XXII
Dengazich y Ernach se habían negado incluso a quedarse al kuriltai de Ellac, por lo que se marcharon del campamento. Nada más enterarse, Monidiak soltó un bufido, entrelazó las manos y exclamo:
—Ahora veremos cómo piensa.
Después se sentó junto al fuego, escarbando malhumorado con un palo entre los carbones encendidos. Había sido Edeco el que había traído las noticias; desmontó del caballo y siguió a Monidiak hasta el fuego. Tacs, sorprendido, levantó la cabeza para mirarle. Edeco se levantó golpeándose un muslo con el puño.
Tenía el ceño fruncido, como de costumbre, pero ahora parecía gravemente preocupado.
—¿Qué es lo que va mal? —preguntó Tacs sentándose en cuclillas. Edeco se quitó los guantes para calentarse las manos. Alrededor del cuello llevaba una cadena de oro con joyas azules. Tacs se preguntó si se la habría dado el emperador.
—Podemos irnos todos —dijo Edeco, aunque hablaba más para su primo que para Tacs—. Ya no va a suceder nada. Aquí no quedan hombres importantes.
—Tú lo eres —replicó Monidiak.
—¿Dónde está tu hermano? —preguntó Edeco mirando fijamente a Tacs.
—Ras no es importante —contestó el otro, acercándose más al fuego. Estaba oscureciendo; las ardientes ascuas rojas de innumerables fuegos iluminaban el cielo.
—No, por si solo no. Pero él y todos los otros que son como él sí son importantes en un momento como éste; especialmente si no acuden a la cita.
—Toma —le dijo Monidiak pasándole una calabaza de Hermano Blanco—. Te dará sensatez.
—Se dedican a llevar una vida sin importancia y aburrida, todos ellos —dijo Edeco tragándose el té sin detenerse a saborearlo y poniendo una mueca de sorpresa—. Creía que era vino.
—Somos demasiado pobres para beber vino —dijo Monidiak.
—Y demasiado listos —añadió Bryak.
—Quizá las dos cosas —sentenció Edeco tras beber otro trago.
—Lo que has querido decir es que no habrá qaghan —comentó Tacs. Ya había pensado antes en ello, pero no se lo habían dicho hasta ese momento.
—Ninguno de ellos puede conseguir apoyo suficiente. Ya les oíste antes, cuando aplaudieron a Dengazich —dijo pasando desganadamente la calabaza a Bryak, que bebió y se relamió los labios.
—Tampoco se lo merece ninguno de ellos —replicó Monidiak—. ¿Y qué vamos a hacer ahora, primo?
—Ésa es la razón de que esté aquí, primo —contestó Edeco recostándose y apoyándose en un codo.
—¿Sí?
—Ninguno de vosotros está casado. Ninguno tiene familia. Venid conmigo, luchad por mí y os haré ricos.
A Tacs no se le ocurrió ninguna respuesta. Se humedeció los labios. Bryak dijo:
—¿Dónde irás?
—A Italia, quizá. O a España. Tracia. Algún sitio donde podamos luchar.
—¿Y por qué vamos a luchar? —preguntó Tacs.
—Por lo que sea —contestó encogiéndose de hombros y metiendo los pies debajo del cuerpo—. Decidme lo que decidís. Pienso reunir muchos hombres… quizás quinientos —añadió poniéndose en pie. Se fue llevando de las bridas el caballo.
Mientras hablaban con Edeco había caído la noche. Más allá de la luz de su fuego, en el abarrotado campamento ardían otras hogueras lanzando chispas hacia el cielo. Monidiak sacó las liebres que había cazado por la mañana, cogió el cuchillo y empezó a desollarlas. Bryak miraba fijamente el fuego, apoyando la barbilla en una rodilla.
—¿Y bien? —preguntó Tacs.
Monidiak levantó un hombro. Con una mano saco las tripas de una liebre.
—¿Se te ocurre alguna otra cosa? Sabes que realmente no podemos vengarnos de Ardarico.
Tacs no dijo nada.
—Edeco se ocupará de que no muramos de hambre, ya vemos que él tiene todo lo que quiere.
—Prometió hacernos ricos —intervino Bryak.
—Casi tan ricos como será él —añadió Monidiak—. Cómo lo decía. Iré con él.
Tacs cogió la calabaza y bebió de ella. Le deprimía pensar que no podía hacer otra cosa que no fuera seguir a Edeco. Le daba la impresión de que con la muerte del qaghan había desaparecido todo lo que tenía valor. Pensó en el monje romano, que erraba solo por la llanura. Por vez primera entendió que el monje prefiriera ir solo por el campo en lugar de estar en un campamento lleno de otros hombres.
Contempló a Monidiak troceando la liebre y echando los trozos en un recipiente.
Poniendo el pellejo con la piel hacia abajo, Monidiak lo raspó para quitar la grasa y arrojar ésta en el recipiente, junto con la carne.
En la oscuridad, al borde del fuego, un perro respiraba ruidosamente; cuando Tacs miró en esa dirección vio un grupo de cuatro o cinco perros con las lenguas fuera y los ojos fijos en los órganos de la liebre. Monidiak estaba asando el corazón. Estirando el brazo, Tacs cogió el resto de los despojos y los arrojó a los perros.
—Ahí había buena carne —gritó Monidiak.
En la oscuridad se escucharon los gruñidos y bocados al aire de los perros.
Tacs dijo:
—Ya sabes lo que sucederá si te comes el hígado y el corazón de un conejo.
—Eso es sólo una historia. Los lobos y gatos salvajes los comen todos los días y no se vuelven cobardes —contestó Monidiak sacando del fuego el corazón asado y moviéndolo en el aire para que enfriara.
—Dijo que a Italia —comentó Bryak como si viniera de otra parte—. A lo mejor, al final podemos tomar Roma.
—Los ostrogodos están aquí —dijo Dietric. Se puso las manos como pantalla contra el sol y miró a su alrededor en el campamento de Ardarico. Desde que se había ido, el ejército reunido había crecido tanto que los guerreros no cabían ya en la curva del río y tenían que situarse en el extremo más alejado, lo que resultaba peligroso. Adonde miraba veía hombres hablando o cocinando en los fuegos; habían aplastado los arbustos y quitado las ramas a los árboles para construirse cabañas y encender fuegos.
—Llegaron ayer —contestó Ardarico asintiendo—. Tendremos que encontrar un lugar nuevo en donde acampar. ¿Hasta dónde podemos acercarnos a los hunos?
—No te molestes en moverte —contestó Dietric—. Ya deben saber que estás aquí y en cuanto puedan te atacarán.
—Deja que tome yo esas decisiones.
Dietric se sentó sobre los talones. Miró pendiente abajo hacia los hombres que estaban acampados al otro lado del río.
—Deberías traerlos a este lado. ¿Tienes centinelas allí?
—¿Crees que soy estúpido?
—No. En absoluto. —Dietric pensó en la lucha y sus músculos se tensaron. Se sintió vulnerable, que todo su cuerpo era blando ante la espada. Rápidamente se obligó a pensar en el campamento huno.
—No parecen estar organizados. No tienen centinelas. Ni creo tampoco que manden exploradores. Estuve observando su campamento desde varios puntos diferentes, durante todo el día. En una ocasión estuve tan cerca que les oi hablar… oí discutir a dos hombres y entendí lo que decían, una vez… —se interrumpió para mirar a Ardarico a la cara—. Una vez vi a muchos hombres reunidos escuchando a Dengazich. Dijo algo, que yo no pude oir, y todos aplaudieron. Todos.
—¿Aman a Dengazich?
—No —contestó Dietric—. Hacen ruido con las palmas de las manos para demostrar desprecio.
—¿De verdad? —preguntó Ardarico enarcando las cejas—. ¿A Dengazich?
—Por lo que decía. Pero es lo mismo. Y sólo hay unos mil auls en todo el campamento. ¿No debería haber más?
—¿Auls? Ah, si cabañas. Debiste contar mal.
—No. Hay menos de mil. Lo que significa que como máximo tienen unos miles de guerreros. Y mientras estuve allí vi que se iban carretas. Si esperamos lo suficiente ya no habrá hunos.
Ardarico frotó las palmas de las manos para limpiarlas de polvo.
—Pero piensas que nos atacarán en cuanto sepan dónde estamos —dijo; echándose hacia atrás en la carreta, sacó otro de sus mapas. Puso un pie en un radio de rueda de la carreta más próxima y apoyó el mapa en la rodilla.
—Si no lo hacen, les superaremos demasiado en número.
—Si tus cálculos son correctos, hay ya dos germanos por cada xiung.
Dietric no dijo nada. Ardarico miraba fijamente su mapa. Girando la cabeza, Dietric miró el campamento. Los guerreros germanos se movían en él a oleadas, laboriosos, ordenando el campamento en filas. Bajo la brillante luz del sol, sus barbas y cabellos amarillos parecían rojizos. En algunos puntos estaban descargando alguna carreta. En medio del campamento el río se enroscaba en una curva cerrada.
—¿Piensas que han elegido un nuevo qaghan? —preguntó Ardarico.
—No lo sé —contestó Dietric sacudiendo la cabeza.
Se volvió hacia su padre. Ardarico le miraba con sagacidad. Como deferencia hacia él, Dietric bajó los ojos.
—¿Echas de menos realmente a tus amigos hunos? —preguntó Ardarico.
Dietric se levantó y se fue sin contestar.
Los hunos se enteraron al amanecer de que los germanos avanzaban hacia ellos.
De fuego en fuego el rumor se extendió entre los escasos hombres que no se habían dormido, y despertaron a todos los hombres que pudieron. Nadie se ponía de acuerdo en quién les mandaba, pero todos querían atacar a los germanos. Algunos cogieron los caballos y salieron al campo nada más enterarse de la noticia. Otros esperaron lo suficiente para reunirse en un grupo de veinte o treinta. Casi todos salieron de debajo de las mantas, se pusieron la ropa, comieron, orinaron, prepararon el equipo de guerra y fueron a despertar a sus amigos con la idea de salir del campamento hacia el mediodía. Al fin y al cabo, los germanos no iban a desaparecer.
Tacs ya se había levantado cuando llegó la noticia. Despertó a Monidiak y le envió a buscar a los caballos. Moviéndose con las manos y los pies, puso a cocer un recipiente con carne, agua y cereales sobre los carbones del fuego de la noche anterior.
A su alrededor pasaban constantemente hombres al galope en todas las direcciones. Los cascos de los caballos levantaban en el aire un polvo tan espeso como el humo. Gritando el nombre de Ellac, tres jinetes pasaron trotando entre la neblina del río; de vez en cuando pasaba algún otro guerrero dispuesto a reunirse bajo el estandarte de Ellac. Pero la mayoría ni siquiera levantó la cabeza al sonido de ese nombre. Bryak desperto, se frotó los ojos con los puños, caminó dando traspiés hasta el fuego y se dejó caer a su lado.
—Qué noche de sueño.
—Vienen los germanos —dijo Tacs. Bajó la cabeza casi hasta tocar las cenizas y sopló los carbones que había bajo la cazuela.
—Pues son unos valientes —contestó estirándose para alcanzar la calabaza de Hermano Blanco. Estaba vacía y la dejó caer, gimió y se estiré. Lentamente observó lo que le rodeaba.
—¿Dónde está Monidiak?
—Por allí —contestó Tacs cortando el pan y haciendo un gesto con el cuchillo.
A través de la basura acumulada en el suelo del campamento, Monidiak caminaba hacia ellos llevando los caballos; sobre el poney negro había un montón de heno tan alto como el propio caballo. Bryak se puso enérgicamente en pie para ir a ayudarle.
Dieron de comer a los caballos, comieron ellos mismos y después, mientras Bryak limpiaba la cazuela, Tacs y Monidiak se sentaron a observar a los otros xiung que salían del campamento. Muchos de los que lo hacían saludaban con los brazos, cantaban y se gritaban bromas unos a otros. Tacs desenganchó de uno de los palos que sujetaba el colgadizo las cajas con el arco y las flechas. Habían fabricado un poco de pintura, y cuando regresó Bryak se sentaron en un pequeño círculo y se pintaron la cara unos a otros con totems y con el signo de guerra.
—Tengo malas sensaciones sobre esta batalla —dijo Monidiak—. Todos se sienten demasiado felices de luchar hoy.
Tacs silbó al poney negro. Éste se aproximó dando la vuelta por detrás del colgadizo con briznas de heno sobresaliéndole por los lados de la boca. Tacs consiguió que bajara la cabeza para cogerle las bridas. Cogiéndose con la mano izquierda a las largas crines negras, logró ponerse en pie y colocarle la silla al poney.
—No seas estúpido —le dijo a Monidiak—. Vas a traernos mala suerte. Acuérdate de cuando fuimos a Italia. Todos estábamos muy animados.
—Pero no conquistamos Italia.
—Tampoco la perdimos —replicó Tacs encogiéndose de hombros—. ¿Nos han vencido alguna vez?
—En la Galia.
Tacs emitió un sonido tosco con los labios.
—El qaghan siempre dijo que fue una victoria, pero fuimos vencidos y él lo sabía; Edeco me lo contó una vez.
—¿Qué es lo que sabe Edeco de eso?
Bryak regresó llevando el caldero por el asa.
—¿Qué hago con esto?
—Déjalo —contestó Monidiak. El caldero era suyo. Se puso en pie y miró alrededor del colgadizo buscando su caballo.
—¿Vamos a volver aquí? —le gritó Bryak, pero tuvo que volverse hacia Tacs para obtener una respuesta.
Tacs apretó las correas de la silla. Había atado el arco y las cajas de las flechas a la silla, poniendo la capa detrás.
—Lo que necesitemos se lo podremos coger a los germanos —dijo subiéndose sobre el poney y enderezándose sobre la silla.
—Espéranos —dijo Monidiak cuando volvió llevando el caballo. Bryak dejó el caldero y se fue corriendo en la dirección en la que venía Monidiak. Tacs dejó las riendas sobre el cuello del animal y permaneció sentado viendo cómo sus amigos ensillaban los caballos. La herida del talon derecho estaba ulcerándose de nuevo; se resistía a la curación, cuando se cerraba volvía a abrirse al menor golpe o estiramiento. Ahora le picaba y le ardía hasta la mitad de la pierna. Se sentía asustado y deseó poder pedirle al Flautista que le curara. Aunque había visto morir a cientos de hombres, no lograba hacerse a la idea de que el Flautista estuviera realmente muerto; era como si el chamán estuviera escondido en alguna parte, fuera de su alcance. Por primera vez en su vida, la batalla que se iba a librar le asustaba.
En ese momento oyó gritar a alguien y vio a un jinete que galopaba por la orilla del río, sorteando los fuegos y gritando:
—Venid todos… hay lucha en el río y nos obligan a retroceder… venid todos.
Tacs sujetó las riendas y el poney negro levantó la cabeza y dio dos pasos hacia un lado, nervioso. Monidiak se subió a su silla de un salto.
—Esperadme —gritó Bryak. Ajustó las cinchas y corrió hasta el colgadizo a coger su arco.
—Tráeme la lanza —gritó Tacs. Si la lucha era en el río, el arco no le serviría de mucho. Tiró de las riendas del poney para ir a coger la lanza que le entregaba Bryak.
—¡Edeco! —gritó Monidiak poniendo en marcha su caballo. Tacs y Bryak le siguieron, y el primero vio a Edeco en mitad del campamento a la cabeza de unos cien guerreros. A cada paso de su caballo se le unían docenas más. Corriendo por la orilla oeste del río, otros hombres se llamaban unos a otros, hacían sonar sus escudos de piel de buey y reían. Tacs cogió el escudo que colgaba de la silla y se lo puso en el hombro izquierdo. Bryak, que cabalgaba a su lado, tenía el rostro enrojecido y reía.
Cabalgaban ahora en medio de una oleada de jinetes, todos los cuales hablaban y gritaban. Algunos hombres cantaban con voz áspera por la excitación. A cada paso el estribo de madera de Bryak golpeaba la pierna izquierda de Tacs. A su derecha cabalgaba un hombre que no cesaba de proferir maldiciones en tono monótono.
Tacs volvió la vista al frente. Antes siempre le había encantado la perspectiva de la lucha, la acción, lo repentino, la tensión. Se hizo una mueca a sí mismo por tener miedo, pero el temor le paralizaba. A su alrededor sonaban las voces de sus amigos, pero a él le resultaba imposible hablar.
En un largo desfile de guerreros, bajaron por la orilla del río manteniendo los caballos a trote rápido. En el claro cielo otoñal se elevaba un sol ardiente; los hombres que llevaban las capas se las quitaron y las colocaron detrás de las sillas. Un pellejo de agua fue pasando hacia atrás por entre la multitud; Tacs tomó un trago largo y se lo pasó a Bryak. Entrecerró lo ojos para ver mejor, pues el polvo que levantaban al pasar quedaba suspendido en el aire formando una especie de velo. Bryak no dejaba de murmurar para sí mismo.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Tacs.
—¿Por qué no se nos ocurrió traer un poco de Hermano Blanco?
Tacs rebuscó detrás, entre la capa, y sacó la última calabaza llena. Bryak la cogió con un grito de incredulidad y alegría. Quitó la tapadera, se la llevó a los labios y bebió un trago muy largo. Tacs se rio de él, pero cuando cogió la calabaza bebió tanto como su amigo.
En un instante el te le calentó y le animó el espíritu. La boca se le había secado.
El polvo le picaba en los ojos. El miedo desapareció y antes de que la calabaza volviera de nuevo a él estaba cantando una canción de caza con Monidiak. Se fueron pasando la calabaza entre los tres amigos y dos o tres hombres más hasta que no quedó nada. Tacs colgó de la silla la calabaza vacía. Poco después cogieron velocidad y el poney se puso a paso largo.
Un poco más adelante había un griterío. El ruido fue pasando por las filas hacia atrás.
—El río…, el río…
Tacs sujetó la lanza con firmeza. No creía que pudiera utilizar el arco. El poney inició un galope tendido. Hombro con hombro, los caballos grandes que le rodeaban subieron una pequeña pendiente, pisoteando los matorrales y tropezando con los árboles. El polvo lo cubría todo. Tacs sólo podía ver los cuerpos de los hombres y caballos que le rodeaban inmediatamente. Delante de él saltaba la cabeza oscura de Monidiak con su pluma roja. De pronto la tierra desapareció; comenzó a oscilar los brazos mientras el poney se deslizaba por una orilla larga y empinada y caía en medio metro de agua fría.
A su alrededor había un estruendo como de tambores. Choques metálicos. El sonido repentino le hizo daño en los oídos. A su izquierda alguien gritaba en germano. Las flechas caían en el agua al lado de las patas del poney. Tacs sujetó las riendas y miró a su alrededor. El grupo compacto de hombres se abrió; Bryak estaba a dos caballos de distancia, mirando a su alrededor y tan confuso como Tacs.
Ahora el sonido de la lucha venía de tres lados y más xiung iban cayendo al agua, deslizándose por la orilla.
—¡Bryak! —gritó Tacs haciéndole señas y moviéndose hacia él. El poney echó las orejas hacia atrás y al principio se negó a moverse; Tacs le golpeó con el extremo inferior de la lanza hasta que le obligó a saltar hacia adelante. Perdió pie y cayó de lado en el río. Con la mano libre Tacs se agarró a sus crines. La corriente arrastró al animal hasta que se enderezó, nadó y subió a una orilla de gravilla que había en el otro lado. Tacs estaba empapado; con el aire frío jadeó y empezó a temblar incontrolablemente. Impulsando al poney con la lanza, le obligó a dirigirse a la otra orilla.
El caballo resbalaba y daba traspiés en la gravilla. Por delante los árboles y espesos zarzales cubrían la orilla. Detrás de las ramas espinosas, Tacs vio gente que se movía: eran germanos de trenzas amarillas que llevaban cruces colgadas del cuello. Tacs gritó el nombre de Bryak y subió por la orilla. El poney adelantó el morro y se metió en los espinos sin lograr abrirse camino. Miles de pequeñas espinas se le clavaban a Tacs en el cuerpo. Los germanos se dieron la vuelta para hacerle frente. Metió la lanza en el pecho de uno y golpeó a otro en la cara.
Los demás huyeron de él, gritando. El Hermano Blanco le latía en la sangre.
No tenía tiempo para el miedo; en lo único que podía pensar era en cómo luchar y perseguir a la media docena de germanos que huían de él. Traspasó con la lanza a dos de ellos y lanzó el poney sobre otro. Los demás giraron; más germanos venían hacia él con lanzas y martillos. Sus bocas rojas, rodeadas de barbas y bigotes amarillos, se abrían como la de un pez fuera del agua. Lo único que podía oir era el estruendo tremendo y carente de rasgos de la batalla. Lanzó un grito y galopó por la orilla hacia el vado.
Allí habían cogido a los germanos cruzando el río, pero de alguna manera fueron los germanos los que acabaron atrapando el xiung. Tacs nunca había entendido de tácticas. Por delante, entre él y el río lleno de cuerpos, se levantaba una pared de espaldas germanas. Ni siquiera estaban luchando; no tenían xiung ante ellos. Estaban inclinados sobre las espadas y miraban. Tacs movió la lanza a la altura del hombro y cargó entre ellos. La lanza golpeó las cabezas y hombros de los germanos. Se volvieron para hacerle frente y Tacs clavó la lanza entre los ojos del que tenía enfrente. Estaba tan cerca que oyó su grito de dolor. El cuerpo dejó al caer una abertura hacia el río, en el que se agitaba una espuma teñida de sangre, y Tacs agachó la cabeza y dirigió el poney hacia allí.
Notó un estremecimiento sordo en la pierna derecha; sacó el cuchillo y comenzó a moverlo hacia el germano que le sujetaba. Éste se aparto, dejándole paso, y el poney saltó al río. Cayó sobre los hombres que estaban luchando; Tacs se movió sobre las rápidas aguas marrones y los cuerpos saltaban y gritaban bajo los cascos del animal. De un pequeño salto se echó hacia atrás en la silla. Algo le golpeó con dureza en la mano derecha. El agua le salpicó en la cara; sabía a sangre. Bajo él, el poney se ponía de manos y coceaba, se impulsaba sobre las patas traseras, se ponía de manos otra vez y finalmente empezó a galopar. Le rodeaban cortinas de agua. Escuchó los gritos de los hunos. El caballo giró y se quedó quieto; estaban de nuevo en medio de los hunos, al abrigo y a salvo.
Los xiung gritaban alegremente. Se esforzaban por entrar todos al tiempo en el estrecho vado. En la otra orilla los germanos, en ordenadas filas, destrozaban la vanguardia huna. Eran demasiados para usar los arcos, y por lo visto la mitad de los hunos no había traído lanza. Los caballos pateaban, embestían y aplastaban entre ellos las piernas de los jinetes. No podían avanzar hacia los germanos ni podían retroceder ante ellos. Tacs no podía creer que hubiera vuelto fácilmente en la otra dirección, pues los germanos parecían formar una pared sólida. Tirando con la rienda derecha del cuello del poney, logró abrirse paso hasta la línea de lucha.
La pelea le impulsaba hacia el frente. Sobre los caballos negros y los hombros tensos de los xiung que tenía delante empezó a ver rostros germanos. Cada uno de ellos le recordaba a Dietric. Se preguntó lo que haría si veía a Dietric ante él… si le atacaría de alguna manera. Dietric era su amigo. Dietric le había salvado de Ardarico. El poney dio un traspiés y cayó de rodillas, lanzando a Tacs sobre su cuello; por un momento se quedó viendo la espuma embarrada del río. El animal volvió a levantarse con un bufido. Tacs sujetó la lanza, tomó una inspiración profunda y se abrió paso entre dos hombres hasta la primera fila.
Hasta que estuvo allí no vio ninguna señal de Bryak ni Monidiak. Estaban delante de él, forzados como él hacia los germanos, pero reteniéndose y mirando salvajemente a su alrededor. Tacs se imaginó a los germanos que tenían delante como un estómago que ellos, los xiung, estaban alimentando. Un grito le desgarró la garganta; sorprendentemente Bryak le oyó y se inclinó para tirar a Monidiak de la manga. Tacs les saludó con el brazo y ambos se abrieron camino hacia él.
Tacs dirigió el poney al río y entró en el agua. De nuevo el caballo entró en aguas profundas y la corriente se lo llevo, luchando para mantenerse erguido. Tacs se agarraba a él con ambas manos. Vio dónde salía de la corriente la orilla de gravilla y dirigió el poney hacia allí. El animal nadaba con fuerza, arrojando agua por la nariz. Tacs miró por encima del hombro y vio que Monidiak le seguía y que Bryak iba detrás. Se dio la vuelta. El caballo se puso en pie con las patas extendidas sobre la orilla de gravilla, con el agua hasta las rodillas, y se sacudió violentamente. Tacs casi se cae. Con un bufido con el que echó agua por las ventanas de la nariz, inició un trote por la orilla de gravilla hacia el lado germano del río.
Estaban agrupados en la orilla del río por la que Tacs había salido antes; giró a la izquierda e hizo ascender al poney los dos metros de barro congelado para llegar a los espinos y zarzas del río. Tiró de las riendas para dejar que el animal recuperara el aliento. Monidiak llegó tras él. La orilla cedió bajo Bryak y tuvo que bajar unos metros y subir corriendo para unirse a ellos.
Los germanos estaban delante, subiendo corriente arriba hacia el vado, pero miraron hacia atrás por encima del hombro y les vieron. Tacs preparó la lanza y cargó. Antes de llegar a chocar con los germanos vio que otros hunos cruzaban el río para seguirle. Levantó la voz en un grito que era mitad de alegría mitad de guerra. Los rostros germanos se disolvieron ante él en una masa borrosa de carne blanca que desgarrar con la lanza. Lanzó el poney hacia ellos.
Como el río, los germanos chapoteaban a su alrededor con las cabezas metidas entre los hombros. Incluso a pie eran gigantescos. Atacó con la lanza y la utilizó como un mazo delgado y largo. La respiración se le quedó atascada en la garganta.
Las manos de los germanos trataban de asirle, sus espadas cortaban el aire a su alrededor. Se dio cuenta de que algo le había golpeado por atrás. De pronto estaba rodeado de xiung que se abrían paso hacia él oscilando sus armas entre los germanos. Estos desfallecieron. Aplanaron sus ojos claros de Tacs. El huno dejó caer el brazo a un lado y nadie le atacó. Cuando miró a su alrededor no vio ningún rostro más claro que el suyo.
Veinte o veinticinco xiung le habían seguido cruzando el río. Apiñados luchaban por avanzar, tratando de romper la masa de germanos para unirse con los otros xiung que había en el centro de la batalla. En medio de ellos, Tacs se echó hacia atrás para descansar unos momentos. Después, forzando el caballo hacia el frente, lo introdujo en la primera fila. Un germano fue por él levantando el mazo bajo la luz del sol, pero Tacs le dio en el brazo con la lanza y luego se la hundió en el pecho. La línea de xiung que le rodeaba avanzó unos metros. Dos germanos se lanzaron contra Tacs; a uno lo mató y el otro quedó tan malherido que se arrastró hacia las líneas germanas. Pero tenía más enemigos delante. Para alcanzarlos tuvo que inclinarse hacia el frente, por encima de la cabeza del poney. Con sus largos escudos apartaban la lanza. Sus pesadas espaldas giraron en el aire encima de Tacs.
Les hirió en los brazos con la hoja de la lanza y sus espadas cayeron.
Poco a poco se dio cuenta de que ya no estaba avanzando. No podía ver a los xiung en mitad del río; apenas si podía ver el río por la cantidad de germanos que lo separaban de él. El número de éstos aumentó y tuvo que retroceder un paso con el caballo.
Se dio la vuelta para regresar junto al grupo de hunos. Ahora luchaban por tres lados: los germanos les estaban rodeando. Tacs llamó la atención de Monidiak y le hizo una señal; su amigo se acercó.
—Salgamos de aquí —le dijo sujetando firmemente la lanza y dirigiéndose hacia el río; llevaba el escudo alto sobre el hombro para protegerse el costado izquierdo.
Monidiak y Bryak cabalgaron tras él. Por la orilla del río trotaron sobre el follaje que estaba pisoteado por los cascos de los caballos. Al ver que se iban, los otros xiung les siguieron. La presión de sus caballos por detrás obligó a Tacs y sus amigos a correr a paso largo. De esa manera llegaron al río.
De pronto, los germanos aparecieron delante de ellos, saliendo de los lados para cerrar el vacio. Tacs retuvo la respiración y metió la lanza bajo el brazo. Los germanos se les enfrentaban formando una especie de muralla de árboles dorados.
El poney se lanzó contra ellos y la muralla se vino abajo, pero detrás no estaba el río, sino más germanos. Lanzando un grito, Monidiak cayó hacia él en una explosión sanguínea. Tacs tenía la boca llena de sangre; le goteaba hasta los ojos y le cegaba. Tomó otra inspiración y se lanzó sobre el enemigo repartiendo golpes de lanza por todos los lados. El río estaba delante, en alguna parte. Vio que brotaba la sangre de un corte en el cuello del caballo. El cuerpo del animal temblaba entre sus rodillas. Delante de él, entre la neblina de rostros germanos, apareció el de Dietric. Por un momento pensó en ir hacia él y ayudarle, pero estaba demasiado alejado y salvar a Dietric no parecía ya tener importancia. El río estaba por fin delante de él. Pateó al poney en las costillas y el animal se deslizó por la orilla y se quedó en pie en el agua fría, a salvo otra vez.
El río estaba cubierto de cadáveres. Por encima de Tacs los árboles de la orilla daban sombra al agua, y los cadáveres entraban y salían de las sombras salpicadas de manchas. Eran cadáveres de xiung. Más xiung vivos todavía, cayeron en el río alrededor de Tacs: eran los hombres que le habían seguido. Allí estaba Bryak, con los ojos como agujeros quemados en el rostro y abriendo la boca para respirar.
En grupo, cabalgaron de nuevo hacia la batalla, pero antes de llegar vieron que las orillas del río estaban llenas de germanos que les miraban, desde los dos lados.
Llegaron al punto en el que la corriente era fuerte y todos a una decidieron abandonar y escapar. Giraron los caballos para cargar sobre la orilla más próxima, por el lado germano del río.
Tacs, que se encontraba en la mitad del grupo, vio a Bryak cargar sobre un grupo sólido de germanos; Bryak cayó hacia atrás en el camino de Tacs y la mitad de los que estaban en la orilla cayeron sobre él. El poney se aparté para no pisarle.
A Tacs le dolía el cuello de mirar hacia arriba, a los rostros de los germanos. Pero ya no podía verlos bien; tenía los ojos llenos de polvo. Con cada respiración le ardía la garganta. Se dispuso a atacar otra vez. El caballo se abrió camino orilla arriba y se lanzó hacia los germanos. Sus manos y brazos le acuchillaban. No veía armas, sólo rostros, una carne blanca ajena a él, y ojos azules. El poney resbaló; dejó caer la lanza, se echó hacia adelante y se agarro con los dos brazos al cuello del animal. Se deslizaron mucho tiempo juntos por el río, pero esta vez no estaba frío, sino caliente por la sangre de su pueblo.
Dietric terminó su oración, se santiguó y se puso en pie. No podía creer que Dios le hubiera permitido seguir vivo. A su alrededor se amontonaban los muertos y los heridos, y aquí y allá había trozos de hombres, ropas, armas rotas. Salvo los más grandes, los árboles y arbustos de un kilómetro a lo largo del río estaban aplastados sobre el polvo. Camino hacia el río; notaba la garganta llena de polvo.
Al ver el vado se detuvo, aturdido. Ardarico cabalgó hasta él con su semental blanco. Ardarico no había luchado. Desde la cresta que había tras ellos, guiado por los vigías que tenía en los árboles, había dirigido el combate enviando hombres a uno u otro lado conforme cambiaba la forma del enemigo. Ahora Ardarico miro a su hijo y después al vado.
—Tenías razón. Sólo eran mil en total. O menos.
Dietric puso una mano en la silla de Ardarico para sostenerse. Los cuerpos que había en el vado formaban una especie de presa, pero mientras observaba, el agua fue subiendo hasta desbordar por encima de los cadáveres. La otra orilla estaba oculta por los cuerpos de los xiung y sus caballos. En ésta había casi el mismo número de muertos, la mitad de ellos germanos.
—Si hubieran venido sobre nosotros todos al mismo tiempo nos habrían vencido —dijo Dietric.
Fin