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ME desperté con un terrible dolor de cabeza y me di cuenta de dos cosas: estaba oscuro y no estaba sola ¿nos estábamos moviendo? Mi visión era borrosa, mis ojos se movieron de un lado a otro, casi por instinto, para conseguir una apariencia de equilibrio, reconocí algo familiar. Estaba en una furgoneta, mi cuerpo tirado desordenadamente en el suelo.

Asustada, intenté mover todo a la vez, solo para descubrir que mis movimientos eran lentos e ineficaces. Mis manos habían sido atadas detrás de la espalda, mis piernas estaban sueltas pero se sentían decididamente pesadas.

Una vez más, intenté enfocar la mirada en la oscuridad. Ambas ventanas traseras estaban tintadas, pero incluso en la profunda oscuridad pude distinguir cuatro formas distintas. Sus voces me dijeron que eran hombres. Hablaban entre ellos en un idioma que no conocía. Oyéndoles, era un torrente de rápidos discursos, con tonos cortantes. Algo rico, muy extraño… Medio Oriente tal vez, ¿importaba?

Mi cabeza dijo que sí, que era información. Entonces ese pequeño consuelo se esfumó. Ver el iceberg no había impedido que el Titanic se hundiera.

Mi primer instinto fue gritar. Eso es lo que haces cuando descubres que tu peor pesadilla está ocurriendo. Pero apreté la mandíbula contra el impulso. ¿De verdad quería que supieran que estaba despierta? No.

No soy inherentemente estúpida. Había visto suficientes películas, leído suficientes libros y vivía en un barrio lo suficiente jodido como para saber que llamar la atención era lo peor que podía hacer... en casi cualquier situación. Una voz dentro de mi cabeza gritó sarcásticamente, «¿Entonces por qué demonios estás aquí?». Hice una mueca.

Este era el peor de mis temores, ser arrastrada por algún cabrón enfermo a una furgoneta, violada y dada por muerta. Desde el primer día en que me di cuenta de que mi cuerpo estaba cambiando no había habido escasez de pervertidos en la calle diciéndome exactamente lo que les gustaría hacerme, de todo. Había sido cuidadosa. Seguía todas las reglas para ser invisible. Mantenía la cabeza baja, andaba rápido y me vestía con sensatez. Y aun así, mis pesadillas me habían encontrado. Otra vez. Casi podía escuchar la voz de mi madre en mi cabeza preguntándome qué había hecho.

Había cuatro de ellos. Las lágrimas inundaron mis ojos y un gemido escapó de mi pecho. No pude evitarlo.

Abruptamente, la conversación se detuvo. Aunque me esforzaba para no hacer un solo ruido o movimiento, mis pulmones se lanzaron en busca de aire, subiendo y bajando con pánico. Sabían que estaba despierta. Mi lengua se puso pesada y espesa en mi boca.

—¡Dejadme ir! —grité impulsivamente tan fuerte como pude, como si estuviera muriendo porque por todo lo que sabía, lo estaba. Grité como si alguien me fuera a escuchar, e hiciera algo. Mi cabeza palpitaba—. ¡Ayuda! ¡Que alguien me ayude!

Me retorcí violentamente, mis piernas se movieron bruscamente en todas direcciones cuando uno de los hombres intentó agarrármelas con las manos. A medida que la furgoneta se balanceaba, las voces de mis captores árabes se hicieron más fuertes y furiosas. Finalmente, mi pie choco sólidamente con la cara del hombre. Se dejó caer sobre el costado de la camioneta.

—¡Ayuda! —grité una vez más.

Indignado, el mismo hombre se me acercó de nuevo y esta vez me golpeó fuertemente en la mejilla izquierda. Perdí el conocimiento, pero no antes de darme cuenta de que mi cuerpo estaba ahora inerte y a merced de cuatro hombres que no conocía. Hombres que nunca quise conocer.

La siguiente vez que regresé, unas manos ásperas se clavaban en mis axilas mientras que otro hombre sostenía mis piernas. Me estaban sacando a rastras de la furgoneta, en la noche. Debí haber estado inconsciente durante horas. Me dolía tanto la cabeza que no podía hablar. Sentía la parte izquierda de la cara como si una pelota de fútbol me hubiera golpeado y casi no podía ver. Mareada y prácticamente sin previo aviso, vomité. Me soltaron y rodé sobre mi costado. Mientras yacía en aquel lugar teniendo arcadas, mis captores se gritaban entre ellos, sin sentido, una y  otra vez, entrecortado y discordante. Mi vista se aclaró y luego se volvió borrosa. Esto continuó, una cosa llevaba a la otra. Demasiado débil para resistirme, descansé la cabeza al lado del vómito y me desmayé otra vez.

* * *

 

Algún tiempo después, recuperé el conocimiento, o un estado similar a la consciencia. Me sacudí. Sentí dolor en todas partes. La cabeza me dolía, tenía el cuello rígido hasta el punto de sentir un dolor punzante, y fue peor cuando intenté abrir los ojos y me di cuenta de que no podía. Tenía una venda puesta. Vinieron a mí, recuerdos. Chirridos de ruedas y metal. Pasos. Alguien corriendo. Perfume. Suciedad. Oscuridad. Vómito. Rehén. Invoqué cada gramo de fuerza y decidí intentar levantarme ¿Por qué no podía? Mis miembros no se movían. Mi mente estaba ordenándole a mi cuerpo que se moviera, pero este no respondía. Una nueva oleada de pánico se apoderó de mí.

Las lágrimas ardían tras mis parpados cerrados. Temiendo lo peor, traté de quitarme la venda de los ojos moviendo la cabeza. El dolor me atravesó la nuca, pero mi cabeza apenas se movió. ¿Qué me habían hecho? Dejé de intentar moverme. Solo piensa, me dije, siente.

Tomé una evaluación mental de mi persona. Mi cabeza descansaba en una almohada, y mi cuerpo entero yacía en algo blando, así que probablemente estaba en una cama. Un escalofrió me recorrió. Aún sentía la ropa contra mi piel, eso era bueno. Tela alrededor de mis muñecas, tela alrededor de mis tobillos, no era difícil adivinar que estaba atada a la cama. ¡Oh dios! Me mordí el labio, conteniendo los sollozos al reconocer que la tela de mi falda hasta los tobillos estaba en subida hasta alto de mis muslos. Mis piernas estaban abiertas. ¿Me habían tocado? ¡Mantenlas juntas! Exhalando profundamente, dejé de pensar antes de que se hiciera peor.

Me sentí intacta, sin que me faltara ningún dedo. Mecánicamente, me centré en el aquí, en el ahora. Sabiendo que mis facultades estaban en orden, dejé salir un pequeño suspiro de alivio que sonó más como un sollozo.

Fue entonces cuando escuche su voz.

—Bien. Por fin estás despierta. Estaba empezando a pensar que te habían herido gravemente.

Mi cuerpo se congeló al sonido de una voz masculina. De pronto, tuve que ordenarme respirar. La voz era siniestramente suave, preocupada… ¿familiar? El acento, pude comprender sobre el zumbido de mi cabeza que era estadounidense y aun así había algo extraño.

Debería haber gritado, estar asustada, pero solamente me congelé. Él había estado sentado en la habitación; había estado observando mi pánico.

Después de unos minutos, mi voz tembló:

—¿Quién eres? —Sin respuesta—. ¿Dónde estoy? —Mis palabras y mi voz parecían estar llevar una especie de retraso, era casi lenta, como si estuviera borracha.

Silencio. El chirrido de una silla. Pasos. Mi corazón martilleaba en mi pecho.

—Soy tu Amo. —Una mano fría se posó contra mi sudada frente. Otra vez, la insistente sensación de familiaridad. Pero aquello era una estupidez. No conocía a nadie con acento—. Estás donde quiero que estés.

—¿Te conozco? —Mi voz era ronca, despojada de todo incluso de emoción.

—Todavía no.

Detrás de mis parpados, el mundo explotó en rojas corrientes de violencia; mi oscura visión se fundió en adrenalina. Miedo líquido recorrió mi sinapsis llevando «Peligro. Peligro. Corre. ¡Corre!» a mis miembros. Mi mente le gritaba a cada fibra muscular de mi ser que se contrajera. Lo intenté todo para luchar contra las restricciones, me moví nerviosamente. Di paso a un llanto histérico.

—Por favor, déjeme ir —lloriqueé—, prometo que no le diré nada a nadie. Solo quiero ir a casa.

—Me temo que no puedo hacer eso. —Algo como un mar de desesperación me arrastró bajo sus aplastantes olas. Su voz estaba desprovista de varias cosas: compasión, inflexión, emoción, pero había una cosa que no faltaba y eso era certeza. No podía aceptarlo.

Me apartó el pelo de la frente, era un gesto íntimo que me llenó de aprensión. ¿Estaba tratando de tranquilizarme? ¿Por qué?

—Por favor —lloré mientras continuaba acariciándome. Sentí su peso sobre la cama, y mi corazón tartamudeó.

—No puedo —susurró—, y más que eso… no quiero.

Por un momento, solo mi llanto y mis profundos sollozos angustiados interrumpieron el silencio que siguió a su declaración. La oscuridad hacía todo aun más insoportable.

Su respiración, y la mía, juntas, en un espacio vacío.

—Te diré lo que voy a hacer, te desataré y te limpiaré esos golpes y moratones. No quise que te despertaras en un piscina. Lo siento mucho por el golpe en la cara, —Pasó sus dedos por mi mejilla—, pero eso ocurre cuando luchas sin pensar en las consecuencias.

—¿Una piscina? —pregunté nerviosamente—. No quiero meterme en el agua. Por favor —rogué—, sólo déjame ir.

Su voz era demasiado tranquila, muy refinada, pragmática y muy… semejante a Hannibal Lecter en El Silencio de los Corderos.

—Necesitas un baño, mascota. —Fue su aterradora respuesta. Hola Clarice…

Todo lo que pude hacer fue llorar mientras me desataba. Sentía mis miembros rígidos y entumecidos, parecían muy largos, pesados y lejanos para ser una parte de mí. ¿Todo mi cuerpo estaba dormido? Intenté moverme otra vez, traté de golpearle y patearle. Y de nuevo, mis esfuerzos se reflejaron en movimientos bruscos y entrecortados. Frustrada, permanecí inerte. Quería despertarme. Correr lejos. Luchar. Herirlo. Y no podía. Mantuvo la venda en mis ojos y me levantó de la cama, cuidadosamente. Sentí elevarme y ser suspendida en la oscuridad. Mi pesada cabeza colgaba sobre su brazo. Podía sentir sus brazos. Sentía su ropa contra mi piel.

—¿Por qué no puedo moverme? —sollocé.

—Te di algo. No te preocupes, pasará.

Asustada, y ciega en la oscuridad, sus miembros se envolvieron alrededor de mí, su voz tomó textura, forma. Cambió mi peso en sus brazos hasta que mi cabeza colgó contra la tela de su camisa.

—Para de luchar. —Había diversión en la superficie de su voz.

Deteniendo mis forcejeos, intenté enfocarme en los detalles. Era apreciablemente fuerte y me llevaba sin ni siquiera agitarse. Bajo mi mejilla podía sentir la dura extensión de su pecho. Olía ligeramente a jabón, y tal vez a sudor también, una esencia masculina que era a la vez distinta, pero solo lejanamente familiar.

No caminamos mucho, solo unos pocos pasos, pero para mí cada momento parecía una eternidad en un universo paralelo, uno donde yo habitaba en el cuerpo de otro. Pero mi propia realidad se estrelló contra mí en el momento en que me sentó en algo plano y frío.

El pánico se apodero de mí.

—¿Qué demonios estás haciendo?

Hubo una pausa, luego su voz con una nota divertida.

—Te dije que te iba a limpiar.

Abrí la boca para hablar cuando el primer chorro de agua fría golpeó mis pies. Sorprendida, deje escapar asustado grito. Al intentar salir patéticamente de la bañera rodando hacia el borde, el agua se volvió más cálida y mi captor me colocó de nuevo.

—No quiero tomar un baño. Déjame ir.

Intenté quitarme la venda, golpeando repetitivamente mi propia cara mientras mis brazos letárgicos se oponían a mi propósito. Mi captor hizo un pésimo esfuerzo en ocultar la risa.

—No me importa si quieres uno, lo necesitas.

Sentí sus manos en mis hombros y reuní fuerzas para atacar. Mis brazos volaron sin rumbo, aterrizando en algún lugar, creo que en su rostro o su cuello. Sus dedos agarraron mi cabello para tirar de mi cabeza hacia atrás en un extraño ángulo.

—¿Quieres que yo también juegue duro? —gruñó en mi oído. Al no responder, apretó sus dedos lo suficiente para que mi cuero cabelludo hormigueara—. Responde a mi pregunta.

—No —susurré con un sollozo asustado.

Sin demora aflojó su agarre. Antes de apartar los dedos de mi pelo, me masajeó. Me estremecí ante ese contacto.

—Voy a cortarte la ropa con unas tijeras —dijo rotundamente—. No te alarmes.

La corriente de agua y el latido de mi corazón retumbaban en mis oídos mientras pensaba en él desnudándome y ahogándome.

—¿Por qué? —dije frenéticamente.

Sus dedos acariciaron la columna de mi tensa garganta. Me estremecí de miedo. Odiaba no ser capaz de ver lo que estaba ocurriendo, aquello me forzaba a sentir todo.

De pronto, sus labios estaban en mi oreja, suaves, llenos y no bienvenidos. Me acaricio aún más cuando intenté inclinar el cuello y alejarme.

—Podría desnudarte lentamente, tomarme mi tiempo, pero esto es sencillamente más eficiente.

—¡Aléjate de mí, imbécil! —¿Era esa mi voz? Esta versión de mí con un par de pelotas necesitaba callarse. Iba a conseguir que me matara.

Me preparé para algún acto de venganza, pero no llegó. En cambio, oí un pequeño sonido como si se estuviera riendo. Bastardo hijo de puta.

Cortó mi camisa poco a poco, cuidadosamente, y me hizo preguntarme si estaba saboreando mi pánico. Esa idea me llevó a lugares de mi mente que no quería ir. Luego, me quitó la falda.

Aunque luchaba, mis intentos eran patéticos. Si mis brazos estaban en medio, los echaba hacia atrás con poco esfuerzo. Si levantaba las rodillas, sencillamente las empujaba hacia abajo.

No había cerrado el grifo de la bañera todavía, el agua no había rebasado. El frío me abrumó al sentarme allí en ropa interior.

Tomó mi sujetador y dejé de respirar, temblaba incontrolablemente.

—Relájate —dijo tiernamente.

—Por favor —me las arreglé para decir entre sollozos—. Por favor, cualquier cosa que pienses que tienes que hacer no la hagas. Por favor, solo déjame ir y no diré nada, lo prometo… lo juro.

No me respondió. Presionó las tijeras entre mis pechos y cortó el sujetador. Lo sentí deslizarse de mi cuerpo y comencé con otro ataque de llanto.

—¡No, no, no me toques!

Inmediatamente agarró mis pezones y los pellizcó. Grité por la conmoción y sorpresa, las sensaciones me inundaron. Se inclinó a mi oído y susurró:

—¿Quieres que me vaya?

Asentí, incapaz de formar palabras.

—Sí ¿por favor? —Me pellizcó más fuerte.

—¡Sí! ¡Por favor! —sollocé.

—¿Vas a ser una buena chica?—dijo su voz, una vez más impregnada de una fría indiferencia que era contraria a la delicadeza que trató de transmitirme antes.

—Sí. —Me quejé a regañadientes y logré colocar mis manos sobre las de él. Sus manos eran enormes y me sujetaban firmemente. Ni siquiera traté de alejarlas. No había forma de que me dejara ir.

—Buena chica —respondió con sarcasmo. Pero antes de soltar mis pezones, frotó la sensibilizada y tierna zona con sus palmas.

Al parecer, tenía un sinfín de lágrimas, al obligarme a sucumbir a su lado más compasivo. Me senté en silencio y traté de no conseguir otra dosis de castigo. Mientras me quitaba lo que quedaba de mi sujetador y cortaba mis bragas, podía sentir el frío metal deslizándose contra mi piel, la claridad del corte a través de mi ropa, y tal vez incluso a mi si me alejaba.

Después de rociar mi cuerpo con lo que solo podía ser una alcachofa de ducha, finalmente cerró el agua. El agua estaba lo suficientemente caliente, mejor que el aire frío contra mi piel expuesta, pero estaba demasiado aterrorizada como para sentir cualquier alivio por estar todavía de una pieza, relativamente intacta. Cada vez que el agua caía sobre un corte o algún área que no sabía que estaba dañada, ardía, y hacia yo una mueca.

Intenté controlar mi llanto y hablé calmadamente

—¿Puedes por favor quitarme la venda? Me sentiría mejor si pudiera ver lo que está pasando. —Tragué, tenía la garganta seca—. No vas a herirme… ¿verdad? —mis dientes castañeaban mientras esperaba una respuesta, aun ciega y atrapada.

Se quedó callado un momento, y luego dijo:

—Debes salir con la venda puesta. En cuanto a hacerte daño, sólo había planeado limpiarte por ahora. Pero debes entender que hay consecuencias por tu comportamiento, si haces algo mal, serás castigada. —No esperó por mi respuesta—. Así que mantenla y no te haré nada.

Empezó a lavar mi cuerpo con un jabón líquido suave que olía a hojas de menta y lavanda. La oscuridad se mezcló con el aroma, llenó la habitación, envolviendo mi piel. Al igual que su voz. Hubo una vez en la que disfruté el olor a lavanda. Ya no más, ahora lo detestaba.

Al pasar sobre mi pecho, no pude resistir a la compulsión de atrapar una vez más sus manos con las mías. Sin una palabra, deslizó su mano sin jabón y presionó mi muñeca hasta que solté la otra.

Después, me dio una palmada en el muslo al mantener mis piernas cerradas y no permitirle lavar entre ellas. Esa parte de mí era privada. Nadie la había visto excepto yo, no desde que había sido una niña. Nadie me había tocado; ni yo no la había explorado completamente. Y ahora un extraño, alguien que me había hecho daño fue a toparse… conmigo. Me sentía violada y me hacia recordar a un pasado que había intentado durante mucho tiempo olvidar. Me resistía, pero con cada toque, con cada invasión, mi cuerpo le pertenecía un poco más a él que a mí. No podía dejar de temblar.

Y luego, terminó. Quitó el tapón de la bañera, me sacó, secó mi piel, cepilló mi cabello, frotó un bálsamo en mis rasguños y me entregó una bata de baño. Yo estaba aterrorizada, avergonzada, exhausta y no podía ver, pero aun así estaba satisfecha de sentirme limpia, en el exterior por lo menos.

Su voz era una suave brisa contra mi cuello mientras estaba parada sin ayuda frente a él.

—Ven conmigo.

Incapaz de hacer otra cosa, le permití que tomara mi mano y que me guiara a ciegas fuera del baño.