XIX

Por la mañana, Aurelio y la goda rezaron juntos las oraciones. El monje lo hacía con voz alta y firme, para mostrarle al chamán huno lo complacido que estaba de tener otro cristiano con el que rezar, aunque sabía que la chica, que se llamaba Greita, sólo rezaba porque le obligaban a ello.

La chica, desde luego, no hablaba latín. Tenía que comunicarse con ella por medio de Tox. Empezaba a ver la ironía del hecho de tener que filtrar toda idea a través del huno.

Cuando terminaron los rezos, le dijo por medio de gestos que se quedara donde estaba. Tox había cocinado un caldo con carne seca, hierbas y agua; ella se puso inmediatamente a comer. El monje cruzó el barranco para llegar donde estaba el chamán, sentado a la sombra de la pared tocando la flauta. Sentándose a su lado, Aurelio trató con paciencia de expresarse con gestos de las manos y con las escasas palabras que sabía en huno.

Lo hacía siempre que podía, para romper el poder de Tox sobre ellos, pero, naturalmente, nunca funcionaba. Las ideas que quería transmitir eran demasiado generales y abstractas. Le fue bastante fácil decirle al chamán que la chica se llamaba Greita y que él, Aurelio, se sentía responsable de ella, pero no logró que el Flautista entendiera que deseaba devolverla inmediatamente a los de su propio pueblo.

Durante todo ese tiempo, Tox se movió por el barranco, inquieto como un animal, recogiendo leña, ensanchando el espacio de su campamento y quitando la maleza del pequeño torrente que había en el extremo más alejado del prado. El poney negro le seguía siempre. El monje pensó que Tox había observado que querían hablar, pero esperaba que le llamaran. El chamán le miró cortésmente mientras Aurelio hacía gestos en el aire, trazaba dibujos en el polvo con un palo y señalaba a varios objetos que estaban al alcance de su vista. En una o dos ocasiones, con los ojos entrecerrados, el chamán preguntó algo en su propia lengua y trató a su vez de explicarse con signos, pero finalmente se encogió de hombros, sonrió e hizo señas a Aurelio de que se detuviera. Levantando la voz, llamó a Tox.

Tox dijo algo con voz malhumorada. De pronto, Aurelio se dio cuenta de que estaba ofendido por sus intentos de comunicarse sin él. El chamán se rio de él y dijo algo, que hizo a Tox mirar al monje.

—Quiere saber lo que deseas ahora.

—Trataba de decirle que hay que devolver a la chica a su pueblo lo antes posible.

La cara de Tox se oscureció. Estaba de mal humor.

—Pero todos los de su pueblo están… —se interrumpió en mitad de un gesto hacia los restos quemados de las carretas y con voz inexpresiva se lo tradujo al chamán.

—Todo su pueblo está muerto ahora —contestó el chamán; Tox lo tradujo con un claro tono de satisfacción en la voz.

—Me refiero a su tribu; su clan…, el grupo más numeroso de su gente. Otros godos o germanos, gente que hable su lengua, que… —mientras Tox traducía, la voz de Aurelio se fue apagando. Mantenía la vista fija en la chica, temeroso de que ella tratara de escapar y Tox aprovechara la oportunidad para matarla.

—Lo mejor que podemos hacer es dejarla aquí —respondió el chamán, añadiendo, cuando Aurelio empezó a protestar—: Esta fuente debe ser muy conocida… todas las caravanas que van hacia el sur se deben parar aquí a coger agua, y ella se puede ir con los primeros godos que pasen.

—No querrás que quede expuesta otra vez a que la maten los hunos.

—¿Y cómo si no vamos a devolverla a los suyos?

Aurelio no había pensado en ese problema. Se daba cuenta ahora de que podía ser una dificultad. Frunció el ceño al sentirse sorprendido.

—Bueno…, si encontramos un campamento godo y la dejamos a cierta distancia para que se acerque caminando…

—Sin que ellos nos encuentren a nosotros, pues si nos cogen seguramente nos matarán.

—Quizá no todos los pueblos del mundo se odien unos a otros.

Los hunos se miraron el uno al otro. Tox dijo:

—Los germanos y los xiung se han odiado siempre. Pero antes el qaghan estaba vivo —miró a la chica por encima del monje—. Puedes llevársela tú a los germanos.

Habló por encima del hombro con el chamán, quien con la mano hizo un gesto evasivo. Tox se volvió para mirar a Aurelio. Luchó para que no se le notara el placer que le producía aquello:

—Claro que entonces tendrías que quedarte con ellos, con los germanos.

Aurelio se echó a reír y Tox apretó los dientes y bajó la mirada. Sujetándose las manos, le dio la espalda al monje y habló con el chamán. Éste empezó a asentir, fijando la mirada primero en la chica y luego en Aurelio. Finalmente dijo algo señalando hacia el monje con la barbilla. Tox se volvió hacia él.

—Sé dónde acamparán probablemente ahora algunos gépidos. El hijo del rey de los gépidos es… fue… un… mí amigo. Debe estar a dos o tres días a caballo, pero podemos llevarla hasta allí para que la devuelvan con los suyos.

—Excelente —dijo Aurelio—. Te lo agradezco.

Esa noche la pasaron cabalgando. El día que habían estado en el barranco había aminorado la rigidez de los huesos del monje y endurecido sus músculos. Empezaba a sentirse cómodo en la ancha alazana negra. Bajo la luna descendente la llanura le resultaba ahora familiar, pues podía reconocer algunas de las cosas que veía y oía: el grito de un búho, la señal en la superficie que marcaba la presencia de una corriente de agua.

La chica cabalgaba sobre el caballo que había utilizado anteriormente el chamán; éste había cogido la yegua negra. Habló con el monje por medio de Tox y relató la historia de la creación. Ya se había dado cuenta de que la inteligencia primitiva de los bárbaros admiraba las historias del Antiguo Testamento más que las enseñanzas sutiles de la vida de Cristo; y a ese respecto los hunos no eran diferentes. El chamán le escuchó con paciencia, planteándole como de costumbre sus extrañas preguntas. Le divertía la idea del Padre creando la serpiente y el Árbol del Conocimiento antes de crear a Adán. Aunque Aurelio sospechaba cuál era la razón de su diversión, le desconcertaba pensar en ello y prefirió apartarlo de su mente.

El día siguiente lo pasaron en la llanura abierta; el monje durmió profundamente hasta media tarde y, hasta que se pusieron de nuevo en marcha, pasó el tiempo rezando con la chica. Ella decía las oraciones en su propia lengua, pero él había aprendido germano suficiente como para seguirla. Terminadas las oraciones, se sentó a meditar en silencio, pensando en la pasión de Cristo. Le molestaba que la chica no meditara; aunque estaba sentada y quieta a su lado, con la mirada seguía a dos hunos.

Cabalgaron, y la llanura se convirtió en colinas bajas y onduladas cubiertas de árboles y matorral bajo. Sobre los cuernos de la luna se deslizaban las nubes.

Por la configuración de las estrellas, el monje sospechó que se dirigían hacia el sudoeste. El viento producía gemidos en los árboles que les rodeaban y el aire tenía un extraño olor dulzón.

A lo largo de la noche las nubes se fueron espesando y poco antes del amanecer empezó a llover. Al principio las gotas eran pequeñas y escasas. Tox tiró de las riendas y miró rápidamente a su alrededor; a paso rápido los condujo a través del prado en el que estaban hasta unos árboles. Aurelio se sujetaba a la yegua con ambas manos, agachado; las ramas de los árboles le golpeaban en la espalda, el rostro y los hombros. Se dio cuenta de que se caía.

Se detuvieron de pronto, con los caballos juntos. Tox les había conducido a un lugar en el que la ladera de una colina les abrigaba del viento. Allí montaron el campamento. La lluvia aumentó, convirtiéndose en un aguacero. El viento era frío y cambiante, alejándose a veces de ellos para volver luego a echarles directamente en la cara la molesta lluvia helada. Tox había encendido un fuego casi antes de que los otros quitaran los equipos y sacos de los caballos.

Habían acampado en un bosquecillo; Toz formó una especie de tienda alrededor del fuego utilizando como apoyo el tronco de dos árboles. Aurelio, arrastrándose, se introdujo en el espacio que rodeaba el fuego, en el que estaba sentado ya el chamán, estirando los brazos y el cuerpo hacia el calor de las llamas. Cuando apareció la chica, que había ido a dar un paseo para satisfacer sus necesidades, Aurelio la llamó y la atrajo a su lado, al calor del fuego. El pelo mojado le colgaba por encima de las mejillas; tenía la capa empapada. Se apretó contra él, como un cachorro buscando abrigo.

Cautelosamente levantó el rostro hacia el chamán, sentado al otro lado del fuego. El huno la miró con fijeza. Tenía encendidas las delgadas ventanas de la nariz. De pronto, el huno miró hacia otra parte y la chica soltó un bufido, seguido de una sarta de palabras en su propia lengua que Aurelio decidió, a disgusto, que se trataba de maldiciones. El chamán se esforzó por mirarla como si lo hiciera desde una gran altura.

Por un momento Aurelio creyó ver una especie de burla de si mismo en el desdén que mostraba el chamán por la chica. Pero un instante más tarde el chamán miraba al fuego, con cara aburrida. La chica tenía las manos metidas en la capa.

Aurelio sacó las suyas, extendiéndolas hacia el fuego. Probablemente cenarían otra vez caldo de carne; el estómago le pedía algo más sustancioso, pero a pesar de eso, y de la lluvia, se sentía de buen humor. Cuando llegó Tox con un saco cargado al hombro, el monje se levantó para ayudarle.

En cuanto estuvo fuera de su camino, la chica se precipitó hacia adelante. Sacó las manos velozmente de la capa; en una de ellas llevaba un cuchillo cuya hoja brilló con un tono dorado ante el fuego. Se lanzó contra el chamán con la punta dorada. Este gruñó. Sorprendido, Aurelio observó sus ojos negros ensanchándose sobre la cabeza de la chica. Se apartó y la chica pasó a su lado. Antes de que pudiera salir de la tienda, Tox la sujetaba por el pelo.

La golpeó en la espalda y la sujetó con los pies, envolviéndose el pelo de ella alrededor de su muñeca. Miró al chamán. El monje bajó la vista. El chamán estaba enroscado junto al fuego. La sangre caía en el polvo por debajo y formaba un reguero hacia el fuego, siseando al contactar con él.

Aurelio se arrastró hacia él. Dificultosamente trató de enderezar el cuerpo anguloso del Flautista, que estaba encorvado. Había algo en la sensación que producían sus miembros y en la textura de la piel que le indicaba que el chamán estaba muerto. Con la punta de los dedos sintió la muerte en él. Se inclinó hacia delante, sobre los brazos estirados, esperando que el chamán volviera a la vida.

Volvió en sí al pensar en la chica. Enderezándose, la buscó presuroso con la mirada. Tox no la había dañado; sujetándola todavía por el pelo, estaba de rodillas al lado del cuerpo del chamán.

—Lo siento —dijo Aurelio. Tenía los ojos llenos de lágrimas—. Lo siento.

Tox sacudió la cabeza. Levantó los dedos y se pasó las uñas por las mejillas, arañándose la piel por donde tenía las profundas cicatrices rituales. No emitió ningún sonido; sus ojos estaban vacíos. De las mejillas le brotaron filas de cuentas de pequeñas gotas de sangre. Dejó caer las manos sobre el regazo, cerró los ojos y gimió.

Al cabo de un momento, Aurelio rodeó el fuego, cogió a la chica y la sentó a su lado. Si escapaba sabía que Tox la mataría. Si se quedaba con él quizá la mantuviera con vida. Él mismo se sentía vacio de todo, incluso de fatiga. Con los brazos de ella agarrados firmemente al suyo, permaneció sentado escuchando la lluvia; ni siquiera intentó rezar.