IX
A la noche siguiente durmieron en el campamento de una familia xiung que desde las montañas iba en dirección norte, hacia Hungvar. El campamento estaba situado en una colina pedregosa, al borde de un valle que cortaba las montañas en dirección sur, hacia Sirmio; con el nuevo día siguieron por el valle hasta los riscos de la vertiente meridional, y durmieron allí al abrigo de un saliente rocoso.
Al otro día, a última hora de la tarde, llegaron a la alta meseta en la que estaba situada Sirmio. Las montañas, cubiertas de nieve, se erguían como una pared. El río de Sirmio seguía fluyendo a pesar del frío, arrastrando en su curso trozos de nieve y hielo azulado.
El viento había barrido la mayor parte de la nieve de la meseta. Había montones junto a las murallas de la ciudad, pero la nieve estaba sucia por las basuras arrojadas desde ellas. Tacs, que cabalgaba junto a Dietric, le miró. El germano tenía la boca abierta y contemplaba la ciudad con mirada hambrienta. Apartando los ojos para mirar a Tacs, preguntó:
—¿Cuánta gente vive ahí?
—No lo sé —contestó Tacs levantando un hombro—. A lo mejor Edeco lo sabe; si te interesa, se lo preguntaré. Muchos —añadió sonriendo—. ¿Te gusta?
—Parecía tan complacido como si la hubiera construido él solo para enseñársela a Dietric.
—Nunca antes había visto una ciudad de piedra. Solamente Hungvar, que es totalmente distinta.
—Hungvar no es una ciudad —replicó Tacs soltando un gruñido—. Las ciudades son lugares malos.
Llegaron cabalgando hasta la puerta. Como ésta se encontraba abierta, algunos habitantes de la ciudad estaban en el exterior; Tacs sabía que los romanos, cuando les era posible, mantenían cerradas las puertas también durante el día. Se preguntó lo que podría estar haciendo en la nieve la gente de la ciudad. Las montañas de los alrededores le producían respeto e inquietud, pero penetrar en la ciudad le llenaba de infelicidad. Cruzaron a caballo el arco de la puerta y la sombra cayó sobre ellos; más fría que la luz del sol, como un trozo de hierro.
Una vez dentro de las puertas, los xiung tiraron de las riendas y se agruparon formando un circulo, avanzando después con los caballos. Tacs se aseguró de que quedara un espacio para Dietric. De inmediato, se pusieron a hablar todos a la vez. El qaghan les había ordenado que fueran a Sirmio a buscar a Edeco, pero no había designado a ninguno como jefe, y durante el viaje hacia el sur ya habían sufrido por esa causa. Tacs volvió a mirar a Dietric; el muchacho, pálido entre los rostros oscuros de los xiung, miraba fijamente a los hombres que hablaban y con los labios, silenciosamente, formaba palabras xiung.
—Tacs —preguntó Yaya—. ¿Te acuerdas de dónde está el palacio del procónsul?
Tacs se levantó sobre la silla, mirando los alrededores para orientarse.
—Ah. Sí. Más abajo de esta calle hay una plaza con una fuente de niños de piedra, y de ellas salen unas calles. Dos de ellas se dirigen hacia el sur; una, colina arriba; y la otra llana. En la calle llana está el palacio del procónsul.
—Ahí es donde estará Edeco —dijo otro huno—. ¿Nos encontraremos allí con él? ¿Sabe alguien dónde dormiremos?
—En los cuarteles de la guarnición romana —gritó Yaya—. Sé dónde están.
—Vamos, Dietric —dijo Tacs recogiendo las riendas—. Se van a quedar hablando aquí hasta que el sol se ponga —añadió sacando el poney del círculo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Dietric. Pero azuzó el caballo para seguir al lado de Tacs y bajaron al paso por la calle, adentrándose en la ciudad.
—A ver qué sucede.
Dietric miró hacia atrás y comentó:
—A lo mejor deberíamos quedarnos con los demás. ¿De verdad dormiremos en el cuartel?
—Si. ¿Pero no quieres ver cómo es la ciudad? Si nos quedamos con ellos, no veremos nada.
—No se parece en nada a lo que yo esperaba —respondió Dietric acomodándose en la silla.
Tacs se echó a reír. Cabalgaban por el centro de la calle, y a ambos lados caminaban los habitantes de Sirmio. Llevaban ropas hechas de paño tejido y zapatos de cuero, y miraban a Tacs y Dietric como si nunca hubieran visto a nadie semejante. A su alrededor había casas hechas de bloques de piedra. Tacs soltó los músculos, tratando de mantener la mente ligera, pues le asustaba no poder ver más allá de unas cuantas decenas de metros.
—Esto es muy cerrado —dijo Dietric—. Todos nos miran y me siento avergonzado. Parezco un bárbaro.
Tacs le miró por el rabillo del ojo, pero no comentó nada. Entraron en otra calle. Delante de ellos, gritando y riendo, los niños jugaban con aros en la calle.
Los cascos de los caballos resonaban en las paredes de piedra, por lo que parecían cuatro caballos en lugar de dos. Al oírlos, los niños dejaron de jugar. Debajo de la mugre y la suciedad, sus rostros eran blancos; tenían la nariz larga y delgada, como la de los germanos.
—Cuidado —dijo Tacs.
—¿De qué? —contestó el muchacho.
Tacs señaló con un gesto a los niños, que les observaban mientras se acercaban, y se puso la capucha de la capa para proteger el cuello y la cabeza. En silencio, y muy atentos, con agilidad de gatos, los niños se habían apartado junto a los muros para dejarles pasar. Tacs simuló no haberlos visto. Mantuvo el poney negro cerca de Dietric, como abrigo. Pasaron junto al primer grupo de niños; más adelante la calle se estrechaba entre unos muros altos cubiertos de vinas.
De pronto los niños comenzaron a gritar y por la espalda cayeron sobre los Jinetes bolas de nieve, piedras y pedazos de teja. Dietric lanzó un grito. Se llevó la mano a una sien, vio que tenía sangre y se volvió colérico para reprenderlos.
Tacs mantenía la vista al frente. Cada paso que daba el caballo a él le golpeaba algo en la espalda. El poney se espantó y coceó, pero Tacs apretó las pantorrillas y lo volvió a controlar. Los niños les perseguían. Dietric les lanzaba furiosos insultos en germano, mas los niños hablaban latín y no sabían una palabra en esa lengua.
Finalmente, llegaron junto a la plaza en la que estaba la fuente de los niños de piedra y el griterío de los de carne y hueso se desvaneció. Una piedra rebotó en el hombro de Tacs y una fruta podrida le pasó rozando y se estrelló en las piedras del pavimento, deshaciéndose.
—¡Mocosos! —exclamó Dietric—. ¿Es que sus padres no los controlan?
—Siempre hacen esto —repuso Tacs—. Sigamos.
—Pero yo soy cristiano, como ellos.
Tacs contestó con un gruñido. La plaza era ancha y soleada, y estaba llena de romanos. En medio estaba la ancha pila de la fuente, y por encima la roca fingida con los tres muchachos de mármol, dos arrodillados y uno de pie, los tres con conchas de mármol en las manos. Por el frío que hacía, no caía agua de las conchas; pero Tacs estuvo allí cuando la fuente funcionaba, y era hermosa. Le hubiera gustado que Dietric la hubiera visto. Los vendedores habían instalado sus puestos por alrededor y bajo las ramas desnudas de los árboles que había en un lado de la plaza. Tacs olió a naranja y manzana y empezó a pensar en la comida.
—¡Xiung!
—Xiung —contestó Tacs con un grito al tiempo que extendía el brazo. Dietric, que iba tras él, se sobresaltó, y su caballo se espantó dirigiéndose hacia la fuente.
Un hombre montado en un caballo negro se acercaba a ellos por entre la multitud de personas que esperaban frente al puesto del vendedor de naranjas. Una anciana vestida con un chal le lanzó un juramento acompañado de un bastonazo a la espalda, pero Tacs la ignoró. Tiró de las riendas para esperar al otro, que iba vestido con la armadura pesada de un catafracto[6] del ejército romano, y cuyo caballo, aunque sólo era una mano más alto que el poney, pesaba muchos más kilos. Giró el caballo de forma que su hombro derecho se uniera al hombro derecho de Tacs y se quitó el casco.
—Arrun, de los xiung khatrigures, la serpiente y la lluvia de primavera.
—Tacs, de los xiung mishni, la rana y el sauce —contestó sacando de la silla una jarra de Hermano Blanco y tendiéndola hacia el otro.
—¿Alguna noticia del qaghan?
—Él prospera; y sus enemigos decaen.
Arrun se llevó la jarra a los labios y tomó un trago largo. Después hizo un sonido con los labios juntos.
—Ah. Muy bueno. ¿Quién es? —preguntó señalando hacia Dietric.
—Sólo un germano. ¿Es que en esta provincia están poniendo ahora soldados xiung?
—No, sólo yo soy el desafortunado —contestó con un rostro de huesos gruesos y propenso a la risa. Ahora simplemente sonreía—. Hasta la primavera tengo que ocupar el lugar de un isaurio[7] al que maté. Se lo merecía, pero mi comandante pensó que seria más listo si me enviaba aquí con el ejército. Todos mis amigos están en Antioquía y yo me he quedado aquí solo. Eres el primer xiung que veo desde que empezaron las nevadas, salvo los enviados a Constantinopla. ¿Estás con ellos?
—El qaghan nos ha enviado para que recibamos a Edeco y le acompañemos a casa.
—¿Venís de la misma Hungvar? —preguntó Arrun enarcando las cejas.
—Somos los guardias del qaghan.
—Uf. Preferiría estar allí y no aquí.
—Yo también. Pero ya que estoy aquí pienso aprovecharme de ello. ¿Podremos encontrar algo que hacer esta noche mi amigo y yo?
—¿Placer? —preguntó Arrun sacando hacia fuera el labio inferior—. En esa calle venden vino, en una casa llamada Fortuna; tienen también juegos de dados, y a veces peleas de gallos y de perros.
—¿Se enfadan cuando un xiung se une a ellos?
Arrun se echó a reír antes de responder:
—Bueno, conmigo solían hacerlo de vez en cuando, pero ya sabes que un xiung sabe abrirse camino entre cinco o seis hombres de ciudad.
—No quiero meterme en una trifulca —contestó Tacs haciendo una mueca—. Alguien podría resultar muerto. Además, no creo que mi amigo sepa mucho de la lucha cuerpo a cuerpo. ¿Y qué me dices de mujeres?
—Eso en el pórtico de la iglesia, al anochecer.
—Estupendo —exclamó Tacs escupiendo complacido. Ya había estado dos veces en Sirmio sin descubrir dónde se colocaban las prostitutas. Golpeó con el puño al catafracto en el pecho—. Te lo agradezco. Creo que nos quedaremos en tu cuartel. Quizá podamos ir juntos a beber vino, y así les dices que no luchen con nosotros.
—A veces es más divertido luchar que no hacerlo.
Tacs le golpeó de nuevo amistosamente, riendo.
—Si piensas así, deberías volver con el qaghan. ¿Qué lucha vas a encontrar en el ejército romano?
—Con el mismo ejército romano —respondió el catafracto soltando una risotada. Dio la vuelta al caballo con un tirón de las riendas en su grueso cuello, levantó un brazo y se marchó, riendo todavía.
Al mirar a Dietric, Tacs sorprendió en su rostro una mirada de anhelo.
—¿Por qué pareces tan extraño? —le preguntó.
—No es nada —respondió, eliminando todo gesto del rostro—. ¿Quién era? —preguntó a su vez mientras volvían a ponerse en marcha.
—Un soldado del emperador.
—¿Le conocías de antes? ¿Es de Hungvar?
—Es del clan de la serpiente de los xiung khatrigures —contestó sacudiendo la cabeza—. Vienen de muy lejos, de mucho más abajo del río Largo, casi del mar.
—No tengo amigos aquí —comentó Dietric con un suspiro.
—¿Qué dices? Yo estoy aquí. ¿Es que no soy tu amigo?
—No eres un gépido.
—¿Y por qué iba a tener que ser gépido para ser tu amigo?
—Lo siento, pero eras tan amigable con ese hombre, a quien no conocías, como lo eres conmigo.
A Tacs no se le ocurrió ninguna respuesta. No entendía lo que quería decir Dietric, o por qué decía tales cosas. El aire de la ciudad lo envenenaba todo. Echó una mirada a su alrededor esperando encontrar algo que enseñar a Dietric y que le hiciera feliz de nuevo.
—Mira allí. ¿No es un santuario de tu antepasado?
Dietric levantó la cabeza. Inclinándose, Tacs cogió las riendas y condujo el caballo al trote por la calle lateral. El santuario era pequeño, pero un pórtico cubierto recorría toda la pared frontal del edificio. A través de las puertas dobles, Tacs pudo ver rostros pintados en las paredes, y en las puertas había cruces. El tejado subía en pendiente, y bajo éste y por el alero del pórtico crecía una vieja parra de color gris plateado cargada de capullos.
—Esto es una iglesia —dijo Dietric.
—El catafracto dijo que por la noche podríamos encontrar mujeres aquí.
Dietric volvió a mirar hacia el suelo, mientras la zona de la garganta y las mejillas se le iba enrojeciendo lentamente. Se aclaró la garganta. Exasperado, Tacs sacudió la cabeza.
—¿Has traído monedas?
—No —respondió Dietric en voz alta—. No pensé en ello.
—Te daré algunas. Sólo aceptan dinero. Una vez Yaya trató de pagar a una con una silla de montar y lo arrojó de su casa desnudo —comentó Tacs echándose a reír al recordar cómo había bajado Yaya por la calle tratando de taparse con las manos—. Se aseguran de que tienes dinero suficiente antes de hacer nada. Y, sin embargo, una silla vale mucho, y una prostituta sólo cuesta uno o dos cobres. Aunque no dura mucho. A veces tienes que pagarles más para que hagan algo en lugar de quedarse tumbadas boca arriba. Las prostitutas son perezosas. Si encuentras una buena a veces le das más, pero después, para demostrarle que aprecias lo que hace.
El enrojecimiento había desaparecido de las mejillas de Dietric, que miró rápidamente a los ojos de Tacs.
—¿Se enfadará tu padre?
—Si, probablemente —dijo Dietric. Su voz se relajó de nuevo, y, aliviado, Tacs se acomodó en la silla y dejó colgar las piernas.
—Tu padre es un hombre extraño. Quizá venga Yaya con nosotros, y dos o tres más.
—¿Quieres decir… —la voz de Dietric se rompió en un grito agudo—. ¿Todos nosotros? ¿Al mismo tiempo?
Tacs le miró fijamente, receloso.
—No, de uno en uno, pero… —no añadió nada y se quedó pensativo. Nunca se le había ocurrido que Dietric podía ser virgen. Los caballos les llevaron hasta el final de la calle de la iglesia, hacia el sur—. O quizá podamos ir los dos juntos —añadió tanteándolo.
—Ah —exclamó Dietric aliviado—. Eso será mejor —añadió. Bajó la mirada y el enrojecimiento volvió a subirle por la garganta hasta las mejillas.
—Después de que encontremos a los romanos.
En el cuartel, los xiung fueron acomodados aparte en uno de los tres dormitorios. La habitación era de piedra, salvo una pared de madera que la separaba del resto del cuartel, y el techo, que también era de madera. Cuatro veces más larga que ancha, la habitación tenía sólo una ventana, que recibía la luz indirecta de un patio sombreado. Junto a las paredes, para dormir, había unos duros bancos de madera.
Hasta la cena, los xiung se divirtieron lanzando insultos a través de la pared y por la ventana a los soldados de la guarnición, que no tardaron en devolvérselos.
Pero como los xiung utilizaban su propio lenguaje y los soldados romanos el latín de campamento, ninguno se sintió ofendido. Tacs se sentó en uno de los bancos y estiró las piernas. El establo se encontraba en el otro extremo del complejo, y la larga caminata, llevando su equipaje, era la causa de que empezara a sentir calambres en las pantorrillas. Cuando se estaba quitando las botas llegó Yaya y se sentó junto a él.
—¿Dónde está tu muchacho? —preguntó Yaya frunciendo los labios.
—¿Dietric? Ahora viene. ¿Por qué estás tan enfadado?
—Se cree que es mejor que nosotros.
—No —replicó Tacs soltando una risotada—. Quiere ser como nosotros. ¿Vamos a comer con los romanos?
—Eso creo. Con los soldados —contestó Yaya, señalando con el hombro hacia el patio que tenían detrás.
—Ah —dijo Tacs dejando caer al suelo las botas y dándose un masaje en los músculos de las piernas con las palmas de las manos. Yaya se inclinó hacia el frente, cogió la pierna derecha de Tacs y empezó a masajearla. Tacs dio un suspiro de alivio—. Creía que íbamos a comer con los verdaderos romanos, los de Nueva Roma. Le había dicho a Dietric…
—No me hables de él.
—Estás equivocado con respecto al gépido. Él…
—Te dije que no me hablaras de él —los dedos de Yaya deshicieron el nudo muscular—. ¿Estás bien asi?
—Si. Mejor.
Yaya empezó a trabajar la otra pierna. Dietric entró por la puerta que había en el otro extremo de la habitación, llevando al hombro la silla; se detuvo un momento, miró a su alrededor y cuando vio a Tacs se dirigió hacia él. Pero al ver que también estaba Yaya vaciló y finalmente fue a otra parte de la habitación. Tacs permaneció mirando el banco en el que estaba sentado…, los soldados que habían estado allí habían cortado signos y dibujos en la madera.
—No debiste traerlo —dijo Yaya—. No deberías tener ninguna relación con él.
Al anochecer, la guarnición completa de romanos salió al patio para recoger la cena, y los hunos tuvieron que esperar a que hubieran terminado. Finalmente, cuando estaba ya oscuro, les llamaron. En mitad del patio, entre dos portaantorchas, había una gran cesta y un caldero de hierro. Un esclavo dio a cada huno un plato igual al que habían utilizado los soldados romanos. En un principio trataron de dirigirse todos al caldero, pero al cabo de un rato, cuando los esclavos empezaron a gritarles y a golpearles con las largas cucharas, entendieron, formaron una cola y pasaron por entre las antorchas.
Dietric se encontraba al principio de la fila y buscó a Tacs para dejarle sitio.
Éste se encontraba en mitad del patio, observando; de pronto arrojó el plato y volvió caminando al cuartel, con tanta rapidez que por la cortedad de sus piernas se balanceaba hacia los dos lados.
Dietric se quedó inmóvil por el asombro, hasta que el que iba tras él le empujó y tuvo que seguir avanzando. El esclavo que estaba tras el caldero le sirvió en el plato un cucharón de guiso, y otro esclavo que estaba al lado de la cesta echó un trozo de pan encima del guiso. Un tercero le echó con un cazo una medida de vino en su copa.
Miró después a su alrededor para ver lo que hacían los otros. Casi todos se habían sentado sobre las losetas del patio, comiendo con los dedos, atiborrándose de comida con el plato a escasos centímetros de la cara. La grasa les caía por la barbilla y cubría sus manos. Fuera de la luz de las antorchas, en la ligera oscuridad que reinaba junto a las paredes de los cuarteles, se oían risas: era la guarnición romana que se reía de los hunos.
También se reirían de él si se sentaba como ellos y comía de la misma manera.
Se llevó el plato a una zona más oscura. Allí hacía más frío, pero se sentía más seguro, y sentándose con las piernas cruzadas utilizó el pan para llevar la comida desde el plato a la boca y bebió el vino a pequeños sorbos, como un cristiano.
Los hunos terminaron mucho antes que él. Dejaron los platos en el suelo y entraron al cuartel. Maldiciendo, los esclavos recorrieron todo el patio recogiendo los platos y las copas y echándolos al caldero de hierro para lavarlos. Dietric se levantó, llevó el plato hasta el caldero y lo arrojó en él. Uno de los esclavos estaba allí. Dietric le sonrió pero el otro se limitó a mirarlo con acritud.
Cuando entró, vio a la mayoría de los hunos sentados en mitad de la habitación, distraídos con una especie de juego de palmetazos. Poco después de que entrara Dietric algo les hizo reír estruendosamente. Tacs no estaba con ellos, y Dietric fue a sentarse finalmente a un lado, teniendo a Yaya detrás peinando y trenzando con los dedos el pelo de Tacs. Dietric se sentó al lado de este último.
—Dijiste que iríamos a ver a los romanos.
—Lo haremos —contestó con la cabeza vuelta hacia un lado por la presión de los dedos de Yaya.
—Pero es de noche… estarán todos dormidos.
Por encima de la cabeza de Tacs, Yaya le lanzó una mirada glacial. Dijo una frase en huno de la que Dietric sólo captó la palabra «romano». Tacs le respondió en la misma lengua.
—¿Qué estáis diciendo? No es cortés hablar en otra lengua en presencia de quienes no la entienden.
Yaya escupió y dijo algo con tono duro. Por un momento Tacs quedó sentado tal como estaba, con los brazos cruzados encima de las rodillas levantadas, y estudió a Dietric, sin expresión en su rostro. Suavemente, Dietric se excusó:
—Lo siento.
—Sólo dije que eres un germano, y que a los germanos les encantan los romanos… Yaya quería saber por qué deseabas ir allí.
—No me encantan los romanos. Sólo es curiosidad.
—Quizá tengan vino.
—El vino de la cena era muy malo —contestó Dietric, recordando entonces que Tacs no había cenado—. ¿Por qué te fuiste? Te estaba guardando un sitio en la fila.
Yaya murmuró algo mientras con los dedos convertía diestramente el pelo de Tacs en una trenza apretada. Tacs miró a Dietric y permaneció en silencio. Yaya ató una cinta morada en el extremo de la trenza y palmeó a Tacs en el hombro; Tacs se pasó la mano por el pelo. Yaya había trenzado una madeja de cada lado de la cabeza por encima de las orejas, dejando el pelo largo por atras.
—Ayya —exclamó Tacs. Miró de nuevo a Dietric y volvió a hablar en germano—. Nunca me sale bien —sus ojos miraban fijamente a Dietric. Como tenía ya los pies en el suelo, con un impulso hacia el frente se puso en pie—. Vamos ahora a ver a los romanos.
Dietric se mordió el labio inferior. Tacs estaba enfadado con él, y no entendía la razón. Yaya le envió una sonrisa satisfecha desde la sombra de la pared, obviamente complacido. Debió ser por algo que el propio Yaya había dicho. Se levantó para seguir a Tacs, y Yaya se levantó también, encaminándose hacia la puerta en una dirección similar, pero separado de él.
Una vez en el exterior, Yaya y Tacs se detuvieron para discutir sobre si debían llevar o no los caballos, hasta que finalmente Yaya se encogió de hombros y dijo:
—Tienes las piernas doloridas. Yo camino bien —y se puso a andar con unas zancadas tan largas como era capaz de darlas un huno.
Discutiendo todavía, Tacs le siguió. Cruzaron el patio hasta la puerta y salieron a la calle. En la oscuridad, las calles parecían estrechas y peligrosas. Aunque de día hubieran dicho que estaban niveladas, resultaban ahora desiguales y llenas de obstáculos. A Dietric le era difícil caminar, y, sin embargo, los dos hunos no parecían tener problemas para hacerlo. Al dar la vuelta a una esquina llegó hasta el gépido un olor fétido a basura ardiendo. Detrás de las paredes de ambos lados sonaban voces apagadas. Los oídos le dolían de tanto como se esforzaba por escuchar. Uno de los hunos iba tarareando una canción en voz tan baja que no sabía cuál de ellos era. Al salir del estrecho callejón fueron a dar a una plaza en cuyo perímetro ardían antorchas. Dietric inspiró al aire, sorprendido de encontrar un olor suave y cálido.
Estaban casi en primavera; la primera conciencia que tuvo de ello se debió a ese matiz en el aire.
Cruzaron la plaza diagonalmente, dejando atrás la fuente seca. Había soldados romanos, en realidad godos y vándalos, sentados con los cascos en las rodillas en el borde de piedra de la fuente. Yaya dijo algo burlón en huno y los soldados respondieron en el mismo tono, pero en latín.
—¿Por qué no hay romanos en el ejército romano? —preguntó Yaya sin dejar de andar.
—Son demasiado buenos para eso —contestó Dietric—. Dejan ese trabajo a los hombres que no sirven para hacer cosas mejores.
Tacs soltó una risotada y le dijo algo a Yaya. Dietric tuvo la misma sensación que cuando les recordó que era descortés hablar en huno delante de él. Pero antes de reunir valor para protestar, habían cogido una calle que conducía hacia el sur, llena también de antorchas, y se dio cuenta de que el enorme edificio blanco que tenían ante ellos era la residencia del procónsul. Excitado ante la idea, comenzó a ascender con grandes zancadas los escalones de baja altura. Los dos hunos tuvieron que iniciar un paso parecido a un trote para poder mantenerse a su altura. Llegaron así al pórtico, que estaba abierto, y encontraron en la puerta a dos centinelas vestidos con la armadura romana. Tacs les dijo algo en latín, y éstos se hicieron a un lado para que pudieran pasar.
Entraron en un vestíbulo que era tan amplio como la casa entera de Ardarico; el suelo estaba formado por unos cuadrados brillantes de color blanco y negro, formando un dibujo que era siempre el mismo: tres cuadrados negros y uno blanco, uno blanco y tres negros, repitiéndose uniformemente hasta la pared del otro extremo. Junto a la pared, sobre un pequeño pedestal, había una estatua de oro que representaba a un hombre desnudo. En el otro lado del vestíbulo, sobre otro pedestal, se encontraban la cabeza y los hombros de un hombre de mayor edad, con una rama cubierta de hojas alrededor de la cabeza.
Dietric pensó que debía tratarse de una representación del emperador, pero antes de que pudiera preguntarlo se abrió una puerta y salió por ella un soldado romano; era un oficial de alta graduación, de armadura con incrustaciones de plata y un casco cuyo penacho de plumas oscilaba a un lado y a otro con cada paso que daba.
Tras las piezas que defendían las mejillas, el rostro era el de un vándalo. Al verlos, se detuvo y con voz autoritaria preguntó, primero en latín y luego en germano:
—¿Quién sois? ¿Adónde creéis que vais?
—A ver a los romanos —contestó Tacs en germano, y sonriendo le enseñó los colmillos—. ¿Y adónde vas tú? Qué gorro tan bonito llevas.
Yaya sonrió afectadamente. Al vándalo le llameaban las ventanas de la nariz; alrededor de su boca apareció una línea blanca. Volviéndose hacia atrás, gritó algo en latín, a través de la puerta, pero sin apartar los ojos de Tacs. Éste le dio a Yaya un codazo en las costillas, el huno susurró algo y miró rápidamente a Dietric. El vándalo dijo entonces:
—Quiero conocer tu nombre, cerdo.
Tacs empezó a caminar hacia la puerta, pero el vándalo dio un paso largo hacia un lado para impedirle que avanzara, ante lo cual Tacs metió la cabeza entre los hombros y puso la mano en el cinto, cerca de donde tenía el cuchillo. El vándalo se irguió, sacándole al huno la cabeza y los hombros, y con la armadura parecía el doble de ancho. Dietric dio un paso adelante, pero Yaya le detuvo.
—Vuelve atrás, muchachito.
Dietric pudo oír a través de la puerta unas voces fuertes haciendo preguntas, y después el sonido de unos pasos sobre el suelo de baldosas. El vándalo y Tacs estaban caminando en círculos, lentamente, como dos perros que se disponen a pelear, Tacs hacia la izquierda y el otro hacia la derecha. En la luz que venía de la puerta, entre ellos, se extendió una sombra.
—Tacs —dijo el hombre de la puerta. Se volvió hacia el interior y repitió—: Es Tacs, Edeco.
El vándalo se relajó. Dejó caer los brazos junto a los costados, miró a través de la puerta y sin decir nada siguió caminando por el corredor. El hombre de la puerta, que era un huno, les llamó, sonriendo, y se hizo a un lado para que pudieran pasar; entraron en una habitación que resultaba brillante por lo iluminada que estaba.
Dietric no había visto nunca una habitación semejante. Comparado con ella, hasta el palacio del qaghan era pobre y carecía de lujos. No había manera de compararlo con esto. Las paredes brillantes estaban cubiertas de escenas que representaban a hombres luchando, y todas las figuras eran ligeramente mayores que las de tamaño natural; una gran cantidad de velas colgaban del techo, metidas en estructuras de metal. En medio de la sala había una larga mesa de madera, cubierta con un paño bordado en rojo y oro. Las fuentes y copas eran de plata cincelada, y en un jarrón puesto en mitad de la mesa había un gran ramo de flores… ¡Flores, en mitad del invierno! Había romanos, sentados en uno de los lados de la mesa, sobre divanes y sillas bajas. Eran romanos auténticos, no los vándalos y godos romanizados de la guarnición…, hombres cuya piel parecía tan fina como el cristal, y que se sentaban con la elegancia de los caballeros.
En el otro lado de la mesa había sentados dos hunos, uno de ellos el que les había dejado entrar, y un hombre más que no pertenecía a esa raza: Orestes, el consejero romano del qaghan. Los esclavos pasaban sin cesar alrededor de la mesa, llevando en las manos altos aguamaniles de cuello de ganso, y mientras Dietric observaba uno de ellos levantó un aguamanil por encima de una copa y vertió en ella un chorro de vino rojo. Todos le observaban a él y a Tacs, incluso un grupo de criados situado junto a una pared. Dietric bajó la mirada.
—Siéntate, Tacs —dijo uno de los hunos—. ¿Quién es…? Ah, Yaya, claro. Pero…
Cogiéndole de un brazo, Tacs dio a Dietric un tirón que le obligó a adelantarse.
—Éste es el hijo de Ardarico, el rey de los gépidos. Dietric. Éste es Edeco —añadió, dándole a Dietric una pequeña sacudida.
Edeco era joven, guapo al modo de algunos hunos de cara redondeada, e iba vestido con una túnica escarlata. Tenía el ceño fruncido.
—Conozco muy bien al rey Ardarico. Tacs, ¿estás al mando de la escolta que me ha enviado el qaghan?
Tacs se hizo sitio en el banco, en el lado de la mesa en el que estaba sentado Edeco; Dietric se sentó junto a él. Un esclavo les trajo copas de plata y las llenó de vino. Yaya se sentó entre Edeco y Tacs. Dietric levantó la copa y, por encima del borde, estudió a los romanos.
Llevaban túnicas tan blancas como la sal, con los dobladillos bordados con hilo de oro, y en las muñecas y dedos unos anillos que al chocar sonaban como campanillas. Incluso olían de modo diferente a como lo hacían los germanos o los hunos; como a jabón, como debían oler todas las cosas ricas y limpias. Y al igual que las prendas, la piel y los rasgos parecían más finos que los de los hunos o germanos. Se sentaban con los pies juntos y las rodillas abiertas bajo la túnica, los brazos cruzados, y aunque giraban la cabeza y de vez en cuando extendían la mano para comer o beber, a Dietric le daba la impresión de que nunca se movían.
Hablaban en latín, que Dietric no entendía, y cuando dejó de hablar el romano que lo estaba haciendo cuando entraron ellos, Edeco les respondió en la misma lengua, pero con una voz que sonaba tan dura como la de Yaya. Parecía impaciente e inquieto, y resultaba evidente que no le gustaba el romano con el que hablaba.
Tacs y Yaya discutían en voz baja sobre la calidad del vino, acerca de si era mejor o peor que el que le habían enviado el año anterior al qaghan los romanos de Nueva Roma. Dietric no conseguía apartar esas voces de sus oídos, y como le distraían se sentía cada vez más irritado.
Cuando Edeco terminó de hablar, uno de los romanos dijo algo con voz descuidada. Hablaba por la nariz, por lo que la voz resultaba desagradable. Otro romano, más joven y con más pelo, frunció el ceño y le habló como si reprobara lo que el otro había dicho.
Dietric, sorprendido, miró a Edeco; ceñudo, el huno miraba fijamente a los romanos, apretando violentamente con las manos la mesa que tenía delante. En voz baja, Tacs le explicó lo que pasaba.
—Ha dicho el romano que no deberíamos comparar a nuestro qaghan, que es un hombre, con su emperador, que es un dios.
Edeco se levantó y habló con voz sofocada por la rabia. El romano de voz nasal empezó a hablar, pero el más joven le puso una mano en el brazo y lo detuvo. Al lado de Dietric, Tacs miraba con aire burlón a Edeco. Éste dio una patada hacia atrás, que derribó la silla, se dio la vuelta sobre los talones y salió de la sala.
—Si su emperador fuera un hombre y un xiung no pagaría oro al qaghan —dijo Tacs. Después miró su copa de vino y se volvió para llamar a un esclavo.
El huno que les había dejado pasar se echó a reír y miró brevemente a los romanos, y Yaya soltó una risita de borracho. Tacs extendió la copa a un esclavo. Uno de los romanos, el más joven, se volvió hacia el banco de los esclavos y llamó a uno de ellos, llamado Vigilas. Un godo que se encontraba sentado en el banco se levantó y se agachó para hablar con él. En el rostro paciente y fatigado del romano se iluminó una sonrisa; sus ojos se volvieron, penetrantes, hacia Tacs.
En el otro extremo de la mesa, por el lado de los hunos, Orestes se inclinó hacia el frente y habló con los romanos, con el rostro arrugado por una sonrisa.
Yaya dio un codazo a Tacs en el brazo que hizo que se le derramara vino de la copa.
—¿Qué están diciendo? —preguntó.
Tacs levantó la cabeza para escuchar y después respondió a su amigo:
—Que si el emperador fuera un xiung, seria Atila —sacudió la cabeza antes de proseguir—. No deberían decir eso… es un insulto al qaghan.
El romano de la voz nasal añadió algo con tono descuidado y levantó la mano.
Orestes sonrió como lo hacía a veces Tacs, enseñando todos los dientes. Contemplarle inquietaba a Dietric: tenía el rostro y las manos de un romano, pero muchas de las maneras de un huno, como si dos almas vivieran en él. Ardarico le había dicho una vez que Orestes había renegado de Cristo y que ahora, en su casa de Hungvar, practicaba ritos monstruosos y desagradables. Tacs siguió informando a su amigo:
—El romano ahora no da importancia a lo que dijo y pide que alguien vaya a buscar a Edeco. Que si hemos de volver a Hungvar, deberíamos tratar de mantenernos como amigos —en ese momento levantó la cabeza y habló con Orestes, que le respondió con una palabra—. El nombre de ese romano es Maximino.
Al escuchar su nombre, el romano de la voz nasal miró hacia otro lado. Orestes habló en huno con Tacs y éste se levantó y salió de la sala, evidentemente para conseguir que regresara Edeco. Volviéndose hacia los romanos, con los antebrazos colocados sobre la mesa y la cabeza apoyada en los dedos entrelazados, Orestes dijo algo a través de su eterna sonrisa de burla.
Maximino, el romano de la voz nasal, echó la cabeza hacia atrás, poniéndose colorado, pero el más joven le sujetó firmemente, habló a Orestes con voz suave y al terminar le hizo una cortés reverencia. El godo que estaba sentado entre los romanos gruñó. Orestes se echó hacia atrás; desvió la mirada hacia la puerta. Yaya había estado mirando alternativamente a los romanos y a Orestes, pero entonces fijó la mirada en Dietric.
—¿Entiendes lo que dicen? —preguntó esperanzado a Dietric.
—¿Adónde ha ido Tacs? —preguntó el germano a su vez, haciendo un gesto negativo como respuesta al otro.
Con el rabillo del ojo, vio que el godo Vigilas estaba haciendo de intérprete.
—A por Edeco —respondió Yaya. Y volvió a fijar la mirada en los romanos.
Dietric bebió más vino. Ni Orestes ni el otro huno, sentado ahora entre Ya y a y el extremo de la mesa, miraban a los romanos. En un gesto de impaciencia, Maximino golpeteaba la mesa con las uñas de los dedos. Junto a él, el romano más joven había sacado de la manga una tableta de cera y hacía marcas en ella con una delgada herramienta de oro. Dietric pensó que aquellos hombres habían venido juntos desde muy lejos, pero que no había nada entre ellos salvo el aburrimiento. De repente todas aquellas cosas pasaron por su mente con unos trazos grises irregulares y carentes de significado.
Bebió más vino. El único sonido que se oía era el que producían los pies de los esclavos llevando sin cesar los aguamaniles de vino alrededor de la mesa, y el pequeño golpeteo de las uñas de Maximino sobre la superficie de la mesa. Vigilas se había recostado en el extremo del diván de Maximino, con los hombros inclinados. Era un hombre de mediana edad, de rostro grueso y perspicaz.
Dietric recordó que Tacs había dicho que cuando se fueran de allí irían a buscar una prostituta, y al pensar en ello la boca se le quedó seca. Se preguntaba si iría también Yaya. Estaba seguro de que en ese caso él lo haría mal. A su lado había un esclavo esperando pare servirle más vino, y extendió la copa. El sonido del vino al caer en la copa era como el estruendo de una catarata. Dietric se preguntaba sí Tacs sabía que era virgen, se acordó de la mirada extraña del huno la primera vez que hablaron de prostitutas y se avergonzó de ser inocente.
Alguien corría por el vestíbulo, acercándose a la sala. Los pasos ligeros traspasaron la puerta y Tacs llegó hasta la mesa. Puso una mano encima de ella, aliviando ligeramente el peso que hasta entonces descansaba sobre las piernas, y habló con Orestes. Este último hizo una señal de asentimiento y dijo algo, divertido, indicándole a Tacs que se fuera con un gesto del dedo indice. Dietric se levantó y Yaya dijo:
—Me quedo. Se está caliente aquí. Y con vino —añadió colocando los codos sobre la mesa—. Dietric, en cambio, siguió a Tacs hasta la puerta.
Una vez en el exterior, Tacs le miró y se echó a reír.
—Edeco ni siquiera me dejó entrar. A través de la puerta dijo que pasaría la noche solo y no vería a los romanos hasta el día siguiente, pero sin guardarles rencor. Eso era lo que tenía que comunicar a Orestes, pero no lo hice. Edeco estaba harto de los romanos y pensé que era mejor que se enteraran. ¿Te acuerdas del camino hasta el santuario?
—Claro —contestó Dietric, mientras cruzaban el corredor hacia la puerta.
La luz de la luna bañaba la plaza de la iglesia, pero el pórtico estaba sumido en las sombras. Las altas dobles puertas estaban cerradas. Tacs y Dietric subieron los amplios escalones hasta el pórtico y el primero se introdujo en él. Dietric podía oir cómo latía la sangre en sus oídos; y a pesar del frío intenso que hacía le sudaban las palmas de las manos. Las prostitutas estaban alineadas a lo largo de la pared del edificio, a la sombra del techo del pórtico, como caballos esperando a ser vendidos. Cuando Tacs y Dietric se aproximaron a ellas empezaron a llamarles con voces suaves y llenas de una femineidad forzada y desagradable. Una de ellas se adelantó de un salto abriéndose la parte delantera del vestido. Estaba tan oscuro que Dietric apenas pudo ver sus pechos blancos. Cogió la mano del muchacho y la apretó contra su carne, pero él, horrorizado, retrocedió impulsivamente.
Tacs dijo algo, y la prostituta le respondió en latín. Dietric apenas podía ver el rostro, sólo el pecho blanco de ella se había dejado intencionadamente fuera del vestido. A Dietric le ardía en la palma de la mano el recuerdo de su pezón.
Ella y Tacs discutieron unos momentos, hasta que con un ligero encogimiento de hombros Tacs pareció ceder. Le hizo un gesto, ella se cerró el vestido y salió del pórtico. Tacs la siguió, y Dietric fue tras él.
—Quiere tres cobres por cada uno. Pero tiene una casa, y cuando hace frío es mejor que el campo.
—Claro —contestó Dietric con voz ronca.
—Déjame ir primero y quédate vigilando fuera. Por si pasa algo. A veces están en relación con ladrones, y cuando te quitas la ropa entran a robarte. No es fácil luchar cuando estás desnudo.
Dietric no contestó nada. Cruzaron la plaza en dirección a una calle estrecha.
Ella iba delante, como si no tuviera nada que ver con ellos. A Dietric su cuerpo le fascinaba. Era todavía más joven que él, demasiado delgada para ser bonita, pero su largo pelo negro, que se balanceaba al caminar, le resultaba perturbador.
Al entrar en la calle ladraron unos perros detrás de una valía, a la izquierda de Dietric. Olía a basura. Algo le rozó la muñeca y se sobresaltó, pero era Tacs que le daba dinero.
—Te lo devolveré. Te lo prometo.
Tacs se echó a reír.
Ella se detuvo delante de la casa que estaba al lado de la de los perros. Era una casa pequeña de piedra, con la puerta de madera. Sobre el dintel había una lámpara encendida. La joven llamó a la puerta y gritó algo en una lengua extraña.
Respondió un hombre con voz adormilada. La joven se hizo a un lado, se volvió y sonrió a los dos hombres; era una sonrisa sin significado ni interés, destinada simplemente a hacerles felices. En la memoria, Dietric seguía viendo los pechos que sobresalían del vestido, de color blanco azulado en la oscuridad. Al abrirse la puerta, apareció en ella un hombre de baja estatura, de cabello negro ensortijado, envuelto en una túnica. Miró a Tacs sin curiosidad y pasó junto a Dietric sin mirarle siquiera, bostezando, para echar un vistazo a la calle. La joven dijo algo, y Tacs se lo comunicó a Dietric.
—Dice que es su hermano.
El hombre sonrió a Dietric y parpadeó. Ella dijo algo más. Bajo la luz de la lámpara, Dietric podía ver su rostros claramente; tenía unos rasgos pequeños y afilados, y una boca sobresaliente. Tacs le respondió y ella entró, seguida por Tacs, que cerró la puerta tras él. Dietric se apoyó en ella y notó que las piernas se le tambaleaban por la excitación.
La voz de la joven sonó brevemente al otro lado de la puerta, y Tacs le contestó.
Se escuchó el sonido de metal sobre metal: el dinero que caía en la copa de ella.
Tacs había dicho que había que pagarle antes de que él… de que ellos hicieran nada. Dietric podía oler el aroma amargo de su sudor. Tras la puerta gimió la madera. La cama. Lo estaban haciendo. En sus dedos la carne de ella había sido suave; suave y elástica. Apoyó pesadamente el cuerpo contra la puerta, pero estaba bien cerrada.
No pudo escuchar más ruidos, a pesar de que puso en tensión los oídos. Miró a su alrededor y la calle estaba vacía. Observó una luz que brillaba en la valla de al lado y fue hacia allí; era la luz que salía por las rendijas de la ventana de la joven, en el callejón, nada más doblar la esquina. Dietric se apoyó en la esquina y se quedó mirando la casa. ¿Qué estarían haciendo? Lo sabía, su imaginación más desbocada lo sabía, pues había visto cómo lo hacían los perros, el ganado, de vez en cuando incluso las personas. Se deslizó por el muro hasta la ventana y acercó el ojo a una grieta que había en la contraventana. Lo único que podía ver era la parte anterior de la habitación, iluminada por una lámpara de aceite colocada sobre la mesa, junto a un cuenco de latón. No estaba bien espiar. Era malo y pecaminoso.
Inclinó las rodillas y apretó el oído a la grieta tratando de ver algo más, y de pronto la contraventana se abrió un palmo.
Se echó hacia atrás, convencido de que le verían y le pedirían que la cerrara; notó que la vergúenza calentaba su cuero cabelludo, pero no escuchó ningún grito.
Oyó una respiración fuerte… dos respiraciones. El crujido suave de la paja. La luz de la lámpara se movía en las paredes de la habitación. Se le cerró la garganta y se deslizó hacia un lado, hasta que pudo verles.
Ella estaba en la cama, apoyada en las manos y las rodillas, con la cabeza hacia abajo y su largo pelo negro caído sobre los brazos y los hombros desnudos. La luz brillaba en sus caderas y muslos y en las manos de Tacs, puestas sobre las caderas de ella, con los dedos extendidos, las rodillas entre las de ella, empujando con las caderas y apartando las de ella con las manos para volver a empujar. Dietric apenas podía respirar. El cuerpo de Tacs brillaba por el sudor. Llevó una mano a la mitad de la espalda de la chica y apretó hacia abajo, y ella, obedientemente, bajó los hombros hacia la cama. Tacs levantó la cabeza, abrió la boca, la piel cicatrizada de sus mejillas adoptó un tono dorado, como el de un ídolo, con el cabello cayéndole enmarañado por la espalda. El ruido desapacible de su respiración se hizo más pesado y rápido. Tembloroso, Dietric entrelazó las manos. Él mismo tenía sacudidas como si hubiera penetrado ya a la chica. La túnica le sobresalía por delante como una tienda con un palo. Tacs se estremeció. El ritmo de su respiración se rompió de pronto y cayó hacia adelante, sobre la espalda de ella. Se salió inmediatamente de debajo de él y fue a una esquina de la habitación. Tacs rodó hacia un lado y quedó encogido en la cama, como un perro.
Dietric se apartó de la ventana, sintiéndose de nuevo avergonzado. Empujó la túnica por delante hasta que el palo se hundió, flácido a medias, y se dirigió velozmente hacia la puerta. Escuchó sonidos tras ella, y más monedas cayeron en la copa de la chica. Se abrió la puerta y bajo la luz de la lámpara brilló el rostro de Tacs, legañoso y saciado.
—Entra —le dijo.
Dietric entró en la habitación. Le temblaban las manos, y al echar las monedas en la copa una de ellas cayó al suelo. La chica estaba sentada en la cama, observándole. Fue hacia ella quitándose el cinto, pero se desvió, fue hasta la ventana, la cerró bien y echó el pestillo.
Pálido por el tiempo que había pasado en Nueva Roma, Edeco estaba sentado en la mesa, comiendo. Levantó la vista, hizo un gesto con la mano derecha y Tacs se acercó a él. Al principio parecía más interesado por la carne que tenía entre las manos que por Tacs. Éste llegó junto a la pequeña mesa de mármol y se quedó de pie junto a Edeco, expectante. El jefe de la guardia levantó la vista y dejó la comida. Como siempre, tenía el ceño fruncido.
—La otra noche, al principio, pensé que se habían equivocado al decir tu nombre. Cuando me fui de Hungvar todos estaban muy tristes porque pensaban que Marag y tú habiais muerto. ¿Cómo volviste a casa? Siéntate. Aquí cuecen demasiado la carne, pero al menos es abundante.
—Gracias —dijo Tacs. Buscó en la habitación dónde sentarse. En la penumbra de un hueco aguardaba un esclavo, que salió y colocó una banqueta baja de madera junto a la mesa, enfrente de Edeco. Éste cogió unos trozos de carne y los puso sobre la mesa de mármol, ante Tacs, formando un charco de jugo. El esclavo volvió con un plato, pero Edeco lo despidió con un gesto de impaciencia.
—Vete. Fuera.
El esclavo cruzó la puerta perseguido por la mirada fija de Edeco.
—Hace ya tres meses que me espían. Los hábitos en los que cae un hombre vigilado no son apropiados para un xiung.
Sobre la mesa había una cesta con hogazas de pan planas y circulares, calientes todavía. Tacs partió una por la mitad y con ella formó una especie de presa para el jugo, que había formado un reguero que corría hacia el borde. Todavía no había comido desde que llegaron a Sirmio; aquella mañana habían vuelto a intentar que se pusiera en cola para comer, como si fuera un esclavo.
—Marag murió; regresé a Hungvar en el otoño, antes de que comenzaran las nevadas. Debería haberlo hecho antes. Ahora todos me tratan muy bien, también qaghan. Háblame de Nueva Roma.
—Tú ya has estado allí; háblame de la antigua.
—¿La Ciudad? Nunca traspasamos la puerta.
—Ardarico te mandó allí. ¿La viste?
—Si. Estuvimos tres días observándola.
—¿Podríamos tomarla? Si los visigodos pudieron, los xiung también. ¿Son muy altas las murallas? ¿Tan grandes como las de Nueva Roma? ¿El puerto es igual de bueno?
Tacs tomó un trozo de carne. Los ricos jugos llenaron su boca. Tragó un poco para poder hablar y contestó a las preguntas que le habían hecho.
—Se extiende entre colinas y pantanos y no hay ningún puerto, sólo un río con zonas pantanosas a ambas orillas. El río puede ser guardado para que no entre en la ciudad alimento de contrabando. No creo que haya mucho que saquear. Los godos se lo debieron llevar todo. He oído búhos en la ciudad por la noche, y los lobos llegan hasta las murallas buscando comida. ¿Por qué tendríamos que tomarla?
—Ah, veo que nunca oíste hablar del anciano. Dice que si tomamos Roma la maldición caerá sobre nosotros y todos moriremos miserablemente, entre gritos.
—¿Qué anciano?
Edeco escupió un trozo de cartílago. Cogiendo la jarra que había en la mesa, al lado de la cesta del pan, vertió más vino en la copa, bebió y la pasó a Tacs.
—El verano pasado, cuando estábamos en Italia, un anciano nos trajo el dinero del tributo de Roma para que regresáramos. Creo que te fuiste un día antes de que llegara. Era un sumo sacerdote, y además del dinero le dio al qaghan un duro discurso sobre Roma y cómo está protegida por los espíritus y el demonio Cristo, con todos sus poderes. Ya sabes que el qaghan siempre es tolerante con los ancianos.
Como todos estábamos enfermos y muriéndonos de hambre, decidió tomar el oro y regresar a casa, pero primero escuchó con mucha paciencia al sumo sacerdote.
A Tacs se le habían quedado fibras de carne entre los dientes. Se dedicó a sacárselas entre la lengua y la uña del pulgar.
—¿Entonces por qué quieres tomar Roma?
—Para demostrar que nuestra magia es más poderosa que la de ellos.
Tacs bebió lo que quedaba de vino y dejó la copa boca abajo.
—No estoy seguro. Es un lugar extraño. Mientras estuve allí me costaba trabajo dormirme. A lo mejor, la magia de los xiung no funciona. Aquello está lleno de espíritus. Puede que el viejo tuviera razón.
—Quizá —replicó Edeco encogiendo un hombro—. El qaghan no le creyó —añadió mirando hacia otro lado, de nuevo con el ceño fruncido. Tacs se limpió en los muslos los dedos manchados de grasa. Sabía que algo preocupaba a Edeco; estuvo a punto de preguntárselo, por simple curiosidad, pero sabía que si era importante acabaría por saberlo.
—¿Volveremos a Hungvar mañana?
—Ah —exclamó Edeco volviendo a mirarle de pronto—. No en unos días. Estos romanos dicen que no seguirán hasta que hayan podido descansar un poco. Y eso que vinimos lentamente. No sé de qué estarán cansados. Posiblemente es falso.
—¿Cómo está el camino hacia el norte?
—Abierto —contestó Tacs—. Pero ya sabes que los ríos se inundan cuando llega la primavera, si esperamos tanto.
—Sólo unos días más —replicó Edeco mirando de nuevo hacia otro lado, como ausente, con el ceño fruncido, y después se volvió hacia Tacs y le miró fijamente.
Tacs le sonrió. Edeco gruñó y bajó los ojos.
—¿Quién manda la guardia del qaghan en mi ausencia?
—Creo que Monidiak.
Edeco asintió y volvió a hundirse en el silencio, mirándose las manos, que tenía sobre la mesa. Tacs comió más pan.
—¿Conoces a Vigilas? —preguntó Edeco.
Tacs sacudió la cabeza.
—Fue a Hungvar en una ocasión, en una embajada del emperador.
—No lo recuerdo.
—A lo mejor no estabas allí. Es el intérprete de esta embajada, un godo. Estaba la otra noche.
—Ya me acuerdo —dijo Tacs. Esperaba que Edeco continuara, pero éste se limitó a servirse más vino, a beber y a pasarle la copa por encima de la mesa. En sus ojos se veía la preocupación, en su habitual ceño fruncido.
—Bueno —dijo Tacs, inseguro; pensaba que debía irse y se puso en pie.
—Tacs —dijo de pronto Edeco—. ¿Qué es mejor honrar un juramento o mantener la confianza del qaghan?
—¿Cómo? —preguntó Tacs volviéndose a sentarse.
Edeco se levantó y paseó alrededor de la mesa. Aunque llevaba puesta un túnica de fino paño rojo, e incluso los brazaletes de oro en los brazos que tanto gustaban a los romanos, llevaba los pantalones hunos y las botas de piel de zorro plateado.
Se aproximó a la puerta y miró hacia fuera, para asegurarse de que no había nadie escuchando, y después añadió:
—He jurado no decir nada, pero entonces se producirá algún mal, o más bien quedará sin castigo por no conocerse, y yo habré servido mal al qaghan.
—¿Qué juramento?
—A ciertos espíritus de los romanos, pero juramento al fin y al cabo.
—¿Pero qué es lo que juraste?
—En aquel momento no sabía lo que iban a decirme. Ya sabes que un hombre es curioso, y que cuando alguien te ofrece algo en secreto te impacientas por saberlo, aunque debieras negarte a ello.
Tacs no tenía ni idea de qué le estaba hablando Edeco. Permaneció sentado y quieto, esperando.
—Así que voy a tener que romper el juramento, aunque tema que por ello se produzca algo malo. ¿Qué puedo hacer para defenderme?
—No soy un chamán —contestó Tacs echándose a reír—. Pregúntale al Flautista cuando regresemos a Hungvar.
—Pero me han dicho muchas veces que sabes ciertas cosas de magia.
—Habla con el Flautista. ¿A qué espíritus juraste?
—Al demonio Cristo y alguno de sus ayudantes.
—Ah —exclamó entonces Tacs frunciendo el ceño—. Entonces puedo preguntar a Dietric. Es cristiano.
—No. No menciones nada de esto a un germano. Todos son medio romanos.
Hablaré con el Flautista, pero debes prometer que harás algo por mí. Volverás a Hungvar ahora mismo, por delante de los demás, y le dirás al qaghan que cuando estuve en Nueva Roma me hicieron jurar primero que no revelaría lo que iban a decirme, y después me ofrecieron oro para que asesinara al qaghan.
Tacs se sobresaltó. Edeco le observaba atentamente; unas líneas profundas, que antes no existían, se marcaron en las comisuras de su boca.
—Acepté y me dieron oro. Temía negarme, porque podrían matarme con cualquier pretexto, pero nunca pensé hacerlo. Debería haberlo devuelto, ¿no?
—¿Matar al qaghan? —preguntó Tacs tragando saliva—. ¿Quién te lo pidió, ese Vigilas?
—Él estaba allí, pero fue uno de los consejeros, un castrado llamado Crisafio.
Debería haberme negado.
—¿Cómo pueden decir que su emperador es un dios cuando manda una cosa semejante…, robar la magia de todo un pueblo?
—Dudo que el emperador estuviera al tanto. Y ya sabes que no lo pensaba hacer, rana, déjalo estar. Pero he de informar al qaghan para que los castigue.
Tacs asintió enseguida. Se sentía como si la sombra de una lanza hubiera pasado por encima de él.
—¿Irás a Hungvar por delante de nosotros y se lo dirás?
—Lo haré.
—Debes decirle que nunca pensé hacerlo, que sólo simulé aceptarlo para llevarlos hasta allí y que sean castigados.
—Lo haré, pero déjame que se lo cuente a Dietric. Siente un gran respeto por los romanos y debería saber que son malvados.
—Encontrará alguna excusa y seguirá pensando como antes. ¿Y por qué te has hecho tan amigo de un gépido? Él no te defendería ante su pueblo tal como tú lo defiendes ante mi.
—No digas eso. No le conoces. Me cae bien.
—Es el hijo de Ardarico. Conozco al padre y he trabajado con él desde que murió el mio. Es posible ser listo sin ser bueno, y Ardarico es la prueba.
—Dietric no es como Ardarico —insistió Tacs, tenazmente.
—No importa —dijo Edeco juntando las palmas de las manos—. No se lo digas.
A veces pienso que eres demasiado simple para perder el tiempo contigo.
—Nunca dije que fuera inteligente —contestó Tacs, ofendido.
—Al menos no eres mentiroso.
Sin dejar de mirar a Edeco, Tacs se columpiaba hacia adelante y hacia atrás sobre el banco. El otro se levantó y paseó por la habitación. Todos los muebles eran de madera tallada y estaban pulidos con aceite, y las líneas de las mesas y los bancos hacían que la habitación entera pareciera una sola cosa, equilibrada entre las losetas del suelo y el techo, y las formas de las paredes y ventanas. Estaba llena de aire y luz incluso en invierno, pero, como pasaba con todo lo romano, parecía mejor cuando no había gente dentro. De pronto Tacs deseó dar un salto y derribar los muebles, arrojar desperdicios y basura en las paredes y el suelo. Edeco volvió a sentarse frente a él.
—Lo siento. El simple soy yo por hablarte así. Pero he estado tanto tiempo con los romanos que ya no hay paz en mi mente.
—¿Por qué vas a sentirlo? Todos los demás piensan también que soy estúpido.
—Bah —exclamó Edeco poniendo una mano en el pecho de Tacs y dándole un pequeño empujón—. Vete. No tengo tiempo para enfrentarme a tu orgullo. Pero no cuentes a nadie la razón de tu partida. Y marcha mañana hacia Hungvar.
—¿Puedo llevarme a Dietric conmigo?
—Sí. Sufriría si se quedara solo con nosotros.
Tacs se levantó y salió de la habitación.