Cuatro
Al final, resultó que había acertado con el rumbo pero había calculado mal la distancia. El pueblo distaba mucho más de tres kilómetros. Para cuando llegó, dos horas después, apenas si notaba los pies.
Tras la larga caminata por la carretera a oscuras, la luz de las farolas la cegó y el ruido del tráfico la sobresaltó, pero el pueblo no era muy grande y Allie sabía que, si seguía andando camino del centro, acabaría por encontrar lo que buscaba.
Tal como esperaba, pocos minutos después una anticuada señal de hierro forjado le indicó la dirección a la estación del ferrocarril. Había pocos viajeros; el próximo tren aún tardaría en llegar. La sala de espera estaba cerrada, al igual que la taquilla, de modo que se apoltronó en un frío banco metálico del andén y aguardó. Soplaba un viento gélido; su aliento se condensaba ante ella en pequeñas nubes blancas y Allie se entretuvo un rato soplando anillos de vapor.
Por desgracia, no tardó en hartarse de la diversión y pronto, temblando, se dio por vencida. Se arrebujó con el abrigo y se subió el cuello hasta la orejas.
Debió de dormirse, porque despertó dando un respingo cuando el tren entró rugiendo en la estación. Los largos vagones rojos descargaron un enjambre de elegantes viajeros que volvían a casa tras la jornada de trabajo. Allie miró con expresión ausente cómo se apresuraban por el andén sin prestarle atención. Corrían hacia sus coches, hacia sus hogares cálidos y sus familias felices.
Estaba tan absorta en la escena, preguntándose qué sentiría si fuera uno de ellos, que no oyó al chico que se acercaba en silencio por detrás.
—¿Tiene permiso para estar aquí, señorita?
Incorporándose de un salto, Allie se abalanzó sobre él con tanto ímpetu que estuvo a punto de tirarlo al suelo. Su gorro de lana salió volando y aterrizó en el andén, a medio metro de distancia.
—¡Mark!
Allie lo abrazó con fuerza, aspirando el suave tufillo a tabaco que siempre desprendía su ropa.
Mark se había teñido las puntas del pelo de azul oscuro y llevaba el cabello revuelto, una maraña negra y azulada; entre el enredo asomaba el minúsculo aro de oro de su oreja, a juego con el que llevaba en la ceja. En el tiempo transcurrido desde su último encuentro, se había librado de los granos; parecía mayor. Sin embargo, vestía igual que siempre: unos vaqueros gastados y una camiseta negra y desteñida con el lema «Revolución» escrito al revés, como en un espejo.
Sorprendido por aquel recibimiento tan efusivo, Mark titubeó un momento antes de abrazar a Allie a su vez.
—¿Pero qué diablos, Allie? ¿Qué estoy haciendo aquí en…? —se interrumpió para mirar a los últimos viajeros que, de traje ellos, con tacones altos ellas, abandonaban la estación—. ¿… El culo del mundo?
En aquel momento, una luz de emergencia debió de iluminar a Allie, porque Mark advirtió la cicatriz que le surcaba el nacimiento del pelo. Los médicos le habían afeitado la sien para limpiar la herida. Hoy por hoy, el pelo le había vuelto a crecer, pero la desigual línea roja aún se le marcaba contra la piel.
El chico lanzó un silbido de admiración.
—Bonita cicatriz. ¿Quién te ha abierto la cabeza?
Allie lo miró muy seria.
—Es una larga historia, pero precisamente por eso te he llamado. Necesito tu ayuda.
—Ya lo veo. Tienes una pinta horrible, Al —preocupado, su amigo se fijaba en las ojeras de Allie, en su delgadez y en la palidez de su piel—. ¿Qué te han hecho?
La estación se había quedado vacía. Tras ellos, el tren se puso en marcha con un gemido; luego chirrió. Allie bajó la voz de todos modos.
—Han intentado… asesinarme. Y ahora no puedo…
Se mordió la lengua. ¿Cómo explicarle la situación? Mark no estaba al corriente de todo lo que Allie había vivido desde su partida. No sabía nada de Cimmeria ni de la Night School. Nada de Nathaniel ni de los asesinatos. Pertenecía a otro mundo.
—Mira, cojamos un tren y salgamos de aquí, Mark —decidió Allie mientras lo tomaba del brazo con ademán urgente y lo arrastraba hacia el panel de horarios de la estación—. Te lo contaré por el camino. ¿Cuándo sale el próximo tren en dirección a Londres?
Aquel súbito cambio de humor lo pilló por sorpresa. Mark levantó las manos.
—Eh, para el carro. Mira el tablón —señaló el horario iluminado que colgaba junto a la puerta—. El próximo tren no pasa hasta dentro de dos horas. Estamos en mitad de la nada, ¿te acuerdas?
Mark debió de verla agobiada, porque buscó una alternativa a toda prisa.
—¿Por qué no vamos a tomar algo y me lo cuentas todo? Tenemos mucho tiempo.
Tras mirar con desaliento los silenciosos raíles que tenían detrás, Allie cedió y se dejó llevar al exterior de la estación. Qué remedio.
—Vale —dijo—. Pero tenemos que… coger el próximo tren.
—¿Adónde vamos? —preguntó Mark mientras se internaban en una calle oscura. Algo más adelante, brillaban las luces de la calle mayor—. ¿Y qué pueblo es este, por cierto?
Mark había sido el mejor amigo de Allie antes de que ella partiera a Cimmeria. Los habían arrestado varias veces a los dos por hacer grafitis en puentes y escuelas. Mark le había mostrado una faceta de Londres que las chicas como ella rara vez llegaban a conocer: un mundo de rebelión y anarquía.
En aquella época, lo que les unía, por encima de todo, era la rabia.
—No sé —reconoció Allie—. Nunca he ido a ninguna parte salvo al hospital.
El piercing de Mark destelló cuando él enarcó las cejas.
—Bueno, vamos —la arrastró hacia las luces—. Compraremos una bebidas y buscaremos un sitio tranquilo para que me cuentes tus penas. Quiero saber más sobre esas heridas de guerra.
Allie asintió y lo siguió calle abajo.
—Súper.
—¿Súper? —pasmado, Mark imitó su acento—. ¿Súper?
—Ay, calla —se rio Allie, dándole un empujón. No se había dado cuenta de que su forma de expresarse hubiera cambiado tanto durante su estancia en el colegio.
Después de aquello, procuró no volver a hablar como una pija.
Una serie de tiendas sumamente elegantes se alineaban a ambos lados de la calle mayor. Mark lanzó miradas incendiarias a las prendas de seda y cachemira que exhibían los escaparates y se dedicó a despotricar de los «malditos esnobs» hasta que encontraron un bar en una calle adyacente.
—Entraré a ver qué tienen de oferta —escudriñó un momento los aniñados rasgos de su amiga—. Será mejor que te quedes aquí. Si entramos juntos, podrían hacer preguntas.
Allie esperó muerta de frío, dando patadas al suelo para calentarse los pies, hasta que Mark reapareció a los pocos minutos cargado con una bolsa de plástico. Oyó un tintineo de latas.
—Bien —dijo él, mirando a su alrededor—. Ahora busquemos un escondite.
Se pasaron casi diez minutos recorriendo las silenciosas calles, en busca de un lugar seguro donde echar unos tragos. Por fin, Allie divisó un callejón adoquinado que daba a una iglesia apartada.
La antigua parroquia estaba rodeada de farolas que iluminaban el almenado campanario, pero la oscuridad reinaba en el camposanto de al lado. Encontraron un húmedo banco al abrigo de las ramas bajas de un roble y se sentaron.
Mark sacó dos latas de sidra barata y le tendió una a Allie. Luego abrió la suya y echó un buen trago. Por fin, suspiró satisfecho.
—Esto está mejor.
Allie lo imitó. Con su sabor a manzana, la espumosa bebida entraba con facilidad y enseguida notó un calorcillo por dentro. Al cabo de un rato, dejó de temblar. Puede que pasar un rato sentados a la intemperie no fuera tan mala idea después de todo.
Estuvieron bebiendo en silencio. Por fin, Mark se volvió a mirarla.
—¿Y qué? ¿Qué te ha pasado en la cabeza?
El pobre no podía ni imaginar la magnitud de la pregunta que acababa de formular. Ni lo larga que sería la respuesta.
Allie bebió un largo trago y dejó que el fuego del alcohol le calentara las venas.
—Hay un grupo —se explicó—, en mi colegio. Y yo pertenezco a él. Es supersecreto. Nos entrenan para hacer un montón de cosas raras…
—¿Qué clase de cosas?
Mark aplastó la lata y la tiró a la hierba. Allie puso mala cara sin poder evitarlo. Luego lo dejó correr. Él era así.
Necesitaba tiempo para pensar. Así que apuró la bebida en unos cuantos sorbos y eructó a lo bruto.
—Bravo —comentó Mark mientras abría otra lata.
—Gracias —repuso Allie en tono repipi—. Cosas como autodefensa. Artes marciales. A cargarte a alguien con tus propias manos.
Mark dejó la lata a medio abrir y se volvió a mirarla.
—¿Qué? ¿En serio?
—En serio —Allie depositó el recipiente vacío en el banco contiguo y tendió la mano para pedir otra sidra. Con el ceño fruncido, su amigo se la tendió—. Los miembros de esa agrupación proceden de familias ricas y poderosas. Y hay un hombre que quiere apoderarse del grupo, del colegio y de… mí.
Ahora Mark la miraba asustado, como si Allie fuera un animal salvaje.
—¿Todo esto es alguna clase de broma, Allie? Porque si lo es…
—No es ninguna broma, Mark —le espetó Allie en un tono brusco que no venía al caso. Intentó tranquilizarse—. Va en serio. Te lo prometo.
Él no acababa de fiarse.
—Así que ese hombre quiere echarte el guante. ¿Y por qué, si se puede saber?
Allie abrió la boca, pero enseguida volvió a cerrarla. Mark acababa de meter el dedo en la llaga. Porque, a día de hoy, Allie seguía sin saber qué quería Nathaniel de ella exactamente.
—Es por algo relacionado con mi familia y con la suya. Una especie de guerra, y yo solo soy un peón…
Todo aquello no sonaba nada convincente y Allie lo sabía. Su amigo la miraba perplejo. Pero tenía que creerla, costara lo que costase. Necesitaba que la entendiera. Si Mark no la ayudaba, estaba perdida.
Lo miró a los ojos.
—Sé que parece una locura, Mark, pero es real. Ese hombre es peligroso. En Navidad, mató a mi mejor amiga.
Mark estaba estupefacto.
—Espera un momento. ¿Me estás diciendo que en tu cole se han cargado a una tía?
Allie trató de olvidar el aspecto que tenía Jo mientras la vida se le escurría, pero la imagen persistió.
—Yo la encontré. Fue horrible, Mark. Había tanta sangre… —le falló la voz.
Mark siguió mirándola fijamente durante unos instantes, como si buscase en sus rasgos alguna señal de que decía la verdad; por lo visto, no la encontró.
—Pero Al, ¿por qué no ha salido en la prensa? Niña bien asesinada en un prestigioso internado; sería un titular brutal.
Su voz delataba tanta incredulidad que a Allie se le partió el corazón. No la creía.
—Lo ocultaron —repuso, aun sabiendo que sus palabras sonaban absurdas—. Siempre lo hacen.
Mark seguía mirándola con escepticismo. Allie abrió la nueva lata y dio un largo trago. Si al menos el alcohol la ayudara a olvidar…
Su amigo hizo un nuevo intento de darle un sentido a todo aquello.
—Ya. ¿Y cómo lo hacen? —preguntó—. O sea, ¿cómo es posible ocultar el asesinato de una niña bien?
—No lo sé —reconoció ella con impotencia—. Sencillamente… lo hacen. Los alumnos de mi colegio proceden de familias muy poderosas. Esa gente hace cosas así.
—¿Fue entonces cuando te hirieron? —señaló con un gesto la cicatriz de Allie—. ¿Estabas con ella?
—Fue Gabe… el chico que mató a mi amiga. Antes ya había ido a por mí, pero aquella vez mis amigos me protegieron.
Al llegar a esa parte del relato, Allie tuvo la sensación de que algo no encajaba —algo importante— pero la sidra empezaba a hacerle efecto y el pensamiento se esfumó en cuanto intentó atraparlo. Miró la lata frunciendo el ceño.
—¿Y entonces qué pasó? —la azuzó Mark.
—Gabe volvió —prosiguió Allie con voz queda—. Otro tipo y él apuñalaron a Jo y me secuestraron. Me pusieron una bolsa en la cabeza, me metieron en un coche y me llevaron con ellos.
Mark se quedó de piedra.
—Pero como te decía… he aprendido autodefensa. Sabía lo que tenía que hacer para machacarlos. Y lo hice —asintió para sí—. Los machaqué.
Nervioso, Mark tragó saliva. La nuez se le desplazó en el cuello.
—¿Qué les hiciste?
Allie siguió hablando en tono maquinal.
—Salté por encima del asiento y le clavé las uñas en los ojos al conductor, para cegarlo. Él gritó, pero yo seguí apretando, y luego Gabe me golpeó, pero no lo solté. Entonces el coche volcó y yo me lastimé el brazo, la rodilla, la cabeza y todo eso —cogió una lata—. Pero conseguí escapar.
—Maldita sea, Allie —Mark estaba pasmado; quizá incluso un poco asustado—. O sea… ¿Qué…?
—Pero no sirvió de nada, ¿te das cuenta? —Allie se inclinó hacia él, mirándolo intensamente—. Me hice daño intentando ayudar a Jo pero no sirvió de nada porque la mataron de todos modos. La mataron, y yo la quería. Ahora está muerta y todo ha sido por mi culpa —se interrumpió de repente—. Por mi culpa —repitió, y decidió que estaba en lo cierto—. Por mi culpa. Todo por mi culpa.
Una lágrima fría surcó su mejilla. Allie se la enjugó con un gesto de impaciencia.
Le habría gustado contarle a Mark muchísimas cosas, pero no podía. Habría querido decirle que la Night School la animó a correr riesgos. La indujo a poner en peligro su propia vida y la de otras personas. Por culpa del grupo, se volvió arrogante y estúpida. La Night School había levantado un muro entre su amiga y ella, que hizo que Jo le ocultara cosas. No le dijo que se estaba escribiendo con Gabe. Ni que su ex novio le pidió que se vieran. Y como no lo sabía, Allie no pudo impedirle que se reuniera con él aquella noche. La noche que Gabe la asesinó.
No sabía cómo explicarle todo aquello a un forastero. Además, había otra cosa que quería hacerle entender.
—Tenía que salir del colegio porque no han hecho nada al respecto; por eso te llamé. Uno de ellos ayudó a Gabe. Alguien le abrió la verja, ¿entiendes? Uno de nosotros. Pero cada vez que lo menciono insisten en que necesito ayuda para «aceptar» lo que pasó —trazó unas irónicas comillas en el aire para demostrar lo que pensaba de eso—. Me dijeron que ellos se ocuparían de todo. Y esperé. Pero nadie ha movido ni un dedo.
Dio otro trago a la lata de sidra y clavó en Mark una mirada implacable.
—Así que tengo que hacerlo yo misma. Por Jo. Tengo que encontrar a Gabe y a quienquiera que lo ayudó. Y castigarlos.
Siguieron charlando en el banco hasta que se les acabó la sidra. Allie le estaba explicando a Mark cómo se había escapado del colegio cuando el chico echó un vistazo a su reloj de pulsera y lanzó una maldición.
—¿Qué pasa?
Allie trató de enfocarlo con la mirada.
—El maldito tren —Mark se sacó el teléfono del bolsillo de la chaqueta—. Lo hemos perdido.
—Mierda —Allie había bebido demasiada sidra como para hacer nada, pero trató de concentrarse mientras él tecleaba rápidamente en el teléfono—. ¿A qué hora pasa el siguiente?
El chico se quedó mirando la pantalla. Luego lanzó otra maldición, aún más malsonante.
—Mañana —parecía enfadado—. Hemos perdido el último tren.
Allie lo miró boquiabierta.
—¿Mañana? ¿Y qué vamos a hacer? —empezaba a dolerle la cabeza y, ahora que el porcentaje de alcohol disminuía en sus venas, el frío le penetraba por las diversas capas de tela hasta helarle los huesos—. A lo mejor hay un autobús…
Mark tecleó un poco más y luego negó con la cabeza.
—No —se metió el móvil en el bolsillo con rabia, como si el pobre aparato lo hubiera traicionado—. Pueblucho de mala muerte. Estamos atrapados.
—Pero… —Allie miró las tumbas, como si de repente se hubiera dado cuenta de que estaban rodeados de personas muertas—. No podemos quedarnos aquí toda la noche.
Mark se levantó como pudo. La última lata se le cayó del regazo y rebotó en el suelo con un tintineo hueco.
—El primer tren sale mañana a las seis y media. Lo cogeremos. Será mejor que busquemos un lugar donde refugiarnos unas horas.
Eso era fácil de decir, pero difícil de hacer. No tenían dinero para una pensión y después de pasar veinte minutos buscando una puerta abierta o un edificio vacío, volvieron al cementerio, cada vez más desesperados.
La jaqueca de Allie había empeorado y ahora tiritaba sin control. Fue entonces cuando se les ocurrió comprobar la puerta de la iglesia. Para su sorpresa, cedió en silencio.
—Hogar, dulce hogar —susurró Mark mientras miraban la oscura nave desde el umbral.
La temperatura no era mucho más alta dentro del viejo edificio de piedra que en el exterior, pero al menos allí no soplaba el viento.
Después de buscar a tientas el interruptor, Mark encendió las luces, solo lo justo para retirar los tapetes del altar y reunir todas las velas que pudo encontrar. Entretanto, Allie esperaba junto a la puerta, abrazada a sí misma. Cuando terminó, el chico volvió a apagar las luces y utilizó el teléfono para moverse en la oscuridad.
—No nos conviene que venga algún cura cotilla a averiguar a quién le ha dado por rezar a estas horas de la noche —explicó.
Se tendieron juntos en una esquina y se taparon con los paños de seda dorada y violeta a guisa de extrañas mantas de gala. Mark dispuso las velas en el suelo, cerca de ellos, y las encendió con el mechero.
Los dientes de Allie castañeteaban mientras miraba las parpadeantes sombras que los rodeaban.
Mark no era muy aficionado al contacto físico, pero cuando Allie se acurrucó contra el hueco de su brazo no protestó.
—¿Y mañana qué? —preguntó ella.
—Mañana te vienes a Londres conmigo y buscamos un sitio para que te quedes unos días. Conozco a unos chicos que viven solos; seguro que te dejan dormir en el sofá. Luego… ya pensaremos algo.
Parecía irritado y Allie advirtió, por su tono de voz, que Mark no las tenía todas consigo. Aquella historia no le hacía ninguna gracia.
Sabía que no se había creído del todo su historia; seguramente pensaba que estaba borracha y que exageraba. O que le faltaba un tornillo. Pero, por lo menos, se había ofrecido a ayudarla.
Mirando el titilar de las llamas, Allie intentó imaginar cómo sería eso de vivir con los amigos de Mark. Estar sola en el mundo. Dormir en sofás mugrientos rodeada de extraños. Investigar por sí misma.
¿Había cometido un terrible error?