aquí?
—Puedes estar seguro. Será una gran operación de rescate. Vas a poder contarles un montón de cosas a tus amigos. ¡Se morirán de envidia!
La idea de aparecer ante sus amigos como un héroe, con una historia digna de una película, entusiasmó al niño. Empezó a imaginarse la operación policial con todo lujo de detalles, e incluso dejó de temblar. Los pensamientos de Stella seguían otro curso. ¿Cómo estaba Jonas? ¿Qué tramaba Neil? ¿De verdad se ocuparía de sus prisioneros? Podían aguantar un tiempo sin comida, pero no sin agua. ¿Cómo de peligroso, cómo de desalmado y brutal era aquel hombre? ¿Y Terry? Si le entraban dudas sobre su novio, ¿sería capaz de ponerse en su contra?
Tenía que defenderse de los pensamientos oscuros que la asaltaban, si dejaba espacio a sus miedos no podría ayudar a Sammy ni actuar de forma sensata. Aun así… a Neil Courtney, alias Denis Shove, lo buscaba activamente la policía. No estaban en manos de un loco de cuyos actos nadie tuviera noticias. Su foto estaba en los periódicos y la policía le seguía la pista. A lo mejor le pisaban los talones más de lo que todos creían, incluido él mismo. Quizá la idea de Sammy de una gran operación de rescate no era tan descabellada.
De repente notó que su hijo había dejado de parlotear. Se había quedado dormido, con la cabeza apoyada en su brazo. Respiraba acompasadamente. Gracias a Dios no parecía tener hambre ni sed… al menos por el momento.
Cayó la noche y no apareció nadie. No sabía cómo estaba Jonas. No sabía nada.
Stella se echó a llorar quedamente.