Siete
Al día siguiente, Allie asistió a todas las clases por primera vez desde hacía semanas.
Los profesores debían de estar avisados porque ninguno comentó nada de su súbita reaparición, aunque Zelazny la miró con odio cuando Allie ocupó su sitio en clase de Historia Antigua.
Sus compañeros, en cambio, no fueron tan discretos. Podía soportar las miradas, por más que le pusieran la piel de gallina. Sin embargo, los insultos que intercambiaban en susurros lo bastante altos como para que solo ella pudiera oírlos eran más difíciles de sobrellevar. Consiguió ignorarlos casi todos. Hasta que, en clase de Matemáticas, oyó a alguien cuchichear:
—¿Crees que ella mató a Jo?
De momento, Allie se quedó sin aliento. Luego, cegada por el dolor y la rabia, olvidó todas sus promesas.
Esgrimiendo el boli como un cuchillo, se dio media vuelta y amenazó a las dos chicas que se sentaban detrás: Amber e Ismay, acólitas de Katie Gilmore. Las «gemelas maléficas» las llamaba Allie a sus espaldas cuando aún tenía sentido del humor. El chiste ya no le hacía gracia.
—Yo, en vuestro lugar —dijo en voz baja y sorprendentemente firme—, me callaría.
Ellas se quedaron muy quietas, soltando risitas tontas. Allie se dio cuenta de que no sabían si seguir burlándose de ella o salir corriendo.
Por fin, Amber se echó la rubia melena hacia atrás con calculada indiferencia.
—Me produce escalofríos —dijo—. Tiene ojos de psicópata. No entiendo por qué no la encierran.
Al oír el comentario, Ismay, siempre la segundona, se animó a mostrarse odiosa también.
—Es como un monstruo —curvó los labios con una mueca de desdén—. ¿Por qué no nos haces un favor a todos y te vuelves a escapar?
La apostilla fue tan penosa que le quitó hierro a la situación. La ira de Allie retrocedió como una ola que se aleja de la arena. Cuando no hablaban de Jo —cuando se limitaban a insultar a Allie—, podía soportarlo. Eso sí, se moría de ganas de aplastarles sus impertinentes naricillas, a ver qué decían entonces.
Sin embargo, le había prometido a Lucinda portarse bien. No quebrantar ninguna norma en absoluto. A cambio, su abuela se encargaría de los verdaderos malvados.
Relajó la mano y le dio la vuelta al bolígrafo para seguir escribiendo.
—Vaya par de gilipollas —dijo en tono normal, para que todo el mundo la oyera. Luego les dio la espalda y, presa de una rabia más fría, hizo lo posible por ignorar sus estúpidas risillas. En cuanto empezó la clase, ya no tuvo tiempo de preocuparse por los insultos de nadie. Iba tan atrasada en los estudios que ni siquiera estaba segura de entender de qué estaban hablando los profesores.
La Química fue aún peor. Tomó muchísimos apuntes pero el pánico ascendía como bilis por su garganta a medida que las complicadas fórmulas y los intrincados diagramas se multiplicaban incomprensibles en su cuaderno.
¿Voy demasiado retrasada para ponerme al día?
Hacía un par de días, le habría dado igual, pero ahora le había prometido a Lucinda que lo aprobaría todo y, sabiendo lo que se jugaba, estaba preocupadísima.
Desgraciadamente, el profesor era Jerry Cole y, aunque Allie hacía verdaderos esfuerzos por seguir la lección, también estaba pendiente de evitar su mirada.
Él había recuperado el buen humor y hacía chistes malos sobre los átomos y la estructura molecular. Sonreía con frecuencia y Allie advirtió que había intentado, sin éxito, peinarse la pelambrera. No quedaba ni rastro del tipo furioso con el que había discutido la tarde anterior.
Cuando la clase terminó, corrió a unirse a los alumnos que hacían cola para salir del aula; quería perderse cuanto antes en la multitud. Ya se estaba felicitando por haberlo conseguido cuando Jerry la llamó.
—Allie, ¿podrías quedarte un momento?
Se le cayó el alma a los pies.
Durante unos instantes, dudó si salir corriendo; podía fingir que no le había oído. Por fin, se volvió a mirar al profesor de mala gana. Un destello en los cristales de sus gafas de montura metálica le impidió verle los ojos. Jerry le indicó por señas que se sentara en un pupitre de la primera fila.
Allie titubeó un momento, pero acabó por sentarse en el borde de una silla, abrazando su cartera.
Él se apoyó contra el escritorio. Allie pensó que parecía incómodo; movía el pie con ademán nervioso.
—Allie, quería despejar un poco el ambiente. El día de ayer fue difícil para ambos y me gustaría que lo olvidáramos —optando por la cautela, Allie observó en silencio cómo Jerry se quitaba las gafas. El profesor tenía los ojos cansados—. ¿Sabes? Las cosas que han pasado últimamente… la muerte de Jo, tus lesiones… no solo han afectado a los alumnos. Los profesores también tienen sentimientos. Este semestre hemos estado sometidos a mucha presión. Pero si vas a venir a mi clase, necesito que te sientas cómoda en mi presencia. Y que sepas que no te juzgo. Así que espero que podamos volver a trabajar juntos, como siempre. Eres una buena estudiante… y una buena persona. Y me alegro de tenerte en mi clase.
Parecía sincero, y Allie deseaba con todas sus fuerzas que las cosas volvieran a la normalidad. Jerry le estaba ofreciendo algo que de verdad necesitaba.
—Yo… también lo siento —se disculpó con timidez—. Lamento… bueno, todo lo que he hecho.
El profesor se relajó, como si también él se hubiera quitado un peso de encima. Comprender aquello desarmó a Allie, que empezó a sentirse mejor.
—Bien, pues me alegro —le aseguró Jerry—. Bueno, y ahora que hemos arreglado las cosas… quiero hablar contigo de algo mucho más trivial: la Química —soltó una risilla y Allie esbozó una sonrisa educada mientras él se sacaba una gamuza del bolsillo para limpiarse las gafas—. Vas muy atrasada y soy consciente de que esta asignatura es complicada. Si te quedas atrás, te costará mucho seguir las clases y, antes de que te des cuenta —le tendió una mano vacía— habrás perdido el curso.
Aunque lo miraba impertérrita, Allie agarró la cartera con más fuerza.
¿Me va a cambiar de clase? Sería una humillación oírle siquiera plantear la posibilidad en voz alta. Notó un hormigueo en las mejillas.
—No me gustaría que tuvieras que repetir —prosiguió Jerry, sin darse cuenta de lo agobiada que estaba Allie—, pero creo que necesitarás algo de ayuda para ponerte al día. He hablado con Rachel Patel, y se ha ofrecido a darte clases durante el resto del semestre. Como ya sabes, es una de las alumnas estrella en ciencias, así que lo considero una idea excelente. Y como siempre has sacado muy buenas notas, estoy seguro de que, si trabajas duro, alcanzarás al resto de la clase. ¿Te gustaría intentarlo?
La inundó una súbita esperanza, cálida como los rayos del sol. Jerry aún confiaba en ella. Creía en sus capacidades. Y lo mejor de todo: Rachel le daría clases. A lo mejor, entre fórmula y fórmula, Allie encontraba el modo de reparar su deteriorada amistad.
—Claro que sí —dijo de corazón.
—Bien.
El profesor se levantó y Allie supo que la charla había terminado. Sin embargo, mientras se dirigía hacia la puerta, el profesor la llamó. Cuando se dio media vuelta, Jerry la miraba con una expresión extraña.
—Volverás a sentirte bien, ¿sabes? —dijo.
El comentario la pilló tan desprevenida que Allie respondió con absoluta sinceridad:
—Eso espero.
Aquella conversación fue la única luz de un día bastante sombrío por lo demás. Finalizada la última clase, Allie, con paso cansino, cargaba la pesada cartera escaleras arriba, camino del dormitorio de las chicas.
Cuando vio una figurilla que se abría paso entre los estudiantes, unos peldaños más arriba, tragó saliva.
«Para Zoe, eres como una hermana mayor —le había dicho Isabelle—. Te necesitaba».
—Eh, Zoe —la llamó—. Espera.
La otra se detuvo con un pie en el aire. Cuando se dio la vuelta, miró a Allie con recelo.
Zoe era superdotada. Con solo trece años, había adelantado a Allie en los estudios. Se habían hecho muy amigas el semestre anterior, pero, cuando Jo había muerto, Zoe se había quedado tan fresca. Como si no le importara. Allie no la había visto llorar ni una sola vez. Había seguido adelante con su vida como si Jo nunca hubiera existido.
Hacía un tiempo, el doctor Cartwright había intentado explicarle a Allie cómo funcionaba el síndrome de Asperger pero ella no había querido escucharle. La actitud de Zoe le dolía demasiado.
Ahora, en cambio, tenía la sensación de que había sido injusta con su amiga.
Cuando llegó a la altura de Zoe, Allie se disculpó a toda prisa.
—Solo quería decirte otra vez que siento mucho haberme portado mal contigo. No estuvo bien. Estaba muy triste, pero no debería haberlo pagado… contigo. Zoe frunció el ceño y Allie supo que estaba reflexionando; estudiando sus palabras como si fueran números. Sumándolas. Para obtener una solución.
—Te perdono —dijo por fin—. Pero no lo vuelvas a hacer o no seré tu amiga. Nunca más.
A Allie le dio un brinco el corazón. No podía perder a Zoe. La necesitaba. Contestó con una intensidad que ni ella misma se esperaba.
—No volveré a hacerlo, Zoe. Lo juro. Y… espero que volvamos a ser amigas. Por favor. Quiero que recuperemos… lo que teníamos.
Zoe asintió satisfecha y su coleta rebotó con el movimiento.
—Bien. Lo mismo digo.
Recorrieron juntas el estrecho pasillo. A ambos lados se alineaban pequeñas puertas blancas, cada una señalizada con un número pintado en negro.
Ladeando la cabeza, Zoe le preguntó con su franqueza habitual:
—¿Por qué te escapaste? ¿Porque estabas triste?
Allie titubeó.
—Sí —dijo al fin—. Porque estaba triste.
Eso Zoe podía entenderlo.
—¿Y adónde fuiste?
Allie no podía responder a esa pregunta con facilidad.
—Al final, a una iglesia —repuso Allie en tono compungido—. Aunque ese no era el plan. O sea… ni mucho menos.
—¿Y cuál era el plan?
—Ir a Londres y averiguar quién mató a Jo —se encogió de hombros; dicho de ese modo, sonaba estúpido—. Algo así.
—¿Tú no eres de Londres? —Zoe entornó los ojos.
—¿Sí…?
—Nathaniel no habría tardado ni un segundo en encontrarte. Habría deducido al instante dónde estabas. Era un plan malísimo.
Allie abrió la boca para replicar, pero volvió a cerrarla. Zoe tenía razón.
La niña se detuvo al llegar a su cuarto.
—Si alguna vez quieres volver a escaparte, dímelo. Te ayudaré a escoger el lugar más seguro. Desde un punto de vista estadístico.
A Allie, aquella oferta le llegó al alma; durante un momento, no pudo ni hablar. Cuando se recuperó, respondió de corazón:
—Si alguna vez decido volver a escapar, serás la primera en saberlo.
Al entrar en su habitación, Allie notó el olor químico de abrillantador al limón antes incluso de encender la luz. Inspiró profundamente. Odiaba admitirlo, pero en el fondo agradecía que hubieran retirado la ropa sucia y que le hubieran dejado toallas limpias amontonadas en el estante que había junto a la puerta. Se alegraba de que todo estuviera en orden.
En el exterior, una fría lluvia invernal golpeteaba la ventana como si quisiera entrar. Allie dejó caer la cartera junto al escritorio y se quitó los zapatos de un par de patadas. La habitación le pareció cálida y acogedora.
Sacó el montonazo de deberes que los profesores le habían asignado para que se pusiera al día, se sentó en el suelo y empezó a examinarlos; le iba a hacer falta mucho sitio.
—A ver —musitó. Al ver la primera página, frunció el ceño—. Esto es urgente —dejó la hoja en el suelo, a su derecha—. Y esto… bastante urgente —depositó el segundo papel sobre el primero—. Esto es… —cogió la hoja siguiente— superurgentísimo.
Siguió así durante un rato, añadiendo papeles y más papeles al montón de cosas urgentes. Cuando lo hubo examinado todo, miró a su alrededor con desaliento; había tantas hojas en el suelo que apenas se veía el blanco de la madera.
—Mierda —dijo en voz alta—. Estoy perdida.
Al final, decidió que lo más apremiante de todo era el trabajo de Literatura que le había pedido Isabelle: doscientas palabras sobre el romanticismo italiano para el día siguiente. Allie no había leído ni una sola página de las lectura asignadas.
Preocupada, estaba hojeando el libro de Literatura inglesa cuando alguien llamó a la puerta.
—Adelante —dijo sin alzar la vista.
—Hola, A… llie —la voz de Rachel se fue apagando conforme entraba. Con los ojos como platos, miró aquel caos de hojas—. Qué fuerte. Parece, no sé, como si hubiera caído un árbol en tu suelo.
—Socorro —Allie agitó los deberes en su dirección—. ¿Qué sabes del romanticismo italiano?
—Depende. ¿Del toscano? —Rachel entró del todo y cerró la puerta tras ella—. ¿O del romano?
Allie la miró con desesperación.
—¿Hay más de uno?
Sin contestar, Rachel tendió una mano. Allie le entregó el papel y su amiga le echó un vistazo rápido.
—Yo ya hice este trabajo así que… vamos a ver… —ojeó los libros que Allie tenía en los estantes y extrajo un volumen delgado—. Utiliza este. En el capítulo ocho lo encontrarás todo. Léelo y podrás redactar un trabajo decente; cita algunos poemas de Shelley para meter paja. Ese hombre adoraba el sonido de su propia voz. Mira.
Sosteniendo el libro en alto, recitó con aire dramático:
Hágase una enorme asamblea
donde, con gran solemnidad,
se declare con palabras ponderadas
que sois, tal y como Dios os hizo, libres.
Allie tendió la mano para coger el libro.
—Rachel, a ti Dios te hizo una salvadora.
—Eso dicen.
Rachel sonreía abiertamente, pero Allie, que la conocía bien, sabía que su amiga aún estaba un poco rara.
Como mínimo, se tranquilizó a sí misma, sonríe. Eso ya es algo.
De repente, se hizo un silencio. Allie hojeó los papeles mientras trataba de buscar algo que decir, pero fue Rachel la que salvó el bache.
—¿Te ha dicho Jerry que te voy a dar clases de Química?
Allie se hizo la dura.
—No creerás que te voy a lamer el culo por eso. Sigo siendo una mujer libre.
Rachel esbozó otra sonrisa, esta vez genuina.
—¿Ah, sí? A ver, ¿quién es tu papi?
—¿Cómo? —Allie se apuntó enseguida a la esgrima verbal que tanto les divertía, aunque el juego chirriaba un poco después de tanto tiempo—. ¿Estás diciendo que ahora mi padre es una chica llamada Rachel? Cuando escriba mis memorias, las voy a titular: «Allie tiene dos padres, y uno de ellos se llama Rachel».
—Venderás un millón de ejemplares y me haré famosa. Aceptaré un porcentaje —Rachel se frotó las manos con satisfacción—. ¿Y qué? ¿Te parece que empecemos a sufrir… digo, a estudiar esta noche? Un buen empacho de fórmulas te sentará de maravilla.
La cháchara ayudó a Allie a sentirse mejor. Como si hubiera recuperado a su amiga.
—¿Tengo elección?
—No —Rachel se dirigió a la puerta—. Te veo a la hora de la cena, esclava. Te dejaré que me peles las uvas.