XIII

Cuando todo el mundo hubo comido y se hubieron llevado los platos, trajeron al enano. Incluso entre los hunos era pequeño y malforme, bailaba y hablaba como un galimatías y hacía tales muecas que todos se reían, incluso los romanos, medio tendidos elegantemente sobre sus asientos, colocados a la derecha del qaghan. Éste era el único que no reía. Dietric le observaban con el rabillo del ojo mientras el enano daba saltos mortales y ponía muecas grotescas; el romano Maximino reía y se inclinaba hacia su compañero para compartir la risa, pero el qaghan observaba al enano casi con desagrado.

Dietnic había oído —todos lo habían oído— que, a pesar de la presencia de los romanos en el palacio y de este gran festín, el qaghan se había negado a hablar sobre los asuntos que los romanos habían venido a discutir a Hungvar. A Dietric eso le pareció bien: enseñaba a los romanos que no se podía jugar con Atila. Estaba de pie al lado de su padre, sirviéndole de copero, y mirando a través de la sala podía ver entero el rostro de Atila; y empezó a darse cuenta de que un hombre así podía ser más noble que los romanos, quienes creían que su emperador era un dios.

Al banquete habían asistido todos los hombres de importancia que vivían hasta a dos o tres días a caballo de Hungvar. El amplio salón estaba lleno de mesas y bancos; los hombres sentados en ellos se apretujaban hombro con hombro, a pesar de que el espacio era tan grande. De las planchas de madera de las paredes colgaban alfombras y tapices provenientes de todo el mundo. El suelo estaba cubierto de esterillas hechas con juncos entrecruzados; Ardarico le había dicho que el qaghan prefería que no se estropearan sus alfombras con tanta gente caminando sobre ellas.

Las vigas del techo se habían ennegrecido por el hollín que soltaban las antorchas, y el estruendo de la conversación parecía una cascada. Todos los hombres que se sentaban en las mesas eran de alta cuna, todos iban vestidos según su propio entendimiento de lo que era la elegancia; habían venido los tres reyes de los ostrogodos, vistiendo telas griegas y egipcias, y hasta el propio Ardarico se había puesto paño tejido con bordes de piel. Pero Edeco, Scotta y los demás hunos, que tenían prioridad sobre los otros, vestían piel y cuero recamado con joyas, plumas y guijarros en la cabeza, y llevaban el rostro pintado con símbolos. Cuando entró Edeco, Constancio, que servia al qaghan como heraldo, lo anunció como Maestro del Caballo. Dietric se divirtió sabiendo que era una puya lanzada a los romanos.

El enano bailaba torpemente sobre la mesa, en dirección al qaghan, mientras los hombres que estaban cerca de él trataban de asirle un pie y hacerle resbalar; algunos le atacaban con los cuchillos, pero el enano, diestramente, los eludía, levantando por encima de la cabeza sus brazos robustos y con los cortos ropajes moviéndose sobre los muslos. Uno de los hombres se abalanzó con un cuchillo, el enano lo evitó ágilmente echándose hacia un lado, tiró una jarra de cerveza y empapó al que la tenía. Se produjo un estruendo de risas. El qaghan, que estaba en la cabecera de la sala, frunció el ceño. Llevaba la túnica de seda azul que se ponía siempre en esas ocasiones y tenía la cabeza, voluminosa y redondeada, caída entre los hombros. Los brazos estaban extendidos sobre los del sillón, los puños cerrados. A su lado, los romanos parecían frágiles y femeninos con sus túnicas recamadas, sus rostros de huesos finos y su piel clara y suave.

—Lléname la copa, Dietric —le dijo Ardarico en tono bajo.

Dietric retrocedió dos pasos, se dio la vuelta y recorrió la sala rápidamente hacia las mesas en donde estaban las jarras de servir. La guardia huna se encontraba a lo largo de las paredes, Tacs entre ella, y al pasar Dietric el huno le sonrió y levantó una mano a modo de saludo.

—Ya te dije que estaría bien —le dijo Tacs al pasar.

Dietric le hizo señas de que esperara y se inclinó en la mesa. Se habían llevado la jarra del vino que estaba bebiendo Ardarico y permaneció apoyado en la mesa, esperándola. Tacs se acercó a él.

—¿Te dijo lo que sucedió? Yo estaba…

Edeco le gritó a través de la sala, y Tacs se volvió a mirar. Dietric se apartó de su alcance. Con un torrente de insultos en huno, Edeco le ordenó que volviera a su lugar y no lo abandonara de nuevo. Tacs miró a su alrededor, sorprendido de tan inesperada disciplina, y volvió a colocarse junto a la pared. Las risas se extendieron por la sala, y ahora reía incluso el qaghan. El muchacho rubio que se había llevado la jarra la trajo de nuevo; se trataba del copero de uno de los jefes alanos, sentado en el otro extremo. Dietric cogió la jarra para llevársela a su padre.

El enano había subido al estrado. Se puso de rodillas ante el qaghan y tocó la mesa con la frente. A ambos lados estaban sentados los hijos de Atila. Entre ellos, Dengazich no dejaba de sonrefr ni de mover la cabeza. Ellac se sentaba como un fardo, llevándose continuamente comida a la boca. El enano balbuceaba un galimatías, se inclinaba y se golpeaba la cabeza contra la mesa, y, sin embargo, había poca humildad en él, sólo insolencia. Atila no sonreía nunca. Al cabo de un rato habló con Constancio, sentado en un taburete trás él, y el romano sacó una bolsa de entre las ropas, la abrió y puso una moneda de oro en la mesa, delante del enano.

Éste la cogió enseguida, dándose la vuelta echó a correr por encima de la mesa hacia la puerta, gritando y saltando en el aire y arrojando con los pies los platos y copas de vino sobre el regazo de los invitados. El romano Maximino, sacudido por la risa, tocó con la mano el brazo del otro romano. La puerta se cerró con un golpe seco detrás del enano y los dos romanos se reclinaron hacia atrás, sonriendo. Un momento después se presentó un monje en el estrado.

Ardarico se había dado la vuelta para explicar a su vecino burgundio que el qaghan no se reía del enano porque éste había pertenecido en otro tiempo a su hermano Bleda. Dietric sirvió vino en la copa de Ardarico. Al ir a cogerla, Ardanco vio al monje y se derramó vino en la mano.

Dietric sacó una servilleta de su camisa y la entregó a Ardarico. El monje hablaba en latín, de cara al qaghan, con los brazos levantados.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Dietric.

Ardarico mantenía los labios apretados. Escuchó un poco más al monje y con voz dura contestó:

—Está recordando a los romanos la promesa de que podría predicar aquí para la conversión de los hunos. Es un estúpido. Ya ves que lo único que ha conseguido es encolerizar al qaghan.

Dietric llevó de nuevo la jarra a la mesa de servir, casi corriendo en su prisa, pues la mesa estaba cerca del estrado. El monje hablaba, los romanos se agitaban inquietos y, tal como había dicho Ardarico, el qaghan se estaba enfadando. Habló con Constancio, y éste se levantó, pero antes de que Constancio pudiera hablar Edeco estaba en pie gritando unos nombres hunos.

Tres de los guardias se apartaron de un salto de la pared y se subieron a la mesa que había en medio para llegar junto al monje. Entre ellos estaba Yaya. Dietric apretó los puños, dejó la jarra y se volvió para mirar. Los tres hunos cogieron al monje y se lo llevaron sin miramientos. El monje lanzó un grito y después se debatió en silencio durante todo el recorrido por la sala, pero era como si no se moviera. Los hunos le ignoraron. Yaya retorcía el brazo del monje. Se le cayó la capucha negra y la arrastró por el suelo. Los guardias que estaban de pie en la puerta la abrieron para dejarlos pasar y la cerraron tras ellos.

Maximino hablaba sonriente con el qaghan, pero sobre los pómulos su piel se había puesto blanca por la tensión. Se inclinó hacia el frente, añadiendo énfasis a lo que decía con unos golpecitos que se daba en la rodilla con el dedo indice.

Se aproximó a ellos el godo Vigilas, que actuaba como intérprete, pero antes de que pudiera terminar la traducción el qaghan dijo:

—No. Dile sólo que cuando él viene a mi palacio soy yo el que proporciona el entretenimiento.

Con un gesto de la mano apartó a ambos, a Maximino y al intérprete, y se volvió de nuevo hacia el frente. Maximino bajó los ojos y se sentó. Cuando Dietric volvió junto a Ardarico, su padre estaba riendo.

—Ya ves cómo los castiga —le estaba diciendo al burgundio—. Les aterra que utilice la menor excusa para destruirles por la conjura que habían tramado contra él. El qaghan es un hombre sutil.

Dietric se lamió los labios. El recuerdo del monje luchando en silencio mientras lo sujetaban los tres hunos permanecía en él y hacía que se sintiera incómodo. Al mirar a su alrededor, vio que a nadie más parecía importarle, aunque casi todos los que estaban allí eran cristianos. Un instante después comprendió que probablemente el monje era católico, y los germanos arrianos. Él también era arriano. Pero sabía que debería haber ayudado al monje, de alguna manera…, al fin y al cabo los dos eran cristianos, y los hunos eran paganos.

El estruendo de la conversación atronaba en sus oídos. Al otro lado de la sala, Tacs estaba sentado con la espalda en la pared con la lanza apoyada a su lado. Se abrió la puerta y Tacs miró a su alrededor. Dietric siguió su mirada. El que entraba era Yaya, sonriente, seguido por los otros dos guardias. Dietric apartó la mirada.

—Padre, déjame salir fuera.

Ardarico estaba apoyado sobre la mesa, escuchando la historia que le contaba uno de los ostrogodos. Miró por encima del hombre y frunció el ceño.

—Te advertí antes de que vinieras.

—Por favor —contestó Dietric. Pasaba el peso alternativamente de uno a otro pie, y con un gesto su padre le dio permiso para irse.

El burgundio les miraba con una amplia sonrisa. Llevaba el pelo rapado menos en una franja central, donde lo llevaba largo y hacia atrás, como una cola de cabalío. Cuando Dietric se dirigió ya hacia la puerta le gritó:

—En mi casa les decimos que les dejamos que se lo hagan en las piernas, Ardarico.

Todo el mundo lo oyó y la risa se extendió por todas las mesas. A Dietric le ardían las orejas y las mejillas. Estiró las piernas tratando de parecer tranquilo.

En la puerta se volvió y vio que el qaghan le estaba observando, por lo que se inclinó rígidamente desde la cintura. Con una sonrisa, el qaghan asintió dándole permiso para que saliera.

La pequeña antecámara que había tras la puerta se encontraba tan apiñada como la sala que acababa de dejar. Los siervos y esclavos que esperaban a que los necesitaran estaban allí charlando, sentados o en pie en el centro de la habitación. En el suelo había fuentes medio llenas con los restos de la mesa, y perros y personas comían de ellas unos al lado de los otros. Los soldados de las guardias de los reyes y los jefes estaban junto a las paredes, bajo las antorchas, jugando a los dados y las varitas o durmiendo. El monje no estaba allí, y Dietric fue hacia la puerta.

Un guardia huno se la abrió y salió al aire libre, al pórtico.

Nada más dar tres pasos desde la puerta, la lluvia cayó en su rostro impulsada por el viento. En el pórtico no había nadie, y la oscuridad le impedía ver lo que había fuera de él. Paseó arriba y abajo por el pórtico, gozando de la soledad y la quietud. La lluvia martilleaba en el techo que tenía sobre su cabeza; se filtraba en gruesas gotas por varios sitios, formando charcos de agua en el suelo. De vez en cuando una ráfaga de viento hacía que entrara la lluvia y le mojara las mangas.

No se atrevía a regresar junto a Ardarico estando tan mojado y dejando marcas de barro en el salón del qaghan, ni a abandonar el pórtico para buscar al monje en la oscuridad. Trató de convencerse que de todas maneras nunca lo encontraría. Cuando volvió a entrar, tenía un gusto amargo en la boca. Pensó que si hubiera sido más rápido podría haber salvado al monje. Pensar que probablemente estaría tendido bajo la lluvia, golpeado, medio muerto y medio ahogado, le llenaba de verguenza.

Más tarde se enteró de que alguien le había salvado y que vagaba por el campo predicando, pero aunque Dietric lo buscaba cada vez que salía de Hungvar, no encontró ningún signo de él.

—Mi qaghan, los romanos están aquí de nuevo —dijo Constancio.

Atila soltó un gruñido. Creía que ya se habían ido. Sin apartar la mirada de las varitas que había sobre la mesa dijo:

—Despídelos. Que vuelvan a su casa. Me aburren.

Ernach, el pequeño de sus hijos legítimos, le había tendido una trampa en la disposición de las varitas e hizo un ruido con la lengua al descubrirla. Ernach le sonreía con los brazos cruzados.

—Mi qaghan —replicó Constancio—, no son todos los romanos, sólo Prisco, el secretario; no creo que haya venido por un asunto oficial.

Atila levantó dos de las varitas, tomándolas al mismo tiempo en la mano. Frente a él, Ernach frunció el ceño y cambió la posición de los brazos, de forma que la barbilla descansaba en el puño derecho y el antebrazo izquierdo estaba sobre la mesa, las varitas estaban hechas de marfil tallado con los tótems del clan del qaghan, marcadas con oro; habían sido un regalo de Teodosio, el emperador fallecido. Las midió con los dedos, pensando su siguiente movimiento, pero recordó que Constancio estaba esperando y asintió.

—Que entre.

—Mi qaghan es prudente.

Atila dejó la primera de las varitas en su nuevo lugar, vigilando los ojos de Ernach; el muchacho se irguió, en posición alerta, dispuesto a aprovechar la ventaja que le estaba dando su padre. Al qaghan siempre le divertía que Ernach se tomara el juego tan en serio. Dejó caer la otra varita como si no viera otro lugar donde colocarla y apenas le importara. La mano pequeña de Ernach salió disparada y comenzó a mover varitas. En ese momento entró el romano, caminando con paso vivo, mientras los tacones de sus sandalias resbalaban en el suelo liso.

—Mi señor Atila…

—Si estás aquí en nombre de Maximino, te fatigas sin propósito. No trato con hombres que acostumbran a hacer sobornos.

Prisco tenía un cariz y pómulos sobresalientes, cabellos claros y escasos, piel suave; era de mediana edad. Atila le observó con el rabillo del ojo. Ernach seguía moviendo y reordenando todo el juego. Prisco se sonrojó ligeramente, pero no bajó los ojos en ningún momento, y dijo:

—Pero mi señor Atila, como todos sabemos, tú acostumbras a aceptarlos.

Por dos veces había utilizado el término latino dominus, lo que era una concesión. El qaghan soltó una breve carcajada.

—No es muy diplomático por tu parte mencionarlo. ¿Me traes un soborno?

—No. Mi misión de hoy no concierne a los asuntos que discutimos —que tratamos de discutir— contigo la semana pasada y la anterior. Cuando vinimos aquí, Atila, un monje formaba parte de nuestro grupo. Ahora que partimos hacia Nueva Roma no lo encontramos por ninguna parte.

Las manos de Ernach volaban por encima de las varitas, ordenándolas: sonreía con cara de triunfo. El qaghan dijo:

—Ese monje desapareció hace más de un mes y no os habiais quejado hasta ahora.

—No. —Prisco se aclaró la garganta antes de proseguir—. Pensamos… teníamos miedo de poner en peligro la misión. Pero nunca pensaste tratar con nosotros, la misión fue un fracaso desde el principio.

—No por mi culpa.

—Ni por la mía, mi señor, te lo aseguro. Quizá nos equivocamos al no preguntar antes por el monje, ¿pero es eso razón para…?

—Actúas como si yo lo tuviera en alguna parte —respondió Atila. Se echó hacia atrás; de los diplomáticos romanos. Prisco era el único que le interesaba—. Como si yo pudiera chasquear los dedos y él apareciera saliendo de un armario.

—¿No lo tienes? —preguntó Prisco, inseguro.

Por un momento, Atila lo miró fijamente. De pronto estuvo seguro de que Prisco no quería ninguna otra cosa que no fuera la que había pedido. Bajando la vista al juego, movió con aire ausente en dirección a Ernach una de las varitas de marfil.

—No. No tengo a tu monje. Alguno de los alanos que estuvieron aquí aquella noche lo encontraron casi muerto bajo la lluvia y lo curaron. Son gentes piadosas, y aunque son arrianos y ese monje parece estar persuadido de que Cristo es eterno, se preocuparon por él.

Prisco guardó silencio un largo momento. Siempre les sorprendía que Atila entendiera las sutilezas de su religión. Finalmente, el secretario romano movió las manos y habló, como si con ese movimiento hubiera liberado la voz:

—No lo sabía. ¿Dónde está ahora?

—Con los alanos. Y me complace descubrir por tu pregunta que no me han traicionado, como han hecho otros jefes germanos. Vete, Prisco, estoy cansado de romanos.

Ernach movía de nuevo. El romano permanecía pensativo, siguiendo con los ojos un juego que el qaghan sabía que no entendía. Al principio Ernach movió con confianza y certidumbre, pero con cada varita se iba dando cuenta de que Atila lo tenía atrapado. El movimiento de las manos se fue haciendo más lento, hasta que dejó de moverlas y se echó hacia atrás, levantando la cabeza para mirar a su padre. El qaghan le sonrió.

—Me has vencido —dijo con amargura.

También el qaghan se echó hacia atrás, dejando las manos sobre su voluminoso estómago. Era otro día caluroso, inusualmente caluroso para aquella estación. El pequeño dolor punzante, que nunca le abandonaba, pinchaba insistentemente ahora en su vientre, por lo que cogió su copa de madera de hiedra. Prisco se había ido.

—Realizas movimientos demasiado elaborados. No dejo de decirte, hijo, que los mejores movimientos son los más simples. Volvamos a jugar.