Epílogo

—Por aquí, señorita Sheridan, señorita Patel.

Un hombre de uniforme les tendió los pasaportes con calculada formalidad y les indicó por gestos que lo acompañaran.

Las dos chicas intercambiaron una mirada y lo siguieron escaleras abajo. El sol de la mañana brillaba implacable; Allie advirtió que Rachel había intentado taparse el ojo morado con maquillaje sin conseguirlo. Los polvos solo servían para resaltar aún más las marcas de su piel.

Allie llevaba el brazo herido en cabestrillo, inmovilizado contra el pecho. Había tenido que cortar la manga de la blusa para que cupieran los gruesos vendajes. No quería ni imaginar el mal aspecto que ofrecían, pero el hombre que las escoltaba ni había enarcado una ceja.

Al pie de las escaleras, abrió una puerta, y los tres salieron a la pista. El aire era frío y húmedo. Allie arrugó la nariz al notar el fuerte olor del combustible.

Delante de ellas, el jet privado de Lucinda brillaba en la pista. En otras circunstancias, la perspectiva de viajar a bordo del imponente avión plateado habría emocionado a Allie, pero no en estas.

Estaban huyendo.

Lucinda se lo había explicado muy sucintamente por teléfono.

«Mientras no sepamos quién es el espía, el colegio no es seguro para ti».

«¿Pero adónde vamos?», había preguntado Allie.

«No puedo darte esa información. Ni a ti ni a nadie —repuso Lucinda—. Ya lo averiguarás cuando aterrice el avión. No podemos correr más riesgos, Allie».

Ella ya lo sabía. Llevaba en el cuerpo quince nuevos puntos, obsequio de Nathaniel. Sin embargo, no se marcharía sin oponer resistencia.

«No dejaré a los demás —insistió—. ¿Qué pasa con ellos? También corren peligro».

«Nathaniel no tiene nada contra ellos —dijo Lucinda—. Sino contra ti. Y si te borro del mapa un tiempo, creo que podré protegerlos, al menos durante una temporada».

«¿Y por qué no se pueden venir conmigo?», había preguntado Allie, sin dar su brazo a torcer.

La respuesta de Lucinda fue muy sencilla.

«Porque es mucho más fácil esconder a dos personas que a seis».

Le explicó que enviaba a Rachel con ella para que no se sintiera sola y también para que la ayudase con los estudios. Raj coordinaría la seguridad.

La puerta del avión se abrió; las escaleras se desplegaron como las patas de un insecto hasta dar con la pista.

En silencio, las dos chicas siguieron al hombre uniformado hasta el avión.

En el interior, había lujo por doquier. Los doce sillones de la cabina estaban tapizados de suavísima piel teñida de un elegante tono gris. El mobiliario no habría desentonado en un hotel de cinco estrellas o en una oficina selecta. Un ligero olor a cuero y a abrillantador de muebles impregnaba el ambiente; nada que ver con los vuelos comerciales que Allie recordaba de las vacaciones familiares.

Las dos chicas se sentaron donde les dijeron, la una frente a la otra a ambos lados de una mesa de nogal. Una azafata les trajo zumo de naranja con hielo, y Allie se quedó mirando cómo el agua se condensaba en la ventanilla del avión para resbalar después por el cristal como las gotas de lluvia.

Le dolía el brazo y se lo palpó con cuidado. El médico le había dado analgésicos, pero aún no se los había tomado. Sabía que le darían sueño y no quería perderse nada; necesitaba estar bien despierta.

Por encima de todo, quería saber adónde iban.

Los motores se pusieron en marcha.

Al otro lado de la mesa, Rachel parecía cansada y asustada. Allie alargó la mano buena; su amiga se la cogió y se la apretó una pizca.

—¿Estás bien? —le preguntó Allie.

Rachel asintió.

—Sí, solo que… —hizo un gesto vago, como dando a entender: todo esto es de locos.

Allie sabía a qué se refería. Todo había pasado tan deprisa… No habían tenido tiempo de asimilarlo. Ni siquiera habían podido despedirse. Zoe se disgustaría cuando se enterara de que se habían ido. Nicole seguía en la enfermería. Y Carter y Sylvain… se habían jugado la vida para salvarla la noche anterior. Y ahora ella los dejaba colgados.

Raj subió al avión justo antes de que se cerrasen las puertas y se acercó a la mesa.

—¿Estáis listas?

Ambas asintieron como buenas chicas.

El hombre apoyó la mano en el hombro de Rachel antes de dirigirse a la cabina de los pilotos. Al cabo de unos minutos, el avión empezó a rodar por la pista. Fue cogiendo velocidad con una especie de urgencia desesperada; como si estuviera ansioso por echar a volar.

Allie, en cambio, solo quería quedarse.

En clase de Física habían estudiado cómo despegan los aviones. Existe algo llamado el punto de no retorno: cuando la velocidad es muy alta y el tramo de pista se empieza a acortar ante el aparato, no hay modo de detener el avión sin correr un grave peligro. Si no despega, se estrellará.

Allie se sentía exactamente así: tenían que irse. No les quedaba otra opción.

El avión era tan potente, tan veloz, que cuando las ruedas abandonaron la pista Allie apenas lo notó, pero se agarró igualmente al borde de la mesa, mirando el mundo que dejaba atrás. La verde campiña inglesa se desplegó a sus pies, con sus viejos setos y castillos, sus pueblos y sus concurridas autopistas. Todo se fue difuminando tras una cortina de nubes grises hasta desaparecer por completo.

Allie veía la escena entre una bruma de lágrimas a punto de caer.

Ya no había vuelta atrás.