Treinta y uno

—Ve.

Como Katie no se movía, Allie la empujó con fuerza.

—¡Ahora!

Prácticamente le gritó la orden. La otra se dio media vuelta y echó a correr sin mirar atrás.

En plena descarga de adrenalina y con el corazón desbocado, Allie se volvió hacia Rachel.

—¿Estás lista?

Asustada, Rachel se quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo de la falda.

—¿Qué hacemos con las cosas? —señaló la mesa atestada de libros, papeles y bolis; los típicos accesorios de la vida escolar.

—Déjalas —Allie hablaba con suavidad. No quería que Rachel se bloquease—. Seguirán aquí cuando volvamos.

Si volvemos, pensó.

Rachel asintió como si el argumento fuera irrefutable.

La biblioteca se había quedado casi desierta.

—Vamos, Rach —Allie echó a andar hacia la puerta—. Tenemos que echar un cable.

Sin moverse, Rachel miró a su alrededor.

—Lucas.

Allie la cogió por el brazo.

—Sabe adónde ir. Se lo dijiste. Ya estará allí. Tienes que confiar en él. ¿Vale?

Rachel asintió y, respirando a duras penas, irguió la espalda.

Corriendo como alma que lleva el diablo, salieron al vestíbulo principal, súbitamente vacío, y remontaron la escalinata hasta el primer rellano, donde se arremolinaba un grupo de alumnos desconcertados.

A través de los ventanales atisbaron la fila de flamantes limusinas, Rolls Royces y Bentleys que se extendía sin fin por el camino de entrada.

Rachel palideció.

—Hay muchísimos.

—Debería haber noventa —crispada, Allie recorrió con la mirada el desfile de coches oscuros—. Vamos.

Recorrieron el pasillo caminando a toda prisa. Luego tomaron la escalera de caracol que conducía al antiguo sótano. Cuando entraron como un vendaval en la lúgubre cripta de piedra, descubrieron que los demás ya estaban allí. Muy apiñados, Zoe, Nicole y Sylvain hablaban en susurros desesperados.

—Aquí estáis —Nicole parecía aliviada.

—¿Dónde está Carter? —preguntó Allie.

Se hizo un silencio. Allie tuvo la desagradable intuición de que algo iba mal.

Fue Sylvain quien le dio la noticia.

—Está buscando a Jules —el francés le sostuvo la mirada—. Sus padres han sido de los primeros en llegar.

El suelo osciló bajo sus pies; horrorizada, se quedó mirando a Sylvain.

—¿Jules…? No, no es posible.

Sin embargo, mientras lo estaba negando supo que era verdad; Sylvain no lo habría dicho si no estuviera seguro.

Pasándose los dedos por el pelo, meditó la información. Carter nunca había mencionado de qué lado estaban los padres de Jules. Jamás había pronunciado ni una sola palabra al respecto. Allie había dado por supuesto que apoyaban a Isabelle; lo contrario le parecía impensable.

Pobre Carter.

En aquel momento, Allie comprendió la horrible realidad. Ahí fuera podían estar los padres de cualquiera. El pánico le impedía pensar con claridad.

—¿Ha escapado Jules? —preguntó, haciendo esfuerzos por serenarse—. ¿Ha escapado alguien? ¿Lo sabemos?

—Hemos bajado directamente, así que no sabemos lo que está pasando arriba —repuso Zoe.

A su lado, Nicole asintió con expresión preocupada.

—Han llegado de repente.

Ahora mismo, los alumnos que no querían marcharse deberían estar repartidos por los escondrijos del campus. Isabelle, que se había implicado en el plan y los había ayudado a pulir los detalles, les estaría diciendo a unos cuantos padres que no tenía ni idea de dónde se habían metido sus hijos.

—Alguien debería subir a echar un vistazo —sugirió Allie—. A Rachel y a mí no nos buscan, podríamos ir juntas.

Muy tensa, Rachel asintió. Su melena oscura se meció con el movimiento.

—No deberíais ir solas —objetó Sylvain—. A mí tampoco me buscan. Os acompañaré.

Mirándose las uñas, Nicole titubeó un instante de más.

—Yo me quedaré aquí abajo —dijo por fin. Cuando todos se volvieron a mirarla, se encogió de hombros con delicadeza, fingiendo una indiferencia que estaba lejos de sentir. Sus ojos oscuros la traicionaban—. Por si acaso. Me parece que mis padres están… indecisos.

Zoe tiró de la manga de Allie con ademán insistente.

—Yo quiero acompañarte.

Allie tenía tanto miedo por Zoe que apenas podía respirar. No podía permitirlo; era muy pequeña. Solo tenía trece años.

Si le pasara algo malo…

—Venga, Zoe —Allie adoptó un tono dulce, persuasivo—. No es justo que Nicole se quede sola aquí abajo —al ver que Zoe levantaba la barbilla con obstinación, probó una táctica distinta—. Mira, no tardaremos nada. Volveré en unos minutos y entonces me podrás relevar. ¿Vale? Tenemos que permanecer unidos.

Por un momento, todos pensaron que Zoe se iba a negar, pero la niña hundió los hombros por fin como dándose por vencida.

—Vale —accedió haciendo un puchero—. Me quedaré aquí, bien escondida.

—Muy bien —Sylvain se volvió hacia las otras dos—. Tenemos que dividirnos. Yo iré a los dormitorios de los chicos. Tú, Rachel, ve a los de las chicas. Allie, a ti te toca el edificio principal: la biblioteca y la sala común. Y de paso busca a Isabelle. Nos encontraremos aquí abajo dentro de veinte minutos —mortalmente serio, las miró de una en una—. No os retraséis. No nos obliguéis a subir a buscaros.

El sótano tenía varias salidas. Sylvain se dirigió hacia un pasadizo que conducía a una escalera y, de ahí, al edificio principal. Allie y Rachel tomaron el camino por el que acababan de llegar: la escalera de servicio que llevaba directamente al pasillo de las chicas.

Mientras se alejaban, Nicole les gritó:

—Llevad cuidado.

La advertencia, pronunciada con un fuerte acento francés, rebotó en las paredes de piedra.

Rachel y Allie remontaron a toda prisa la oscura y polvorienta escalera, envueltas en el sonido de sus propias respiraciones ahogadas, de sus pisadas contra los irregulares peldaños.

En los dormitorios, las esperaba una escena espantosa. Las niñas se abrazaban llorando en el pasillo, mientras ceñudos chóferes y guardaespaldas, vestidos con uniformes diversos, se las llevaban a empujones con la violencia mal disimulada de una carga policial.

—Coge tus cosas —le ladraba un hombre de negro a una niña de doce años, que no quería soltar la mano de su amiga— o las dejaremos aquí. A mí me da igual.

Llorando a lágrima viva, la niña —de la misma altura y constitución que Zoe— se separó de su amiga y echó a andar delante de él muerta de miedo.

La que se había quedado atrás sollozaba amargamente. Al encontrarse con la mirada horrorizada de Allie, levantó las manos.

—No lo entiendo… ¿Qué está pasando?

—Maldita sea —le susurró Allie a Rachel.

La chiquilla era rubia y menuda. Llevaba una coleta atada con una cinta azul, y unas pálidas pecas le salpicaban las mejillas. Allie tuvo la sensación de que la había visto antes, pero no conseguía ubicarla.

Se agachó para colocarse a su altura y, con un gesto amable pero firme, la cogió por los hombros.

—Escúchame bien. ¿Ves esa puerta? —señaló la entrada de su propia habitación. Llorando, la niña asintió—. Métete ahí y no salgas hasta que todos los coches se hayan marchado. Ni aunque te llamen. Ni siquiera si es algún conocido —aterrorizada, la chica volvió a asentir. Había dejado de llorar y la miraba como si Allie acabara de descender de un helicóptero para rescatarla de una casa inundada.

Tenía los ojos azules, del mismo color aciano que los de Jo.

Al darse cuenta de eso, Allie se quedó tan impresionada que perdió la voz. Jo no tenía una hermana pequeña; debía de ser una coincidencia. Sin embargo, el parecido era sobrecogedor…

—¿Cómo te llamas? —susurró.

—Emma.

—De apellido —Allie la estaba agobiando y la niña se echó a llorar otra vez.

—Hammond —dijo entre sollozos.

Rachel, que se había agachado al lado de Allie, cogió a la chica de la mano.

—Emma Hammond, ¿cuántos años tienes?

—Do… doce —respondió la niña.

Rachel afirmó con la cabeza, muy seria, como si le pareciera una edad estupenda.

—¿Te parece bien quedarte sola un rato, mientras vamos a ayudar a otras niñas?

La pequeña asintió, aunque saltaba a la vista que la idea no le hacía ninguna gracia.

Allie había recuperado la compostura. La niña no era pariente de Jo. Sencillamente tenía los ojos azules.

Hay mucha gente con los ojos azules.

—Encontrarás galletas en el primer cajón de mi escritorio. Cómetelas todas, ¿vale? Ahora ve.

Esperaron a que la chica se metiera en el dormitorio. Ella se volvió a mirarlas un momento antes de cerrar la puerta y Allie se estremeció otra vez al reparar en el enorme parecido.

Tragando saliva, le hizo un gesto de asentimiento. La puerta se cerró.

—Ojalá esas puertas tuvieran llave —musitó Rachel.

—Ya lo sé —Allie le apretó la mano.

Rachel la miró a los ojos.

—Has hecho lo que debías —dijo en respuesta a una pregunta que Allie no se atrevía a formular.

—Pero es demasiado joven —objetó Allie—. Demasiado joven para incluirla en nuestro plan. Nadie menor de dieciséis se puede quedar sin permiso de sus padres, ¿recuerdas? —dio una patada a la pared, con tanta rabia que una placa de yeso del tamaño de una pluma se desprendió y se posó junto a su pie—. ¿Por qué no hemos pensado un plan mejor? Somos estúpidas.

Rachel apretaba los dientes.

—Hemos hecho lo que hemos podido.

Por desgracia, ahora mismo tenían la sensación de haber fracasado.

Al ver la espantosa escena que las rodeaba, Allie le preguntó a su amiga:

—¿No te importa quedarte sola aquí arriba? Esto es peor de lo que imaginaba.

Una parte de ella esperaba que Rachel le pidiera que se quedase; no le apetecía nada separarse de ella. En cambio, Rachel sorprendió a Allie irguiendo la espalda.

—No me pasará nada. Pero, ¿Allie? —por la expresión de su amiga, Allie adivinó lo que estaba a punto de decir—. No pienso dejar colgadas a las pequeñas. Si se quieren esconder, las ayudaré.

Allie nunca se había sentido más orgullosa de Rachel que en aquel momento.

—De todas formas, era un plan de mierda —respondió, con una sombra de sonrisa.

Rachel le ofreció el puño.

—Cuídate.

Justo cuando se disponía a responder al saludo, Allie tuvo un pensamiento que la dejó pasmada. Es la primera vez que veo a Rachel comportarse como un auténtico miembro de la Night School.

Sin darle tiempo a su amiga a que la viera titubear, Allie se recuperó y entrechocó el puño con el de Rachel.

—Lo haré.

Abajo, la escena era todavía más espantosa que en el dormitorio de las chicas. Mientras los alumnos lloraban y se retorcían y los hombres de uniforme gritaban y empujaban, Zelazny, rojo como un tomate, bramaba junto a la puerta principal:

—¡Por favor, reanuden sus actividades normales! No se demoren en los pasillos. Si han venido a buscar a algún alumno, háganlo de forma ordenada. ¡No alteren el orden del colegio!

Nadie le hacía el menor caso.

—¡No hace falta que me rompas el brazo! —protestó un chico alto de rostro aniñado zafándose de la manaza de un gorila uniformado—. Estoy cooperando. Diles que he cooperado.

Allie reconoció al alumno estresado con el que había coincidido en la salita de la biblioteca; el que le había contestado mal hacía unos días. Ahora parecía joven y asustado. Con las gafas torcidas sobre la nariz, trataba de aparentar dignidad mientras caminaba unos pasos por delante del hombre.

—¡Eh! —Allie corrió para alcanzarlo y le tocó el hombro. Él se giró en redondo para mirarla. Tras sus gafas de montura oscura, sus ojos parecían asustados—. ¿Estás bien?

—Oh, sí, de maravilla —dijo haciéndose el valiente—, pero me voy a casa. Mi amigo Pete no me deja elección, ¿eh, Pete?

Aquella muestra de humor negro no le hizo ninguna gracia a Pete, que lo miró con expresión amenazadora.

—¿Te parece divertido? Estoy autorizado a reducirte por la fuerza, chaval. No me obligues a hacerlo.

Dicho eso, lo empujó con tanta brutalidad que el otro salió disparado hacia la puerta.

—¿Lo ves? —desesperado, el chico se incorporó—. Todo va como la seda.

Justo antes de salir, el chófer se giró hacia ella y la miró unos instantes con los ojos entornados. Allie creyó que se le iba a helar la sangre en las venas. Aquel hombre sabía quién era ella.

Cada vez más asustada, corrió hacia donde estaba Zelazny, que había dejado de gritar y ahora musitaba algo mirando el sujetapapeles que tenía entre las manos. Por lo que parecía, estaba marcando los nombres de los alumnos que abandonaban el colegio arrastrando enormes maletas.

—Señor Zelazny —empezó a decir Allie, pero él la cortó sin mirarla.

—Ahora no.

Allie, sin embargo, no iba a permitir que la hicieran de menos. En este momento, no.

—Señor Zelazny —esta vez pronunció el nombre con tanta autoridad que el profesor alzó la vista, boquiabierto por la sorpresa.

Cuando estuvo segura de tener toda su atención, Allie habló con claridad, vocalizando cada sílaba.

—¿Dónde está Isabelle?

Por un instante, él se la quedó mirando como si no supiera quién era. Allie, que fruncía el ceño esperando su respuesta, se dio cuenta de que el sujetapapeles le temblaba una pizca.

El más arrogante, colérico y feroz de los profesores estaba asustado. ¿De qué tenía miedo? ¿No se suponía que era el espía?

—¿Isabelle? —repitió Allie.

Zelazny se pasó una mano por la cara como si estuviera muy cansado.

—En el salón de actos.

Estaba afónico de tanto gritar y tenía los ojos inyectados en sangre por la falta de sueño.

Sin esperar a oír nada más, Allie se abrió paso entre aquella multitud histérica. Corrió por los tablones de roble pulido, pasando junto a las doncellas de largas túnicas que, desde sus tapices, contemplaban el caos sin tomar partido, dejando atrás las resplandecientes lámparas de araña.

La puerta del salón de actos estaba abierta. Vestida con una falda oscura, una impecable blusa gris y un pañuelo de seda al cuello, Isabelle se había encaramado a la tarima que usaba el primer día de curso para pronunciar el discurso de bienvenida. La rodeaba un nutrido grupo de profesores angustiados y unos cuantos alumnos dispersos.

Si Zelazny irradiaba pánico, Isabelle emanaba una tranquilidad absoluta, pero Allie, a esas alturas, la conocía lo bastante bien como para saber que solo era una pose. La delataban la posición de las manos, la rigidez de los hombros y las minúsculas arrugas que se le marcaban alrededor de los ojos.

—Ahora mismo, no podemos hacer nada —estaba diciendo cuando Allie entró—. Debemos esperar a que se hayan ido todos para saber cuántos quedan.

Los profesores rezongaron.

—No solo se han ido los alumnos —arguyó una profesora—. Sarah Jones se ha marchado.

Alguien ahogó una exclamación y un susurro recorrió la sala. Allie tuvo que hacer memoria para recordar que se referían a la profesora de Biología. Rachel la había mencionado hacía un rato.

—¿Estás segura? —preguntó Isabelle, impertérrita.

—Su habitación estaba vacía cuando he pasado por delante al venir hacia aquí —la mujer parecía desolada—. No tenía ni idea de que apoyara a Nathaniel.

La directora no se molestó en consolarla.

—¿Alguien sabe si se ha ido algún otro profesor?

—Yo no he visto a Darren Campbell —gritó una voz procedente del fondo, y la concurrencia murmuró intranquila.

—¿Qué me decís de Ken Brade? —preguntó un profesor de Matemáticas.

Alguien repuso en el acto:

—Yo le he visto fuera, ayudando a August Zelazny.

Cuando la lealtad del aludido quedó confirmada, se oyó un suspiro de alivio colectivo.

—Necesito datos concretos —dijo Isabelle—. ¿Podrían dos voluntarios comprobar qué profesores faltan?

Cuando salieron los voluntarios, Isabelle bajó de la tarima. Un mar de preocupados instructores la engulló al instante, pero ella se abrió paso con decisión.

—No lo sé —repetía una y otra vez—. Lo hablaremos en la reunión de las siete. Para entonces ya sabré cuál es la situación.

Cuando se libró del enjambre, su mirada de acero se cruzó con la de Allie. Enarcó las cejas y le pidió por gestos que se acercara.

—Ven conmigo.

Salieron al pasillo. Isabelle la cogió del brazo para ayudarla a sortear la multitud, y dos de los vigilantes de Raj aparecieron como por arte de magia para escoltarlas, uno a cada lado.

—¿Lo ha conseguido Jules? —preguntó Allie angustiada—. ¿Y Katie?

Isabelle se volvió a mirarla.

—Necesito que te escondas en el lugar acordado hasta que todo esto haya terminado —le dijo—. Ahora mismo no puedo protegerte. Están pasando demasiadas cosas al mismo tiempo.

—No puedo quedarme escondida con todo lo que está pasando —mientras lo decía, Allie se dio cuenta de que estaba hablando como Zoe—. Tengo que ayudar.

—No puedes ayudar. Nadie nos puede ayudar ahora —Isabelle bajó la guardia durante un breve instante y una expresión de angustia asomó a sus ojos. Enseguida, su voz se endureció—. Vuelve al lugar acordado. Los guardias de Raj lo tienen vigilado. Necesito que te quedes allí. Si ves a alguno de los demás por el camino, oblígalos a volver, pero no te pongas a buscarlos. Ni a ellos ni a nadie.

Allie abrió la boca para protestar, pero la directora la cogió por el brazo. La intensidad del apretón la pilló desprevenida; las uñas de Isabelle se le clavaron como dagas.

—Allie, escúchame. ¿En serio te has creído que todos esos chóferes —escupió la palabra— son lo que dicen ser? Sus documentos están en regla pero… míralos, por Dios. Son vigilantes de seguridad de élite. Son los guardias personales de Nathaniel y están por todo el colegio —enfadada, la sacudió con tanta fuerza que Allie temblequeó—. Necesito que os quedéis en un lugar seguro. Ahora. Cualquiera de vosotros podría ser secuestrado y yo no me enteraría hasta que fuera demasiado tarde. En este momento no puedo protegeros. El plan queda cancelado hasta que esto haya terminado. Vete. Deprisa.

La furia de Isabelle hizo efecto. En cuanto la soltó, Allie echó a correr. Sin embargo, no corría para ponerse a salvo y, a pesar de las órdenes de la directora, no se dirigía al sótano sino a las escaleras. Mientras subía los peldaños de dos en dos, una sola palabra resonaba en su mente, como una sirena de alarma.

Rachel.