VI
En el bazar, los toldos rojos y amarillos aleteaban sobre los puestos de los comerciantes ricos; los pobres estaban sentados en el suelo con las mercancías extendidas delante de ellos, sobre alfombras de paja tejida. Al pasar cabalgando por la puerta, Dietric contempló con curiosidad la doble fila de puestos. Pero Tacs no estaba allí, y Ardarico se impacientaba. Se dio la vuelta para mirar la cabaña de nieve. Estaba vacía, y una pared se encontraba derrumbada. Dietric desmontó y miró por arriba de la puerta, esperando encontrar allí a Tacs de guardia, pero no conocía a ninguno de los dos hunos que estaban sentados en la plataforma, junto al cabrestante de la puerta. No sabía dónde buscar. A lo mejor, Tacs estaba en el poblado huno. O dentro del palacio, de servicio, y Dietric sólo había estado una vez en el palacio. Llevando de las bridas el caballo, caminó lentamente hacia la puerta principal.
Con una lanza apoyada en la muralla, junto a él, el huno de servicio al lado de la puerta se encontraba sentado en cuclillas sobre el porche, trabajando una tira de cuero con la punta de un cuchillo pequeño. Al acercarse Dietric, miró hacia arriba.
No cambió la expresión, y Dietric no lo reconoció, pero el huno se dio la vuelta, abrió la puerta y gritó algo en huno hacia la cámara de entrada. Sin volver a mirar a Dietric, volvió a inclinarse sobre el trozo de cuero.
La puerta se abrió totalmente, y Yaya salió por ella.
—¿Qué quieres? —preguntó con su voz fría.
—Mi padre, el rey Ardarico, me envía en busca de Tacs para que me acompañe a otra reunión —informó mientras pensaba que le resultaba molesto que Yaya apenas hablara germano; todos los hunos lo hablaban.
—¿Adónde…, allí? ¿A tu casa? —preguntó señalando con la barbilla hacia el poblado gépido.
—El qaghan ha ordenado…
—Tacs no va.
—El qaghan ha dicho que debe obedecer las órdenes de mi padre.
Por un momento, Yaya se le quedó mirando fijamente, con las manos entrelazadas, y dijo algo en huno al centinela. Éste dejó el trabajo de cuero y respondió.
Yaya se adelantó hasta el borde del porche.
—Tacs allí —dijo señalando hacia un lado del palacio—. Por allí atrás. Él no irá. Tú escucha —y dándose la vuelta, cruzó la puerta perdiéndose en la cámara de entrada. Dio un portazo tras él.
Dietric condujo el caballo hacia la esquina. El palacio del qaghan era tan grande como la empalizada completa de su padre; un huno habría montado a caballo para rodearlo. Al dar la vuelta a la esquina llegó a un patio en el que crecían tres robles. Bajo la sombra jugaban unos niños con una pelota, pero no veía a Tacs por ninguna parte. Manteniéndose al lado del palacio, alejado de los niños, caminó hacia la parte posterior y dobló la esquina.
Allí, entre la empalizada y la parte posterior del palacio, había una pequeña forja. Podía oír los fuelles, y por encima del fuego se elevaba una delgada columna de humo. Alrededor de la forja había un grupo de hombres y Tacs estaba entre ellos. Dietric se dirigió a paso rápido hacia él, llevando el caballo de las riendas.
El huno se dio la vuelta y le saludó. Dietric levantó el brazo como respuesta.
Dejó caer las riendas y caminó hacia el pequeño grupo de hombres, sonriendo a Tacs.
—Mi padre dice… —de pronto se dio cuenta de que estaba en presencia del qaghan. La garganta se le cerró. Se quedó mirando a los estrechos ojos del qaghan, incapaz de pensar. El qaghan medía exactamente lo mismo que él, pero era ancho, voluminoso, como un roble. Dietric desvió la mirada y se quedó contemplando el suelo.
—Continúa —dijo el qaghan en germano. Dietric levantó la mirada con recelo, vio que todos miraban hacia otra parte y fijó la vista en Atila.
Al lado del qaghan y de Tacs había otros cuatro hunos: un muchacho joven que estaba de pie al lado del qaghan, un germano y dos hunos. Bajo la mirada de Dietric, el qaghan pasó un brazo sobre los hombros del muchacho y éste apoyó afectivamente la mejilla en el costado del qaghan. Resultaba evidente que era uno de los príncipes. Las mejillas del chico eran lisas, carecían de las cicatrices rituales. Quizá los hijos de qaghan no eran tratados tan brutalmente. Pero miró al qaghan y vio en sus mejillas los bordes arrugados y profundos de las cicatrices. De pronto estaba mirando fijamente otra vez los ojos negros y pequeños del qaghan.
—Tacs, éste es el hijo de Ardarico, ¿no es cierto? —preguntó el qaghan.
—Así es, Atila —respondió Tacs.
—Te pareces muy poco a tu padre —comentó el qaghan. Después se dírigio hacia el huno que se encargaba de la forja—. ¿Cómo es que no está todavía?
El huno le respondió en su propia lengua. Dietric estiró el cuello para ver. El huno movía los fuelles con una mano, manteniendo un amplio lecho de carbones que brillaban como bayas de invierno. Con la otra mano daba vueltas una y otra vez a una espada encima del fuego. Dietric pensó que si la calentaba mucho se rompería, y quedó complacido de su conocimiento; le hubiera gustado atreverse a expresarlo en voz alta. El huno apartó la espada del fuego y escupió en la hoja.
La saliva desapareció con un siseo, y el forjador levantó la mirada hacia el qaghan.
—Ahora, ¿lo estás viendo?
El germano asintió, con rostro impasible. El qaghan le miró directamente y aquél se movió nerviosamente.
—Estoy mirando, mi qaghan —dijo haciendo una reverencia.
—Muy bien —dijo el qaghan poniendo una mano sobre el hombro del otro huno, que había estado en silencio todo el tiempo, situado entre Atila y Tacs.
Se adelantó hacia la forja, y Dietric se dio cuenta de que aquello era un castigo.
El silencioso huno había robado algo a Hrold el germano. El estómago se le puso tirante. Rápidamente miró al muchacho que estaba al lado del qaghan; apretaba la mejilla contra la capa del padre; sujetaba firmemente con una mano los bordes de la capa. Dietric volvió a mirar la forja. El culpable había extendido el brazo derecho sobre la mesa de roble que tenía delante. Tomando la espada con ambos punos, el herrero huno le cortó la mano. Para ello, necesitó varios golpes. Tras cada tajo el herrero ponía la hoja ardiente sobre la herida. Dietric tosió. Aquel olor le hacía daño en la nariz.
El herrero dio un tajo fuerte y la mano se desprendió y cayó al suelo, a los pies del qaghan. Mientras el herrero limpiaba la espada, el huno permaneció un momento apoyado en la mesa, con la cabeza inclinada y el muñón chamuscado de su brazo estirado sobre la madera. Dietric se santiguó. El huno se enderezó y se volvió hacia el qaghan. Su rostro era del color del polvo; los párpados le aleteaban, como si fuera a desmayarse. Se arrodilló con dificultad en el polvo y bajó la cabeza apoyando la mejilla en la bota de piel del qaghan. Se levantó con lentitud y se marchó, tropezando cada pocos pasos.
El qaghan le habló en huno a su hijo, con voz autoritaria, señalando hacia sus pies. El muchacho se agachó, cogió la mano y echó a correr tras el herido. Dietric giró la cabeza para verlo; el muchacho gritó algo, y el hombre se dio la vuelta y se detuvo. Al llegar junto a él le dio la mano, y cuando el hombre se puso en marcha le acompañó. Dietric se enderezó y encontró los ojos del qaghan mirándole fijamente.
—¿Estás buscando a Tacs?
—Mi padre quiere hablar con él, mi qaghan.
—Ve —dijo señalando a Tacs.
—¿A su campamento? —preguntó Tacs—. Pero… Atila, ¿debo ir a su campamento?
El qaghan miró a su alrededor antes de contestar.
—Sí, si así lo desea. Ah, ya veo —se había vuelto hacia el herrero, y luego giró otra vez hacia Dietric. Ve al cruce de caminos que hay delante de tu campamento y pídele a tu padre que se encuentre allí con él. Hrold, puedes irte.
El muchacho regresaba y el qaghan se volvió hacia él, sonriente, y cuando a la carrera el chico se plantó junto a él extendió una mano para acariciar su mejilla lisa.
—¿Puedes hacer lo que dice él? —preguntó Tacs a Dietric.
—¿El qué?
Se marcharon por donde había llegado Dietric. Éste se desvió para recoger su caballo, que pastaba al sol junto a la muralla de la empalizada. Cogió el emperador que llevaba en el bolsillo, lo frotó entre los dedos pulgar e índice y se lo entregó a Tacs cuando llegó de nuevo a su lado.
—El otro día olvidé darte esto.
—Gracias —contestó Tacs con voz de sorpresa—. Gracias —la moneda desapareció en su túnica de espesa piel gris—. ¿Puedes conseguir que Ardarico haga eso para que yo no tenga que ir a su campamento?
—Piensas que es una trampa, ¿no? —preguntó Dietric rígidamente—. Crees que se lo conté a mi padre y él quiere que vayas allí para capturarte.
—Bueno… —dieron la vuelta a la esquina del palacio y Tacs le miró directamente—. Ya sabes lo que sucede cuando un germano sorprende a un xiung robando algo. Hrold cogió a ese hombre, y el qaghan tuvo que castigarlo de acuerdo con la ley. ¿Qué crees que pasaría si el atrapado fuera yo?
—Si se lo hubiera dicho querría también a los otros, no sólo a ti. Y sabes que conozco sus nombres.
Tacs miró el patio principal; se llevó dos dedos a los labios y silbó.
—Si tú dices que no es una trampa, te creeré. ¿Aunque por qué no ibas a decirselo? —se sentó en el borde del porche llevándose hasta las rodillas los pliegues suaves de las botas—. Pero si tú lo dices, te creeré.
Yaya salió por la puerta a la entrada del palacio y caminó por el porche hasta donde estaba Tacs. Sus pies hacían resonar las planchas de madera del suelo. Tacs miró a su alrededor. Yaya le decía algo y el huno respondía con monosilabos. Cogiendo la lanza de Tacs, Yaya bajó del porche de un salto y rodeó el palacio caminando lentamente para acudir junto al qaghan.
—¿Cuánto tiempo llevas en la guardia del qaghan? —quiso saber Dietric.
—Uno de mis hermanos era guardia, y cuando murió ocupé su lugar —dijo inclinando la cabeza hacia un lado. Miró el caballo de Dietric y le dio la vuelta para contemplarlo mejor—. ¿Es tuyo?
—Si —contestó Dietric—. ¿Qué te parece?
Tacs se inclinó y le pasó una mano por la negra pata delantera. Su poney venía trotando hacia él, llevando la cabeza voluntariamente alta para que no pudieran cogerlo de las riendas. Tacs se levantó, se aproximó a él con precaución y lo montó.
Dietric subió a su silla y se marcharon.
—¿Qué te parece mi caballo? —volvió a preguntarle.
—No deberías montarlo en la nieve —respondió Tacs con una voz en la que podía percibirse un reproche—. Puede quedarse cojo. Pero se curará de esa sobrecaña. Todos los caballos grandes la tienen. No entiendo por qué los caballos germanos son tan grandes.
—Pues me he dado cuenta de que todos los hunos que pueden montan caballos germanos.
—Por eso los xiung ricos tienen más caballos cojos que los xiung pobres —los ojos de Tacs se detuvieron en el caballo de Dietric—. Además, los xiung ricos simplemente tienen más caballos. Me pagaste ese emperador cuando no tenías por qué hacerlo; te haré un favor: si quieres, podemos cambiar de caballo.
—Cambiar de caballo. —Dietric se relamió los labios. Se preguntó cómo podría salir de la situación sin ofender a Tacs. Cruzaron la puerta y pasaron bajo el roble del exterior. Una gruesa capa de nieve lo cubría todo, de color azul bajo la sombra, cruzada por miles de senderos hechos por pájaros. Bajaron la colina hacia el vado.
Junto al pantano, donde los sauces daban sombra a la nieve y la mantenían blanda, los niños habían hecho fortines para pelearse con bolas de nieve. Dietric miró a Tacs con incertidumbre.
—Tu espléndido caballito es demasiado bueno para cambiarlo por mi viejo rocín.
¿Cómo iba a ser capaz de aceptarlo?
Tacs le miró y se echó a reír. De pronto, Dietric se dio cuenta de que le estaba gastando una broma. Las orejas le ardían, pero se obligó a sonreír. Tacs tiró de las riendas del poney negro y extendió una mano con la palma hacia arriba.
—Soy un huno pobre con cuatro caballos, dos de los cuales son cojos, y los dos cojos son cruzados. Tus germanos me han convertido en mendigo. Me debes tu caballo. Y si eres bueno, ni siquiera tendré que lograr que aceptes el poney.
Con cara seria, Dietric le replicó:
—Si todos los caballos germanos son cojos, el favor que debo hacerte es no darte otro animal cojo que tengas que alimentar.
La sonrisa de Tacs se extendió de oreja a oreja.
—Ya te lo dije: los xiung ricos tienen muchos caballos cojos. Necesito más caballos cojos para ser rico.
Comenzó a reír antes incluso de dejar de hablar. Dietric acabó riendo con él; entonces Tacs le golpeó ligeramente en el brazo.
—¿Aquél era hijo del qaghan? El muchacho que estaba con él.
—Era Ernach —contestó el huno—. El hermano de Ellac, el heredero del qaghan.
—Es muy guapo, no se parece el qaghan.
Tacs echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. Dietric tuvo de pronto la sensación de que Tacs y él eran amigos desde hacía mucho tiempo. Observó las profundas cicatrices del rostro de Tacs.
Ernach no tiene… —el valor le desapareció pronto; empezó a pensar que la pregunta no era apropiada. Pero Tacs estaba observándole y esperando—. Cicatrices. Creía que todos los hunos tienen cicatrices en las mejillas.
—¿Quién? ¿Ernach? —preguntó Tacs, mientras se quedaba mirándole con la cabeza ladeada—. Todavía no es un hombre. Tan sólo es un niño. Te cortan las mejillas cuando te conviertes en un hombre, en una larga ceremonia que dura tres días, y cada uno de los días el chamán te corta. Cuando eres hombre, debes aprender a recibir daño sin devolverlo. O algo así —se llevó una mano a la mejilla—. Te dan Hermano Blanco para que no te duela mucho. Yo grité muy fuerte. A los mayores les gusta eso, les gusta que el chamán haga un buen trabajo. Y luego todos te hacen regalos.
—Ah —exclamó Dietric. Pero lo que en realidad estaba pensando era que cómo resultaba posible que habiendo vivido tan cerca existieran tantos malentendidos.
Al llegar al vado vieron que la nieve había sido barrida y que habían puesto planchas de madera y gravilla sobre el hielo.
—Llevaré a mi padre al cruce de caminos, cerca del pie de nuestra colina.
—Muy bien —replicó Tacs con un asentimiento—. Puede que traiga soldados, pero entonces los veré mucho antes de que puedan capturarme.
—Sé que no llevará soldados.
—De todas formas, quizá vaya un día a tu campamento. Nunca he estado en él.
—Pues yo siempre quise ver tu poblado —respondió Dietric—. Si vienes a mi campamento, ¿podré visitar el tuyo?
Tacs asintió, excitado.
—Claro. Bueno. Podemos ser… compañeros —daba la impresión de que no estaba muy seguro de la palabra; levantó la mirada hacia Dietric—. Si tienes problemas en mi campamento, yo te ayudaré; y lo mismo tú a mí en el tuyo.
—Muy bien —contestó Dietric. Ya habían llegado casi al cruce de caminos. Sobre la colina helada, encima de ellos, la pequeña empalizada de Ardarico parecía una parodia de la del qaghan. Dos gépidos bajaban hacia ellos; miraron con recelo a Tacs, y aunque uno respondió al saludo de Dietric, el otro ni siquiera le prestó atención.