9
CALEB se había sorprendido por los extremos a los que su prisionera había accedido a llegar a fin de quedarse fuera de «la habitación». Se preguntó, no por primera vez, en qué cojones estaba pensando. Sabía que aquello era lo último que debería estar haciendo, invitándola a su espacio. Ya se había metido demasiado en sus pensamientos. Cuanto más se acercaba a ella, menos capaz parecía de confiar en sí mismo. Sobre todo ahora, cuando cada mirada provocaba el recuerdo de ella temblorosa debajo de él, con ganas de más y sin darse cuenta de ello. Había recorrido un largo camino desde la chica tímida que había conocido en las calles de Los Ángeles. Lo que había hecho estaba mal, en algún lugar en su interior lo sabía y aún así no podía decir con toda sinceridad que no lo haría de nuevo si se diera la oportunidad. O que no querría volver a hacerlo. Había algo en ella, algo que quería saborear y tocar. Algo que quería reclamar. Esta era la primera vez que ella le había ofrecido algo y se vio en apuros para negarse.
Un inesperado escalofrío le recorrió la espalda y su polla se alargó al instante. Mientras que su mente tenía dudas sobre lo que quería, su cuerpo aparentemente no. Cerró los ojos, intentando sentir lo que debería estar sintiendo mientras permanecía de pie a unos metros de distancia de ella, con los ojos vendados y temblando ligeramente. Sentía las frías baldosas bajo sus pies descalzos, olió el fresco aroma de las velas en el aire y probó el más mínimo rastro de sudor en el labio. Quería saborear su sudor. Quería hacer algo que le distrajera de la debacle en la mesa de la cocina.
Había sido un error preguntarle todas esas cosas. En realidad no quería saberlo. Detestaba especialmente todo lo que tenía que ver con hablar de madres. Había dicho que su madre estaba muerta. Y podría estarlo por lo que sabía. De todos modos, estaba muerta por lo que a él le importaba. Su pasión se enfrió instantáneamente con el recuerdo de su expresión compasiva. «Puta lástima». No la necesitaba. No necesitaba nada de nadie, y menos a ella. «Mentiroso».
Caleb posiblemente tenía una madre por ahí y de acuerdo a la chica, todavía podría estar extrañándolo. ¿Por qué no podía recordarla? Sintió que, en algún lugar, muy distante, hubo una vez… en que ¿la quiso? Pero ahora no sentía nada cuando pensaba en ella. Era… inquietante. Librándose de los frustrantes y desconcertantes pensamientos, Caleb volvió a centrar su atención en la chica.
Sonrió para sí mismo mientras la miraba, en la grandeza del enorme y antiguo baño. En algunos países, podría ser una propia casa. Estaba de pie a unos metros de distancia con los ojos vendados y vulnerable. Pero esto era su elección. Su bien proporcionada y trémula forma reavivó su erección. Ella no podía saber el efecto que tenía; su inocente cautiva. Su pelo era absolutamente ingobernable, habiéndolo dejado secarse solo después de su baño. Era tan salvaje como la muchacha y casi tan seductor como ella misma.
Antes de entrar en la habitación se había vuelto cada vez más tímida. Sospechaba la razón. Había liberado el placer dentro de ella, y entonces se había comido una gran comida y se había emborrachado. No hacía falta ser un genio para darse cuenta por qué estaba hablando repentinamente de la manera de salir de la habitación, cuando había trabajado tan duro para conseguir una invitación. Era muy guapa cuando estaba borracha. No, lo era siempre, ebria o no.
Pero al final, se había ido con él. Confiando en él para cuidarla como le había prometido.
Jadeó al oírlo colocar la mesa en su lugar, y se preguntó qué pensaba que podría ser. Casi gimió cuando vio sus pezones tensamente apretados contra el satén del camisón, suplicándole que los tomara en su boca y los succionara hasta que su cuerpo se estremeciese y sucumbiera implacablemente. Suspiró. ¿Qué demonios le pasaba? Después de dejar Teherán se había hartado a mujeres. Hecho todo lo que había fantaseado alguna vez con hacer. Había estado con muchas mujeres y sin embargo ninguna de ellas jamás le había afectado de la manera en que ella lo hacía. Si la primera lección que cada esclavo tenía que aprender era aceptar que sus deseos no importaban, entonces la primera lección que cada amo tenía que aprender era que no iba a ser un esclavo de sus propios deseos. La lógica era simple, para controlar un esclavo, debes controlarte a ti mismo.
En las últimas tres semanas se había vuelto más fácil doblegar a la cautiva a su voluntad, para hacerla responder de la manera en que Caleb sabía que haría. Sin embargo, cuanto más obedecía su cuerpo, menos parecía que su mente jugara un papel. Cuanto menos sabía de sus pensamientos, más quería estar en su interior de todas las maneras posibles. Pero a cada paso se quedaba bloqueado, negado, rechazado... enfurecido. Su agresión hacia ella se había intensificado, pero su dinámica seguía siendo la misma. Había empezado a molestarle en formas que no podía explicar.
Tendría que haber estado satisfecho, aliviado de hecho. Vladek no tendría ninguna parte de ella. En su mente, ella seguiría estando segura e intacta por él, incluso cuando su cuerpo no lo estuviera. Sin embargo, la idea de Vladek tocándola le repelía.
—Quítate el camisón —dijo Caleb suave pero firmemente. Sonrió, disfrutando del pequeño saltito que ella dio al oír el sonido de su voz. Ella se removió, desplazando su peso de una cadera a la otra, tratando de encontrar algo que hacer con las manos.
—¿Um…? —Dudó. Su voz casi se perdió en el cavernoso cuarto de baño de azulejo. Caleb se acercó a ella, tan sigilosamente como le fue posible, con ganas de disfrutar de la evidente tensión que recorría su tierna figura. Verdaderamente era un bastardo enfermo. Ella jadeaba muy suavemente y luego bruscamente contuvo el aliento mientras Caleb ponía la mano sobre su vientre, forzándola suavemente a apoyar su espalda contra la amplitud de su pecho. Estaba caliente, deliciosamente caliente.
—¿Tienes miedo de que vaya a hacerte daño Gatita? —le susurró al oído—. Porque eso no me interesa, ni lo más mínimo. Te prometí que no te dolería y no lo hará, no mientras mantengas tu promesa de hacer todo lo que te pido. —Su respiración era pesada y entrecortada y de repente no quería nada más que besar su labio inferior, el que en ese momento se estaba mordiendo. En su lugar, dio un paso atrás y se limitó a repetir—: Quítate el camisón.
La joven respiró hondo, pero inestable, buscando sin duda una solución. Caleb se sintió sabio y taimado por permitirle un trago de tequila después de la cena. Le sorprendió que no se tambaleara más, dado el hecho de que tenía los ojos vendados. Con una mano temblorosa, deslizó el tirante del hombro derecho, seguido poco después por el izquierdo, dejando al descubierto sus hermosos pechos cuando el camisón se deslizó hasta su cintura. Caleb tenía que concentrarse en respirar, siendo apenas capaz de mantenerse plantado en el lugar.
A continuación intentó bajarse el camisón, pero sus amplias caderas no se lo permitieron. Pensó que era todo jodida e ingenuamente sexy. Acabando con la posibilidad bajarse la tela por las piernas, lo que habría sido más modesto, finalmente intentó sacárselo por la cabeza. El cuerpo de Caleb parecía balancearse con el movimiento de sus generosos pechos.
Su polla no podría estar más dura. La agarró y se la colocó en otra posición que no se la ponía tan retorcida.
—Para —dijo con voz ronca-. —Déjalo así.
Se acercó a ella, sin esfuerzo la levantó en brazos y la dejó sobre la mesa que había preparado. No parecía saber qué hacer con las manos, pero Caleb no se sorprendió cuando instintivamente fue a cubrirse sus expuestos pechos. Quería agarrarle las manos, para corregir su comportamiento, pero la dejó tener su seductora modestia. Especialmente porque los suaves sollozos apenas audibles sobre el torrente de agua de la bañera, le hicieron saber que las lágrimas, sin duda, se escondían detrás de la venda. Cálidas, saladas y deliciosas lágrimas que de pronto quiso sentir en sus labios.
—Date la vuelta Gatita.
—¿Qué vas a hacer? —jadeó.
Cuando ella vaciló, añadió:
—Prometo no hacerte daño. —Pareció tranquilizarse con aquello y lentamente se puso boca abajo. Ella gritó cuando Caleb cogió el camisón y tiró de él hasta la cintura. De repente, ella se apresuró a levantarse, pero él rápidamente usó el peso de su cuerpo para inmovilizarla—. Esto es por tu propio bien, no habrá dolor.
Caleb escuchó el miedo en su voz, y aunque se le hizo mínimamente embriagador, se sintió un tanto inseguro. La verdad era que no tenía intención de hacerle lo que había hecho antes, no importa lo mucho que lo había disfrutado. No era suya para hacer lo que quisiera. Pero fue aquel único pensamiento el que estimuló su ira y lujuria, para empezar.
Ella lo había llamado Caleb.
Había gritado su nombre: con miedo, ira, necesitándole y de que Dios le ayudara... Aquello le había vuelto del revés. Había llegado al límite de su deseo por ella y en su mente no había alternativa para remediarlo que el poseerla. Había sido débil, sólo por un momento, por culpa de ella. La forma en que su cuerpo respondía a su tacto era simplemente inaudita, no bajo las circunstancias. Pero su cuerpo era naturalmente dócil, eléctrico, con su necesidad de ser tocado. Así que él la había herido más de lo previsto y se sentía indeciso de sus acciones. Era una sensación nueva para él.
—Debido a lo de… antes, puedes estar herida. Quiero que te sientas mejor. —Su cuerpo se tensó por todas partes, pero ella permaneció en silencio—. Necesito que subas las rodillas hacia el pecho y separes las piernas para mí. —El intenso rubor que se extendió por la cara de la Gatita eludía cualquier descripción, aunque carmesí era lo más cercano que Caleb pudo pensar. Su sonrisa por otra parte podría clasificarse fácilmente como brillante.
Cautelosamente, hizo lo que le pidió, al parecer agradecida por la ayuda de Caleb. Se había dado cuenta de que cuando insistía en ayudarla ella cedía más fácilmente. Él le permitió mantener la ilusión de que su resistencia había sido derrotada y que ella accedía a sus demandas. Tal vez sentía que no estaba haciendo algo vulgar por propia voluntad, sino sometiéndose a algo que se haría con su consentimiento o sin él. Ella no protestó cuando le ató las muñecas a la mesa y le colocó una barra de separación entre sus rodillas.
—Esto ayudará a que te quedes quieta —explicó, al saber que estaba dándole la ayuda que sin duda necesitaba. Ella se resistió violentamente al primer toque de los dedos de Caleb poniendo lubricante en su tímido y sin duda muy dolorido trasero. El cuarto de baño se llenó pronto con el sonido de sus lágrimas y humillados sollozos. Por un momento el suave eco, rebotando en las paredes, parecieró remover algo dentro de él. No sentía culpa muy a menudo y ella parecía tener la extraña habilidad de hacérsela sentir. La sensación era… extraña, desagradable e irritante como el infierno.
—¡Ya es suficiente! Estás llorando más por vergüenza que otra cosa. Deja de llorar.
El sonido de su voz llenó la habitación y la chica se quedó quieta, obviamente asustada. Caleb suspiró.
—Vamos, esto va a ayudarte. —Caleb se colocó una pequeña cantidad de lubricante en el dedo y suavemente le tomó el clítoris entre su pulgar e índice. Ella se estremeció, paralizada por su toque, y sabiendo que estaría en silencio lo justo hasta que tocase su sensible carne, que por supuesto no haría—. Está bien Gatita. Está bien —le aseguró suavemente y empezó a frotar el resbaladizo epicentro de su ser. Con experiencia, así como debía ser, siempre con cuidado de no frotar demasiado fuerte, ni demasiado bajo. No quería excitarla mucho. Haría lo justo, para hacer las paces con ella.
La observó con atención mientras apretaba los labios, tratando desesperadamente de no dejar salir el menor sonido. Sin embargo, poco a poco, con los labios abiertos sus suaves sollozos podían ser escuchados. Pronto los sollozos convirtieron en suaves gemidos, que a su vez se convirtieron rápidamente en grandes gemidos. Caleb, una vez más se maravilló de la capacidad de respuesta de su carne, de la forma en que su boca profundamente rosa estaba apenas un poco floja, con su lengua de Gatita saliendo a menudo a humedecer de nuevo el fino y suave tejido de sus labios.
Estaba cerca, tiró de sus ataduras, tratando de luchar contra el momento de la liberación final y sin embargo, inconscientemente se ondulaba contra la parte posterior de los dedos en busca de lo que temía. Retrocedió un poco, alargando el momento para que él pudiera hacer lo que tenía que hacer. Extendió la mano izquierda y cogió el maleable tubo que requería. Mientras una vez más llevaba a su hermosa cautiva a los picos dentados del éxtasis que la hacían gemir y llorar al mismo tiempo, introdujo el tubo en su culo. Ella se sacudió con dureza contra la intrusión, pero él la sostuvo firmemente. Poco a poco, pensativo, frotó su clítoris hasta que finalmente aflojó las manos, relajó las rodillas, y su respiración se volvió lánguida. Caleb ignoró la insistente presión de su polla contra la cremallera, junto con la aguda punzada de dolor en su vientre que imitaba la lujuria y se centró en calmar a su dócil esclava. Sus mejillas se tiñeron de un rosa muy por debajo del color rojizo de su piel. Era un rubor que sólo podría alcanzar con el orgasmo y Caleb no pudo resistir más la orgullosa sensación de haberlo puesto allí. Le acarició la espalda, ya no sorprendido de la forma en que ella se arqueó ante su toque. Lo echaría de menos. Esto. Ella. Apartando el pensamiento, se puso a hablar con ella a través de sus acciones.
Ella sollozaba en silencio mientras él la llenaba de agua, asegurándole que la presión en su vientre era normal, intentando que no entrara en pánico, aunque lo hizo de todos modos. Los dedos de su mano derecha se agarraron con fuerza a la suya, aquellos que en su mano izquierda se cerraron en un puño contra el vinilo de la mesa. Cuando sintió que no podía retener más agua en su interior detuvo el flujo y la obligó a empujar. Lloró en serio entonces. Ella le rogó que no presionase contra su vientre, con aparente vergüenza por sus frenéticas súplicas, y una expresión de dolor. Caleb hizo todo lo posible para mantenerla quieta, prometiendo que estaba bien, que no tenía nada que temer ni de qué avergonzarse, pero era inútil tratar de calmarla. Finalmente, recurrió a presionarla con su peso. Su cara junto a la suya mientras que una y otra vez la llenaba y vaciaba de agua, sin cesar hasta que estuvo seguro de que no podría conseguir nada más sometiéndola a sus atenciones.
Cuando todo hubo terminado, le quitó la venda de los ojos y soltó las ataduras para que pudiera sentarse de rodillas sobre la mesa. Para sorpresa de Caleb, ella envolvió sus brazos alrededor de su cuello y hundió la cara en su hombro, negándose a dejarle ir. El calor se extendió por sus miembros dondequiera que sus temblorosos cuerpos se encontraron, una sensación de lo más agradable como cuando el sol te acaricia el rostro. Inesperadamente, el recuerdo de ella mirándolo en la acera le rodeó. Ella había estado entrecerrando los ojos por la mañana. Él había pensado en su encanto, sobre todo cuando sonreía. De pronto se moría de ganas de verla sonriéndole a él de esa manera. En cambio, se echó hacia atrás para poder besar las cálidas y saladas lágrimas de sus suaves mejillas. Incluso sabían a sol… ¿Prefería su sonrisa o sus lágrimas?
Desconcertado por sus divergentes pensamientos, se fue a lavar la cara, dándole instrucciones de entrar en el dormitorio cuando hubiese terminado.
Caleb se paseó lentamente por su dormitorio. Pensando en muchas cosas. Rafiq le había informado que el transporte estaba en orden una vez que llegaran a Tuxtepec. También había confirmado que su ruta hacia Pakistán estaba libre de los funcionarios de aduanas y equipado con suficiente combustible para cada tramo del viaje. Todo era una buena noticia, pero Caleb se había sentido indiferente en el mejor de los casos, y francamente descontento, en el peor. Después de doce años, de repente parecía estar ocurriendo demasiado rápido. En algún momento, muy pronto, tendría que hacer a la chica consciente de su destino. Tendría que obligarla a entender que la había hecho una puta. Puto Vladek. No podía dejar de imaginar el aspecto que ella le daría en ese momento. Él también sabía que iba a evitarlo el mayor tiempo posible. Tres semanas.
De repente, se encontró preguntándose el porqué de mantenerlo tanto tiempo, Caleb consideró reingresar al baño, pero luego se lo pensó mejor. Lo mejor era permitir que se calmara y salir por su cuenta. Miró por la habitación. Nadie podría adivinar la verdadera riqueza y la opulencia en el interior. La joya de la corona de esta polvorienta ciudad mexicana. La alfombra de felpa importada de Turquía, junto con los tapices. La cama era de pluma de ganso, sábanas de algodón egipcio, chimenea de mármol italiano. La chimenea era probablemente, con mucho, el elemento más excesivo en la habitación. Caleb estaba seguro de que nunca el tiempo se había enfriado lo suficiente como para usarlo. Un lado de la habitación estaba hecho de vidrio reforzado, con una puerta corredera oculta que conducía a una terraza.
Caleb suspiró y sonrió. «Probablemente ella no había visto esta opulencia en toda su vida». ¿Dónde la mantendría Vladek? Se le retorció el estómago.
Oyó el pomo de la puerta y se volvió y miró a la puerta para observar su reacción. No estaba decepcionado cuando sus manos salieron dispararas hacia su boca, los ojos muy abiertos, llenos de asombro.
—¿No es lo que esperabas? —Caleb bromeó.
—¡N-n-no! —Respondió ella, con los ojos escrutando la habitación. Caleb se echó a reír a carcajadas y le ayudó a ir más al interior de la habitación. Deambuló alrededor en medio de un trance, tocando todo con sus dedos—. ¿Vives aquí? ¿Cómo puedes pagar este lugar? —preguntó, inocente de cualquier traición. Él sabía que su pregunta tenía que ver más por curiosidad que por malicia.
De repente deseó que esa fuera su casa, para que pudiera responder a su admiración por la afirmación. Le llamó la atención su repentino deseo de impresionarla. No merecía la pena impresionarla, es una esclava, se recordó. Su hogar en Pakistán era tan notable, o más. Pero ella nunca lo vería.
Impulsivamente, la apartó de las cortinas hacia él, queriendo que se acercara a pesar de sus propias objeciones por su comportamiento infantil. Se quedó quieta, como si acabara de recordar ahora que estaba allí. ¿Cómo se atrevía a olvidar, aunque fuese por un momento? Intentó volver a enfocar su concentración con suavidad, pero con firmeza, deslizó hacia abajo los tirantes de su camisón.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó con timidez. Caleb la miró fijamente, con las comisuras de su boca dándole una leve insinuación de una sonrisa.
—Hiciste un acuerdo Gatita, te quedas fuera de tu habitación, y me sale una pequeña mascota obediente. —Lentamente se inclinó y besó su labio inferior, tal como había deseado hacerlo. Ella lo chupó—. Vas a arruinar tu labio si sigues así Gatita. —Inclinó la barbilla para poder mirarla a los marrones y grandes ojos, para nada afectados por la hinchazón que causaba el llanto—. No te voy a follar otra vez si eso es lo que te preocupa. —Ella trató de apartar la mirada, pero él sostuvo la mirada constante, si se concentraba, pensó que podría ser capaz de oír su pulso. Se inclinó y le besó de nuevo la concha de su oído—. Sólo voy a ser un poco egoísta.
—¿Qué significa eso? —preguntó ella, insegura. Sin decir una palabra Caleb le tomó la mano y se acercó a la cama, de madera de cerezo, con dosel, una cama con muchas aplicaciones y no todas ellas fácilmente evidentes.
—Te lo enseñaré. —Caleb se sentó en el borde de la cama con su renuente voluntaria de pie delante de él. La ansiedad corriendo por él a evidencia para los ojos interesados. Durante lo que pareció una eternidad, ninguno de los dos dijo nada. Caleb simplemente observaba, examinando, y tomando notas mentales. Cuando por fin habló, la sorprendió—. Sólo tócame.
—¿Quieres que te toque? ¿Dónde? —A Caleb le gustó mucho eso de ella, la forma en que parecía a la vez reservada pero curiosa. Dejaba entrever su valentía, su carácter astuto y aventurero. Todo lo cual, parecía extrañamente consciente. A veces era difícil no verlo en ella. Era a la vez entrañable e inquietante.
—Donde quiera que te guste. —Sonrió. Sus cejas unidas, como si la respuesta necesitase una explicación adicional. No lo hacía. Quería que lo tocara, en cualquier lugar, siempre y cuando él no tuviera que forzarla. Tal vez porque pensaba que si lo tocaba, por su propia y libre voluntad, podía dejar de sentirse culpable por forzarla antes. O tal vez, sólo necesitaba ser tocado por ella.
Hubo un momento en que Caleb no quería ser tocado por nadie, sólo conociendo la crueldad, pero ahora, bajo las circunstancias correctas, más bien le gustaba.
—¿Y luego qué? ¿Qué vas a hacer? —Estaba casi enfadada, molesta. Caleb comprendió qué suponía. No tenía ninguna razón para creer que no se aprovecharía de ella. Si era honesto, y él lo era en su mayor parte, no estaba seguro tampoco. Sin embargo, él era un hombre de palabra. Rafiq se había asegurado de eso por lo menos.
—Voy a mantener mis manos aquí, —le dio unas palmaditas a la cama a cada lado de él—, a menos que me pidas lo contrario. —Su sonrisa se hizo más traviesa y él lo sabía, pero no podía evitarlo. Trató de no reír abiertamente cuando ella dio un resoplido poco burlón y entornó los ojos. No le creyó, ni un poquito. Vigilado, pero curioso. La sala quedó en silencio durante unos instantes, y Caleb le valoró con su firme mirada, mientras ella contemplaba qué hacer o qué decir.
Su corazón se aceleró, al igual que su respiración. ¿Estaba realmente ansioso? Era un palpable afrodisíaco. Ella se mordió el labio varias veces, sus pequeños y blancos dientes cavaron en la suave carne. Sus dedos inconscientemente presionados en la colcha. Había lugares en los que deseaba su boca, otros lugares que no le importaría la sensación de sus pequeños dientes presionando en él. Ella se aclaró la garganta, despertando a Caleb de los tortuosos pensamientos.
—Así que, um, si no lo hago… entonces tengo que volver directo a mi habitación, ¿no? —La forma en que se planteó la pregunta fue casi como una orden. Caleb asintió con la cabeza. Se dio cuenta de que los hombros de ella cayeron ligeramente, como si estuviera más relajada. Ella quería esto. Ella lo quería. Se negó a sonreír—. Está bien. Lo haré. Pero tienes que prometer mantener las manos en la cama. ¿Lo prometes? —Caleb no podía ocultar por más tiempo la sonrisa, asintió. Ella no había pedido incluso lo que iba a aceptar con respecto al pacto.
Tenía la cara enrojecida, pero su voz era casi segura. Una vez más Caleb se maravilló de sus facetas. Tímida un momento, una leona al siguiente.
—Cierra los ojos. No creo que puedas hacer otra cosa.
Caleb se echó a reír, sobre todo cuando ella se sonrojó profundamente, pero a regañadientes, accedió.
* * *
Era tarde, lo suficientemente tarde como para ser casi temprano dependiendo de cómo uno lo mirara. La chica dormía plácidamente a su lado, su trasero apretado contra su ingle. Le asombraba la facilidad con que se había quedado dormida, aunque se supone que él le había hecho pasar muchas cosas. Cerró los ojos y aspiró el aroma de su pelo, su olor debajo de ella.
Pensó en los curiosos y pequeños dedos de ella recorriéndole su rubio y ondulado pelo. Había sido la primera cosa que hizo. Su cuero cabelludo había tenido un hormigueo, una sensación que cursaba en la parte posterior de su cuello, a lo largo de su columna vertebral y que irradiaba hacia cada uno de sus miembros. Un simple toque y ya dudaba que fuera capaz de cumplir su promesa. Pero él se había quedado quieto. Había querido saber lo lejos que ella iría.
Se había dicho también, que era parte de su entrenamiento. Para permitir que ella se acostumbrase a tocar y conocer el cuerpo de un hombre. No todos los hombres eran como él. Se obtenía más placer en dar y recibir del que el que Caleb le había enseñado a su Gatita: el someterse a las caricias de ella, y no exigir el control por iniciar el contacto. Él se había admitido a sí mismo en ese momento, que había evitado enseñarle este aspecto de lo que se esperaba de ella. Eso le hizo algo vulnerable, no porque era él fuero un esclava del tocar, no por algo tan insípido como eso. Todas las esclavas que había entrenado le habían tocado, con frecuencia. Pero con ellas había permanecido siempre individual, clínico, informándoles lo que se sentía bien y lo que necesitaban mejorar.
Con ella, él quería… algo. Y la oscuridad de sus deseos era una distracción que no podía permitirse. Y, sin embargo, tenía que aprenderlo ¿no? Tenía que soportarlo. No tenía otra opción. Él se había apoyado en su toque y ella apretó su agarre en su cabello. Había un dejo de dolor y su polla había saltado por la sensación.
Ella había recorrido su cara, sus delicados dedos bailando a lo largo de la frente, los pómulos y la mandíbula. Cuando ella presionó sus pulgares a través de sus tensos labios, pensando que lo besaría. No lo había hecho. En cambio, se arrastró a lo largo de su cuello y hombros, incluso aventurándose hasta su camisa, deshabotonado los botones para alcanzar su garganta. Sintió su calor corporal, incrimentar unos pocos grados, el calor que irradiaba de su vientre en los pocos centímetros que la separaba de su polla. Al final, él había sido el que puso fin a la exploración. Rápidamente había tenido suficiente de tratar de mantener su promesa. Le había dicho que era suficiente, y que se metiese en la cama. Su voz había sonado fría, aunque sentía todo lo contrario.
Había conseguido poner su muñeca izquierda sujeta a un cable de oro que sobresalía de uno de los pilares de la cama. Era delgado, pero fuerte, capaz de permitir que su sueño fuese cómodo sin la amenaza de escape. Luego había ido a tomar una ducha y a hacer algo que él no había tenido que hacer en un tiempo muy largo. Con los brillantes regeros de semen derramándose a través del azulejo de la ducha, se preguntó una vez más qué diablos estaba pensando.
Ahora yacía en la cama junto a ella, abrazándola como a una amante, oliénndo el pelo y acariciándole el brazo. Peor aún, él no creía que pudiera detenerse. No quería parar. Colocó su brazo alrededor de la cintura de ella y la atrajo más profundamente hacia él. Ella suspiró. La pequeña incluso echó la cabeza hacia atrás, girando su mejilla sobre la tela de su camiseta. ¿Quería que la besara? No perdió el tiempo en averiguarlo. Presionó sus labios en los de ella, con inquisitiva suavidad. Ella suspiró de nuevo, abriendo sus labios, lentamente, todavía dormida.
Animado, jugueteó con la punta de su lengua en las comisuras de la boca de ella. Era un masoquista. ¿Por qué si no iba a torturarse a sí mismo de esta manera? Ella sabía cálida, dulce, en cierta medida a licor. Un suave gemido entró por en su boca, dortesía de ella. Su cuerpo se volvió un poco hacia él, sus labios ahora buscando los suyos.
Le dio lo que tanto ella como su lengua querían y suavemente se aventuró en su boca. De repente estaba hambriento. Ella aspiró dentro de su boca, descuidadamente, con avidez, aún dormida. Se echó hacia atrás y gimió, buscando a ciegas. Ahogó una risa.
—Mmm, Caleb —dijo ella con un suspiro que sonaba doloroso. Su corazón se aceleró al instante por tres. La sangre latía en sus oídos. ¿Ella soñaba con él? ¿O estaba fingiendo dormir? ¿Sabía que la estaba besando y ella voluntariamente había correspondido?
—¿Sí, Gatita? —preguntó, verdaderamente nervioso
—Mmm —respondió ella. Hubo un amago de sonrisa inclinando sus labios. Quería besarla de nuevo, pero no lo hizo. Ella trató de volverse hacia él, el cable sujetándola por la muñeca se lo impidió. Frunció el ceño, pero ella no se despertó. Caleb se inclinó y la dejó suelta. Instantáneamente se rodó hacia él y apoyó la cabeza en su hombro. Caleb atrajo hacía sí su brazo izquierdo que había quedado libre. Su pierna izquierda clavada en desde su muslo al colchón. Su poco apretado y caliente coño contra su cadera. ¿Realmente esto estaba pasando? Resignado, colocó su brazo izquierdo alrededor de ella, el otro descansaba sobre su pecho, donde su corazón seguía latiendo apresurado. Después de un rato, el sueño finalmente lo rescató de la dulce tortura.