VII
El poblado huno se extendía sin ningún orden a lo largo de las murallas septentrional y occidental de la empalizada del qaghan. Cabalgando con su caballo detrás del poney de Tacs junto al terraplén que marcaba el límite sur del campamento, desde un punto elevado Dietric miró las cabañas redondeadas y las pilas de basura, las capas de carne puesta a secar, los niños, los perros, los caballos sueltos y los adultos dedicados a su trabajo o al ocio, y se preguntó que a cuántos de ellos se habría encontrado antes en los caminos. Tacs azuzó el poney y Dietric le siguió por el terraplén, manteniendo su alto caballo cerca del poney, aunque se sentía ridículo sacándole la cabeza y los hombros a Tacs.
Cuando te encontrabas a su nivel, el poblado parecía tan impenetrable como una espesura de espinos, pues carecía de callejones o caminos. El fuerte hedor del cuero curándose y del estiércol de caballo se mezclaba con los olores provenientes de las cazuelas que se estaban cociendo en todos los fuegos junto a los que pasaban. Dietric dejó que las riendas se les deslizaran entre los dedos. Su caballo se encargaría de seguir al poney; él prefería entregarse a mirar a lo que le rodeaba. Entre las cabañas había corrales hechos de mimbre; en la mayoría de ellos había dos o tres caballos. Las chozas tenían la forma de un cuenco puesto boca abajo, y las puertas de madera, incluso las cubiertas de cuero, estaban pintadas con motivos hunos.
En su poblado, los hombres lo habrían dejado todo al amanecer para trabajar; pero aquí los hombres estaban sentados en el suelo o de pie, incluso tumbados, delante de sus cabañas, sin hacer nada. Todos le miraban. Podía sentir en la nuca sus miradas de curiosidad, y cuando les sostenía la mirada no la apartaban, tal como habría hecho un germano. Se preguntó lo que habría sucedido de no haber ido acompañado por Tacs, y sintió en la piel frío y calor al mismo tiempo.
Tacs lanzó un grito a uno que pasaba y éste le respondió. Cabalgaron a través del poblado. Los perros les ladraban y gruñían, lanzándose a las pezuñas de los caballos. Algunas de las mujeres que vio, las ancianas, hacían pan modelando hogazas planas no más grandes que sus manos. De un palo, delante de una cabaña, colgaba un bebé envuelto en una manta atada con una cuerda. Sus ojos negros siguieron a Dietric sin expresión, como los ojos de los adultos y los niños. En alguna parte alguien tocaba una música extraña, sin tono, en un instrumento que Dietric no reconoció; todo eran punteados de cuerda y gemidos.
—Ho —gritó Tacs, y Dietric miró a su alrededor y ondeó los brazos, mientras el caballo se deslizaba por otro terraplén hacia el poblado inferior. Allí las cabañas estaban bastante más separadas. Los niños colgaban por las rodillas de un árbol pequeño; un muchacho gritó el nombre huno de los germanos y se echó a reír, burlón. Cuando Tacs lanzó un saludo, un hombre sentado delante de una cabaña levantó una mano como respuesta, pero no dijo nada. En el suelo, delante de un fuego, había un montón de pieles de oso. Sobre ellas yacía una persona anciana.
Dietric no sabía se si trataba de un hombre o de una mujer, pero estaba tan encorvada que casi tocaba las rodillas con la barbilla, y sacudía sin objetivo las manos en su regazo, aunque con sus ojos negros siguió a Dietric, sin pestañear.
Tacs tiró de las riendas y extendió una mano para que Dietric se detuviera.
—Presta atención… podrías perderte aquí si no ves por dónde vas. Entra.
Tacs le hizo entrar en una cabaña cuya puerta estaba pintada con marcas rojas y amarillas. Dietric desmontó, buscó algo donde atar las riendas y finalmente las soltó. Tacs cruzó la puerta, y Dietric le siguió doblando las rodillas y la espalda.
Se arrastraron en la calidez interior, iluminada apenas por una pequeña lámpara rojiza. El germano se dio cuenta al instante de que había allí media docena de personas, aunque nadie habló o se movió. Había algo entre la lámpara y él, y se asustó, pero sólo era Tacs, inclinado sobre la lámpara, cuya luz rojiza barría su frente, nariz y pómulos. Dio algo más de fuerza a la lámpara y la puso al lado de Dietric.
—Siéntate aquí —le dijo Tacs tirando de él hacia atrás, y las manos extendidas de Dietric se hundieron en una piel profunda como una cama. Se sentó sobre ella y se esforzó para ajustar los ojos a la luz existente.
—Ya les conoces —dijo haciendo un gesto hacia los lados—. Yaya, Monidiak y Bryak.
De más allá de la lámpara llegó un murmullo general. No le querían allí. Dietric se movió, sintiéndose de pronto deprimido. Había pensado que seria divertido ir allí, y Tacs se había sentido feliz de llevarle. Pero vinieron a su mente historias sobre lo que les sucede a los extranjeros entre los hunos.
En la oscuridad, a su derecha, había una jarra cuyo contorno se perfilaba en la luz rojiza, y una voz baja de huno dijo:
—Toma, bebe algo. ¿Dónde estuviste, Tacs?
Entre el momento en que cogió la jarra y el momento en que llegó a sus labios.
Dietric se dio cuenta de que quien hablaba era una mujer. Tacs se inclinó para responderle.
—Fui al campamento de los gépidos, para ver de nuevo al rey Ardarico. Ah.
Fue muy interesante. Una o dos veces pensé que no regresaría. Dietric, ¿es que te la vas a llevar a casa?
—Ah, lo siento —respondió el germano entregándole la jarra. Sólo había tomado un sorbo, receloso por su sabor amargo, pero lo encontró sorprendentemente agradable, y el calor se extendió por él al tiempo que la luz roja se le hacía más agradable a los ojos.
—Podías habérmelo dicho —le increpó la joven—. Era tu turno para ir al Flautista y tuve que ir yo en tu lugar. Me asusta y me hace muchas preguntas. ¿Qué pasó en el campamento gépido? ¿No irías solo, verdad?
—Me llevó Dietric. Sólo me miraban. Podría contaros lo mucho que me odiaban, y además tienen muchos perros grandes… Dietric, ésta es Ummake, es la esposa de Yaya.
—Hola —contestó Dietric.
—¿Es de verdad muy diferente de nuestro campamento? —preguntó Ummake, que apenas había mirado a Dietric. Éste pensó que la joven le despreciaba, y se echó hacia atrás, apartándose.
—Muy diferente. No habría podido encontrar el camino si hubiera ido solo.
Todas las casas son iguales.
Sorprendido por aquello, Dietric intervino.
—¿Y cómo puedes encontrar el camino aquí? No hay caminos y todo parece puesto al azar.
Ummake se echó a reír y Tacs replicó:
—Es facilísimo encontrar aquí el camino…, sólo tienes que fijarte en las marcas de los auls.
—Facilísimo, claro, si sabes lo que significan —dijo Ummake. Algo suave y cálido tocó la mano de Dietric; esa ligera presión en la oscuridad le dejó casi con la boca abierta. Ummake le había tocado—. Tacs no piensa en esas cosas. ¿Te sientes asustado aquí?
—Aquí no —contestó—, pero fuera si.
—Ah —replicó ella—. No debes tener miedo. Nadie te haría daño aquí. Se metería en muchos problemas. ¿Por qué viniste?
—Siempre había deseado ver vuestro poblado.
La mujer se echó a reír de nuevo y por segunda vez le tocó la mano, pero en la oscuridad rojiza se apartó, y un instante después Dietric oyó que hablaba con Yaya. Se preguntó por el aspecto que tendría; su voz era tranquila, y más profunda que la de una mujer ordinaria. Deseó que le tocara de nuevo, que le volviera a hablar. Pero estaba hablando con Yaya, cuya voz dura y ebria ahogaba la de Ummake. Le sobrevino una cólera irrazonable.
—Toma —le dijo Tacs, pasándole la jarra de Hermano Blanco—. Hazle los honores. ¿Tienes hambre? ¿Quieres comer algo?
—No, te lo agradezco.
—Tu padre me dio comida. Toma. Sólo un poco.
Dietric iba a negarse de nuevo, pero recordó lo que le había dicho su padre Sobre las costumbres de los hunos al ofrecer comida; se preguntó si Tacs se sentiría ofendido si se negaba de nuevo. Cogió la rebanada de pan. Estaba caliente y tenía carne encima. Se la metió en la boca y la sangre cayó por su lengua y su garganta.
La carne apenas estaba cocida. La comían semicruda. Se le revolvió el estómago, pero se tragó el bocado; alguien le dio una copa de vino y se la bebió para borrar el sabor dulzón que le había quedado en la boca. Monidiak y Tacs hablaban en huno; Dietric oyó a Tacs decir su nombre, y también creyó oír la palabra Sirmio. Forzó los oídos para ver si podía entender algo más. A su derecha, Ummake reía; su risa era tan baja y rica como su voz, y producía cosquillas en la piel de Dietric. A su izquierda, Tacs volvió a decir su nombre a Monidiak.
—¿Estáis hablando de mí?
Tacs estaba echado hacia atrás, apoyado en los codos, con los pies dirigidos hacia la lámpara roja. Sobre los huesos de su cara esa luz rojiza parecía pintura.
—El qaghan nos envía a Yaya, a mí y a otros a Sirmio, a esperar allí a Edeco…
Edeco es nuestro jefe, el jefe de la guardia, y ha estado en Nueva Roma hablando con el emperador. Vamos a escoltarlo en el camino de vuelta. Lleva con él algunos romanos. Pensé que quizá querrías venir con nosotros.
A Dietric el corazón le dio un salto.
—¿A Sirmio? ¿Pero… podré ir? ¿Me dejará el qaghan? —vio en su mente los estrechos ojos oscuros del qaghan, pétreos como los de un águila.
—Claro. ¿Por qué no iba a dejarte? ¿Y tu padre, te dejará él?
—Yo… —no le dejaría, un peso mortal oprimió su pecho—. Se lo pediré —pero Ardarico no le dejaría. Se sintió lleno de un deseo salvaje, como si fuera a morir si no podía ver Sirmio.
—Aunque no te deje, ven de todas formas —intervino Monidiak—. O ni siquiera se lo pidas. Yo hice eso cuando era joven, y al regresar mi padre se lo tomó como una gran broma.
Tacs le dio a Monidiak un golpe en el pecho con la mano abierta.
—Tu padre era Tssa. El de él es Ardarico.
La voz suave y rica de Ummake volvió a sonar a la derecha de Dietric:
—¿Eres un gépido? ¿Cuáles son tus tótems?
—Yo… nosotros…, los gépidos ya no tenemos tótem, ahora somos cristianos.
—¿No tótems? —preguntó con el mismo tono que si hubiera oído que no tenían ojos.
Tendría que pedirle permiso a Ardarico para ir a Sirmio, no había forma de evitarlo. Sirmio era romana, en un tiempo fue incluso capital del Imperio; y Tacs había dicho que habría romanos en el grupo al que iban a recibir. Seguramente Ardarico lo consideraría como un honor. Le daría permiso. El qaghan…
La jarra de Hermano Blanco regresó a él, y bebió. En la oscura luz rojiza, los colores se movían ante sus ojos, como remolinos desordenados de color rojo y azul. El nombre de Sirmio resonaba una y otra vez en sus oídos. Tacs y Monidiak reían y hablaban, mientras Yaya le hablaba a Ummake con su voz dura y fea. ¿Cómo podía ella soportarle? De vez en cuando el sonido de la voz de ella, y su alegre risa, le llenaban de deseo. Al instante siguiente pensaba en Sirmio y el deseo se doblaba. Estaba tumbado boca arriba sobre las pieles, pasando las manos ociosamente sobre su suavidad; la risa de Ummake le acariciaba como una piel suave.
En Sirmio seguramente encontraría…, algo. El aroma suave del Hermano Blanco llegó hasta él y la boca se le hizo agua. Bebió lo último que quedaba en la jarra, pero enseguida había otra pasándose entre ellos, llena. Cerró los ojos, mareado y lleno de deseos.
—Dietric —dijo Tacs.
—Sí.
—Te llevaré hasta el límite del campamento. En la oscuridad no encontrarías el camino.
—¿Oscuridad? —preguntó irguiéndose, y preguntándose si se habría quedado dormido—. ¿Es de noche?
Mareado, miró a su alrededor, aunque allí, evidentemente, siempre estaba oscuro.
—Si. Vamos.
Ardarico se enfadaría. Dietric se puso en pie. Olía a carne cociéndose, y Ummake se había ido. Dando tumbos sobre las alfombrillas desiguales del suelo, siguió a Tacs al exterior.
El anochecer daba color todavía al cielo del oeste, pero al este y encima de sus cabezas brillaban las estrellas. El caballo de Dietric estaba todavía delante del aul, arrastrando las riendas. Alrededor de ellos los hunos recogían el equipo y entraban en el aul para pasar la noche. Yaya pasó junto a ellos llevando dos yeguas, una de ellas con un potro pegado a sus talones. Dietric cogió sus riendas.
—Preguntaré a mi padre si os puedo acompañar a Sirmio. Gracias.
—Haremos un buen viaje si vienes —dijo Tacs asintiendo—. Dile que el qaghan lo permite.
Dietric se montó en su caballo, y Tacs fue a coger su poney. Con el anochecer estaba aumentando el viento. A su alrededor, en los auls vecinos, escuchaba a la gente que se reunía para la noche.
—Espera —le dijo Ummake saliendo del aul—. Toma esto, tendrás hambre en el camino —le entregó un trozo de pan. Ahora por fin podía verla. Era tan fea como todos los hunos, de rostro plano, ojos sin pliegues, con sólo un bulto por nariz. Murmurando algo, tomó el pan y dio la vuelta al caballo, incapaz de mantener su mirada.
Cuando Ardarico cabalgó hasta la empalizada de qaghan, pudo verle enseguida, de pie ante un puesto del pequeño bazar rodeado por Constancio y algunos miembros de la guardia de palacio. A pesar del frío y del fuerte viento, Atila no llevaba capa. Estaban comprando también media docena de sus mujeres, cada una con sus Siervas, pero se mantenían alejadas de él y su grupo. Las mujeres le miraban constantemente por encima del hombro, y hablaban en susurros entre ellas. El qaghan las ignoraba.
Ardarico dejó el caballo con un esclavo y se acercó a pie. El qaghan estaba eligiendo entre una colección de piedras preciosas, y hablando con Constancio sobre el clima. Uno de los guardias era Tacs, que llevaba en el brazo un bulto de pieles; Tacs vio a Ardarico y retrocedió para dejarle sitio junto al qaghan. En ese momento brilló entre las pieles un trozo de oro, el broche de enganche de la capa. Atila levantó una mano y sonrió.
—Viniste en el momento adecuado. Me complace. Mira estas piedras. A Constancio le gustan las rojas. ¿Qué te parece?
—Mi qaghan —dijo Ardarico, y en ese momento, movido por el viento, el borde del toldo le golpeó casi en la oreja, por lo que se apartó, molesto—. Podrías ver estas cosas en tu salón de recepción. ¿Por qué te molestas en salir con este frío?
—Me gusta el frío. Todos los inviernos los paso sentado en el interior, un día tras otro; y engordo. ¿Qué es lo que quieres?
Nada más pronunciar esas palabras se escuchó abrirse una puerta que daba a la Plaza de las Mujeres. Todos se volvieron para mirar en esa dirección y vieron a Kreka, la favorita, con dos esclavas que sostenían sobre ella un parasol orlado y otras cinco doncellas detrás. Al ver al qaghan, Kreka fingió sorpresa y, como deferencia a él, hizo como que se retiraba de nuevo a la Plaza de las Mujeres. Pero el qaghan levantó una mano para que se detuviera y envió a uno de sus guardias dándole permiso para que se quedara.
Kreka era de raza huna, de corta estatura, gorda y de mediana edad; era la madre de Ellac y Ernach. Llevaba una túnica escarlata que calentaba su piel amarillenta. Cuando el guardia le transmitió el mensaje del qaghan, levantó una mano en un elegante saludo y se encaminó majestuosamente hacia el bazar, apartándose de Atila.
Ardarico miró hacia ella con acritud. Hacía ya tiempo que había dejado de sorprenderse por las mujeres hunas y su crudeza. Carecían de todo lo que parece adecuado a una mujer. Incluso había oído que unas a otras se contaban rumores gruesos y que se complacían en historias de adulterio y otros crímenes. El qaghan le estaba observando; Ardarico bajó la cabeza obedientemente para mirar la bandeja de plata que el comerciante de joyas, un medo, sostenía ante él.
—¿Para qué las deseas, mi qaghan?
—Simplemente me gustan.
Ardarico pasó las yemas de los dedos por las piedras. La superficie de éstas, dura y lisa, arañaba su piel. A la sombra del toldo no captaban la luz y parecían apagadas. El medo estaba de pie al otro lado del mostrador, sonriendo con su cara alargada y morena. Ardarico se daba cuenta de que estaba calculando el dinero del qaghan como si estuviera ya en su mano.
—He encontrado a los hombres que atacaron tu campamento, Ardarico —dijo el qaghan.
—¡Ah! —exclamó Ardaríco, irguiéndose interesado.
—Los castigaré y te pagaré la vaca. Los enviaré lejos un tiempo para que aprendan a ser honestos. Al orgullo herido tuyo y de tu hijo sólo puedo ofrecerles el bálsamo de saber que sufrirán más de lo que habéis sufrido vosotros.
Ardarico miró las joyas. Hubiera preferido castigar él mismo a los ladrones, pero temía insistir y que ello ofendiera al qaghan. Sonrió.
—Creo que las esmeraldas son las mejores.
—Tienes un gusto excelente. Eso es también lo que pienso yo.
Atila sacudió brevemente la bandeja de plata y se fue. El grupo se movió con él. Ardarico se quedó, mirando al medo. La cara del comerciante se vino abajo; por un instante estuvo a punto de llamar al qaghan. Ardarico se rio de él y el medo enrojeció.
—Dijo que le gustaban. Pero nunca dijo que las compraría.
El qaghan se había apartado ya del bazar y Ardarico salió corriendo tras él, divertido con la broma de Atila.
En el patio, de camino hacia el palacio, se detuvo y dejó que Tacs, poniéndose de puntillas, le colocara el manto por encima de los hombros, lo que dio tiempo a Ardarico para ponerse a su altura. Constancio, con el cuello lleno de gruesos pliegues, miraba a sus pies con el ceño fruncido. El sol brillante refulgía en su calva.
—Te equivocaste conmigo, Constancio. ¿Para qué iba a gastarme el dinero en joyas? Ellas lo gastarán todo por mí —dijo señalando hacia el puesto, abrochándose el manto por encima de los hombros y soltando una carcajada. Rodeado por los guardias, se puso en marcha de nuevo hacia el palacio.
Ardarico se dio la vuelta para mirar el puesto del comerciante de joyas medo.
Estaba rodeado por mujeres. Las voces agudas de éstas se elevaron, peleándose por las joyas. En medio del grupo se sacudía el parasol orlado de Khatun Kreka.
Constancio las estaba mirando, formando un amplio círculo con las cejas.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Ardarico.
—Quieren saber cuáles fueron las preferidas del qaghan —contestó Constancio soltando una risita femenina—. El qaghan es un hombre ahorrativo… Nunca gasta de su propio oro si puede utilizar el de otro.
Dicho eso se dio la vuelta y empezó a correr detrás de su amo, recogiendo en una mano los pliegues de la falda.