8

 

LA puerta se abrió lentamente, la sombra de Caleb era significativamente menos siniestra, con un halo de luz de la habitación detrás de él. Yo estaba, me atrevo a admitir, aliviada de verlo. Caleb. Me detuve antes de que dijera su nombre, en su lugar tomé una bocanada de aire. Me senté… y esperé. Se puso de pie junto a la puerta, luego se apoyó en ella casualmente. Sostenía descuidadamente lo que parecía un camisón de seda en la mano izquierda. Me quedé mirándolo mientras lo tendía hacia mí. Cansada, traté de descifrar su expresión en la oscuridad. ¿Era este otro maldito juego? Si era así, él era aún más cruel.

—¿Y bien, Gatita? ¿Te lo vas a poner o finalmente has terminado con tu autoindulgente modestia? —Esperé a que la burla terminara, pero él siguió mirándome con expresión burlona. Caminé hacia él y lo agarré de la mano, esperando que se resistiera. Cuando no lo hizo, me moví un poco hacia delante, rozando mi mejilla con su pecho por un breve momento antes de que me reprendiera a mí misma. Se echó a reír, era casi… dulce.

La tela era suave y sensual, mientras la deslizaba entre mis dedos noté una abertura.

Nunca había estado tan cerca de la puerta abierta y mi emoción era casi palpable. La luz que se filtraba en la habitación detrás de él me hacía señas bruscamente. Solté la resbaladiza seda.

Las manos de Caleb se acercaron inesperadamente a las mías. Las mantuvo quietas, estabilizando el temblor de mis manos, demasiado excitadas. Levanté la vista hacia él, finalmente pude distinguir sus rasgos con el resplandor de la habitación contigua. Estaba emocionada, extrañaba verlo a la luz para realmente verlo, claramente, como lo vi ese maldito día en la calle. Parecía una eternidad.

Su mano derecha se levantó hacia mi cara. Fue puro instinto lo que me pidió que cerrara los ojos cuando sus dedos acariciaron primero mi frente, luego mi pómulo, la curva de mi mandíbula, y por último, pasó su pulgar por el arco de mis labios. Me estremecí. Mis antiguos instintos por defenderme de sus caricias me habían dejado en algún momento, no podía recordar el momento exacto en que se habían detenido.

Ahora esperaba sus caricias. Mi piel inconsciente e impaciente, esperaba una caricia para alimentar esta nueva hambre en mí. Pude, de pronto, sentir su peso en mi espalda, escuchar sus gruñidos bajos en mi oído cuando había tomado el placer en mí. Aparté el camisón de sus capaces manos y abrí los ojos, expectante pero también desconcertada. Lo intenté, y no pude reprimir un estremecimiento cuando sus manos lo deslizaron por encima de mi cabeza. La seda me lamió la piel de la cabeza a los pies, primero fresca y luego caliente, ya que absorbía mi calor.

—Por aquí —su voz era ronca. Otra caricia, ésta por mi brazo. Me quedé mirando su pecho, los botones oscuros contra la tela oscura. Me tomó la mano y me llevó hasta la puerta. Mis pezones endurecidos, presionaban contra la seda. «¿Realmente me va a dejar salir?».

—Vamos —dijo, dándome una pequeña sonrisa de aprobación. Me congelé. Me preguntaba a mí misma: «¿De verdad está pasando?». Y como siempre, la respuesta era: sí.

Entré en la sala de estar como si entrara a un mundo totalmente diferente. También es cierto que estaba extrañamente asustada por entrar. Dudé, la habitación era demasiado grande, demasiado fría y demasiado brillante para mis sensibles ojos. Apreté la mano de Caleb, necesitaba asegurarme de que estaba cerca de mí, y luego me detuve.

Me di cuenta de lo ridículo de mi proceso de pensamiento, pero también sabía que no había manera de cambiarlo. «¿Cómo se llama cuando un rehén se refugia detrás de su secuestrador? ¿Síndrome de Estocolmo?»

«¿Lo tengo? ¿Podría cogerlo como la gripe?» Sabía que era estúpido de pensar. La respuesta simple era que no quería encontrarme con el otro tipo, el que me llevó, eso es todo. Sí, sí, por supuesto.

Estos pensamientos me tranquilizaron. Caleb había llegado a mí, no era eso. «¿Verdad?». Me sacudí el pensamiento y solté la mano de Caleb para enfatizar mi punto. Acepté este monólogo interior.

Mis ojos devoraban cada superficie, cualquier objeto, ya que sabía que pronto estaría de nuevo en la negra habitación. Levanté la vista hacia el techo, a unos doce metros de altura, y estaba maravillada de las gruesas vigas de madera que iban de pared a pared. Era hermoso, viejo, y grandioso. Debajo de mis pies había cerámica, maravillosa, algunas con flores como diseños. Tapices y candelabros en la pared se alineaban en la habitación grande, acentuando la poca antigüedad de las sillas. Me sentí como si estuviera en una sala de estar del siglo XVIII. En cualquier momento, un hombre que llevaría una corbata, de estilo elegante, con un inútil  bastón entraría en la habitación y me ofrecería té. Aunque un vistazo a la forma del arco de la entrada, en el pasillo justo enfrente de mi habitación y sabría que el hombre probablemente no sería inglés. Este lugar tenía un montón de vibraciones españolas. ¿Dónde diablos estaba? A la izquierda, divisé un área tipo cocina. Había una mesa por lo menos. Y al otro lado, a mi derecha, por fin vi… una ventana.

Creo que solté un apresurado chillido. Corrí a la ventana, quitándome del agarre de Caleb cuando intentó detenerme, pero no me persiguió. Me agarré de los barrotes, mirando hacia fuera. ¡Todavía era de noche! Estaba esperanzada de que fuera de día, ¿no había visto el sol en… en… en…? Mi cerebro no podía procesar nada más allá de ver el mundo exterior. Todavía estaba atrapada. Esta era una prisión dentro de otra prisión. Sin embargo, estaba más en libertad de lo que había estado en mucho tiempo, una muestra, pero tendría que ser suficiente para sostenerme.

Abrumada, miré hacia la noche. Llegué hasta los barrotes, deseando que no estuvieran ahí, toqué la ventana, el calor del cristal. El panorama era silencioso y difícil de distinguir, por ningún lado, a la luna. Me preguntaba si este paisaje permanentemente negro era por lo que él me había dejado salir esta noche, aunque no sabría decir dónde demonios estaba. Podría estar a tres calles de casa, o en un país completamente diferente. Eso me atormentaba, México estaba demasiado cerca de California y eso estaba demasiado lejos de cualquier expectativa de rescate. La voz de Caleb invadió mis pensamientos,

—¿Tienes hambre? —dijo detrás de mí, muy por detrás de mí.

No le miré, absorta en la oscuridad exterior y distraída con todo lo demás. Me las arreglé para decir:

—Más o menos.

—Bueno, es el «tipo de pregunta» de sí o no. Te agradecería que me respondieras correctamente, y mírame cuando te hablo. —Quité mis ojos de la ventana y lo miré. Tenía esa sonrisa grande en su cara otra vez. La misma sonrisa que había estado usando para causarme tanta confusión interna. En la oscuridad, me retorcía en nudos, en la luz era casi paralizante.

—Lo siento, Amo —dije, recuperando la compostura—. Sí… tengo hambre. —Me volví hacia la ventana y apreté los barrotes. Sus palabras resonaron en mi cabeza: «Te sientes tan bien. Me encanta tu estrecho culito».

—Hay pollo con arroz, y tamales. ¿Qué prefieres?

—¿Um, arroz? —respondí, dándome la vuelta otra vez. A pesar de que esto se sentía como una prueba, un juego. No estaba sintiendo tanta hambre, pero tenía miedo de que si no comía tuviese que volver dentro de mi prisión. Él tomó las sobras de la nevera y con una cuchara puso el contenido en un plato. Qué doméstico.

—Estaba a punto de comer cuando decidiste tener un pequeño… episodio. —Él habló así, casualmente, como si estuviéramos conversando sobre la combinación de colores de la habitación. Con mucho cuidado cerró la puerta del microondas y programó el temporizador, haciendo esa mundana tarea. Un episodio.

Había entrado dentro de mí, tan profundamente. Sentí una punzada de dolor y una oleada de deseo al mismo tiempo. Mi estómago apretado. Episodio.

Lo que él llamaba un episodio, yo sabía que era un evento que me cambiaba la vida. Nunca sería la misma y a él no parecía importarle. Parpadeé rápidamente. «No llores Livvie».

No debí haber tenido éxito en ocultar mis emociones, porque se apresuró a añadir:

—No más llanto Gatita. No más oscuridad, así que no más lágrimas. —Se metió la cuchara que usó en la boca y abrió de nuevo el refrigerador. Me quedé allí, mirándolo como una idiota. No estaba segura de lo que debía hacer.

Asentí con la cabeza. Era de todo lo que era capaz.

Sacó dos cervezas de la nevera y las puso sobre el mostrador antes de retirar el plato del horno de microondas.

—Toma esto —me entregó el plato—. Ten cuidado que está caliente. Siéntate en la mesa. —Sostuve el plato entre mis manos, pero seguí de pie, mirándolo hasta que el calor comenzó a quemar mis manos.

—¡Mierda! —exclamé y me apresuré a colocar el plato caliente sobre la mesa. Se rió por lo bajo mientras ponía otro plato de comida en el microondas. Me chupé los dedos medio y anular de mi mano izquierda, sintiéndome como una idiota.

Sacó el otro plato del horno de microondas y lo dejó sobre la mesa. Luego recogió una de las cervezas y la acercó a mí. Me tomó la mano izquierda y la envolvió alrededor de la larga y dura longitud de la botella, con mi mano debajo de la suya. Sentí increíble la fría humedad bajo mis calientes dedos.

Me miró y de repente no podía respirar.

—¿Te sientes mejor? —preguntó, oí otra cosa y palpité con ella. Apoyé nuestros muslos juntos. Su mano de repente dejó la mía y me sacó del trance. Saqué la silla para sentarme.

Odié el hecho de que fuera de noche otra vez, que hubiera perdido la oportunidad de ver el sol. Nunca nadie piensa en la suerte que tiene de ver el sol todos los días. Yo ciertamente nunca lo hice, no hasta ahora.

La decepción se estremeció a través de mí, hundiéndome de nuevo. Caleb lo notó. ¿Cuando no nota algo?

—¿Qué? ¿Qué puede estar mal ahora?

Me miró con unos ojos que casi gritó, ¡estas bromeando!

Él se encogió de hombros.

—Siempre podría volver a ponerte en el interior de la habitación.

Hice una mueca ante la sugerencia.

—No. Estoy… agradecida. Yo solo, supongo que estoy decepcionada por que el sol no esté. No he visto el sol en mucho tiempo.

—Hmm —fue todo lo que dijo.

Traté de no mirarlo, cada vez que lo hacía todo en lo que podía pensar era en el hecho de que había estado dentro de mí. La forma en que había sido tan suave, tan dulce y en la forma que obligó a mi cuerpo a sentirse bien, a pesar de que había luchado, para luego, la forma en que había sido tan cruel. Empujé la comida alrededor, pensando en cosas más allá de mi antigua vida. Me pregunté si alguna vez lograría escapar. El pensamiento parecía cada vez menos probable cuanto más tiempo me mantenía aquí con Caleb. A pesar de que sabía que nunca había que perder la esperanza. Abruptamente me pregunté qué le pasaría a Caleb una vez que fuera a casa. ¿Lo llevarían ante la justicia? El pensamiento fue una mezcla de emociones. «Joder, tal vez esto también es el síndrome de Estocolmo».

—No te traje aquí a comer conmigo para que puedas mirar fijamente tu comida. —Alcé la mirada. Él sonrió de nuevo. «O tal vez él es demasiado bueno para lo de la prisión». Pensar en la cárcel sólo sirvió para recordarme ser sodomizada.

—Háblame de tu casa Gatita, ¿tienes hermanos, hermanas? —Podía sentir pinchazos como de agujas detrás de mis ojos, amenazando con reventar a través de un mar de lágrimas. Coloqué mi tenedor en el plato y puse mis manos sobre mi cara, deseándolo de nuevo. No quería hablar de esto, no con él, me dolía demasiado. Sin embargo, la parte lógica de mi cerebro me decía que tal vez si me abría a él y conseguía que me viera como a un ser humano, me trataría diferente. Y me dejaría salir de la oscuridad para siempre. Tal vez incluso me dejara ir.

Esta era una oportunidad. Una grande. Las lágrimas fueron rechazadas por el momento. Podía hacer esto.

Tengo que hacerlo.

—Tengo cinco hermanos —dije, negándome a decir nada de mis hermanas.

Me miró largamente antes de volver a hablar.

—¿Y tú eres…?

—La mayor.

Se echó hacia atrás en su silla y me miró, haciendo un túnel a través de mí con esa mirada oscura como si supiera algo que yo no sabía y se divirtiera con ello.

—¿Y tus padres?

¿Por qué de repente le importa?

—Es sólo mi madre. Mi padre se fue hace mucho tiempo.

—¿Murió? —dijo casi pensativo.

—No —dije nerviosa—, simplemente… se fue.

—¿Y por qué tus hermanos tienen un padre diferente?

—Um… padres. —Miré hacia abajo en el plato otra vez, moviendo el alimento alrededor, tratando de no pensar en él mirándome.

—¿Tu madre tuvo hijos con más de un hombre? —Sonaba… desaprobador. Sacudió un poco la cabeza, y luego, en voz baja, murmuró—: Occidente. —Sus ojos se clavaron en los míos de nuevo—. ¿Eso, cómo te hace sentir?

«¿Quién es? ¿Mi psiquiatra?».

—No lo sé. Supongo que no me importa.

—Y qué dice tu hermano mayor ¿le parece bien? —Se inclinó un centímetro. Estaba realmente interesado. Estaba un poco asustada.

—¿Mi hermano? —le pregunté. No entendía; ¿a dónde iba con esto? Mi hermano tiene catorce años y lo único que le importa una mierda es correr por las calles con sus amigos. Mamá y los demás son mi responsabilidad.

—La responsabilidad de cuidar de ti y de tu madre, naturalmente, cae sobre el hermano mayor —dijo, en un tono inquisitivo, pero extrañamente perplejo.

Me mofé.

—No lo creo.

Mi respuesta pareció disgustarle en algún nivel, pero asintió lentamente entendiendo.

¿Bajo qué roca había estado viviendo? «Sí, por supuesto. En la que me tiene olvidada a mí». Su mirada se convirtió en una casi compasiva.

El calor avanzó hasta mi cara y el nudo en mi garganta fue más difícil de tragar y mantener a raya.

Me mordí un poco el labio y bajé la mirada hacia el plato helado de comida.

—Con tanta responsabilidad que descansa sobre tus hombros ¿cómo es que sigues siendo tan inocente, tan frágil, de los que necesitan que se les diga qué hacer?

—No soy un bebé —dije con firmeza, pero mi voz carecía de cierto tipo de convicción, de confianza.

—Cierto —dijo, la gran sonrisa que se dibujó en su rostro cayó rápidamente—. ¿Culpas a tu madre? —Sorprendida, parpadeé y me limité a asentir en respuesta. ¿Cómo podía conocerme tan bien?

Me sequé las lágrimas que había derramado.

—¡Sí! —grité y sucumbí a mis lágrimas, con la cabeza entre las manos.

—No quise hacerte llorar Gatita. —Se inclinó más cerca, con su mano alcanzó la mía. «Y una mierda que no». Traté de tirar de mi mano, pero su agarre era insistente. Me atreví a mirarle.

¿Era mi dolor el que se reflejaba en el fondo de sus ojos? Tragó saliva y era como si estuviera ocultando una poderosa emoción. Se aclaró la garganta y, cuando habló, estaba una vez más a cargo de sí mismo:

—¿Crees que te echa de menos? —preguntó con naturalidad, como si la respuesta no fuera capaz de romperme por dentro, pero lo fue, realmente lo fue.

Grité tan fuerte que mis lágrimas se extendieron por toda mi cara y me quedé limpiando mis manos en mi camisón.

—Por favor, ya basta. ¿Por qué eres tan cruel?

Parecía impaciente.

—Sólo tienes que responder a mi pregunta. Es muy simple, ¿crees que te echa de menos? ¿O crees que es posible que ya haya seguido adelante y se haya olvidado de ti?

Saqué la mano de debajo de su puño opresor y golpeé la mesa:

—¡Tú no sabes nada de mí! No sabes nada de mi familia. No sabes absolutamente nada acerca de mí. ¡No eres más que un loco enfermo y pervertido que secuestra mujeres para poder sentirse superior! ¿Crees que me importa una mierda lo que dices? Pues no. ¡Te odio! —En el momento en que terminé con mi arrebato, un frío, negro e intenso miedo se apoderó de mí. Parecía enfadado. Suavemente dejó el tenedor sobre el plato, pero una mirada a sus nudillos, todos blancos por la intensidad de su agarre, sugirieron que no había nada suave en él en este momento. Lo miré a los ojos, manteniendo la mirada fija en los suyos, con la esperanza de que su enfado se evaporara. Si apartaba la vista, no habría esperanzas para mí.

De repente, estalló en un ataque de risa tan fuerte y contundente que salté y me coloqué las manos sobre los oídos. Me dieron ganas de gritar, sólo para que dejara de reírse. Se levantó de la silla y se acercó a mí con las manos por delante. Rápidamente lancé mis manos para protegerme la cara. Para mi sorpresa, me agarró la cara y me besó en la boca con tanta intensidad que hizo que mis labios dolieran un poco. Su cara quedó cerca de la mía, su aliento cálido en mi boca.

—Te voy a dejar tener un gatito. Voy a dejar que lo tengas porque me has hablado mucho de ti. Y porque me gustas Gatita, me gusta tu pequeña boca descarada. No quiero hacerte daño. Prefiero besarte, de esta manera. —Puso su boca en la mía de nuevo, esta vez suavemente, su lengua suavemente presionó mis labios hasta forzarlos a separarse. Puse las manos en sus muñecas, empujándolo suavemente hacia atrás antes de que le diera la espalda y me limpiara la boca con el dorso de la mano. Se puso de pie, agarrándome la barbilla, alzándola hacia arriba. Nos miramos el uno al otro de nuevo.

—Pero si sigues con esto —continuó—, voy a tener que enseñarle a tu descarada boca una cruel lección. ¿Entiendes?

Asentí con la cabeza lentamente, su mano aún sostenía mi barbilla.

Sonrió.

—Bien. —Se sentó de nuevo en su silla, aparentemente encantado consigo mismo. Y con su piedad.

—Mi madre realmente me echa de menos —fui firme—. Nunca va a dejar de buscarme, ninguna madre dejaría alguna vez de buscar a su hijo. —Pero mi tono no era demasiado convincente, ni siquiera a mis propios oídos. Por un instante, pareció tan afligido como yo me sentía, pero sólo por un instante—. ¿Quieres saber por qué? ¿Quieres saber más de mi miseria?

—Si tú lo dices —susurró, con una expresión helada.

Aparté la mirada y resoplé en mi cerveza, tomé el tenedor y me metí una cucharada grande de comida en la boca. Si tenía la boca llena, no podía hablar. Nos sentamos en silencio durante varios minutos, solo con el sonido de los dos masticando y bebiendo. Me quedé mirando el tenedor, un tenedor de metal, por mucho tiempo, cuando me sentí observada miré hacia arriba. Caleb sólo me sonrió. Retándome a que lo usara como arma. Era extraño descubrir que estaba aprendiendo de sus diferentes sonrisas. Creo que estaba un poco borracha porque el mundo me parecía un poco, ¿no sé, tambaleante? Por razones desconocidas para mí, en ese momento, me sentí obligada a repetir una pregunta… con mucho cuidado.

Él me la había dicho una vez que haría lo que quisiera conmigo, pero nunca me había dicho lo que podría ser. ¿Era lo que pasó entre nosotros la peor parte? Era sorprendentemente esperanzador.

—¿Amo? —Hice una pausa. Cuando él no dijo nada, continué—. Sobre lo que pasó antes… ¿es eso todo lo que vas a hacer conmigo? —La pregunta no pareció sorprenderle en lo más mínimo, pero me sentía como si le hubiese hecho la pregunta más importante que jamás podría hacerle.

Siguió comiendo sin otra mirada hacia mí. Jugué con la comida, bebí cerveza, el peso del silencio se hizo más denso, siendo más obvio que no tenía una respuesta y no quería decir nada.

Mi rostro se puso muy caliente, aunque pensé que el alcohol era un poco responsable de ello. Miré el plato de nuevo. Me había comido todo, gracioso, no recuerdo haberlo hecho.

—¿Otra? —Apuntó a mi bebida, con esa sonrisa y su forma de jugar con la curva de sus labios.

—Um, sí, supongo. —Se levantó de la mesa y se movió en la pequeña cocina.

Miré a mi alrededor de nuevo, todavía en estado leve de shock sobre cómo era que había llegado a estar aquí. Nunca creí que tal cosa pudiera sucederme. Nunca me había imaginado que mi vida podría tomar tan indignante vuelco , desde luego por lo menos, no para lo peor. No es que alguna vez tuviese alguna razón para ser optimista. Volvió en breve, botella en mano y la abrió antes de dármela.

—No bebas demasiado Gatita. No quiero que enfermes. —Bebía de la botella, maravillándome de lo mucho que sabía como el agua ahora. Volvió a sentarse, y se puso a ignorarme mientras seguía comiendo y bebiendo. Me estaba haciendo enojar.

—¿Y qué hay de ti, Amo? —provoqué—. ¿Y tu familia?

—¿Qué pasa con ellos?

—Supongo que no todos son secuestradores.

Él sonrió. No con esa habitual media sonrisa, la que siempre trataba de ocultar. Una sonrisa real.

Dios, era un hermoso hijo de puta. No es justo.

—No.

—¿No tienes hermanas?

—No. ¿Qué hay de ti?

—No. —¿No habíamos cubierto eso? ¿Qué sabía él?— ¿Y tu madre?

La cara de Caleb se quedó en blanco.

—Muerta.

Había un gran sentimiento de pérdida que se extendió sobre la mesa y, a pesar de mi buen juicio no podía evitar sentirme profundamente conmovida. Si mi madre estuviera muerta… estaría perdida. No importaba que fuera una mujer imposible, o que todavía solía hacerme responsable de cosas que sabía en el fondo que no eran mi culpa. Yo la amaba. Nada más importaba. Ni siquiera la sensación de que el amor pueda estar solo de un lado.

—Lo siento —susurré y hablaba en serio.

—Gracias. —Rechinó.

—¿Cómo murió? —Sus ojos brillaban con una fiereza que aún no había visto, pero me mantuve firme.

Para mi disgusto, rompió el contacto visual primero. Apuñaló a su tamal y me pregunté si había querido darme ese contundente pinchazo a mí. «Tiene problemas con la figura materna». ¿No los tenemos todos?

—¿Qué le pasó a tu madre? —pregunté—. ¿Los hombres entraban y salían de su vida, haciendo promesas, tomando lo que querían y dejándola?

—¿No es eso lo que siempre pasa? —Se burló. O algo peor—. Ven aquí Gatita.

Mi corazón latía con fuerza en mis oídos con el repentino sonido de su voz de barítono. Ya reconocía ese tono serio. No. Mi cabeza se sacudió con voluntad propia, haciendo mis pensamientos conocidos por él antes de formular las palabras.

—No voy a hacerte daño Gatita. No menos del que tú me haces. Ahora ven aquí. —Su voz era suave, pero firme y endureció sus palabras sobre mí con una grave seriedad. Me puse de pie y lentamente crucé la distancia entre nosotros, deteniéndome cuando estaba justo delante de él. Extendió la mano y puso sus manos alrededor de mis antebrazos, estabilizándome.

—Ves —suspiró—, en este momento eres tan dulce, tan dócil y tan mansa. Me respetas, respetas lo que puedo hacerte si quisiera. Así es como debes ser, todo lo que quiero hacer es abrazarte, protegerte, y quitar toda pena en tu carita. Ahora, si te hice una promesa, la mantendré.

Se levantó de su silla, todavía conmigo en brazos. Mi respiración se enganchó en mi pecho, mi mente se tambaleó por el alcohol y de nuevo la ansiedad en mi pecho. Miré a mis pies, negándome a mirarlo a los ojos, a pesar de que los sentía en mí. Su respiración parecía más pesada, su agarre más pronunciado. Se inclinó, mi respiración inexistente ahora, y me besó, casi con ternura, primero en una mejilla y luego en la otra. Y luego simplemente me bajó, gritando detrás de él.

—Pon los platos en el fregadero. Ahora vuelvo.

Actué como si estuviera bajo un hechizo, rápidamente recogí todos los platos y los coloqué en el fregadero, limpiando la mesa con una esponja que había encontrado. Luego regresé y me senté a la mesa. Mis pensamientos estaban por todo el lugar. Si no fuera por el hecho de que lo había visto abrir mi bebida pensaría que tal vez me había puesto algo, pero no, creo que estaba borracha. Ni siquiera se me ocurrió que estaba sola, y que debería estar buscando una forma de escapar hasta que oí sus pasos caminando hacia mí. ¿Había estado poniéndome a prueba? De repente me sentí como un animal entrenado. «Quieta Livvie. Quieta. Buena chica».

—Bueno Gatita, fue muy divertido, pero me temo que tengo algunos asuntos que atender, lo que significa que tendrás que volver a tu habitación. —Un escalofrío recorrió mi espina dorsal y me estremecí violentamente.

—Por favor, Amo —dije, mirándolo directamente a los ojos—. No puedo entrar ahí, por favor no me hagas entrar ahí. —Mi cuerpo comenzó a estremecerse de temor y pánico, pero ya no con frenética y furiosa rapidez. El alcohol hacía que fuera casi imposible ocultar mis emociones.

—Gatita, ambos sabemos que rogar no te llevará a ninguna parte. Te digo que tengo cosas que hacer, no tengo tiempo para estar de niñera.

Le rogué de todos modos.

—No vas a tener que estar de niñera, lo prometo. Me quedaré fuera de tu camino, voy a estar tranquila, voy a hacer lo que tú digas. Pero ¡por favor! no me hagas volver a esa oscura habitación. Me voy a volver loca allí. —Miré hacia él, implorándole con todo lo que tenía a mi disposición. No podía volver otra vez a esa habitación. No podía volver a la oscuridad, a la soledad, al miedo, a las paredes.

Suspiró profundo, sopesándome silenciosamente.

—Dime Gatita, ¿qué es lo que harías por mí?