X

El qaghan sacó hacia fuera el labio inferior. Estaba sentado en su alto trono, cabizbajo, con el hombro izquierdo levantado y el derecho extendido sobre el brazo del trono. A su derecha estaban sentados sus hijos Ellac y Dengazich. Habían escuchado a Tacs sin decir una sola palabra, y ni una sola vez le habían mirado. Por primera vez Tacs sintió la inquietud de llevar esas noticias.

El silencio se extendió y fue haciéndose pesado y difícil. El qaghan se rascaba ociosamente los pelos duros de la barba, con la mirada fija en Tacs. A éste las piernas comenzaron a dolerle, empezando por los tobillos y extendiéndose a las rodillas y muslos, por lo que descansó el peso del cuerpo sobre las puntas de los dedos, no sabiendo si debía pedir permiso para sentarse. El qaghan le miró fijamente, sonrió y le dijo:

—Siéntate, ranita. No estás hecho para permanecer de pie.

Mirando la pared vacía que tenía enfrente, Dengazich hizo una mueca y rápidamente se irguió. Tacs suspiró y se sentó sobre los talones.

—De modo que Edeco confió en ti porque el juramento que había hecho le turbaba y tú eres amigo de un chamán, el Flautista. ¿Qué le dijiste concerniente al juramento?

Tacs esperaba preguntas sobre el complot. Pero no las tenía preparadas para otras preguntas, y tuvo que pensar para recordarlo. Finalmente se encogió de hombros.

—Nada. Le dije que hablara con el Flautista. No recuerdo haber dicho nada más.

—Bien —dijo el qaghan sonriendo. Su rostro se alisó y miró a sus hijos. Por el rostro de Dengazich pasó una rápida sonrisa, pero el de Ellac no mostró nada.

—¿Cómo parecía Edeco cuando habló del complot para matarme, parecía…, preocupado?

—Naturalmente —contestó Tacs levantando las manos hacia arriba—. Sólo pensar en un asesinato semejante…

—Calla. Prefiero respuestas cortas, ya lo sabes. ¿Parecía tan preocupado por el complot como por el juramento y por el hecho de romperlo?

—Bueno —contestó Tacs—. Él sabía del complot mucho antes que yo —no entendía esas preguntas; estaba impaciente porque el qaghan volviera al tema de la trama y la embajada que llegaba a Hungvar, para que Tacs le contara lo que había pensado para castigarles. Por eso no entendía el interés que tenía el qaghan en Edeco.

Pero el qaghan se echó hacia atrás, relajado, antes de preguntarle:

—¿Trajiste contigo al hijo de Ardarico?

—¿A Dietric? Sí.

—Me complace. Ardarico me ha estado molestando por él, como una vieja.

No deberías habértelo llevado, le había pedido permiso a su padre y se lo había negado. ¿Lo sabías?

—Nunca me lo dijo.

—Pero tú lo sabías.

—Es lo bastante mayor para hacer lo que le plazca, y no lo que su padre quiera.

El qaghan soltó una risotada e hizo un movimiento de cabeza hacia los dos jóvenes sentados al lado de su trono. Cuando pudo controlar la risa añadió:

—No hables así delante de mis hijos. Fíjate en Dengazich… apenas tiene la edad del hijo de Ardarico y le vas a inspirar. Gracias por contarme todo esto. Puedes marcharte. Pero ten en cuenta que Dietric ha regresado junto al hogar familiar —por un instante, al hablar del hogar de Dietric, la voz del qaghan se endureció con un tono de desprecio; pero enseguida había vuelto a sonreír y cambiar el tono—. Ocúpate de que haya un lugar para los romanos y sus servidores cuando lleguen aquí.

Los ojos de Taes se abrieron desmesuradamente.

—Pero Atila, ¿quieres decir que les vas a dejar venir?

—Creo que dar mucho sentido a esa conspiración es dar a los romanos una importancia que no tienen —contestó al tiempo que se frotaba el pecho—. Haz lo que te digo, rana.

—Muy bien, aunque no te entiendo —respondió levantándose, estirando cuidadosamente las piernas y saliendo de la sala.

—¿Por qué dejas que un simple guerrero te hable de esa manera? —preguntó Ellac.

Antes de responder, el qaghan se levantó y se apretó con fuerza un costado.

—Puede hablarme como quiera, pero tú lo harás con respeto. Vete ahora.

Ellac se levantó y se fue. Al otro lado de la sala, sobre la mesa en la que se encontraban las jarras de vino, estaba el amuleto que le habían dado los chamanes.

Atila fue a cogerlo, pero antes hizo un gesto a Dengazich para que se fuera con Ellac. El vientre se le llenó de náusea. Sabía que si podía verter leche con miel sobre el amuleto y beberla antes de que comenzara el dolor no se desmayaría. Pero el dolor se le clavó en el vientre como una puñalada antes de dar otro paso hacia el amuleto, tambaleándose, y caer de rodillas. La oscuridad cubrió sus ojos. Sentía la mente paralizada. Un momento después levantaba la mirada encontrándose con la de Dengazich.

—¿Qué sucede? —gritó éste—. Padre mío, mí qaghan…

Atila se dio cuenta de que estaba de rodillas y de que su hijo le estaba sosteniendo. Irguió el cuerpo, quitando el peso de los brazos de Dengazich, y pesadamente se puso en pie. Fue hasta la mesa a buscar el amuleto y la leche con miel. El hijo le siguió, como un halcón a una liebre.

—¿Qué te ha pasado? Te he visto caer. ¿Qué te ha pasado?

—Resbalé —respondió Atila. El amuleto estaba en una pequeña caja de piedra oriental opaca. La abrió y arrojó el amuleto en la copa—. ¿Dónde está Ellac?

—Se ha ido. Salió antes de que… cayeras.

El qaghan bebió. La leche endulzada de yegua disfrazó el sabor del amuleto.

El dolor volvió a punzarle el vientre, pero mucho más suavemente, y fue desapareciendo.

—¿Te había pasado antes? —quiso saber Dengazich.

—Sólo resbalé —contestó Atila llenando la copa de nuevo. Cuando comenzaron los dolores incluso sospechó, en su pánico, que Dengazich le había maldecido. Ahora entendía ya mejor los ataques y no vigilaba a sus hijos, pero aun así le parecía peligrosos que éstos conocieran su debilidad. Volvió junto al trono y se sentó. El hijo permaneció dando vueltas ante él, inquiero, hasta que se dejó caer sobre los talones y miró a Atila.

—Ellac no lo sabe. ¿Qué dicen de esto los chamanes?

—Resbalé —repitió Atila—. Si vuelves a hablar de esto, conmigo o con cualquier otro, me enteraré y sufrirás las consecuencias —bebió la leche a sorbos pequeños—. ¿Dudas de mí?

Dengazich le miró con sus ojos de godo, como los de un lince. Los de Atila eran redondeados. Repentinamente, el muchacho se dejó caer hacia adelante, poeníendose sobre las manos y las rodillas, y tocó el suelo con la frente.

—Mi qaghan —se puso en pie y salió corriendo de la sala.

Atila bebió más leche. Los ataques de dolor le debilitaban, y cada vez tardaba más tiempo en recuperarse. En dos ocasiones había vomitado sangre. Eso le asustaba, y luego le avergonzaba tener miedo. Se sentó con los músculos sueltos, queriendo que su cuerpo recuperara las fuerzas.

Todos los chamanes estaban de acuerdo en que se trataba de un hechizo antiguo.

Contra el qaghan se podían hacer muchos encantamientos, pues tenía muchos enemigos, y ahora la fuerza de Atila estaba desapareciendo, conforme envejecía, por lo que los encantamientos pesaban sobre él. Eso habían dicho todos los chamanes.

Dos de ellos —uno el Flautista, cuya magia era antigua y fuerte y poseía varios demonios— habían dicho que había algo más, y Atila estaba de acuerdo, que determinados hechizos lanzados contra los xiung cuando los animales se convirtieron en hombres florecían ahora, y evidentemente esos hechizos afectaban de manera especial al qaghan.

Aunque él no lo hubiera hecho, había oído miles de veces la historia de cómo los xiung habían seguido al ciervo blanco a través de los pantanos de Europa, y cómo habían cubierto las llanuras, hordas de guerreros, cada clan con su propio rey, y con las mujeres, niños, hombres jóvenes y ancianos, tan numerosos entonces como lo son ahora los francos o los ostrogodos. Desde entonces les había sucedido algo. Poco a poco los xiung iban decayendo. La enfermedad que había dejado igual a los germanos mataba a los xiung, y sus mujeres tenían hijos que vivían uno o dos años y morían. Los hombres jóvenes iban a los ataques por sorpresa, a las guerras, se unían a los ejércitos romanos, y morían, o se casaban con las mujeres de los germanos, y sus hijos eran germanos, no xiung.

Dengazich no era xiung, sino germano, lo mismo que Ardarico, y la cabeza de Ellac era obtusa. De todos sus hijos, sólo Ernach tenía corazón o habilidad para mandar, y Ernach no recibiría las cicatrices hasta mediados del siguiente invierno.

Ninguno de los hijos de Atila conocía los encantamientos que hay que decir sobre el cadáver del padre. Debería habérselos enseñado, y ellos los deberían haber aprendido, si los hubiera pronunciado todos los años en la estación en que murió Mundzuk, pero hacía ya diez años que Atila no los pronunciaba; desde el año en que mató a Bleda, su hermano e hijo mayor de Mundzuk.

En la misma estación en que debería haber rezado por el espíritu de su padre, los tótems y clanes de los xiung se acostumbraron a reunirse y celebrar kuriltais[8] para el funcionamiento de la magia de la caza, tras lo cual salían a cazar para tener carne para el invierno; pero hacía ya muchos años que no se celebraba esa «gran cacería». Los xiung se sentaban Ociosos en el campamento a esperar que los germanos les llevaran la comida, y nadie recordaba ya los rituales de la reunión; además, los hombres que poseían la magia de la caza estaban muriendo sin dejar hijos. Nadie recordaba las canciones y rituales para proteger los rebaños y ganados, pues eran ya muy pocos los xiung que seguían teniéndolos, eran los germanos los que los atendían; ahora eran los rebaños de los germanos.

Atila no era su nombre de nacimiento, ni tampoco el nombre oculto que recibió cuando le hicieron las cicatrices; le habían dado ese nombre como un regalo porque había unido a su pueblo y lo había hecho poderoso por encima de los otros.

Pero ahora pensaba que, poco después de su muerte, los xiung desaparecerían.

El dolor anidaba en su vientre, suave por la leche con miel, y con un esfuerzo de voluntad logró que su mente dejara de considerar esas cosas.

Dietric se quedó con Tacs en el pórtico de la empalizada del qaghan después de que hubiera oscurecido. En el momento en que escapó con los hunos jamás pensó que tendría que enfrentarse de nuevo a Ardarico. Habló de esto con Tacs, y éste le tranquilizó.

—Estará tan contento de que hayas regresado que chillará un poco y te despedirá para que pienses a solas en el mal que has hecho. Te preocupas demasiado.

—No conoces a mi padre.

—Pues no vuelvas. Quédate con nosotros.

Dietrie soltó un gruñido. Se sentó apoyando la espalda en la pared. Monidiak, Bryak y Tacs estaban jugando con palos, punzándose y golpeándose unos a otros con cada movimiento, y sus voces se elevaban como las de las mujeres cuando discuten. Dietric les observaba, deseando que fuera verdad que podía quedarse con ellos. La vida de los hunos parecía mucho más fácil que la suya.

En ningún momento le dio Tacs a Dietric la menor razón para abandonar Sirmio tan de repente. Por la mañana, antes de ir a ver a Edeco, había hablado de buscar una pelea de gallos, explicándole a Dietric con gran precisión la manera de elegir el gallo por el que debía apostar. A mediodía visitó a Edeco, y a media tarde él y Dietric cabalgaban de regreso a Hungvar.

El viaje de vuelta había sido más duro, cabalgando de noche y de día. Sólo habían comido unos puñados de cereal seco, y bebido nieve fundida con Hermano Blanco. Casi todo el tiempo que permaneció despierto había estado borracho. En su memoria, el viaje no era más que una irradiación de la nieve y el cielo, recortado a veces por los ángulos negros de un árbol.

Ahora el pensar en su padre hacía que el recuerdo de la cabalgada de regreso le llenara de una cálida sensación de triunfo. Observando de qué manera reordenaba Tacs los palos, trató de pensar alguna forma casual de mencionar la cabalgada.

—Tacs, ¿por qué volvimos tan de repente? —preguntó Dietric.

Tacs le miró, sonrió y se volvió hacia Monidiak.

—Es el mejor jinete de los germanos. Ni siquiera una vez me pidió que fuéramos más despacio.

Monidiak y Bryak se echaron a reír y se inclinaron para tocar a Dietric en el brazo. El germano bajó la mirada, complacido, no sintiéndose capaz de mirarles a los ojos. Se preguntaba si Tacs les habría contado el motivo de que se fueran de Sirmio. Miró hacia la puerta. El sol había desaparecido, pero todavía quedaba luz en el cielo. En ese momento entraba a pie por la puerta un grupo de mujeres, en fila de a una, transportando cestas de nieve con la que enfriar el vino de Klatun Kreka. Los guardias hunos aguardaron junto a la puerta a que entrara la última mujer para poder cerrarla. Contra el fondo del cielo cada vez más oscuro, las ramas abiertas y rígidas del roble se estiraban como si formaran una red.

—Bueno —dijo Dietric—. Creo que debo marcharme.

—Quédate con nosotros —le dijo Tacs mirándole por encima del hombro—. Nada te obliga a regresar.

—Ya eres un hombre, Dietric, no un niño —intervino Monidiak—. Vente a vivir con nosotros.

—Me gustaría —trató de imaginarse a sí mismo viviendo con los hunos, pero no lo consiguió—. He de volver. Mañana vendré a verte, Tacs. A lo mejor.

Se inclinó y palmeó a Tacs en el hombro. Recogiendo su capa de huno de la barandilla del pórtico, dobló la esquina del palacio para ir a recoger su caballo.

Tras él, Monidiak gritó a los guardias que dejaran la puerta abierta hasta que saliera.

Con la puesta del sol, el aire se había vuelto frío. Cruzó la puerta montado, enfiló el camino desierto hasta el vado y cruzó el río. El viento de la noche barrió la llanura cubierta de nieve y le dio en la cara; el aire se había enriquecido con el olor al inminente deshielo. Cabalgó junto a la orilla del río, escuchando los árboles que gemían con el viento. Todos los demás estaban ya en el interior, para pasar la noche.

El viaje de vuelta desde Sirmio permanecía en su mente e iba creciendo al pensar en él. Una noche, cuando se detuvieron a descansar, Tacs le contó cómo Marag y él habían cruzado los Alpes desde Italia con una fuerte ventisca otoñal. Al hablar de la muerte de Marag, la voz de Tacs se llenó de un deseo desesperanzado. De modo que también los hunos morían en la nieve, y sobrevivir a un viaje semejante era sin duda un signo de fuerza. Cuando la casa de su padre, en la colina, empezó a aumentar de tamaño, Dietric se aferró a esos recuerdos como si fueran una especie de armadura; no importaba lo que dijera su padre, pues él sabía más.

Sin embargo, entró en la empalizada por la pequeña puerta trasera, que sabía cómo forzar, llevó el caballo al establo y se quedó allí hasta estar seguro de que todos andarían atareados con la cena. Si conseguía llegar a la parte superior, donde dormía, y pasar la noche sin que nadie le viera, Ardarico parecería tonto enfureciéndose con él. Los olores y sonidos familiares de la casa parecieron actuar sobre él. De pronto tuvo la impresión de que el viaje a Sirmio había sucedido muchos años antes, y a otra persona. De la ciudad sólo recordaba detalles entremezclados.

Abriendo la puerta del establo, miró a través del enfangado patio hacia el vestíbulo. La luz de las antorchas se filtraba a través de las grietas de las contraventanas, y podía oir las risas y la charla de los que estaban dentro. Además podía oler la carne y el pan; incluso la cerveza. Las lágrimas brotaron de sus ojos. Ésa era la vida real y auténtica; la de los hunos era como un fantasma. Se dirigió hacia la parte posterior del vestíbulo, donde había una ventana por la que podría curiosear.

—¡Quieto ahí… perro! ¡Párate!

Dietric se detuvo. Los brazos se le habían puesto de carne de gallina; tenía la boca seca. Ardarico salió del abrigo del vestíbulo, agitando los puños al final de los brazos y con la barbilla sacada hacia fuera.

—¿Dónde has estado? —gritó Ardarico, dando una zancada con cada frase—. ¿Adónde fuiste, si te había ordenado… ordenado, que no fueras con ellos?

—Por favor —empezó a decir Dietric, mirando a su alrededor para saber quién podía estar escuchando—. Por favor…

—Por favor —repitió Ardarico—. Por favor —volvió a decir precipitándose sobre Dietrie y dándole un puñetazo en una oreja—. ¡Por favor! —con el otro puño le golpeó en la otra—. ¡Por favor!

—Padre… —empezó a decir Dietric levantando los antebrazos para protegerse.

Los puños enormes de Ardarico volaban a su alrededor, machacando sus brazos y rebotándole en la parte superior de la cabeza. Dietric se inclinó, tratando de apartarse. Las lágrimas de la humillación bajaban por su rostro. Pensó en salir corriendo, pero en lugar de eso se irguió y golpeó a su padre en el rostro.

La piel de los nudillos se le abrió; sintió el brazo entumecido en el codo. Ardarico se tambaleó hacia atrás, ondeando los brazos, y cayó en la nieve inmunda y sucia. Sorprendido, Dietric se echó a reír.

Ardarico se levantó y se lanzó contra él. Dietric se dio la vuelta y corrió. Los pies le resbalaron en el fango y le fue difícil mantener el equilibrio. Un peso gigantesco le golpeó la espalda. Cayó boca abajo sobre la nieve medio derretida y se deslizó por el suelo, con Ardarico sobre su espalda. Cuando se detuvo, su padre se levantó de un salto, le sujetó por los brazos y lo puso en pie.

—Golpearme a mi, te voy a… —dijo Ardarico pegándole en los hombros—. Golpear a tu pobre padre… ruega a Dios que te perdone, perro malvado…

Dietric dobló los brazos por encima de la cabeza y permaneció acurrucado mientras Ardarico le pegaba. Poco a poco fue dándose cuenta de que la mitad de la población de la empalizada le estaba viendo y riéndose; las ventanas de la empalizada estaban llenas de rostros. Pero no se sentía ya avergonzado; esperó pacientemente a que Ardarico se cansara o aburriera y dejara de pegarle, y al final la fuerza de los golpes disminuyó.

—Pide perdón —le gritó el padre.

—Lo siento —dijo sacudiéndose la parte delantera de la capa para quitar la nieve apelmazada que la cubría—. ¿Pero de qué sirve ahora?

Ardarico le miraba fijamente, y su ancho pecho se hinchaba con la respiración forzada.

—¿Fuiste a Sirmio? ¿Qué hiciste allí?

—Entremos —contestó Dietric—. Tengo frío.

Ardarico le cogió por el brazo.

—Te lo mereces, eres un canalla desobediente, un hijo indigno —dijo rodeando a Dietric en un abrazo que le hizo daño—. El Señor castiga a aquél a quien ama.

Su voz se rompió; sorprendido, Dietric sintió en la mejilla el beso torpe y húmedo de su padre.

Ras, el hermano de Tacs, tenía una docena de yeguas en la llanura occidental de Hungvar, y todas las noches iba él mismo a traerlas para ordeñarlas. Un día después de su regreso, Tacs fue a los pastos por sus caballos, que había dejado al cuidado del hermano. Ya había recorrido la mitad del camino cuando oyó un grito a su espalda; era Ras, que galopaba hacia él. Tenía seis años más que Tacs, era el único hermano que le quedaba con vida y, aunque nunca se habían sentido muy cerca el uno del otro, a Tacs le gustaba hablar con Ras, pues éste tenía muchas ideas extrañas e interesantes.

Ras se acercó al galope en su caballo negro y al llegar junto a él lo puso al paso. Era alto y de rostro alargado, pareciéndose más a la madre que a su padre Resak, que era del tipo de Tacs.

—No sabía que hubieras vuelto de Sirmio, hermano.

—Volví a ver. Edeco me envió por delante de los otros.

Los dos hermanos siguieron cabalgando al paso, uno al lado del otro. Ras llevaba enrollada al hombro la cuerda para las yeguas. Tacs siempre le había admirado más de lo que estaba dispuesto a reconocer ante sí mismo; Ras era muy rico y contaba con el respeto de todos los hombres importantes. Mientras cabalgaban, Tacs no dejaba de observar a Ras por el rabillo del ojo.

—¿Qué había digno de ver en Sirmio? —preguntó Ras bruscamente.

—Sólo lo que hay siempre en esos sitios —contestó Tacs encogiendo un hombro—. Muchos edificios, personas, las cosas que hacen los romanos. Conocí a un xiung que estaba al servicio del emperador, vi la casa del procónsul, estuve con una prostituta, siempre las mismas cosas.

—Debes tener cuidado con las prostitutas. Podrían robarte.

—El amigo que iba conmigo se quedó de guardia.

—¿Ese Yaya? —preguntó mirándole fijamente—. No vale nada.

—No… Dietric, el hijo del rey de los gépidos.

—¿El rey de los gépidos, Ardarico? Creía que tu amigo era Yaya.

—Lo es, pero Dietric es mi amigo intimo. Como lo era Marag.

Ras volvió a mirar al frente. Pasaron bajo las ramas de los árboles que marcaban los limites del pasto. En las ramas grises y sin hojas podían verse ya gruesos brotes, dispuestos a abrirse. La nieve se extendía ya sólo en algunas zonas sombreadas, llena de hoyos y acuosa.

—Todavía siguen hablando de eso, de cómo llevaste el cadáver de Marag a su familia para que pudieran enterrarlo. Su padre me trajo tres potros, sal y hierro; se echó a llorar y juró que eres un gran hombre.

Tacs no dijo nada, pero se preguntó que por qué el padre de Marag llevaría esos útiles regalos a Ras en lugar de dárselos a él, salvo por el hecho, claro está, de que Ras era el jefe de la familia de Tacs. Le sorprendió notar la admiración de Ras en su voz; se aclaró la garganta y miró hacia otra parte. La llanura se hundía ante ellos hasta llegar al torrente congelado, y volvía a subir por el otro lado. Cientos de caballos pastaban en el barro marrón que habían hecho sus cascos con la nieve. Casi todos se movían lentamente en la llanura hacia los lugares en donde los recogerían sus dueños. Los caballos de Ras le estaban esperando ya bajo un roble muerto, con las cabezas juntas, poniendo la cola hacia el viento incesante; de los costados colgaban mechones de pelo nuevo.

—Así que Dietric es ahora tu amigo intimo. Habría que pensar eso cuidadosamente. Esa yegua negra tuya es mala. Nunca está con los demás. ¿La ves? Ayer la encontré más allá del torrente; en el barranco.

Tacs estiró el cuello para mirar entre los caballos que recorrían lentamente la llanura. Cuando no la vio, se llevó los dedos a la boca y silbó. El poney negro levantó la cabeza, y, entre los caballos de Ras, la yegua alazana y el castrado gris que pertenecían a Tacs comenzaron a caminar hacia él, abriéndose camino a empujones entre los otros animales.

Ras fue a atar los suyos con la cuerda. Los de Tacs venían hacia él con la cabeza baja y las crines largas y enmarañadas flotando al viento. La yegua negra aparecio junto a los árboles; se detuvo un momento, levantó la cabeza al viento y Tacs volvió a silbar. El poney negro relinchó. Con la cabeza alta; la yegua galopó hacia ellos sobre la mezcla de nieve y barro. Aunque iba cargada con un potro, corría con un paso cómodo que a Tacs le gustaba observar. Pensó que se alejaba buscando un lugar seguro donde tener su cría. Como el poney, era de pura raza xiung; el poney era hijo suyo. Se detuvo junto a la yegua alazana y le mordisqueó el cuello; la alazana le lanzó una coz. Los tres caballos se acercaron despaciosamente a él, hasta tocar con los morros el del poney negro.

Tacs desmontó y ató a los tres juntos por el cuello, hablándoles tranquilamente y palmeándolos. La yegua negra le lamió las manos; los tres le olisquearon entre la ropa, buscando los regalos que a veces les llevaba. Cuando hubo quitado de las crines los enredos, frotó los pelos largos de los costados. La barriga de la yegua negra tenía un bulto que Tacs pensó que debía ser el talón del potro; lo tocó y pronunció un encantamiento para que el parto fuera rápido. Al terminar, miró fijamente a los ojos a la yegua. Los ojos de los caballos no eran como los humanos, había en ellos algo frío y poco amigable. Con todos los caballos atados a la cuerda, Ras regresó, Tacs montó en el poney y volvieron a casa una al lado del otro.

—Así que el hijo del rey de los gépidos es tu amigo. Un germano y un xiung.

Eso es muy extraño.

—Todos dicen que no debería ser su amigo.

—¿Eso dicen? Quizá tengan razón. No sabría decirlo. Me resulta extraño, yo no tengo amigos que no sean xiung. En realidad no tengo amigos que no sean exactamente como yo, con hijos pequeños, varias esposas y las mismas ideas. Para mí, tú eres tan extraño como un gépido.

—¿Cómo? —a Tacs le complacía pensar que su hermano le consideraba extraño.

Pasaron bajo las ramas de los árboles, cargadas de brotes, y emprendieron la pequeña ascensión hacia la empalizada del qaghan. Hacia el norte podían ver el campamento gépido, con sus casas de maderos recortados, y hacia el sur la casa de Orestes y el baño romano de piedra.

—Mis amigos y yo —siguió diciendo Ras— nos sentimos a menudo en desacuerdo con el qaghan y lo que hace, pero le obedecemos porque es la manera correcta de actuar. No entiendo por qué un hombre joven como tú, sin responsabilidades, está tan apegado a Hungvar, aceptando órdenes y desperdiciando la juventud. Si estuviera en tu lugar, saldría a ver lo que puede hacerse en el mundo, a buscar aventuras. Pero tú te quedas aquí a emborracharte, gastar bromas estúpidas y meterte en problemas. Siempre has sido frívolo; hasta el Flautista está de acuerdo conmigo en eso, a pesar de que te quiere mucho.

—¿Qué aventuras podría encontrar si me voy solo? —preguntó Tacs con aire enfadado—. Si mis amigos no están conmigo, ¿qué diversión hay?

El rostro alargado de Ras se volvía todavía más largo cuando se ponía a pensar.

—No lo sé. Pero lo descubriría si estuviera en tu lugar. Hay tantas cosas que hacer que tú no haces.

—¿Qué debería hacer? ¿Qué es lo que has hecho tú?

Estaban llegando al vado del río. Estaba lleno de gente. Gépidos que regresaban a su campamento, xiungs que iban a la empalizada, comerciantes que se movían en ambas direcciones. Ras y Tacs se hicieron a un lado a esperar que la multitud menguara lo suficiente para cruzar el río con sus caballos.

—No me hagas caso —dijo Ras—. No sé lo que pienso, todo es simple ensoñación.

—¿Por qué lo dijiste entonces?

Ras movió los hombros, irritado.

—¿Qué está planeando el qaghan? ¿Sabes si quiere atacar Roma otra vez?

En el vado, el tráfico cesó momentáneamente y lo cruzaron, dispersando un rebaño de cabras con las que un muchacho gépido intentaba cruzar el río.

—Sí —respondió Tacs. No estaba seguro de que debiera contar eso, pero no veía modo de evitarlo—. Por supuesto que si.

Ras levantó la cabeza. Llevaba el pelo largo y sin trenza a un lado, cubriéndole la oreja, pues había perdido la mitad inferior de ésta en una pelea cuando era más joven.

—A veces pienso que viviríamos más cómodamente si nos gobernara un hombre de menos categoría…, como en otros tiempos, cuando no había sólo un jefe, sino muchos.

Tacs se puso rígido; por la presión de las piernas, el poney empezó a trotar, y tuvo que tirar de las riendas. Cuando se volvió otra vez hacia Ras, su hermano le estaba mirando pensativamente. Taes apartó la mirada.

—¿Sabes por qué dije eso?

—Porque eres estúpido —contestó Tacs—. Todavía más estúpido que yo. Deberías amar al qaghan.

—Quizá. Pero escúchame. Un xiung —porque somos xiung creemos en ciertas cosas— con el poder de nuestros antepasados, el antiguo modo de vida, otras varias creencias complicadas. Si un hombre cree en algo más ya no es un xiung. ¿Pero qué es entonces?

—¿Qué quieres decir? Mi madre era xiung, y mi padre también. ¿Qué voy a ser yo, un romano? ¿Un germano? —Tacs sacudió la cabeza—. Una yegua no tiene terneros. ¿Qué es lo que quieres decir?

Ras le sonrió, con mucha amabilidad.

—¿Te he molestado?

—Sí —contestó Tacs—. No deberías hablar del qaghan a la ligera. No se lo dirías a él si estuviera aquí.

Rodearon la base de la colina del qaghan, dirigiéndose al campamento xiung.

Llegaron hasta ellos los olores espesos de los fuegos en los que se cocinaba la cena.

En el cielo los colores del atardecer se estaban tornando grises.

—¿Por qué hiciste eso? —preguntó Ras—. Lo de traer el cadáver de Marag. No debió ser fácil.

—¿Pero qué otra cosa podía hacer?

Entraron en la zona de auls; Tacs tuvo que tirar de las riendas para seguir a la cordada de caballos de su hermano. No podía imaginar que alguien dijera las cosas que su hermano había dejado sobreentender acerca del qaghan. Era como si Ras hubiera hablado contra el propio Tacs. Cabalgó detrás de su hermano hacia el centro del campamento, pensando las respuestas duras que le daría cuando Ras le permitiera abrirse.

Al llegar al lugar en el que tenían que separarse, Ras le lanzó un grito y le saludó. Tacs dejó caer la cuerda y, rodeando los caballos, fue hacia su hermano.

La garganta le dolía con las cosas inteligentes que había pensado decirle.

—Ven a compartir la comida con nosotros —dijo Ras—. Has estado fuera y deberíamos verte más.

—Yaya…

—Ven —insistió Ras, sonriendo; tocó a Tacs en el brazo—. Tendrás la oportunidad de decirme lo que piensas de mí.

Tacs no pudo evitar sonreír, y asintió.

—Si tenéis comida suficiente.

—Siempre la tenemos —contestó Ras, reemprendiendo el camino hacia su aul, con las yeguas trotando tras él; más lejos, Taes vio a la esposa más joven de su hermano, esperándole con una jarra de agua para verterla sobre sus manos cuando desmontara.