LUNES, 28 DE ABRIL

1

Jonas Crane sospechaba que estaba desperdiciando su tiempo pero le había prometido a Stella que acudiría a la cita con el doctor Bent y eso era lo que estaba haciendo, independientemente de lo poco que confiara en aquella idea. A diferencia de su mujer, él no era un seguidor convencido de la homeopatía, aunque tampoco era un enemigo declarado. A unos quizá podría servirles de algo, mientras que a otros no. Stella siempre volvía de las visitas al doctor Bent relajada y contenta. Aunque con el asunto del niño no había podido ayudarla; al final no había podido ayudarlos nadie. A veces hay cosas en la vida que no pueden ser.

Jonas había esperado bastante, lo que lo había puesto nervioso y de mal humor. Tenía cita a las once y eran las doce menos veinte cuando por fin llegó su turno. Stella se lo había advertido: «Se toma tiempo con sus pacientes. Por eso a veces tarda un poco en atenderte. Pero a cambio pasa mucho tiempo contigo; no te larga de la consulta porque el próximo esté esperando».

Por lo visto encontraba eso estupendo, mientras que a él le parecía un procedimiento más bien dudoso. Aun así, se dijo que había tenido suerte de que le dieran cita por la mañana. Pobres de los que la tuvieran avanzada la tarde, cuando toda la lista se hubiera retrasado tanto que en realidad tendrían que alegrarse de esperar cuarenta minutos, como en el caso de Jonas.

A pesar de todo, el doctor Bent le pareció muy simpático. Interesado e inteligente. Concentrado. Un médico que se tomaba en serio a sus pacientes y que realmente quería ayudarlos.

Examinó el electrocardiograma que le había llevado.

—Parece que está en orden.

—Sí, ese es precisamente el problema —respondió Jonas. Intentó no pensar en que tenía una reunión de trabajo importante a la una y aún debía atravesar medio Londres. Por fin había llegado su turno, y debía concentrarse en el asunto actual—. Todo parece estar bien. Me han visto ya muchos médicos. El corazón, la circulación, la tensión… todo bien. Mire. —Sacó del bolsillo interior de la chaqueta un papel doblado y lo deslizó por el escritorio—. El resultado de un análisis de sangre completo, de hace dos semanas. Todo perfecto.

—Efectivamente —coincidió el doctor. Miró a Jonas con atención—. Parece estar muy sano. Sin embargo… ¿hay algo que le perturbe?

—Pues… —comenzó.

El momento podía haber sido embarazoso. Un hombre de cuarenta y dos años, aparentemente rebosante de salud, sentado ante un médico muy solicitado y a punto de explicarle que estaba convencido de estar enfermo, aunque hasta el momento nadie hubiera encontrado el menor indicio de ello. ¿Un hipocondríaco crónico? ¿O sería la crisis de la mediana edad? Sin embargo, sintió que el doctor Bent no lo iba a juzgar, y comenzó a entender por qué Stella se lo había recomendado tanto: transmitía la sensación de que se le podía contar todo sin hacer el ridículo y sin sentir incomodidad.

—Estoy… algo preocupado. Desde hace algún tiempo… más o menos desde principios de año, tengo síntomas raros. Me dan mareos. Dejo de oír. Me entra un hormigueo en el brazo izquierdo y luego la sensación de que se me entumece. Al principio pensé que era un aviso de infarto, pero eso se ha descartado. En realidad no han encontrado nada que origine esas molestias. Pero no desaparecen. Claro que me alegro de que no sea nada grave, pero es muy molesto. Stella opina que no puedo dejarlo estar sin más.

El doctor Bent sonrió.

—¿Cómo está Stella?

—Bien, gracias.

—¿Y el pequeño Sammy?

—Bien también. Muy bien. Dentro de unos días cumple cinco años y está entusiasmado con la fiesta.

—¿Sigue usted contento con la decisión de haber adoptado un niño?

—Sí, desde luego. Es lo mejor que pudimos hacer. Y por fin se acabaron aquellos intentos eternos y sin éxito… —No siguió hablando. El doctor Bent estaba bien enterado. Asintió.

—Ocho intentos de inseminación artificial, ¿verdad?

—Sí. A lo largo de varios años. Al final estábamos… Que Stella accediera a parar y se decidiera por la adopción salvó nuestra relación. Y nuestras finanzas. Tampoco económicamente hubiéramos podido aguantar mucho más.

—¿Se ha recuperado su situación económica? Ahora hace ya unos años de todo aquello.

Jonas negó con la cabeza. Se dio cuenta de que sentaba muy bien poder ser completamente sincero. No tenía que ser el señor lo-tengo-todo-controlado. Podía decir las cosas como eran de verdad.

—No. Seguimos teniendo deudas bastante elevadas. La casa está sin terminar de pagar, y además tuve que pedir una segunda hipoteca para poder permitirnos Bournhall. —Bournhall era la clínica en la que habían intentado concebir un niño. Había sido fundada por los médicos que habían conseguido la primera bebé probeta, Louise Brown. Sin embargo, en el caso de Jonas y Stella no habían tenido tanto éxito—. Voy pagando los plazos poco a poco y lo consigo a duras penas. Todo depende de que nada se me tuerza en el trabajo…

—¿Trabaja como guionista independiente?

—Sí.

—¿Y le va bien?

—Sí, sí, pero… —Se encogió de hombros, desanimado.

El doctor Bent lo observaba con serenidad.

—Pero si no le suena el móvil en todo el día se pone nervioso. Cuando no tiene e-mails de las productoras de televisión. Cuando el índice de audiencia es malo. Aunque me imagino que también siente que está al borde de la catástrofe precisamente cuando todo va bien. Cuanto mejor le va, mayor es el miedo a no cumplir sus propias expectativas, el miedo a fracasar. ¿Es así?

Jonas lo miró fijamente. Se preguntó cómo había podido aquel hombre traspasar su fachada en tan solo unos minutos, cómo había podido formular sus miedos con tanta claridad y precisión.

—Sí —confirmó—. Sí, así es. Vivo siempre esperando una catástrofe.

Se quedó con el sonido de aquella palabra. «Catástrofe». ¿Era demasiado dramática? No. Expresaba claramente su situación emocional. Esperaba la catástrofe. El colapso económico. La caída profesional. El fracaso total. El hundimiento en todos los frentes.

«Catástrofe, colapso, caída, fracaso, hundimiento…». ¿Eran esos los miedos que en algunos momentos se apoderaban de su pensamiento consciente, y que dominaban siempre su inconsciente? En ese caso, no había mucho de lo que sorprenderse.

—¿Qué tal duerme? —preguntó el doctor.

—Mal. Poco. Me duermo bastante bien pero hacia las dos me despierto, con taquicardia y sensación de pánico. Y después le doy vueltas a todo. Casi siempre me quedo en vela hasta que suena el despertador.

El doctor Bent había tomado notas todo el tiempo. Dejó el lápiz a un lado, puso los brazos encima de la mesa y miró a Jonas con gran seriedad.

—Señor Crane, tiene que salir de ese estado de catástrofe. Es imprescindible. Su cuerpo está sano, pero le está enviando todas las señales de alarma posibles. Los trastornos del sueño, las taquicardias, los mareos, el brazo dormido… El asunto es serio. Da igual lo que digan estos resultados. —Señaló los papeles del electrocardiograma y el análisis de sangre—. Aún no son las doce menos cinco, pero sí las doce menos diez, y tiene que echar el freno ya.

«Salir del estado de catástrofe».

—¿Y cómo se consigue eso? —inquirió Jonas.

—Se consigue —le aseguró el doctor—. Se consigue, pero no es fácil.

—¿Cómo he llegado a este estado? Quiero decir, preocuparse de vez en cuando es normal. Pero tiene usted razón, vivo siempre esperando una gran desgracia, cuando no hay nada que la presagie. Antes no era así. Es como si… se hubiera infiltrado en mí. Ha pasado sin que me diera cuenta.

El doctor Bent asintió.

—No sucede de la noche a la mañana. Las cargas se van sumando lentamente y parece que podemos manejarlas y que lo tenemos todo bajo control. Para cuando el cuerpo nos dice de repente «¡no puedo más!», el cántaro suele haberse roto. Los últimos tiempos no han sido nada fáciles para usted, señor Crane, lo sé por Stella. Durante años su esposa y usted desearon tener un niño. Después vinieron los agotadores intentos con la inseminación artificial. Las muchas decepciones. Los elevados costes. Y luego un proceso de adopción, que está lejos de ser fácil. Al mismo tiempo usted tenía que ocuparse de su profesión, con más razón cuando las deudas empezaron a acumularse. Me imagino que se ha enfrentado usted solo a la mayoría de los problemas económicos para no sobrecargar a su esposa, pero eso le ha puesto las cosas más difíciles.

Él asintió. Había sido exactamente así.

«¿Podemos permitírnoslo, Jonas?», le había preguntado inquieta Stella antes del quinto, sexto, séptimo y octavo intento. Y él contestaba sonriendo: «Sin problema. Tengo muchos encargos. ¡No te preocupes por nada!».

Las fuertes inyecciones de hormonas, las continuas revisiones médicas, las extracciones de óvulos, las transferencias de óvulos fecundados, la espera y la esperanza, las decepciones… todo aquello dejaba a Stella hecha polvo. Desde el punto de vista médico todo era mucho más fácil para él, por eso había considerado su deber apartar de ella el resto de preocupaciones. Ese era su papel, y ahora parecía que ese papel se había vuelto en su contra.

—Le voy a recetar unas gotas que debe tomar todos los días antes del desayuno —dijo el doctor Bent, arrancando una hoja de un taco de recetas—, pero además…

—¿Sí?

—¿Cree que podría desconectar del todo algunas semanas?

—¿Desconectar?

—¿Cuándo se fue de vacaciones por última vez, señor Crane? Y me refiero a vacaciones de verdad. Sin móvil, portátil ni nada por el estilo. Sin estar siempre presente, siempre disponible.

Jonás reflexionó.

—Creo que… nunca. No desde que estamos localizables a todas horas. Cuando nos íbamos de vacaciones siempre me llevaba la oficina conmigo, por así decirlo. Y seguía trabajando sin solución de continuidad.

—A eso me refiero precisamente. Tengo bastantes pacientes con los mismos síntomas que usted, señor Crane. El suyo no es en absoluto un caso excepcional. La era digital nos ha proporcionado un montón de ventajas pero también ha ocasionado que no haya prácticamente ningún sitio en el que podamos apartarnos de todo, en el que solo pensemos en nosotros mismos y en el momento presente. Revisamos el correo electrónico sin parar, hasta bien entrada la noche, y temprano por la mañana todo vuelve a empezar. Ya no podemos desaparecer y estar sencillamente con nosotros mismos.

Jonas intuyó lo que iba a proponerle:

—¿Me recomienda una pausa? ¿Irme a algún sitio, lejos, y no estar localizable?

—Algunos pacientes que lo han probado están entusiasmados con el resultado. Se sienten como renacidos. Han encontrado su centro, pueden separar lo importante de lo accesorio. También los problemas relevantes de los irrelevantes. Han encontrado la calma.

—¿Y eso dura toda la vida?

—Hay que repetirlo a menudo. Pero después sale solo. Lo importante es el primer paso.

Jonas no podía ni imaginárselo.

—¡Me volvería loco estando solo e incomunicado!

—Quizá los primeros días. Pero después aparecería la calma. Ya lo verá.

—Así que lo mejor sería alquilar una casa en algún sitio, en medio de la nada, sin teléfono ni cosas parecidas. ¿Se refiere a eso?

—Hay quien se va a un monasterio —respondió el doctor.

Jonas negó con la cabeza.

—Eso no es para mí. Pero algo así como una isla desierta… ¿Podría llevarme a mi familia?

—Es preferible que no. Pero, para empezar, eso es mejor que nada. Seguramente para el segundo intento será usted mismo quien busque la soledad total.

Jonas se levantó y cogió la receta que el médico le tendía por encima de la mesa.

—Gracias, doctor. Las gotas las tomaré seguro. Sobre lo otro… tengo que pensarlo. Me creo lo que usted dice, pero la verdad es que no sé si conseguiré llevar a cabo lo que me propone.

—Dele algunas vueltas a la idea —respondió este—. Ya verá que la irá encontrado cada vez más atractiva.

«Me extrañaría», pensó Jonas. Miró el reloj y se sobresaltó.

—¡Qué tarde es! Me tengo que ir. Es una cita importante, ¿sabe?

—Que le vaya muy bien —se despidió el doctor Bent.

Una cosa estaba clara: también Hamzah Chalid vivía en estado de catástrofe, y sin duda haría muy bien en encontrar la manera de salir de ese estado vital. Sus ojos castaño oscuro se paseaban acá y allá sin parar, y no parecía capaz de reposar la mirada aunque fuera medio minuto en su interlocutor. Se sobresaltaba si oía una voz fuerte, y cuando a la camarera del café que Jonas había propuesto para la reunión se le cayó una taza, empezó a temblar sin control. Era un hombre pequeño, flaco, de poco más de cincuenta años. Su cabello negro empezaba a encanecer en el nacimiento del pelo y en las sienes. Parecía esperar que en cualquier momento cayera sobre él una desgracia terrible.

Como si aún lo persiguieran los esbirros del fallecido dictador Sadam Husein.

Jonas conocía la historia de Hamzah, que se iba a narrar en un documental para el que iba a escribir el guión. Le habían ofrecido el encargo y lo había aceptado de inmediato, aunque nunca había hecho nada de ese estilo. Escribía guiones policíacos para la televisión, ya fuera con tramas inventadas por él o basadas en novelas que adaptaba y ajustaba. Nunca se había encontrado con una historia con trasfondo político, y nunca se había atrevido con nada que tuviera ni remotamente las características de un documental. Pero le habían ofrecido mucho dinero, y eso había sido decisivo.

Aunque en realidad sabía que no era el mejor momento para plantearse un reto como aquel.

Hamzah Chalid había sido detenido por la policía secreta en septiembre de 1998, en mitad de la noche, y lo habían encerrado en la cárcel. Durante mucho tiempo no supo de qué lo acusaban, aunque al final llegó a la conclusión de que tenía que ver con un amigo suyo que se había expresado en público de forma muy imprudente contra el régimen, y que también estaba en prisión. Todos los que tenían estrecho contacto con él estaban en el punto de mira de los órganos de seguridad del Estado. Hamzah había sido torturado y desde entonces arrastraba lesiones que lo habían convertido para toda la vida en un hombre muy delicado de salud. Al final lo consideraron políticamente inofensivo y lo pusieron en libertad. Pero ya no era el mismo: padecía ataques de pánico, trastornos alimentarios y depresiones severas, y no consiguió retomar su vida normal, como la que había llevado antes. Tenía que ir a menudo al médico, le daban la baja, faltaba al trabajo. Nunca supo si fue eso lo que le hizo parecer sospechoso otra vez, pero un día le llegó la advertencia de que estaban a punto de encerrarlo de nuevo. Huyó literalmente en el último momento por una ventana trasera de su casa cuando la policía estaba ya en la puerta. Encontró cobijo en casa de un amigo, pero tuvo que ir de uno a otro porque todos temían por sus propias vidas. Al final se produjo un acontecimiento que no se había podido sacar de la cabeza hasta el momento presente. Fue lo primero que le contó a Jonas en el café, aunque por supuesto este ya estaba al tanto.

—Me llevaban de nuevo de un escondite a otro, en el coche de un conocido. Iba acurrucado en el suelo de los asientos de atrás, con una manta por encima. Paramos en un semáforo. Todo parecía normal. Debajo de la manta estaba oscuro y hacía un calor asfixiante. Todos los sonidos me llegaban muy lejanos y amortiguados…

—Pero de pronto sintió el peligro… —intervino Jonas con precaución. Había leído atentamente la historia.

—Sí. Sentí el peligro. Lo presentí. Todavía no me explico qué fue lo que me alertó. Fue una certeza repentina: «Están aquí. Están muy cerca». Me puse a temblar. Apenas podía respirar… —Se interrumpió. Se le habían oscurecido los ojos al tiempo que se ponía pálido. El sudor le perló la frente.

—Fue el inconsciente, los sensores que desarrolló durante su primer encarcelamiento —explicó Jonas—. Los animales salvajes poseen ese instinto. Presienten el peligro mucho antes de que haya algo que ver u oír. Señor Chalid, su instinto funcionó de maravilla en ese momento.

Como contó, Hamzah se quitó la manta de encima, abrió la puerta y se tiró a la calle. La suerte quiso que se encontraran en un cruce que tenía al lado mismo un pequeño parque con mucha maleza. Se escondió entre los arbustos. Después supo que la policía secreta los iba siguiendo y estaba tan solo dos coches más allá. Lo habrían detenido en cuestión de minutos. Una vez más había conseguido huir en el último momento.

Luego unos traficantes de personas hicieron que pasara la frontera con Pakistán. También entonces vivió aventuras de todo tipo y estuvo a punto de caer en manos de los espías del gobierno. Al final fue a parar a Inglaterra, donde solicitó asilo político y le fue concedido. Su historia era emocionante y, después de que alguien lo pusiera en contacto con un periodista, se había publicado en un diario. Y ahora una productora de televisión se interesaba por ella. Jonas tenía la sensación de que a Hamzah lo devoraba la impaciencia: debía contarlo todo. La gente lo escuchaba, le prestaba atención; sobre todo se daba cuenta de la injusticia de la que había sido víctima. Era un hombre profundamente traumatizado al que le habían robado su vida normal. Había sobrevivido, pero no había recuperado una vida digna de ser vivida. No había pasado página de lo sucedido, no podía entender por qué el mundo no alzaba la voz ante historias como la suya. Ahora por fin iba a oír esa voz. Así las cosas mejorarían, podría dejarlo todo atrás y encontrar un camino hacia el futuro.

Jonas dudaba de que esas esperanzas pudieran realizarse, pero no quería hablar de ello por el momento. El documental nunca alcanzaría la repercusión que el iraquí se imaginaba. En su país habían pasado tantas cosas desde entonces… Hacía mucho que el dictador ya no existía, y otros problemas y crisis sacudían la región. En realidad, para la opinión pública, Hamzah y su historia eran ya agua pasada. Claro que era un asunto interesante y atraería a las pantallas a algunos espectadores, pero ni desencadenaría discusiones ni llenaría los periódicos. Hamzah soñaba con aparecer en programas de televisión, dar conferencias y conceder entrevistas. Creía que lograría curarse si daba a conocer el miedo que lo atenazaba.

—Entonces, ¿seguro que escribirá usted el guión? —preguntó varias veces—. ¿De verdad se rodará la película?

—Por lo que parece, todo irá como se ha planificado —le aseguró Jonas—. No se preocupe.

Hamzah se giraba continuamente, escrutaba a la clientela del café, se quedaba mirando a los viandantes que pasaban por delante de la cristalera.

—Ese instinto, ¿sabe…? Ese instinto que me salvó la vida tantas veces en Bagdad… Ya no puedo desconectarlo. Está siempre ahí. Siempre vigilante.

—Es comprensible —dijo Jonas educadamente. Sin embargo, lo que Hamzah llamaba instinto hacía tiempo que era algo muy diferente. Ahora presentía enemigos donde no los había. Había caído en un estado de neurosis total, quizá incluso en una psicosis. Se creía cercado por los esbirros de un dictador muerto. Cuando se llevaba la taza a la boca le temblaban tanto las manos que se le derramaba el café en el regazo. Apenas la dejaba de nuevo en el platillo, volvía a girarse nervioso.

La expresión «estado de catástrofe» del doctor Bent le vino de nuevo a la cabeza a Jonas, junto con el pensamiento de que en realidad el pobre Hamzah Chalid y él no eran tan diferentes. Ambos estaban atenazados por miedos que, al menos en su situación actual, no eran reales, aunque ellos los sintieran como tales. Hamzah y Sadam Husein. Jonas y el descalabro social y profesional. Dos historias completamente distintas, dos hombres a primera vista totalmente diferentes.

Sin embargo, los dos llevaban dentro una bomba de relojería cuya existencia solo notaban ellos, cuyo tictac solo ellos escuchaban.

—¿Cuáles son los próximos pasos? —preguntó Hamzah.

—Escribiré lo que llamamos el «tratamiento» —explicó Jonas—, que va separado en imágenes y escenas. Me he hecho con un relato exhaustivo de su historia. En cuanto esté listo, por supuesto, podrá leerlo. Después deberíamos vernos de nuevo para comentarlo todo, tras lo cual me pondré con el trabajo detallado.

—¿Cuándo será eso? Quiero decir, ¿cuándo tendrá listo el tratamiento?

Jonas reprimió un suspiro. No iba a ser fácil trabajar con Hamzah.

—Tardaré un poco. Aún no está del todo claro si será un documental o más bien una película, ni qué porcentaje de ambas cosas habrá. Me reuniré con los productores la semana que viene y discutiremos también esa cuestión.

Hamzah asintió pero parecía descontento. Junto con su continuo miedo a un peligro inminente, parecía que estaba en su carácter temerse siempre lo peor y ser incapaz de confiar en nadie.

—No queremos nada hecho deprisa y corriendo —continuó Jonas—, sino una historia realmente sólida, y para eso no podemos precipitarnos.

—Pero ¿estaremos en contacto? —quiso asegurarse Hamzah. Era probable que la idea de pasarse meses encerrado en su buhardilla sin saber lo que pasaba le resultara insoportable, cosa que Jonas podía comprender.

—Claro que sí. Nada se hará a sus espaldas ni sin informarle. Al fin y al cabo, ¡usted es el protagonista de todo esto!

La última frase era una mentira piadosa. Nadie en la productora veía a Hamzah Chalid como el personaje principal de nada, ni siquiera como un personaje relevante. Había vendido los derechos de su historia y ya no tenía especial importancia para nadie. Al contrario, más bien agradecerían que se mantuviera al margen. Era un caso similar al de los escritores de novelas que luego se filmaban: se quejaban de todos los cambios, querían modificar esto y aquello, se alteraban y no causaban más que problemas. Sería mucho mejor que no dieran la lata y se quedaran en un segundo plano. Sin embargo, la mayoría no eran fáciles de intimidar, y menos aún de acallar definitivamente. No parecía ser el caso de aquel refugiado tan inseguro y al borde de una crisis nerviosa. A nadie le importaba un comino. A la hora de la verdad, y eso ya podía preverlo Jonas, iba a ser el único que se preocupara por él. Intuyó que Hamzah se le iba a pegar como una lapa. Y cuando todo terminara en una amarga decepción, a él le tocaría una buena ración del drama.

Apartó aquellos pensamientos. Era demasiado pronto, todo era demasiado imprevisible. No servía de nada plantearse el posible desarrollo de los acontecimientos.

La palabra «protagonista» parecía haber animado un poco a Hamzah. Sus ojos no tenían ya esa mirada desconsolada. Se acabó el café y volvió a girarse para mirar alrededor.

—Me alegro de que nos hayamos visto —dijo.

—Sí, yo también —respondió Jonas. Hizo una seña a la camarera y pagó las consumiciones de los dos—. Me pondré en contacto con usted —prometió mientras se levantaba.

También Hamzah se puso en pie. Jonas se dio cuenta de que estaba encorvado. Pensó en las torturas que había padecido. Aquel mundo estaba tan lejos del suyo que era difícil de imaginar, difícil de comprender. Por un momento se sintió avergonzado.

Los dos hombres se despidieron en la calle. El día de abril estaba nublado, pero el aire era tibio. Jonas se quedó mirando a Hamzah, que se alejaba cojeando.

Él se fue en dirección a su coche.

Aún le quedaban dos reuniones. Después se iría a casa y por fin podría dedicarse a su verdadero trabajo: escribir.

2

Stella y Sammy entraron en casa y Sammy, que se había pasado todo el rato hablando en el coche, tampoco paró al entrar por la puerta, ir a la cocina y encaramarse a su trona arrimada al mostrador. Stella lo había recogido de la guardería, en la que esa mañana habían celebrado el cumpleaños de un amiguito, por lo que (como si hubiera sido necesario) le había vuelto a recordar su propia fiesta. Iba a ser el viernes, y habían planeado una gran celebración. Sammy rumiaba por enésima vez su lista de deseos, que cada vez era más larga, y se inventaba los juegos más disparatados para la fiesta. A Stella le encantaba verlo así, lleno de alegría y rebosante de energía e imaginación. El niño podía quedarse a comer en la guardería pero muchas veces ella lo recogía, especialmente cuando Jonas no estaba en casa. ¿Por qué iba a sentarse sola a tomar desganada un yogur? Se divertía mucho más comiendo con su hijo y disfrutando de él. Ese día había decidido prepararle nuggets de pollo con patatas fritas, su plato preferido.

Mientras extendía las patatas congeladas en la bandeja del horno escuchaba a medias el parloteo de Sammy. Stella estaba pensando otra vez en el futuro. Había dejado de trabajar desde que tenían al niño, que en septiembre empezaría a ir al colegio. Aquel le parecía un buen momento para replantearse la vida. No quería quedarse para siempre en casa, aunque sabía que la vuelta al mundo profesional no iba a ser tan fácil. Había trabajado como productora en una empresa de cine; echaba de menos el trabajo pero no se hacía muchas ilusiones de poder compaginarlo con la vida familiar. La media jornada sonaba muy bien sobre el papel, pero en realidad era insostenible. Aunque Jonas trabajaba en casa durante largos períodos de tiempo: si lo planificaban bien y lo acordaban con antelación, a lo mejor…

—Y globos —estaba diciendo Sammy—. ¡Mami! ¿Me escuchas? Pondremos globos por toda la casa, ¿vale?

—Claro, y en el jardín también, si hace buen tiempo.

Las patatas ya estaban en el horno. Stella estaba ajustando el termostato cuando sonó el teléfono.

Más tarde se acordaría de esa escena una y otra vez. Del timbre, que al principio le pareció completamente normal pero que más adelante recordó como un sonido espantoso. El timbre que había interrumpido una escena pacífica y cotidiana: la cocina agradable y luminosa, las flores en la ventana, las patatas en el horno, que zumbaba quedamente. Sammy en su trona, parloteando y haciendo planes. Fuera, un coche atravesaba despacio la urbanización. Algunos rayos de sol traspasaban las nubes que hasta entonces habían envuelto el día en una luz lechosa y apagada.

Fue sin prisa hacia el teléfono, que estaba en el salón. Seguramente era Jonas. Cuando estaba fuera solía llamar, y aquel día no había sabido nada de él desde por la mañana. Ya debía de haber salido de la consulta del doctor Bent. Tenía ganas de que se lo contara.

Sammy continuaba hablando sin parar en la cocina:

—Y además un pastel de plátano todo cubierto de chocolate y…

—¿Dígame? —contestó.

Un momento de silencio. Luego una voz: femenina, joven, un poco tímida, disfrazada bajo una determinación alegre y forzada.

—Hola, ¿Stella? Soy Terry. Terry Malyan. ¿Te acuerdas de mí?

Cómo no iba a acordarse.

La madre biológica de Sammy. A la que había deseado no volver a ver en la vida.

Estaba sentada en la cocina, frente a Sammy, pero apenas veía a su hijo, que estaba esparciendo por el plato una auténtica orgía de ketchup. De algún modo había conseguido terminar de preparar la comida y poner la mesa, pero había actuado como en trance. Y sin dejar de preguntarse a qué se debía la sensación de amenaza que la atenazaba.

Terry Malyan.

—El 2 de mayo Sammy cumple cinco años —había dicho por teléfono, con aquella voz extrañamente forzada—, y había pensado que sería una ocasión estupenda para volver a verlo.

Terry había estado casi cinco años sin dar señales de vida. Sin llamar y sin escribir, ni por los cumpleaños de Sammy ni en Navidades. En el primer cumpleaños del niño Stella le había mandado fotos, pero no había recibido respuesta. Al final había terminado por borrar de su vida a aquella mujer.

Y se había sentido aliviada.

—Casualmente vamos a estar en Londres ese fin de semana…

Ah, ¿sí? ¿Casualmente? ¿Y qué quería decir ese «vamos»?

—Mi novio y yo. Tiene cosas de trabajo allí.

¿Se refería al padre de Sammy? Stella no había llegado a conocerlo, no se había dejado ver cuando se llevó a cabo la adopción. Por lo que sabía, era un estudiante de diecisiete años absolutamente horrorizado y traumatizado por el resultado de su primera relación sexual, que había tenido lugar con una chica de dieciséis en una tienda de campaña de un campamento en la costa de Gales, y que había sido todo un éxito: en forma de un niño que nació al cabo de nueve meses.

Stella aún recordaba bien la llamada de la trabajadora social de la oficina del menor, en abril de 2009.

—Tenemos un bebé para usted. Nacerá a principios de mayo. Los padres están decididos a darlo en adopción de inmediato. Son casi unos niños, están en el instituto y la situación los desborda por completo.

Desde el principio todo estaba planteado como una adopción cerrada, Jonas y Stella no habrían considerado otra posibilidad. Los padres biológicos no conocerían a los padres adoptivos, ni al contrario. Si más adelante el niño quería conocer a sus verdaderos padres por supuesto que se le permitiría acceder a la documentación, pero hasta entonces no habría contacto de ningún tipo. Stella y Jonas no pretendían ocultarle a su hijo que era adoptado pero no deseaban visitas continuas, contacto ni intromisiones. Tampoco que el niño se sintiera internamente dividido entre los distintos padres.

—No, no es el padre de Sammy —había dicho Terry por teléfono—. No he vuelto a saber de él. Ahora llevo medio año con mi nuevo novio. Se llama Neil Courtney. Seguramente nos casaremos.

—Mami, ¿me estás escuchando? —preguntó Sammy, mirando a su madre desde el otro lado de la mesa. Tenía la cara llena de churretes de ketchup y parecía que se hubiera caído en un cubo de pintura.

Stella intentó sonreír.

—Claro que te escucho.

Neil Courtney. El nuevo novio de Terry. Al que seguramente quería enseñarle el niño al que había dado a luz y por el que no se había interesado en años.

¿O era él quien estaba detrás de la idea? Pero ¿qué clase de hombre se interesaba tanto por el hijo de un predecesor, un hijo que, además, no tenía ninguna importancia en la vida de la madre?

Deseaba que Jonas llegara a casa de una vez. Necesitaba hablar con alguien, con alguien que la tranquilizara. Que disipara todos los temores que en ese momento ni siquiera era capaz de formular.

Cuando todo sucedió, las cosas se escaparon por completo a su control. El 2 de mayo nació el deseado bebé, que fue inmediatamente entregado a los padres adoptivos. Poco antes de que se cumpliera el plazo de varias semanas que garantizaba a la madre la posibilidad de reflexionar sobre su decisión y de anularla, sucedió lo que más temían: la oficina del menor se puso en contacto con ellos y les explicó que no iban a poder quedarse a Sammy.

—La madre quiere recuperarlo, no consigue superar la separación. Quiere recuperarlo a cualquier precio.

A Stella se le vino el mundo encima.

—¡Eso no puede ser! Lleva ya casi cinco semanas con nosotros. Lo queremos. Es nuestro hijo, ¡no pueden llevárselo!

La señora de la oficina del menor sonaba preocupada:

—Lo siento muchísimo, señora Crane. Ojalá pudiera ahorrarle este dolor. Pero tengo las manos atadas por la ley. He de cumplir los procedimientos, no me queda otro remedio.

—¡Pero esa chica tiene solo dieciséis años!

—Sí. Es muy joven. Y todo esto es una situación muy desagradable, pero…

Se habían llevado a Sammy. Stella recordaría ese momento hasta el final de su vida. Le arrancaron un trozo del corazón. Y, a pesar de todo lo que sucedió después, esa herida seguiría ahí. Para siempre.

Al cabo de tres semanas espantosas, durante las que Stella consultaba sin cesar al doctor Bent y tomaba tranquilizantes, y durante las que Jonas apenas se atrevía a salir de casa porque temía que su esposa se lesionara, la oficina del menor se puso en contacto con ellos otra vez. Había problemas. La madre de Sammy se sentía cada vez más desbordada y no estaba segura de que la decisión de quedarse a su hijo hubiera sido la correcta. La atormentaba la sensación de estar arruinando su vida y de que el niño le cerraba cualquier oportunidad de futuro, pero al mismo tiempo la torturaba el sentimiento de culpa al pensar en darlo en adopción.

—Le gustaría verse con usted, señora Crane. Sé que eso iría completamente en contra de lo acordado, pero…

—¿Sí?

—Creo que existe una posibilidad real de que se decida a dar al niño en adopción si conoce a los padres y se convence de que Sammy estará bien con ustedes. En realidad sabe que no puede ofrecerle a su hijo ninguna estabilidad. Lo que necesita es la certeza de que está haciendo lo correcto, y seguramente una conversación con usted la convencería de eso.

—Pero entonces el proceso ya no sería anónimo.

—No. Y entendería perfectamente que en estas circunstancias quisiera desvincularse de todo esto. Lo menciono solo porque nosotros debemos anteponer el bienestar del menor y… —Se interrumpió. No quería decir demasiado.

Pero Stella adivinó lo que pensaba.

—En su opinión, para Sammy sería mejor estar con nosotros.

—Se lo digo claramente: sí.

Aquello disipó todas las dudas de Stella. Conocería a la madre de Sammy.

Jonas no opinaba igual. Estaba completamente en contra.

—Puede convertirse en un continuo tira y afloja. Esa chica no sabe lo que quiere. ¿Qué haremos si la tenemos cada dos por tres en la puerta de casa porque de repente se le despierta otra vez el instinto maternal?

—Después de cierto plazo la adopción es jurídicamente válida. No podría hacer nada.

—Legalmente, no. Pero puede hacernos la vida imposible. Llamar constantemente. Presentarse en casa. Querer verlo todo el tiempo. Intentar coaccionarte con lágrimas. Ya hemos hablado de todo esto, Stella. Había razones por las que queríamos a toda costa una adopción cerrada.

—Ya. Pero ahora la situación ha cambiado. Tenemos que cambiar nuestra perspectiva, no hay otra opción.

—Claro que hay: esperar a otro niño.

—¡Tardamos casi un año en tener a Sammy!

—Pues tardaremos otro año. No es tanto tiempo. Y a lo mejor va más deprisa.

A Stella se le llenaron los ojos de lágrimas, aunque habría querido poder evitarlo.

—No puedo esperar más, Jonas. Llevamos seis años intentando tener un hijo. No hemos sufrido más que decepciones. Ha sido una guerra de nervios. Ya no puedo más, estoy destrozada. Y además quiero a Sammy. Ha estado aquí. Lo he tenido en brazos. No puedo decir sin más: «Pues nada, ya cogeremos otro niño». No puede ser. No puedo.

Jonas había cedido. Había sentido la auténtica desesperación de Stella, su absoluto agotamiento. Él también estaba agotado. No podía aguantar otra confrontación sobre el asunto.

Y todo había ido bien, tan bien que incluso las dudas de Jonas desaparecieron. Habían conocido a la madre biológica, Therese Malyan, de dieciséis años, natural de Truro, en Cornualles.

—Por favor, llámame Terry. ¿Puedo llamarte Stella?

Stella hizo aquella concesión. Lo que importaba era Sammy, y nada más. Había invitado a Terry a ir a su casa en Kingston, Londres, y le había enseñado la habitación del niño, sus juguetes, sus peleles. La chica lloró.

—Va a estar muy bien con vosotros, ya lo veo. Los dos sois buenas personas.

Stella había notado su alivio. Aquel embarazo no deseado había convertido la vida de Terry en un caos del que, desde el principio, no había visto más salida que dejar al niño en otras manos para recuperar su libertad. Cuando se hubo asegurado de que eran buenas manos («las mejores, de verdad, Stella, el niño no podría estar mejor») se decidió, y esta vez para siempre: no hubo arrepentimiento antes de que se cumpliera el plazo.

La adopción del pequeño Samuel Malyan se formalizó legalmente. Pasó a llamarse Samuel Crane y a ser el hijo de Jonas y Stella.

Y hasta aquel día no habían vuelto a saber nada de Terry. Casi se habían olvidado de su existencia.

—¡Mami! ¡No me estás escuchando! —se quejó Sammy.

Dejó de fingir que no pasaba nada.

—Tengo que llamar a papá enseguida. Ahora mismo vuelvo, cariño. Y seguimos planeando tu cumple. —«Con tu otra madre y su nuevo novio como invitados de honor».

Fue al salón con el corazón a cien. Necesitaba que alguien le dijera que se estaba preocupando sin motivo.

Jonas contestó tan deprisa como si hubiera tenido el móvil en la mano.

—Estaba a punto de llamarte, Stella. Acabo de hablar con la productora. ¿Qué opinas de dos semanas de vacaciones en los páramos de Yorkshire a finales de mayo o principios de junio? En medio de la nada, y no me llevaría trabajo. Tengo un compañero, también guionista, que nos alquilaría su casa. Es perfecta para desconectar. ¿Qué te parece? El doctor Bent dice que…

No le interesaba lo que dijera el doctor Bent, y los páramos de Yorkshire le interesaban aún menos. Interrumpió su verborrea:

—Jonas, ha llamado. Hace veinte minutos. Terry Malyan. Quiere visitarnos el día del cumpleaños de Sammy.

Él se quedó callado unos segundos. Pareció que de verdad necesitaba un momento para recordar a quién se refería Stella. A lo mejor le estaba costando pasar de los páramos a la vida real.

—Bueno —dijo al final, lentamente—. Bueno.

—No, Jonas, no es nada bueno. Tengo miedo de que… Quiero decir, ¿a qué viene esto? ¿Qué es lo que quiere?

Él la interrumpió.

—No te alteres, Stella. Seguro que no quiere más que eso: visitarlo. No ha dado señales de vida en cinco años y simplemente se le ha ocurrido la idea. No ha tenido ninguna relación con Sammy y no la va a establecer en una tarde. Apuesto a que después no volveremos a saber de ella por lo menos en otros cinco años.

—Tiene un novio nuevo, viene con él. Jonas, ¿por qué tengo un presentimiento terrible?

—Porque te ves en competencia con ella y eso te crea inseguridad —contestó—. Todo va a ir bien, Stella. Por favor, créeme.

Pocas semanas después tendría que reconocer que también él tuvo un mal presentimiento. Una intuición oscura que enseguida reprimió.