XVII

Tacs regresó al galope al campamento xiung, arrastrando sus caballos detrás tan rápido como pudo, deseando casi que cuando llegara al borde del campamento y mirara hacia atrás el monje se hubiera ido. Pero no fue así, aunque el pelo revuelto se le metía en los ojos y tenía la tosca túnica negra toda revuelta alrededor del cuerpo. Tacs cabalgó hasta el terraplén que recorría el borde sudoriental del campamento y tiró de las riendas.

—Devuélveme mi caballo. Aquí está el campamento.

El monje echó una mirada al atareado campamento y dijo:

—Por favor, no me dejes solo aquí. No hablo huno… sólo unas cuantas palabras.

—Los gépidos tienen un campamento allí —dijo Tacs haciendo un gesto hacia el norte—, en la colina que está detrás del río. Puedes llegar andando.

—Por favor —repitió el monje. Tomó una inspiración para afirmar la voz—. Tengo miedo. Por favor, no me dejes solo.

Intrigado, Tacs estudió su rostro; había algo en la voz del monje que le hacía pensar que no estaba luchando tanto con el miedo como con el orgullo.

—¿Por qué quieres ir conmigo?

—Toda mi vida he querido llevar la palabra de Dios al pueblo huno. Y ahora que estoy entre los hunos tengo miedo; pero, si me vengo abajo ahora, nunca lo conseguiré.

Tacs no podía entender eso. Miró a su alrededor, al campamento huno que tenían ante ellos, extendiéndose en la pendiente debajo de la empalizada. En ese lado del campamento se estaban llevando los auls y sólo quedaban los esqueletos aquí y allá, ramas peladas y curvas como costillas que se unían al palo central. Los niños, los perros y las cabras estaban reunidos en grupos cerca de los restos, esperando a que se ocuparan de ellos.

—¿Lo que quieres decir es que deseas vivir con el pueblo huno?

—Así es.

—¿Por qué?

—Los germanos ya conocen a Cristo.

—Si —respondió Tacs echándose a reír—. Bueno, supongo que puedes venir.

Pero no sé dónde vamos…, yo me voy con el Flautista, que es un chamán muy sabio e importante.

Se puso en marcha a lo largo del borde del campamento. El monje le siguió, manteniendo el caballo apartado de los dos caballos que Tacs conducía con la cuerda. Tras él, correteaban jugando el potrillo de la alazana y la potrilla de la yegua negra.

El aire del campamento xiung olía ya a rancio, como si llevara mucho tiempo desierto. Tacs cabalgó hacia el aul del Flautista, serpenteando entre los hunos que estaban haciendo el equipaje. Una caravana de seis carretas se alejaba lentamente de ellos; sobre dos de las carretas habían montado un aul, y dentro de uno de ellos había sentado un anciano que miraba hacia el exterior desde la puerta.

Las esposas del Flautista estaban quitando las pieles de las paredes del aul, y enrollándolas. Habían desaparecido todos los muebles y todos los sacos, francos de cristal y otros objetos del Flautista. En medio del desnudo aul estaba el Flautista, sentado sobre los talones y tocando la flauta.

Tacs desmontó y amarró los caballos a la estructura del aul. Al poney negro lo dejó suelto para que se moviera como quisiera. El monje se detuvo, con incertidumbre, con las riendas en la mano, hasta que Tacs le señaló con un gesto la estructura del aul.

—Atala. Es muy tranquila, ¿ves a su potro? —palmeó al potro, que llegó trotando y metió el morro bajo el costado de la yegua. Cuando el monje la hubo atado, Tacs le empujó por entre el hueco que quedaba entre dos nervaduras del aul.

—¿Quién es? —preguntó el Flautista levantando la vista—. Siéntate. Llegaste antes de lo que te dije. No importa.

Estaba sentado sobre la última de sus hermosas alfombras y se hizo a un lado para dejarles sitio. Tacs dio un tirón al monje para que se sentara junto a él. El monje lo hizo con las piernas cruzadas, como un mendigo en una ciudad.

—Quiere saber quién eres —le dijo Tacs al monje señalando al Flautista.

El monje asintió. Su cabeza y rostro parecían formados como una máscara de madera, todo planos aplastados.

—Por favor, dile que soy Aurelio, un siervo del Señor Jesucristo, ciudadano de la ciudad de Roma y últimamente habitante de Nueva Roma, donde mi padre era funcionario y mi madre la hija de un senador.

Después de que Tacs tradujera todo eso, el Flautista sonrió y dijo:

—Tiene unas maneras honradas. Dile que estaba esperando un signo de la dirección que debía seguir y creo que es un mensaje para mí. Iré a Nueva Roma.

—Pero… —empezó a decir Tacs levantando la cabeza sobresaltado.

—Me llevarás, y cuando esté allí podrás hacer lo que quieras. Diselo.

—Pero él quiere quedarse con los xiung.

—Lo que él desea a mí no me importa nada —contestó encogiéndose de hombros.

Tacs le tradujo al monje todo lo que había dicho el Flautista. El monje levantó los ojos hacia él, sonriendo.

—Mi querido amigo, sabes que mi deseo es vivir entre tu pueblo. No quiero volver con los míos. Dile que puedo ser un mensaje para él, pero que ahora que ha recibido su signo debo encontrar una manera de quedarme con vuestro pueblo.

No me necesita ya.

Cuando el Flautista oyó eso contestó:

—Dile que puede volver con los xiung más tarde, pero que ahora es imposible.

Los clanes se están esparciendo hasta la estación de caza. Los grupos más grandes serán de dos o tres familias. No se reunirán hasta finales de otoño, para elegir nuevos jefes y celebrar una gran cacería, ¿quién iba a llevarse a un hombre que no les puede ayudar a cazar, guardar los rebaños o mantener el campamento, pero que come igual que cualquiera de ellos? Díselo y lo entenderá. Su rostro es inteligente.

El Flautista volvió a coger la flauta, que había quedado colgando junto a su esternón, y sacó unas notas de ella. Tacs hizo una mueca. Lo que había dicho el chamán era fácil en xiung, pero en latín requería más palabras y muchas explicaciones. Cuando terminó, el monje miró al Flautista con cara de resignación.

—Entiendo. Que se haga la voluntad de Dios.

—Lo entiende —tradujo Tacs.

—Esperaba que lo hiciera —añadió el Flautista.

Cuando Aurelio menciono por primera vez su deseo de predicar el Evangelio a los hunos, sus superiores le acusaron de pecado de orgullo. La penitencia que le impusieron sólo sirvió para fijar más profundamente en su alma el sentido de su misión. Había luchado durante años para llegar a Hungvar. Finalmente, unos enviados diplomáticos aceptaron llevarle. Cuando llegó a Hungvar, fue arrojado poco ceremoniosamente a la lluvia, en un espectáculo humillante y degradante presenciado por docenas de bárbaros, y necesito la mayor parte del verano para separarse de los piadosos alanos que le habían rescatado: como no tenían sacerdote, habían decidido quedarse con él, aunque ellos fueran arrianos y él creyera en la doctrina ortodoxa. Por fin pudo regresar a Hungvar, llegando en mitad del funeral.

Los gritos, los fuegos y la gente que cabalgaba frenéticamente en todas las direcciones deberían haberle aterrado, pero en cambio le llenaron de una euforia apasionada y carente de miedo. Se metió en la primera cabaña ocupada que encontro y empezó a predicar.

Evidentemente, los hunos apenas sabían lo que estaba sucediendo ante ellos, pero el entendimiento vendría cuando le hubieran aceptado a él y a la palabra de Dios que de él salía. Predicaba más para sí mismo que para los que le oían. En parte, su vocación para convertirse en monje se debía al hecho de que pensar en Cristo le hacía siempre feliz.

A la mañana siguiente, cuando el último de los hunos se hubo dormido o se fue de la cabaña, salió al aire libre a respirar y orientarse. Disfrutó de la vista; le recordaba una escuela llena de niños desaseados. Mientras estaba en pie junto a la puerta de la cabaña, admirando lo que veía, regresaron algunos hunos llevando a un hombre muerto. Le ignoraron; como si hubiera sido invisible. Entre ellos había uno que sollozaba y apartaba las manos que pretendían darle consuelo. Aurelio se dio cuenta de que se trataba de una mujer; la esposa del muerto.

Les siguió un poco por el campamento, fascinado por la pena ahogada e inconsolable de la mujer. Los hombres dejaron el cadáver en una cabaña grande y vacía, en donde la mujer, sin dejar de llorar, empezó a enderezar el cuerpo. Aurelio la ayudó.

Al principio actuaba como si él no estuviera allí, pero su resistencia se disolvió gradualmente y acabó hablándole en un torrente de palabras, aunque sabía que él no entendía el huno. Juntos lavaron las heridas del hombre y le pusieron ropa nueva; ella hablaba durante todo el tiempo.

El hombre había muerto acuchillado. Al principio, Aurelio era incapaz de mirar lo que estaba haciendo. La mujer, que le dijo se llamaba Ammarka, manejaba el cuerpo como si se tratara sólo de carne. Pero de pronto, lavando la sangre que tenía pegada al cuerpo, apoyó la mejilla en el pecho del cadáver y se puso a gemir, con lo que Aurelio se dio cuenta de que lo manejaba con tanta destreza porque lo conocía muy bien. En ese momento el cuerpo, acuchillado y sucio, tomó otro aspecto para él.

Y ahora cabalgaba de nuevo hacia el sur; no iba a ser ya el apóstol de los hunos.

El caballo andaba a buen paso. No era capaz de sujetarse con las rodillas, por lo que a cada paso estaba a punto de caerse. Cabalgaban en la noche iluminada por la luna, llena de llamadas de búhos, con el río a la izquierda y la ancha llanura extendiéndose pálida y fría hacia el horizonte meridional. Delante de él cabalgaban los dos hunos, parloteando como mujeres. Delante de ellos iban los dos caballos sueltos y los potros.

La alazana se detuvo para alimentar al potrillo; ya lo había hecho otra vez. Aurelio temía presionarla y que el potrillo se muriera de hambre. Sabía que los hunos valoraban los caballos por encima de todo lo demás. Cuando los hunos se dieron cuenta, tiraron de las riendas y se quedaron sentados en los caballos, esperando. El más anciano, que era alto y delgado, cogió la flauta y empezó a tocar. Los caballos bajaron la cabeza y se pusieron a pastar.

Aurelio cambiaba su peso de un lado a otro para estirar sus músculos acalambrados. La yegua se puso en marcha de nuevo, apartando las mamas de la boca del potrillo. El otro se había tumbado; la madre le empujaba con el hocico, pero se negaba a levantarse.

—Esperad —dijo Aurelio a los hunos, que parecían dispuestos a continuar. Señaló al potro acostado—. Debemos descansar.

—Apenas hemos salido de Hungvar —contestó el más joven, con tono muy paciente.

—Lo sé —replicó Aurelio asintiendo—. Pero si queréis que vaya con vosotros, tendréis que comprender que no soy un xiung.

El más viejo se eché a reír por la forma en que Aurelio utilizó ese nombre.

Él y el más joven estuvieron hablando un rato. Al dejar de hablar, el de más edad sacó la flauta y miró a su alrededor. Dejó la flauta, asintió, señaló hacia el río y dijo algo.

—Acamparemos allí, junto al río —le dijo el joven a Aurelio. Volvía a estar enfadado; le quitó de las manos al monje la cuerda de la alazana y se fue al galope.

Aurelio se sujetó a las crines y trató de aferrarse al caballo con las piernas, tal como le habían dicho que hiciera. Pero tenía las rodillas y los muslos doloridos de tanto cabalgar, y a mitad de camino hacia el río cayó al suelo.

El más joven simuló no verlo y siguió corriendo hacia el río. Aurelio se levantó.

El otro huno trotó hacia él, riendo, y dijo algo en huno que incluía la palabra «xiung».

Agachándose, golpeó a Aurelio en el pecho, con buen humor, y se fue cabalgando.

Al monje no le quedaba más remedio que caminar. Le dolían las piernas desde los tobillos a la cadera, y también la espalda. Cuando alcanzó a los hunos al lado del río, habían encendido un fuego. Se tumbó dentro del circulo de calor que proporcionaba la hoguera, apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados y se durmió.

El sol de media mañana calentaba mucho incluso bajo la media sombra de los árboles de la orilla del río. Tacs bebió agua de la calabaza que le pasó el Flautista y se agachó para recoger otro puñado de bayas. Sus dedos, cubiertos de arañazos de los espinos, estaban manchados de rojo oscuro por el jugo de las bayas; el sabor agrio de la fruta sin madurar se le quedó en la parte trasera de la lengua. Muy adelantado, se encontraba el Flautista tocando la flauta, y el monje estaría probablemente con él. Tacs bebió más agua. Apartando el poney de los arbustos de las bayas, retrocedió a buen paso hacia los caballos que pastaban y los hizo avanzar por la orilla del río.

Quemada por el sol, la llanura se extendía en una neblina de polvo. Por una vez el viento se había calmado. Los dos potros jugaban a pelear uno con otro; el polvo y el polen se adherían a sus largas pestañas y a las cerdas de sus jóvenes crines. Hacia adelante, todavía invisible, relinchó la alazana, y el potrillo le respondió y galopó hacia ella. Tacs silbó. Un momento después el Flautista le contestó con otro silbido.

Habían decidido seguir el río mientras pudieran, porque junto a él siempre encontrarían algo de comer, y podían pescar si necesitaban carne. El Flautista había traído carne y pescados secos y un saco de cereal, pero prefería reservarlos para el viaje hacia el sur. Al principio Tacs trató de convencerle para que dejaran atrás al monje y viajaran más rápido, pero el Flautista se negó. Dijo que el monje le gustaba, y que, de todas formas, tenían que moverse lentamente por los dos potrilíos. Tacs dirigió a los caballos sueltos hacia una pequeña cañada, rodeando un bosquecillo.

El Flautista soltó la flauta y saludó con el brazo. El monje, que estaba a su lado, miró a Tacs por encima del hombro; tenía el rostro, delgado y blanco, untado de jugo de bayas como el de un niño. Tacs se aproximó a ellos al trote. Tiró de las riendas al llegar a su lado, la alazana llamó a su potrillo y le dejó alimentarse.

—A ver si entiendes lo que está tratando de decirme —le pidió el Flautista señalando hacia el monje con la barbilla—. Lleva toda la mañana intentándolo en diversas lenguas, como si quisiera preguntar algo importante.

Tacs bebió otro sorbo de agua y pasó la calabaza al monje.

—¿Quieres decir algo?

El monje sacudió la cabeza. En lugar de beber de la calabaza, derramó agua en las manos y se las frotó. El jugo de bayas no desaparecía ni siquiera cuando se frotó los dedos en las mangas. Finalmente abandonó.

—Quería preguntarle que quién cree él que ha hecho todo esto —dijo moviendo el brazo en un círculo que abarcaba el río, los árboles, los arbustos de las bayas, todo.

Tacs se le quedé mirando fijamente, preguntándose si le habría entendido. Finalmente apartó los ojos del monje y miró a su alrededor para ver por qué razón pensaba el monje que todo aquello había sido hecho. Le asombraba que los romanos tuvieran tanto arte como para pensar que un río entero con sus orillas pudiera ser construido, y con tanta perfección en sus detalles.

—¿Y bien? —preguntó el Flautista.

—Está loco —respondió Tacs encogiéndose de hombros.

—Tú dime lo que él te ha dicho y yo decidiré lo que significa.

—Quiere saber quién ha hecho todo esto. El río y los árboles.

El flautista miró sorprendido al monje. Tacs vio, gratificado, cómo el chamán miraba todo lo que le rodeaba, tal como había hecho él mismo. Finalmente, los ojos del Flautista volvieron al rostro delgado y blanco del monje.

—Pregúntale que qué es lo que quiere decir.

El monje miró primero a uno y luego a otro, y entró sus ojos apareció un ligero fruncimiento. Se aclaró la garganta y se explicó:

—Lo que quiero decir es si él cree que Dios creó el mundo con todo lo que hay en él o si piensa que lo hizo el diablo.

—Ah, ya entiendo —repuso Tacs dando un bufido y volviéndose hacia el Flautista para explicarlo—. Está tratando de enseñarnos cosas sobre su antepasado y el demonio Cristo. Pregunta si creemos que su antepasado hizo todo lo que hay en el mundo.

El flautista asintió y se disipó la expresión de sorpresa que tenía.

—Ya veo. Excelente. Ahora podremos intercambiar muchos pensamientos y aprenderé respuestas que siempre me habían asombrado. Pero hemos de seguir… el potro ha terminado. Vamos.

Se pusieron en marcha, esta vez los tres en fondo. Mientras les traducía, Tacs buscaba entre los árboles y espesos matorrales de la orilla del río más bayas, frutales y piezas pequeñas de caza. Los caballos pastaban sin dejar de moverse y los potros jugaban y se tumbaban de vez en cuando a descansar.

—Desde luego que no creemos que tu antepasado lo hiciera todo en el mundo —comentó el Flautista—. Tenemos nuestros antepasados, algunos de ellos muy poderosos, a quienes debemos honor y oraciones, pero sería una arrogancia decir que incluso el más grande de nuestros antepasados pudiera realmente… —movió la mano en el aire, buscando las palabras exactas, pero abandonó—. Ellos nos protegen en tanto que los honremos, y nos enseñan magia y la manera de enfrentarnos a los demonios, pero desde luego nunca hemos hecho un árbol, o… —miró al monje y se inclino para ver a Tacs—. ¿Entiende lo que digo?

—Entiendo —contestó el monje—. O eso supongo. Pero ésa es exactamente la razón de que haya venido a vivir entre vosotros. Lo que describes es una conciencia imperfecta de la realidad, el resultado de la ignorancia y la oscuridad en las que caímos todos los hombres cuando Dios expulsó a nuestros primeros padres del Jardín del Paraíso.

El Flautista escuchó eso en silencio. Durante un rato, mientras atravesaban un grupo de árboles altos, no dijo nada como respuesta. Tacs, que tenía algunos problemas con la traducción, estaba utilizando la palabra «rey-demonio» para el término «Dios». Desmontó y se puso a buscar entre unas setas que brotaban alrededor de la base de un enorme roble.

—No las toques —dijo el Flautista—. Son venenosas. Vuelve aquí.

Tacs regresó corriendo junto al poney negro, que iba ahora entre la alazana y el castrado bayo que montaba el Flautista.

—Más adelante hay un vado y un camino que lleva hacia el sur —comentó Tacs.

El Flautista rechazó ese comentario con un gesto de impaciencia.

—Dile que me doy cuenta de que tendremos que aclararnos el uno al otro las cosas simples antes de que podamos abordar las cuestiones más grandes que él quiere plantear.

Tacs no veía valor alguno ni siquiera en las cosas simples. El monje estaba lleno de ociosidad romana, jugando con ideas que a primera vista parecían absolutamente claras. Le tradujo lo que había dicho el Flautista.

Por una vez, el monje no se precipitó a dar una respuesta. El ligero fruncimiento permanecía entre sus cejas; sus ojos claros miraban sin parpadear al Flautista, con intensidad.

Más adelante, la sombra profunda de los árboles se rompía por el brillo del atardecer en los arbustos verdes. Por la forma en que crecían allí los matorrales, Tacs se dio cuenta de que había un sendero hasta el río. Apretó los costados del poney para que se adelantara y olió el aire buscando el aroma de la fruta.

—Dime, ¿creéis los xiung que…?

Sin hacerle caso, Tacs detuvo el poney.

—Flautista, mira… ¿Qué es eso de allí? ¿Lo ves? —señalaba hacia adelante, hacia el árbol solitario que había al borde del sendero, y dio una patada al animal para que fuera más deprisa. Al principio había pensado que se trataba de una especie de musgo sobre el árbol, pero ahora sabía que no era eso. Galopó hasta el árbol y extendió la mano para tocar el pelo que colgaba del tronco; no se decidió a hacerlo y echó hacia atrás la mano, dejándola junto al pecho. Los otros dos llegaron a su lado.

—¿Qué es esto? —gritó el monje—. ¡Jesús nos salve!

Tacs adelanté su caballo, torciendo el cuello para mirar los otros árboles que había junto al vado. La boca se le había secado y el corazón le latía dolorosamente en el costado. En tres de los otros árboles pudo ver trozos de cabellos como el primero, colgando de los troncos; vino una racha de viento y levantó los cabellos.

Al darse la vuelta, vio al Flautista que había cogido el pelo del árbol que tenía más cerca. Tacs sofocó un grito. La repulsión le impulsó a volverse hacia un lado.

El monje permanecía sentado en la yegua, rígido y silencioso, mientras el Flautista daba vueltas una y otra vez al trozo de pelo que tenía en sus manos. Estaba enmarañado y cubierto de sangre; el trozo de cuero cabelludo se había encogido hasta el tamaño de la palma de una mano de hombre.

—Ostrogodos —dijo el Flautista—. Arrancan el cuero cabelludo. ¿Hay muchos?

Tacs superó su aturdimiento. Se metió en medio del sendero y contó los cabellos que colgaban de los árboles. Ahora veía más; de un árbol colgaban tres, dos de ellos más pequeños, por lo que pensó que serian de niños. Regresó al trote junto a los otros, cruzándose con los potros que corrían hacia el río dándose coces y mordiéndose.

—Hay siete —informó—. Todos de xiung.

El Flautista suspiró. Puso el cuero cabelludo en la palma de la mano y lo acarició suavemente con los dedos.

—Entonces cógelos. Los enterraremos —añadió mirando al monje, que se santiguó y empezó a murmurar en voz baja.

Pusieron todos los cueros cabelludos juntos en un agujero profundo bajo los robles. Cuando encontraron una pluma de cuervo unida todavía a los cabellos de un cuero cabelludo, pensaron que se trataba de un xiung shai, y el Flautista se esforzó para recordar lo que pudiera de los ritos funerarios de los shaigi. Hicieron lo que pudieron, llenando el agujero con piedras y trozos de corteza. Tocarlos llenaba a Tacs de pena y terror, pero el Flautista los acaricié de uno en uno y los fue poniendo amorosamente en el suelo, todos en la misma dirección para que viajaran juntos. El monje ayudó en lo que pudo, y cuando ya no pudo hacer nada se sentó mirando al vacio y hablando consigo mismo.

Era ya media tarde cuando terminaron. Cabalgaron hacia el sur desde el río por el camino que habían encontrado. El monje y el Flautista hablaron, pero sólo de cosas inmediatas, y cabalgaron más velozmente, manteniendo a los potros cerca de sus madres. Los ojos de Tacs barrían constantemente la llanura. Se sentía igual que cuando encontró muerto a Yaya.

—¿Por qué habrá hecho alguien eso? —preguntó el monje de pronto—. Quitar el pelo de las cabezas de los cadáveres…, y también de unos niños pequeños.

Guiado por la costumbre, Tacs tradujo la pregunta en lugar de responderla. Fue el Flautista el que contestó:

—Por muchas razones. Los ostrogodos creen que cuando el cuerpo de un hombre está muerto su espíritu va a otra tierra y vive allí con la misma forma que tenía cuando murió, y un hombre sin pelo sería ridículo y carecería de honor.

—¿Qué le sucede a un xiung cuando muere?

Habían dejado muy atrás el río. El Flautista se volvió para mirar hacia él. Por la forma en que se movía, Tacs se dio cuenta de que también estaba ansioso.

—Cuando morimos y nuestro cuerpo es atendido adecuadamente, ahí acaba todo —explicó el Flautista—. Tal como debe ser. Si un hombre viviera después de su muerte seria indecoroso. Desde luego, los espíritus de las personas habitan en los totems y los lugares sagrados. Pero si se cuelga de un árbol una parte del cuerpo de un hombre, sin los rituales apropiados, su espíritu andará errante como el de un ostrogodo estúpido, causando problemas a todo el mundo —añadió escupiendo al suelo.

—Pero si un hombre conoce a Jesucristo —replicó el monje—, cuando muere, su alma encuentra la paz y la alegría en el cielo, con Dios.

Delante de ellos, más allá del horizonte cercano de la siguiente colina, se elevaba en el aire una columna de humo. Tacs se mordió el labio. Los otros dos no lo vieron y siguieron discutiendo.

—¿Por qué va a morir un hombre si, después de que ha muerto, su espíritu sigue igual que antes? —preguntó el Flautista.

El monje esperó a que Tacs hubiera traducido la mitad de la frase para responder:

—Jesucristo nos ha rescatado de la muerte.

El Flautista se burló de él.

—No quiero que me rescaten. Si no hubiera muertó, la vida no tendría valor.

Escúchame… Y… ¿Qué es eso?

—Humo —respondió Tacs.

El chamán tiró de las riendas. Barrió con la mirada la llanura vacía que les rodeaba. Dijo algo en voz muy baja que Tacs no pudo oír. Con el cabo de las riendas golpeó al caballo poniéndolo al galope. Le siguieron a toda prisa hacia el humo.

Al principio los potros mantuvieron esa marcha, pero al llegar a la pendiente pronunciada se fueron quedando retrasados. La yegua negra se detuvo a esperar a su cría. El potro de la alazana relinchó asustado y la yegua relinchó como respuesta y se volvió hacia él; el monje no pudo detenerla. Tacs le dejó y galopó tras el Flautista, sacando el arco de la caja.

Alguien gritaba. Llegó a la cresta de la colina y vio abajo una carreta ardiendo.

Sólo había una, pobre y vieja. El buey estaba muerto, todavía con las correas puestas. El grito salía de la carreta. El Flautista estaba ya a medio camino de la pendiente. Tacs apretó los costados del poney para ir trás él. Podía ver los cuerpos esparcidos por el suelo al lado de la carreta ardiendo, con sus objetos tirados a su alrededor.

A Tacs se le erizó el cabello. Los gritos subieron de volumen, agudizados por el dolor; le dieron ganas a Tacs de gritar como respuesta.

El Flautista saltó del caballo y corrió hacia la carreta. Los gritos cesaron de pronto. Al llegar, Tacs vio a un hombre atado a la rueda. Tenía el pelo quemado, le habían arrancado los ojos, la carne de la cabeza estaba tirante y rezumaba sangre y grasa. El Flautista lo mató con el cuchillo.

—Germanos otra vez —dijo el Flautista. Metió el cuchillo en la vaina y se arrodilló al lado de otro cuerpo.

Tacs respiró profundamente. Tenía la nariz y la garganta llenas con el hedor a carne de hombre semicocida. Cabalgando en circulo alrededor de la carreta quemada, cruzó el rastro que habían dejado los germanos al irse. Las huellas de una docena o más de caballos se dirigían hacia el sur por la hierba seca. Si cabalgaba tras ellos acabaría avistándolos. Sus piernas se tensaron sobre los costados del poney y tiró de la tapadera de un carcaj de flechas, pero el Flautista le gritó que volviera.

—Debes ayudarme. Tenemos que… —su voz se detuvo; estaba mirando hacia otro lado. Tacs siguió su mirada. Una joven yacía sobre el polvo al otro lado de la carreta, cerca del buey muerto. Sus cabellos germanos de color claro estaban esparcidos sobre el suelo. Estaba cubierta de sangre, y a su lado había otro charco de sangre. El Flautista caminó hacia ella y Tacs le siguió. Se detuvo al ver que la mujer había estaba embarazada y le habían abierto el vientre para sacar y ahogar al nino.

—Era su esposa —dijo volviendo hacia Tacs.

En ese momento venía el monje hacia ellos, corriendo pendiente abajo. Sin aliento, avanzó tambaleándose los últimos pasos y se detuvo, respirando con dificultad e hinchando el pecho. Para no caerse, se agarró a las crines del poney de Tacs.

Miró lentamente a los muertos… los dos ancianos tumbados en el suelo a este lado de la carreta, el hombre quemado, la esposa goda y su hijo. Puso una mano en la rodilla de Tacs y la palmeó. Las lágrimas caían de sus ojos.

—Dimelo otra vez —se detuvo para recuperar el aliento—. Dime de nuevo que morir es una gracia.