Veintiocho

Mientras Lucinda servía el té en una taza de porcelana blanca decorada con el escudo azul oscuro de Cimmeria, Allie se acomodó frente a ella, en una de las butacas de piel. Miraba a su abuela con avidez, como si quisiera memorizar cada uno de sus rasgos.

Lucinda había combinado con elegancia una americana de color azul marino con una impecable camisa blanca. Llevaba el canoso cabello muy corto, con un estilismo moderno que la hacía parecer más joven de lo que era. La luz arrancaba destellos a sus pendientes de diamantes.

Era la segunda vez que se veían. Allie había creído casi toda su vida que su abuela estaba muerta. No quería perderse ni un detalle.

—¿Azúcar? —le preguntó Lucinda en tono animado, con la mano suspendida sobre el delicado azucarero.

Allie negó con la cabeza e hizo ademán de coger la taza.

—No, gracias —añadió muy formal, aunque a destiempo.

Una sonrisa bailó en los labios de su abuela cuando le tendió la taza con su platito a juego.

—Me recuerdas a tu madre cuando tenía tu edad. Siempre olvidaba decir «gracias» hasta el último momento. Siempre ansiosa por anticiparse a los acontecimientos.

Le costaba aceptar que Lucinda —antigua ministra del Gobierno británico y renombrada asesora de varios líderes mundiales, famosa entre todos aquellos que hubieran visto las noticias alguna vez— fuera la madre de su madre. Le parecía imposible que pertenecieran a la misma familia siquiera.

La madre de Allie se había escapado de casa al terminar el último curso de la Academia Cimmeria y nunca había mirado atrás. Había cambiado el dinero y el poder de su madre por una vida sencilla, y había ocultado a sus hijos la historia familiar. Allie no supo nada de todo aquello hasta entrar en Cimmeria.

Acercándose la taza a los labios, Allie aspiró el aroma alimonado de la bergamota.

—Bueno —Lucinda apartó la tetera y se arrellanó en la butaca—. Charlemos.

De cerca, Allie distinguía el delicado dibujo de las arrugas que le enmarcaban los ojos; no parecían líneas de expresión. Nadie llega a acumular tanto poder como Lucinda si no es capaz de controlar sus emociones.

—Tenemos un problema, Allie —empezó Lucinda—. No tengo mucho tiempo, pero es importante que entiendas muy bien lo que sucede. Porque corres un grave peligro. Y quiero que estés preparada para lo que pueda pasar a partir de ahora.

—Los padres —apuntó Allie— van a sacar a sus hijos de Cimmeria, ¿verdad?

Lucinda asintió.

—Eso es lo que planea Nathaniel. A continuación presentará una moción de censura, sus aliados se identificarán, me destituirán, se apoderarán de la escuela y del conjunto de la organización, mis manos estarán atadas y él será libre para continuar con su toma de poder, que será, creo yo, enormemente perjudicial, al margen del daño que pueda hacer a Cimmeria.

Lucinda describía el proceso de su propia destrucción sin alterarse lo más mínimo, al menos en apariencia. A juzgar por su falta de emoción, podría estar describiendo un día normal de trabajo.

—Algunos de los chicos no se quieren marchar —dijo Allie. Levantó la barbilla con orgullo—. Les vamos a ayudar a quedarse.

Lucinda removió el té con una cucharilla de plata.

—La situación es complicada. Sería muy valiente por su parte plantar cara, pero me temo que sus padres encontrarán la manera de llevárselos. Todos tienen buenos abogados y sus hijos son menores de edad. Nathaniel es una persona con muchos… recursos.

—No podemos dejar que se vayan sin más —a Allie no se le había pasado por la cabeza la idea de que Lucinda no aprobase su plan—. No quieren hacerlo. Yo creo que tienen derecho a decidir de qué lado están.

—No. Mientras sean menores de edad, no lo tienen —replicó Lucinda—. Allie, no digo que no deban plantar cara y hacer lo posible por quedarse. Solo que… hables de ello con Isabelle. Asegúrate de que esté al corriente de todos vuestros planes. Ella os ayudará.

—¿Seguro? —dijo Allie con resentimiento—. Se ha marchado en el momento más delicado. Hemos tenido que hacerlo todo nosotros solos.

—En realidad, nunca se ha marchado. Lo único que tenías que hacer era preguntar por ella e Isabelle habría acudido al momento —la reprendió Lucinda con dulzura—. Sin embargo, dice mucho en tu favor y en el de tus amigos que hayáis tomado cartas en el asunto; que hayáis buscado vuestras propias soluciones. Por eso precisamente se os escogió para la Night School. No esperaba menos de vosotros.

Sorprendida, Allie advirtió que se había ruborizado de orgullo; no se había dado cuenta de que la aprobación de Lucinda le importara tanto.

—El problema es que Nathaniel nos tiene acorralados —reconoció Lucinda—. Su plan es casi infalible. Apenas nos ha dejado margen de maniobra.

Allie aferró la taza con fuerza mientras meditaba las connotaciones de aquellas palabras.

—El otro día, por teléfono… dijiste que la organización que dirige la Night School controla también el Gobierno. ¿Significa eso que si Nathaniel se sale con la suya se apoderará del Gobierno?

—Será mejor que empiece por el principio —golpeteándose la barbilla con el dedo, Lucinda consideró cómo abordar el tema—. ¿Has oído hablar del proyecto Orión?

Allie negó con la cabeza. Había oído mencionar a «Orión» alguna que otra vez por los pasillos de Cimmeria pero nunca había sabido qué significaba el término.

—Es el nombre de la organización de la que forman parte la Night School y Cimmeria. Se trata de un club privado de personas muy poderosas: diputados, jueces, abogados, financieros, altos ejecutivos, propietarios de grandes medios de comunicación… —agitó la mano, y el diamante de su anillo brilló como fuego helado—. La lista continúa, pero creo que ya te haces una idea de quiénes somos.

»Existen organizaciones parecidas en otros países, pero Orión es la más antigua. Yo soy la presidenta desde hace quince años, un cargo que, básicamente, heredé de mi padre. Siempre ha sido un cargo titular —miró a Allie con desconfianza y se interrumpió—. ¿Sabes lo que significa «titular»?

En silencio, Allie negó con la cabeza.

—Significa que solo es nominal. O sea, que el director de la organización se dedica, básicamente, a organizar reuniones, ofrecer cenas y asegurarse de que todo… siga su curso. Y así fue hasta mi llegada —sonrió con modestia—. Yo hice algunos cambios.

Tan confusa como fascinada, Allie trataba de seguir el hilo del discurso. Lamentó no estar tomando apuntes para poder acordarse de todo más tarde.

—¿Qué clase de cambios? —preguntó.

—Instauré un sistema de votaciones… de modo que ahora todas las decisiones se votan en junta. E hice presión para que chicos y chicas de distintos entornos tuvieran acceso a Cimmeria —explicó Lucinda—. Como ya sabes, la pertenencia a la organización empieza a fraguarse en los años escolares. La Night School es la cantera principal, pero existen grupos similares en los institutos más prestigiosos. Antes de mi llegada, uno solo podía acceder por derecho de sucesión; si tu familia pertenecía a la organización, te aceptaban automáticamente. Yo cambié eso… hasta cierto punto. Ahora, algunos alumnos, menos de los que me gustaría, son admitidos en función de su habilidad e inteligencia. Sangre fresca, como se suele decir.

Allie pensó en Carter, el hijo de una cocinera y un mecánico que se había quedado huérfano. Ahora entendía por qué lo habían admitido en la Night School.

—Vale —dijo—. ¿Y a qué se dedica… Orión… exactamente?

Lucinda lo meditó un momento antes de responder.

—Se asegura de que ciertas organizaciones funcionen como es debido.

—¿Organizaciones como…?

—El Gobierno —repuso Lucinda—. Los bancos. Las grandes corporaciones. Los medios de comunicación. Los tribunales.

Allie no se lo podía creer.

—Pero… ¿el Gobierno no se dirige a sí mismo? —preguntó.

—Claro —asintió Lucinda con suavidad—. Nosotros solo les ayudamos.

—¿Cómo les ayudáis?

—Asegurándonos de que las personas adecuadas salgan elegidas. Personas que forman parte de Orión. Personas que entienden lo que estamos haciendo —Lucinda ladeó la cabeza—. ¿Me explico?

—No —a Allie no le gustaba ni un pelo lo que estaba oyendo—. ¿Me estás diciendo que los votos de la gente no cuentan?

—No, no. Claro que cuentan —le aseguró su abuela—, pero las personas a las que votan son miembros de Orión.

La chica se quedó de piedra.

—¿Todas? —dijo con un hilo de voz.

—Claro que no —respondió Lucinda—. Solo… las suficientes.

—¿Y los jueces? —preguntó Allie con debilidad—. ¿Ellos también?

—Sin duda —repuso la mujer—. El sistema judicial es muy importante. Sobre todo la Corte Suprema. En realidad, controlamos por entero esta institución. Es… necesario.

Allie guardó silencio mientras trataba de asimilar todo aquello. De repente, los ruidos cotidianos le sonaban incongruentes: la tetera que crujía en el rincón al enfriarse; las risas que se colaban por las paredes. La vida seguía. Como si no hubiera una organización secreta que controlaba su destino.

—Entonces Orión lo controla… todo.

—El control no es absoluto —la corrigió Lucinda—. Pero a grandes rasgos, sí. Sí, supongo que puede decirse así.

—¿Por qué?

—Es una larga historia —Lucinda se sirvió más té—. Verás, Orión es una organización muy antigua. Se remonta a más de dos siglos de antigüedad. A una época en que la Corona había perdido casi todo su poder y el Parlamento, aunque empezaba a cobrar fuerza, todavía no estaba del todo asentado. Tras las Revoluciones francesa y americana, los nobles temían que estallara una revuelta aquí también. El rey carecía de la autoridad necesaria para controlar al Gobierno, y mucho menos al país. Así que algunos de los terratenientes y parlamentarios más poderosos se unieron para asegurarse de que el Gobierno funcionara bien. Adoptaron el nombre de «Sociedad Orión».

—Orión… —repitió Allie meditabunda—. ¿Como la constelación?

—Orión, el cazador —explicó Lucinda—. En la mitología griega, Orión era un dios. Los fundadores escogieron su nombre porque era capaz de caminar sobre las aguas. Una elección bastante presuntuosa, en mi opinión, pero… —levantó las manos— solo es un nombre.

—Y… ¿qué hicieron? —la azuzó Allie.

—Pues tomar las riendas del poder. Se ayudaban mutuamente. Se aseguraban de acceder a los cargos importantes: primer ministro, ministro de Hacienda, regente… lo que hiciera falta para asegurarse de que el poder fuera estable y se transfiriera sin interrupción. De que estuviera bajo control.

—¿Y nadie conocía su existencia? —Allie no se lo acababa de creer—. ¿Cómo es posible?

—Se nos da muy bien guardar secretos —repuso Lucinda.

—¿Cómo acabaste a cargo de todo? —siguió preguntando la chica—. ¿Cómo acabó tu padre?

—Es muy sencillo: lo heredamos. El liderazgo pasa de una familia a la siguiente por orden estricto. Cada familia ocupa la presidencia durante tres años y luego la cede. O, al menos, así funcionaba hasta mi llegada. El bisabuelo de mi tatarabuelo fue uno de los fundadores. El conde de Lanarkshire —la penetrante mirada de Lucinda sostuvo la de su nieta—. Esa es nuestra familia de origen, ¿sabes? Estrictamente hablando, yo soy Lady Lanarkshire. Y también tu madre. Y tú.

Allie la miró boquiabierta.

—¿Soy… Lady?

Por primera vez aquella tarde, Lucinda sonrió con ganas. Tenía unos dientes blancos y regulares, y arrugaba los ojos con dulzura.

—Sí, lo eres.

—Pero tú eres baronesa —le reprochó Allie—. Oí a los guardias llamarte así el día del baile de invierno.

—Prefiero ese título al de Lady —le explicó Lucinda—. Verás, el de baronesa me lo gané yo.

Maldita sea, soy Lady. Lady Allie Lanarkshire Sheridan Nosecuantos, pensó Allie alucinada. Qué fuerte. Ya verás cuando Rachel se entere.

—Has dicho que la presidencia iba pasando de familia en familia. ¿Ya no es así?

La sonrisa de Lucinda se esfumó.

—No. Yo cambié esa norma. Me parecía más lógico elegir al líder por votación. Hay más de un inepto en la organización y no soportaba la idea de que esos idiotas tomaran decisiones sobre el futuro del país solo por ser hijos de fulanito o menganito. Me parecía un sistema anticuado. Una de las primeras cosas que hice cuando accedí a la presidencia fue cambiar los estatutos originales. A todo el mundo le pareció bien. Ahora, celebramos elecciones. Me han reelegido tres veces —torció el gesto—, pero me sorprendería mucho que volvieran a escogerme, dadas las circunstancias.

De repente, Allie cayó en la cuenta de algo. Le produjo una impresión tremenda, casi física.

—Y por eso Nathaniel está tan enfadado, ¿verdad? Tú cambiaste las reglas. Mi hermano dijo algo de que tú nos habías arrebatado nuestra herencia. Se refería a eso, ¿verdad?

—Exactamente —dijo Lucinda—. Puesto que tu madre habría rehusado el cargo y que él es el hijo mayor, habría sido el siguiente en heredarlo. Si yo no hubiera cambiado las reglas, se lo habría quedado él.

—Pero ¿cómo es posible que le moleste tanto? —se extrañó Allie—. O sea, a mí me da igual. Y yo tampoco podré acceder al cargo. ¿Por qué a Christopher le sabe tan mal?

—Seguro que Christopher pensaría igual que tú, Allie, de no ser por Nathaniel —Lucinda se echó hacia delante y su semblante se ensombreció—. Verás, aunque te parezca imposible, Nathaniel tiene mucho carisma. Mucho encanto. Y es muy convincente. Y un joven tan frágil como Christopher, que aún no ha encontrado su lugar en el mundo, se deja seducir fácilmente. Nathaniel le demostró que vuestra madre le había ocultado la verdad sobre la familia. Le prometió una vida de poder y privilegios. Es el método habitual. Lo hizo pedazos. Y luego lo reconstruyó. A su imagen y semejanza.

Mientras escuchaba a su abuela, Allie tuvo la sensación de que se le helaba la sangre en las venas. ¿Sería posible que su abuela tuviera razón? Eso explicaría muchas cosas. La extraña conducta de Christopher cuando lo había visto el pasado mes de diciembre. Por qué parecía una versión rara y rabiosa de sí mismo.

Recordando la escena —su hermano y ella en orillas opuestas del río— sintió frío. Siguió haciendo preguntas para ahuyentar la imagen.

—¿Por qué Nathaniel os odia tanto, a ti y a Isabelle? ¿Qué pasó? ¿O es que sencillamente está loco?

—Conozco a Nathaniel desde que era un chiquillo —explicó Lucinda—. Su padre y yo estuvimos… muy unidos. Por desgracia, el hombre murió cuando Nathaniel estaba en plena adolescencia. En aquellos tiempos, solo era un chico asustado y solitario, que había perdido a su madre de niño y acababa de quedarse sin padre también. Solo tenía a su hermanastra…

—Isabelle —apuntó Allie.

—Exacto.

Allie cogió la taza.

—Así que, Isabelle y Nathaniel, ¿eran hijos del mismo padre?

Lucinda asintió.

—Y tú estabas muy unida a él… —siguió diciendo la más joven—. ¿De qué lo conocías? ¿Trabajabais juntos?

—No exactamente —Lucinda esbozó una sonrisa irónica—. Me casé con él.

Allie, que acababa de tomar un sorbo de té, se atragantó. Tosiendo, dejó la taza y el plato y se echó hacia delante para recuperar el aliento.

—¿Te casaste con él? —graznó—. ¿Eres la madre de Nathaniel?

Sin inmutarse lo más mínimo, Lucinda le tendió un pañuelo de papel.

—Oh, no. El padre de Nathaniel e Isabelle, mi ex marido, tuvo varias esposas; no todas al mismo tiempo, por supuesto. Nunca sentó la cabeza. Yo fui su primera esposa. Cuando nos divorciamos, se casó con la madre de Nathaniel, que por desgracia murió en un accidente de equitación a los veintipocos. Entonces contrajo matrimonio con la madre de Isabelle.

Allie se quedó de una pieza.

—Caray, debía de ser muy guapo para que tantas mujeres se colaran por él. ¿Quién era ese tío?

—«Ese tío», como tú lo describes, era Alistair St. John. Fue un importante diputado del Gobierno escocés y propietario de ILC, la empresa de tecnología más importante de Inglaterra —aclaró Lucinda. Dio un sorbo a su té con aire coqueto—. Un hombre encantador.

—Espera un momento —exclamó Allie—. Ese tal St. John… ¿era mi abuelo?

Lucinda apoyó la mano en el brazo de Allie.

—No, querida.

—¿Y entonces quién…? —la chica levantó las manos, como si renunciase a entender los complicados lazos amorosos de todos aquellos ancianos.

—Tu abuelo fue un hombre maravilloso, un buen hombre, llamado Thomas Meldrum —repuso Lucinda—. Fue mi segundo marido. Era mucho mayor que yo; murió antes de que tú nacieras.

No dijo nada más, pero, de repente, viejas líneas de tristeza se adueñaron de su rostro.

Se hizo un silencio incómodo, y Allie buscó a toda prisa alguna pregunta para cambiar de tema.

—Y ese señor —intentó recordar el nombre del primer marido de su abuela— St. John, ¿también pertenecía a Orión o a la Night School o lo que sea?

—Claro —afirmó Lucinda, como si lo contrario fuera impensable.

—¿Qué pasó tras su muerte? O sea, ¿qué fue de Nathaniel y de Isabelle?

—Como ya te he dicho, Alistair y yo siempre estuvimos muy unidos —prosiguió Lucinda—. La madre de Isabelle aún vivía (de hecho, aún vive), pero Nathaniel no tenía a nadie más que a mí.

—¿Y cómo era en aquel entonces? —preguntó Allie con curiosidad.

—Era un chico difícil —recordó la anciana—. Yo tenía que ausentarme a menudo por negocios. Tanto Nathaniel como Isabelle estudiaban en Cimmeria en aquel entonces, pero él estaba a punto de terminar. Y entonces, cuando se leyó el testamento… —Lucinda negó con la cabeza.

A Allie le sonaba aquella historia. Una vez, hacía tiempo, Isabelle había mencionado algo de una herencia.

—¿Qué pasó? ¿Qué decía el testamento?

Con sumo cuidado, Lucinda dejó la taza en el delicado platito blanco.

—Alistair se lo había dejado todo a Isabelle. A la más joven. A la hija. Ni un céntimo para el mayor. Fue una decisión extraña, y Nathaniel concluyó que su padre nunca lo había querido. Por supuesto, su padre se había asegurado de que no le faltara de nada; aun a día de hoy, Nathaniel recibe buena parte de los beneficios de las empresas y de las inversiones familiares, pero eso lo pasó por alto. Solo se fijó en que su padre no le había confiado la fortuna familiar. Se la había confiado a Isabelle.

Allie silbó por lo bajo.

—¿Y por qué lo hizo? O sea, ¿dejárselo todo a Isabelle?

—Alistair era un negociante nato —Lucinda adoptó una expresión astuta—. Vivía para el trabajo. Se daba cuenta de que Nathaniel era débil de carácter, de que no estaba muy centrado, y eso lo tenía preocupado. Estoy segura de que fue una decisión eminentemente práctica.

—¿Y por eso Nathaniel le guarda rencor? —preguntó Allie—. ¿Por eso está haciendo todo esto? ¿Por el testamento de su padre?

—Eso creo —repuso Lucinda—. O, como mínimo, ese es el origen de los problemas. Yo he contribuido a ello, desde luego. Las decisiones que tomé como líder de Orión le impiden heredar el cargo también, así que nos odia a todos.

Allie guardó silencio unos instantes. Cuanto más hablaba Lucinda, más piezas de su propia historia encajaban en su lugar. Como si estuviera haciendo un puzle muy complicado y de repente hubiera reconocido el cielo.

Pese a todo, seguía habiendo muchos huecos.

—Por teléfono dijiste que la policía está de su parte y que tiene aliados en los ministerios. Sigo sin entender cómo lo ha conseguido —observó Allie.

—Ah, ya. Eso te ayudará a comprender lo inteligente, lo concienzudo que es —dijo Lucinda—. Después de terminar la carrera en Oxford, vino a trabajar para mí. Parecía más tranquilo, como si se hubiera resignado. Pensé que aún había esperanza para él. Empezó como administrativo, pero era muy bueno en su trabajo y se ganó mi plena confianza —lanzó una carcajada amarga—. Ascendió muy deprisa. Al final, lo nombré director adjunto. Estaba a cargo del día a día de mis oficinas y de mi trabajo para Orión. Me sustituía cuando yo estaba fuera, lo cual sucedía a menudo. Gracias a eso, trabó relación personal con la junta de Orión y se hizo amigo de algunos de sus miembros. Para mi eterna desgracia, se dedicó a reunir información que pudiera utilizar contra mí. Averiguó quién estaba insatisfecho, quién quería más poder, quién criticaba mi manera de dirigir la organización, qué cambios les gustaría implantar. Plantó semillas de descontento entre todas aquellas personas. Al cabo de unos años, había reunido toda la información que necesitaba para debilitar mi posición. Para destruirme.

Apoyó la mejilla en la mano con suavidad y sus atribulados ojos grises se perdieron en el infinito.

—Un día, hace unos seis años, volví de un viaje de negocios por Rusia y se había ido. Saqueó mi oficina y desapareció con todos los documentos importantes —miró a Allie a los ojos—. Aquello fue solo el principio.

Allie se estremeció solo de oírla.

—¿El principio?

Lucinda señaló la habitación con un gesto vago.

—El principio de la guerra por Orión, por Cimmeria, por ti… por todo.

—¿Lo tenía planeado desde el comienzo? —Allie no se lo podía creer—. En aquel entonces yo debía de tener… ¿cuántos años? Diez, como máximo.

—Creo que empezó a idear el plan en cuanto los abogados leyeron el testamento de su padre —opinó la anciana—. Se está vengando de un hombre que lleva muchos años muerto.

La habitación se enfrió de repente; Allie se frotó los brazos mientras meditaba la información. La historia que su abuela le acababa de contar era tan triste, tan desesperada…

—Y cuando desapareció, ¿no pudiste encontrarlo? Tú puedes localizar a cualquiera.

—Lo encontré, ya lo creo que sí —dijo Lucinda—. O más bien Raj Patel lo encontró. Al cabo de un par de meses, ya sabía dónde vivía, pero ¿qué podía hacer? No tenía ningún derecho sobre él. Ningún crimen del que acusarlo. Le habría dado todo lo que se llevó si me lo hubiera pedido. Y lo amaba como a un hijo. Yo solo… quería hablar con él. Decirle lo mucho que me importaba. Que le perdonaba. Pero él se negó —se frotó los ojos con gesto cansado—. Cuando supe que conspiraba contra mí, que se estaba aliando con ciertos miembros de la junta para destituirme, lo consideré tan solo una patética muestra de su desesperación. Y entonces… —su semblante se entristeció—. Entonces Christopher desapareció.

Allie palideció.

—Así que solo estaba…

—Esperando —prosiguió Lucinda—. Vigilando y esperando a que Christopher se hiciera mayor. Nathaniel sabía que la pérdida me rompería el corazón: mi «falso» hijo, tal como él lo veía, me había arrebatado a mi verdadero nieto. Era consciente de que la desaparición de Christopher envenenaría aún más si cabe la relación con tu madre. Y de que me causaría un dolor infinito. Por eso lo hizo. A su manera, es una estrategia brillante. Y ahora… —buscó los ojos de Allie—. Bueno, tú eres la pieza que falta del rompecabezas. El único miembro de la familia que me queda. La última ficha del tablero. Quiere que te vayas con él. Entonces —levantó sus expresivas manos—, jaque mate.

Tendió la mano por encima de la mesa y Allie se la cogió con timidez. Lucinda se la apretó con fuerza.

—No se podía imaginar que, en vez de separarnos, su interferencia nos uniría. O que yo haría cualquier cosa por protegerte de él. Ni que nos íbamos a defender.

Ruborizada de orgullo, Allie estrechó a su vez la mano de su abuela. Luego dijo con cautela:

—Has dicho que estamos en apuros, que nos ha colocado entre la espada y la pared. ¿De verdad piensas que podemos ganar esta guerra?

—No tenemos elección, Allie —la expresión de Lucinda la sobresaltó. Toda dulzura había desaparecido de sus ojos; ahora su mirada era implacable—. Porque viene a por ti.