I
Antes de que llegaran al río, los caballos se habían acostumbrado al cadáver; pero Tacs no. Hacía, desde luego, el frío suficiente, salvo al mediodía, como para que la carne muerta apenas oliera, y, además, Tacs lo había envuelto bien, utilizando su propio manto y el del muerto, para que no pudieran atraparlo los espíritus.
Aun así, por la noche, cuando Tacs acampaba, Marag perturbaba su sueño.
En la mañana del día sexto tras la muerte de Marag, cuando hacía ya cuatro días que habían dejado atrás las montañas, avistó el río. Tacs llevaba el caballo gris con la cuerda larga, para que pudiera pastar mientras avanzaba, pero al divisar el brillo del agua en la distancia sacudió la cuerda y tiró de las riendas de su poney negro; inmóvil, respiró dos veces profundamente, contemplando la línea ondulada de árboles que marcaba la orilla del río. La vista del río sobrecogió a Tacs todavía más que si hubiera encontrado a algún hombre de su pueblo. En los últimos cuatro meses el único xiung nu[1] al que había visto era Marag, y ahora, por la noche, lo veía demasiado.
Estimuló al poney con los talones y dio un tirón a la cuerda del caballo gris.
Con la cuerda que unía los dos caballos balanceándose, prosiguió el descenso por la pendiente. El río se ocultó tras la colina siguiente, pues aunque la estepa parecía plana, en realidad formaba largas olas de un horizonte a otro. Ahora, en mitad del otoño, la llanura estaba endurecida y tostada. La hierba seca crujía bajo los cascos del poney negro. Los pájaros oscuros de manchas blancas, los ratones marrones y los conejos aparecían y desaparecían entre las zonas de hierba baja y los tallos de la alta. Todo olía a polvo y sequedad.
El caballo gris se detuvo para rascarse el lomo con los dientes. Tacs siguió adelante, moviendo los ojos constantemente. Sabía que estando el río tan próximo caminaba bajo la protección del qaghan[2], pero el hábito de observar era en él muy poderoso, y en esa llanura vivían también los germanos, además de los xiung nu.
Tacs había visto que los soldados romanos eran sobre todo germanos, y no podía descubrir ninguna diferencia entre los germanos romanos y aquéllos que servían al qaghan. Todos eran unos perros. El poney llegó al extremo de la cuerda tensa del caballo gris y Tacs casi se cae de su silla. Dio un tirón a la cuerda y el caballo emprendió un trote para ponerse a su altura. Con respiraciones breves, el poney negro subió la pendiente siguiente y quedaron expuestos al rugido del viento.
El río no parecía más cercano desde allí, pero ahora Tacs podía ver el puente romano que lo cruzaba, bastante hacia el este. Mientras los dos caballos seguían avanzando, conduciéndole lentamente de nuevo a la llanura, pensó con inquietud en otras maneras de cruzar el río. Éste corría por allí con rapidez, profundo entre las traicioneras orillas, y, como el otoño estaba ya avanzado, el agua se encontraría helada.
No podía cruzarlo a nado y el vado más cercano estaba a varios días de camino.
Sabía que el puente estaba defendido por germanos, probablemente por gépidos[3].
Había sido Ardarico, rey de los gépidos, el que los alejó a él y a Marag del ejército en Italia, por cuya causa se habían quedado atrás cuando el qaghan se retiró repentinamente. Como consecuencia de aquello, Marag había muerto. Tacs no estaba seguro de si aquella muerte exigía venganza; tendría que hablar de ello con un chamán.
El fuerte viento levantó un remolino de polvo tan alto como un hombre y se deslizó rozando el suelo por la cresta de la siguiente ondulación, llevándose con él hojas muertas y trozos de ramas. El camino lo llevaba aproximadamente hacia el puente, y Tacs lo siguió. No tenía más elección; si se dirigía más al norte para buscar un vado o un puente sin guardar, tendría que pasar por lo menos otras dos noches con Marag.
Durante el resto de ese día cabalgó directamente hacia el río. En el arco azul del cielo apareció un águila que estuvo dando varias vueltas alrededor de él, esperando quizás a que abandonara el cadáver. Tacs se preguntó si no debería hacer una plataforma funeraria en la que dejar a Marag, pues estaba ya dentro de los limites que el qaghan había declarado como suyos, por lo que podían servirle adecuadamente al muerto. Toda la primera parte de la tarde estuvo discutiendo el tema consigo mismo, ya que los tabúes y el ritual de su pueblo exigían la presencia de tres testigos para enterrar a un guerrero. Poco a poco fue dándose cuenta de que, de todas formas, no podía dejar allí a Marag, pues no era verdaderamente una tierra de los xiung nu, por lo que empezó a pensar en la forma de cazar ranas para comer nada más llegar al río. La rana era uno de sus animales totémicos, y comer su carne le daría agilidad.
A última hora de la tarde llegó a un desgastado camino que conducía a través de la llanura hasta el puente. Se dio la vuelta para seguirlo y golpeó con los talones las costillas del poney negro. Al principio, éste se limitó a echar hacia atrás las orejas y dar un bufido. Tacs le golpeó con mayor fuerza y el poney se puso de manos; después le golpeó la oreja con la mano abierta y el animal, de mala gana, inició un trote vivo, arrastrando detrás al caballo de Marag.
Llegaron a la vista del puente y, a través de los árboles de la otra orilla, Tacs vio un campamento con una hoguera y una línea de caballos atados a estacas. Tenían que ser germanos; ningún xiung nu ataría un caballo con toda la ancha llanura para pastar. Los hombres del campamento lo vieron casi al mismo tiempo y se precipitaron a cerrar el puente. Eran media docena y lo hicieron a pie, corriendo.
Tacs tiró de las riendas. Los germanos bajaron la barra de madera que cerraba el puente y se quedaron de pie, observándole y hablando entre ellos. Casi todos iban armados con un arco, pero uno o dos incluso tenían espada, como los romanos.
—Avanza —le gritó uno de ellos, en germano.
Tacs miró a ambos lados y no vio ninguna otra manera de cruzar el río. Tiró de la cuerda hasta que la cabeza del caballo de Marag le tocaba casi el muslo y comenzó a avanzar.
El poney negro olió a los germanos, levantó la cabeza y relinchó. Como respuesta a ese relincho chillón, al otro lado del río los caballos de los germanos se agitaron, tiraron de la cuerda que les sujetaba a la estaca y gimieron. Tacs dio una patada al poney para que avanzara. Éste echó las orejas hacia atrás y Tacs le palmeó el cuello. Le había enseñado a odiar a los germanos. Los del puente le estaban esperando, y uno de ellos avanzó hacia él.
—¿Quién eres?
—Un xiung nu —contestó Tacs en lengua germánica, con rigidez—. Me dirijo a Hungvar. El qaghan es mi jefe.
—Eso es lo que dices tú —contestó el germano—. ¿Pero cómo sabemos que no eres un espía enviado por el emperador?
Siempre decían lo mismo. Era un truco de los germanos para que se quedara allí, quizás incluso para obligarle a dar la vuelta y seguir río arriba. Tacs reprimió la cólera. Los germanos se estaban riendo de él, podía ver sus dientes en medio de sus barbas rubias.
—Soy un hombre del qaghan. Mi nombre es Tacs, el nombre de mi padre era Resak, el de mi hermano es Ras, pertenecemos al clan de la rana de los mishni xiung nu y nuestra…
—¿Qué es eso? —preguntó entonces otro germano dirigiéndose hacia el caballo de Marag.
—No lo toques —le gritó Tacs.
El jefe de los germanos enarcó las cejas, pobladas y de color claro. Sus labios rojos se curvaron en una sonrisa suave como la de una mujer.
—¿Qué llevas en ese fardo? ¿Algo que no quieres que veamos?
Con sus hombres agrupándose tras él, agarró la cuerda que sujetaba a Marag sobre el caballo.
Inclinándose hacia el lomo del caballo gris, Tacs sujetó al germano por la muñeca.
—No. ¡No lo…!
El germano le golpeó con el puño. Le sujetaron por detrás derribándole de la silla. El poney negro se encabritó y un germano lo sujetó por la brida; el poney golpeó con las patas delanteras, relinchando con fuerza, y el germano cayó hacia atrás. El animal se dio la vuelta y galopó hacia la llanura, alejándose del puente.
Tacs dejó escapar un grito. De pie sobre el suelo estaba indefenso. Dejó caer su peso sobre los brazos que le sujetaban, pero los germanos lo tenían bien agarrado; eran mucho más grandes que él.
—No le matéis todavía —gritó el jefe—. Veamos lo que lleva hacia Hungvar.
Con un cuchillo cortó la cuerda y quitó la envoltura de Marag, por lo que el cadáver se deslizó hacia abajo y cayó en el suelo polvoriento.
Ultrajado, Tacs lanzó un gemido entre dientes. Los germanos retrocedieron y Marag, cubierto de polvo, quedó tendido a los pies de Tacs. De su cuerpo se filtraba un olor agrio. Uno de los germanos, espantado, gritó un encantamiento. El que sujetaba a Tacs lo soltó y se alejó de él; el jefe tenía el rostro descompuesto y se lamía los labios.
Tacs se arrodilló junto a Marag y volvió a envolverlo con los mantos. El contacto con Marag le atemorizaba, y el olor hacía que se le revolviera el estómago, pero no podía soportar verlo yacer allí, cubierto de polvo en medio de los germanos.
Envolvió los mantos cuidadosamente alrededor de Marag, desde los pies hacia arriba, metió dentro cuidadosamente los brazos rígidos y echó sobre el rostro los gruesos pliegues de piel de oso. La visión del rostro de Marag, aunque estuviera rígido y distorsionado, le volvió a recordar que se encontraba solo y que su amigo estaba muerto, por lo que se enderezó, se golpeó el cuerpo con los puños y lanzó un gemido por la pena y la soledad.
Con los rostros tan blancos como el suero, los germanos habían retrocedido, aunque seguían rodeándole. Tacs cogió en brazos a Marag. El cuerpo había quedado congelado en la forma que había adoptado mientras estuvo tumbado sobre el lomo del caballo gris. Había sido difícil levantarlo, pero fácil volverlo a colocar sobre la silla del caballo. La cuerda estaba en dos trozos sobre el camino. Los germanos se merecían toda la mala suerte que les atrajera el hecho de haber cortado una cuerda. Con un nudo, Tacs volvió a unir la cuerda y ató rápidamente el cuerpo.
Tomando de la riendas el caballo de Marag, retrocedió, alejándose del puente, y silbó para llamar al poney.
Cuando hubo dado unos cien pasos por el camino, el caballo llegó trotando junto a él. El polvo le había irritado los ojos, por lo que tenía los bordes rojizos y como arenosos. Corrió hasta el caballo gris y le olisqueó el morro. Tacs recogió las riendas, que llevaba arrastrando, y montó en él.
Al ver que daba la vuelta y se dirigía hacia ellos, los germanos se apartaron del puente, abriéndose a los dos lados junto al río. Tacs puso al animal a paso largo.
El caballo de Marag, que iba atado muy corto, dio a su lado una docena de pasos al trote e inició un galope medio. Apareció ante ellos la barra del puente y Tacs notó que el poney comenzaba a espantarse y tensaba las patas sobre el tronco. Media zancada por delante del caballo gris, el poney saltó fácilmente la barra. Cruzaron el resto del puente al galope y llegaron a la llanura del otro lado, donde Tacs se desvió bruscamente para seguir el curso del río, pero sólo imprimió un ritmo más lento a los caballos cuando dejó de ver el puente y los germanos quedaron muy atrás.
No pudo encontrar ranas: todas habían muerto durante el invierno. En la oscuridad, acurrucado junto a la pequeña fogata, luchó toda la noche contra el sueño, con la piel de la espalda hormigueándole sobre la columna, picándole todo el cuerpo al menor sonido que escuchara a su espalda. Dentro de sus envolturas, Marag yacía sumisamente al otro extremo del fuego; los caballos dormían y pastaban alternativamente a la orilla del río. Por la falta de sueño, a Tacs le ardían los ojos.
En una ocasión se quedó dormido y despertó justo antes de caerse en el fuego.
Al amanecer cabalgó hacia el norte, siguiendo las suaves curvas del río. Había pasado tantos meses solo y alejado del abrigo de su pueblo que ahora el río le parecía un amigo. Escuchaba la voz del agua; hasta llegó a cantarle en una o dos ocasiones. Ahora que el sol brillaba en el cielo no se sentía ya cansado. Encima de su cabeza el cielo brillaba con ese azul que los romanos pintaban en las paredes de sus casas. Una vez Marag y él habían pasado la noche en una casa abandonada de las colinas, en Italia, al sur de la ciudad, y estuvieron mirando las pinturas de las paredes la mitad de la noche. Iluminándose con antorchas, habían recorrido toda la casa, discutiendo entre ellos, y encontrado todas las pinturas. Las personas pintadas en las paredes parecían extrañamente vivas, pero en absoluto reales. Marag se había negado tenazmente a admitir que se tratara de pinturas de demonios.
Tacs comenzó a organizar mentalmente los recuerdos del viaje, como si fuera algo terminado, para poder contárselo a los amigos cuando estuviera a salvo entre ellos. La familia de Marag tendría que conocer todo lo que tuviera importancia.
El poney negro seguía un trote uniforme, con las riendas sueltas sobre el cuello.
Tacs se quitó las plumas y guijarros que llevaba en sus largos cabellos negros y los peinó con los dedos. Por la sombra que él mismo proyectaba, se dio cuenta de que le había crecido el pelo.
A finales del verano tenía los cabellos mucho más cortos, cuando Marag y él regresaron al campamento del qaghan esperando encontrar miles de hombres, pero encontraron sólo las fogatas apagadas y el polvo arrastrado por el viento. Al principio habían esperado alcanzarles; apresurándose tras el ejército, Marag y él habían matado un caballo y casi terminan con otro, pero el qaghan se movía todavía con mayor rapidez, les llevaba una delantera de un mes y nadie les esperaba.
Metió los guijarros en la bolsa que llevaba en el cinto y trenzó de nuevo las plumas en su pelo. El río se deslizaba en una oquedad de la llanura y las orillas se convertían en un pantano semicongelado: dos cigúeñas que habían iniciado tarde la migración batieron sus largas alas elevándose lentamente en el aire, y desaparecieron de su vista. La tierra se desmenuzaba bajo los cascos del caballo y estuvo a punto de resbalar. El sonido del río cambió y se hizo más calmo.
Había sentido la estela del ejército desaparecido de forma muy parecida a como sentía ahora el río murmurando y lamiendo la orilla a su lado; mientras lo siguiera, estaría a salvo. Se habían mantenido cerca del camino que siguió el ejército para salir de Italia, aunque la caza había desaparecido y sus caballos se hubieran comido la hierba. Pero en los pasos altos de las montañas, azotados por la nieve y el viento ululante, habían perdido el rastro. Dos días más tarde, uno de los caballos resbaló y cayó por un precipicio; a la mañana siguiente Marag estaba enfermo. A media tarde había empeorado y no podía cabalgar. Acamparon al abrigo de un risco. Los dos sabían que Marag estaría muerto por la mañana. Marag habló de la muerte y pidió a Tacs que se lo comunicara a su padre. Poco después del amanecer, Tacs ató el cadáver a la silla de montar y se puso en marcha. Por la tarde mató una cabra blanca, aunque tuvo que subir por un campo nevado para alcanzarla, y comió crudos el corazón y la lengua.
En un mes nevaría en esa llanura, pero antes de eso habría regresado a casa.
Mantenía los ojos en movimiento, por si había más germanos patrullando su lado del río. A última hora de la tarde, muy lejos, vio tres carretas tiradas por bueyes y seguidas por un grupo de cuatro o cinco caballos: una familia que se dirigía hacia el sur desde Hungvar para pasar el invierno. Los hombres que llevaban los caballos tiraron de las riendas para observarle. Tacs levantó una mano como saludo y los dos jinetes levantaron el brazo derecho como respuesta. El haberlos visto, y esa breve comunicación, le llenó de una sensación de triunfo. Había regresado a casa.
Serpenteando, con la orilla acercándose y alejándose de la linde de árboles, el río les conducía, y Tacs cantó una canción en la que contaba cómo había seguido el rastro del qaghan para salir de Italia.
El poney negro trotaba sin detenerse. Estaba tan oscuro, que Tacs apenas podía ver el camino. El frío profundo de la noche se le clavaba como si estuviera hecho de agujas. Por delante, en la cumbre de la colina, la luz se reflejaba en los altos muros de la empalizada del qaghan. En el lado oeste del río, sobre la colina más baja, había más luces, pero Tacs pensó que debía tratarse del campamento del rey de los gépidos. El poney se movía sin vacilaciones, con el morro apuntando con precisión hacia la empalizada.
El viento del norte había estado creciendo toda la tarde; Tacs pudo ver cómo agitaba ahora las ramas desnudas del roble situado junto a la puerta de la empalizada, y cuando el caballo le llevó hasta la última cuesta del camino, pudo oir las ramas entrechocándose. El pelo de su nuca se agitó y se le puso de punta. Rápidamente miró a su espalda, pero en la oscuridad sólo pudo ver las luces al otro lado del río. Volvió el rostro hacia la zona de luces que tenía ante él, en la colina del qaghan. Tenía que haberse vuelto loco para seguir avanzando durante la noche; hubiera debido detenerse y esperar a la mañana.
El caballo gris corría a paso largo a su lado. El viento frío sopló en una ráfaga y ululó a su alrededor, empujándole hacia adelante; sobre el lomo del caballo gris, el cadáver envuelto se agitó y Tacs murmuró en voz baja. En otro tiempo había conocido una magia contra los muertos, pero lo había olvidado todo, salvo algunos fragmentos del encantamiento. Y aunque por sí solas las palabras no sirvieran de nada, de todas maneras había seguido repitiéndolas.
El poney le condujo directamente debajo del roble, rodeó una esquina y se detuvo ante la puerta grande de la empalizada. Tacs tomó una inspiración profunda.
El viento gimió y le habló atropelladamente; las ramas flacas del roble se frotaban sobre su cabeza. La puerta estaba cerrada, desde luego, y a una hora tan tardía nunca le dejarían entrar. Pero no podía quedarse allí fuera, a campo abierto, en la oscuridad. Se inclinó hacia un lado y golpeó la puerta con el puño.
—Dejadme entrar. ¡Eh, dejadme entrar!
Podría ir a uno de los campamentos de la llanura, alrededor de la empalizada, pero en la oscuridad podría ir a parar a uno germano; y sabía que ahora no podía enfrentarse a un germano. Nadie respondió a su llamada, y golpeó la puerta; estaba hecha de leños cortados longitudinalmente, y la corteza que les quedaba ahogaba su llamada.
—Vete —le respondió una voz desde lo alto de la empalizada—. Ya ha oscurecido y la puerta se cierra al anochecer. Vete.
—¡Yaya! —gritó Tacs, aliviado—. Soy Tacs. Déjame entrar.
Empujó la puerta hacia el frente, presionando con ambas manos, como si deseara abrirse paso a través de la madera.
Sobre la empalizada, Yaya lanzó un juramento con voz de pánico. Tacs miró por encima del hombro al caballo gris. Brillaba con una extraña irradiación clara.
El viento y la oscuridad le golpeaban, como si se rieran a su alrededor, lleno de demonios. Al contacto con ellos se le puso carne de gallina. Querían el cuerpo de Marag para comérselo. El poney bailaba sobre sus cascos, con las orejas estiradas hacia atrás, y Tacs le palmeó el cuello.
—Tacs ha muerto en Italia —contestó Yaya al otro lado de la puerta—. ¿Eres verdaderamente su espíritu, o tomas su voz para engañarme y hacerme salir?
—No estoy muerto. Soy yo, Tacs, vivo, no un demonio. ¡Yaya, por favor, déjame entrar!
—Es su voz —dijo otro hombre—. Yaya, si abres la puerta, te chupará la sangre.
Dijo tu nombre.
—Y también pronunció el tuyo, Monidiak —intervino Tacs con un grito—. Dejadme entrar. Aquí fuera hay demonios que si son de verdad. ¿Me vais a entregar a ellos? —añadió sin mencionar el cadáver de Marag, pues sabía que si lo hacía nunca le dejarían entrar—. Yaya, por favor…
—¡No! —respondió Monidiak con un aullido—. Es un demonio…, no… no…
Algo pesado cayó contra la puerta al tiempo que se escuchaban sonidos de lucha.
También se oyeron otros pasos que venían a la carrera. Tacs golpeó la puerta con los puños, para que no se olvidaran de él. Le rodeaban la oscuridad y el viento, y éste estaba cargado de voces lo mismo que un río. Se abrió una pequeña rendija en la puerta y el caballo negro empujó, logrando abrirse paso a través de ella, arrastrando con ello al caballo gris que venía detrás. Tacs agarró entonces por la crin al poney y lo hizo a un lado para dejar que cerraran de un portazo. Estaba rodeado por hombres armados de lanzas y arcos. Tacs levantó las manos.
—Soy yo, Tacs. ¿Es que no lo veis? Y además, si fuera un demonio, no conseguiríais matarme. El muerto está ahí, detrás de vosotros. ¡Yaya!
De un salto se bajó del poney y corrió hacia Yaya con los brazos abiertos; éste gritó algo y corrió hacia él. Tacs estaba tan contento que apenas podía respirar.
Los demás se arremolinaron junto a él, riendo, abrazando a Tacs y a Yaya, a los dos, haciendo bromas sobre los demonios y el viento que chirriaba y golpeaba la puerta, sacudiéndola sobre sus goznes de cuero.
—¿Ése es Marag? —gritó Monidiak con voz firme.
Las voces y risas se acallaron. Tacs se volvió hacia él. Monidiak se encontraba de pie, junto al lomo del caballo gris, poniendo una mano sobre el cadáver envuelto.
—Murió en la nieve, cuando regresábamos —dijo Tacs. La pena le embargó y se echó a llorar.
—Cerdos —gritó una mujer desde una ventana del segundo piso del patio de las mujeres—. Hijos de serpientes y de demonios. ¿Es que no vais a dejar dormir a nadie?
Todos se chistaron unos a otros, riendo.
—Vamos —dijo Monidiak con suavidad—. Entremos para hablar de todo esto.
Que la puerta se guarde ella sola. ¿Ése es tu poney?, si —se contestó a sí mismo al tiempo que le palmeaba en las ancas—. Puede cuidarse él solo. Llevemos dentro a Marag, para ponerlo a salvo de los demonios. Espera a que el qaghan se entere de esto.