Capítulo 1

       

      Su isla llevaba muchos siglos en esa parte remota del mar Egeo. Antes incluso de la Edad de Bronce, los minoicos habían buscado refugio allí tras salir huyendo de Creta. Normalmente, Alexei Drakos disfrutaba de la paz de su isla, pero ese día era distinto.

      Contempló la vista desde su despacho en el kastro, el castillo que había rehabilitado para su uso. Se sentía inquieto, casi atormentado, por algo que le resultaba desconocido. No quería pensar que fuera soledad lo que estaba sintiendo. En ese momento, llegó un barco al muelle de la isla vecina. Sabía que iría cargado de turistas.

      Muchos de ellos iban a visitar su isla al día siguiente, las hogueras arderían en esas playas para celebrar la fiesta de San Juan y los visitantes acudirían en tropel para vivir allí el festival anual. El punto culminante de la fiesta sería el famoso Baile del Toro. Su origen se remontaba a la antigüedad, a los tiempos de los minoicos. A pesar de la invasión que suponía la fiesta, le merecía la pena sacrificar su privacidad al menos un día al año. Los isleños, que antes vivían de la pesca en Kyrkiros, habían podido cosechar grandes beneficios desde que Alexei decidiera celebrar el festival. Los turistas pagaban una cuota de entrada, comían allí, compraban la artesanía local y probaban sus aceitunas, su miel y el vino de sus viñedos. Cuando volvían a sus casas, tenían la posibilidad de comprar esos mismos productos locales y artesanos gracias a la página web que había creado con ese fin.

      De repente, cansado de su propia compañía, salió del despacho y bajó por las antiguas y sinuosas escaleras hasta la moderna cocina, en la planta baja del kastro.

      –Debería haberme avisado, kyrie –lo regañó su ama de llaves mientras le servía un café–. Podría habérselo subido yo misma.

      Alexei negó con la cabeza mientras tomaba uno de los pasteles que le ofrecía.

      –No. Gracias, Sofia. Sé que hoy estás muy ocupada.

      La mujer le sonrió con cariño.

      –Nunca estoy demasiado ocupada para usted, kyrie. Ya está casi todo listo para mañana. Ángela y sus hijas han hecho unos trajes maravillosos para los bailarines.

      –Siempre lo hacen –añadió él mirando con una sonrisa a las otras mujeres.

      Hacían cada año los trajes tradicionales para los bailarines. Estaban basados en diseños copiados de los antiguos frescos que habían encontrado en el kastro.

      Sofia sonrió cariñosamente al ver entrar a su hijo en la cocina.

      –¿Está todo listo, Yannis? –le preguntó Alexei al muchacho.

      –Sí –dijo el joven asintiendo con entusiasmo–. ¿Quiere comprobarlo usted mismo, kyrie?

      –De acuerdo –le dijo Alex terminándose el café.

      Habían instalado coloridos puestos cerca de la playa. Más arriba, en la plataforma natural de la colina, estaba la terraza. Allí iban a bailar los artistas y habían colocado mesas bajo una pérgola para que los turistas estuvieran protegidos del sol. Saludó a los hombres que trabajaban allí.

      –Está todo perfecto –les dijo.

      Después de comprobar que todos los carteles informativos estaban en su lugar, volvió a su despacho en el kastro, usando esa vez el moderno ascensor que había mandado instalar allí para poder hacer el ático habitable. Su teléfono sonó y sonrió al ver quién era.

      –Cariño –le dijo una voz dulce–. Estoy cansada y sedienta. Acabo de llegar al embarcadero.

      –¿Qué? –repuso atónito–. Quédate allí. Ahora mismo voy.

      Apretó otro botón en el ascensor para volver a bajar. En cuanto se abrieron las puertas, salió corriendo del kastro y fue al muelle principal. Allí lo esperaba una mujer con una luminosa sonrisa y los brazos abiertos.

      –¡Sorpresa! –exclamó ella.

      –¡Una sorpresa maravillosa! –añadió él abrazándola durante un buen rato–. ¿Pasabas por aquí?

      Talia Kazan se echó a reír.

      –¿Que si pasaba por aquí? –repitió riendo–. ¡Llevo tanto tiempo viajando que ya ni siquiera sé qué día es hoy!

      Alexei le hizo un gesto a Yannis para que lo ayudara con las maletas.

      –No te hagas la tonta, mamá. Sabes perfectamente qué día es hoy.

      Ella se encogió de hombros.

      –¿Quién iba a saberlo mejor que yo? Tuve de repente el capricho de ver a mi hijo, así que hice las maletas y me vine para aquí. ¿Estás contento?

      –¡Por supuesto! ¡Estoy encantado! Pero te has arriesgado, podría no haber estado aquí.

      –No soy tonta, cariño. Avisé antes a Stefan para asegurarme de que estarías aquí. Me dijo que ibas a venir solo, como de costumbre –comentó algo triste–. Deberías haber traído a alguien.

      –Si te refieres a una mujer, las que conozco prefieren los placeres más sofisticados de la ciudad, madre. Este tipo de festivales antiguos en una isla remota no va con ellas.

      –Entonces invita a alguien con más interés por la cultura. Ya es hora de que te olvides de mujeres como Christina Mavros y encuentres a una mujer de verdad.

      Se encogió de hombros. No quería discutir con su madre.

      –¿Por qué no te ha traído Takis en su barco?

      –Estaba muy ocupado con los huéspedes que llegaban ahora a su hotel. Un joven muy amable me aseguró que sería un placer traerme a Kyrkiros para que no tuviera que hacerlo Takis.

      –¿De quién se trata? –le preguntó Alexei algo preocupado.

      –No sé. El motor hace tanto ruido que no escuché bien su nombre –dijo ella–. ¿Podemos ir ya a casa? Necesito que Sofia me haga un café.

      Sofia y el resto de sus empleados los esperaban en la puerta de la cocina con grandes sonrisas y les faltó tiempo para saludar a «kyria Talia» y ofrecerle café, vino, pasteles o cualquier cosa que pudiera desear.

       

       

      Una de las recién llegadas a la isla vecina de Karpyros sintió una oleada de emoción al enfocar sus prismáticos. A esa distancia, no podía estar segura, pero a Eleanor Markham le dio la impresión de que el hombre que vio abrazando a una rubia era el propio Alexei Drakos, el exitoso empresario, conocido mundialmente por su odio a los medios de comunicación.

      Se guardó los prismáticos cuando llegó su almuerzo y le dio las gracias con una sonrisa al joven camarero. Durante el tiempo que llevaba trabajando en esas islas, había conseguido aprender un poco de griego, lo suficiente para manejarse mientras escribía una serie de artículos de viaje sobre las islas menos conocidas de Grecia.

      Era el encargo más importante que le habían hecho nunca. Su jefe le había dado permiso para hacerlo, pero había esperado hasta el último momento para decirle que debía conseguir una entrevista con Alexei Drakos como parte del trato.

      –Desde lo que le pasó con Christina Mavros hace unos meses, se ha mantenido muy al margen de la vida social, pero sabemos que siempre visita su isla en junio. No hay alojamiento allí, así que reserva una habitación en otro sitio –le había dicho Ross McLean con una sonrisa–. Y ponte algo sexy para intentar sacar al león de su guarida.

      –Su apellido, Drakos, significa «dragón», no «león» –le había contestado ella–. Y lo de vestir sexy no va conmigo, lo siento.

      Al salir de su despacho, Eleanor le había oído murmurar algo acerca de las chicas universitarias que pensaban que lo sabían todo y había decidido ignorarlo. Sabía que era imposible conseguir trabajo como reportera sin un título universitario. Ella había trabajado muy duro para adquirir experiencia y para estudiar, además, fotografía. Era algo que le había resultado muy útil a la hora de conseguir un trabajo con Ross McLean, que había visto en ella la oportunidad de ahorrarse los gastos de un fotógrafo que la acompañara en sus viajes.

      Ahora que por fin tenía a su presa a la vista, casi literalmente, sintió un nudo en el estómago. Le preocupaba cómo iba a conseguir la primicia que tanto deseaba su jefe.

      No sabía cómo iba a hacerlo, pero estaba decidida a conseguirlo, aunque solo fuera para demostrarle lo que una chica universitaria como ella podía hacer. Pensó que quizás fuera su día de suerte y el solitario señor Drakos estuviera de buen humor al tener por fin la compañía de esa rubia que con tanto cariño parecía estar abrazando.

      Pero Alexei Drakos era famoso por evadir siempre a los periodistas, incluso antes de que una de sus examantes, furiosa con él, revelara a la prensa todo tipo de detalles sobre su relación.

      Lo que no sabía era quién podía ser la mujer que le había visto abrazar en el puerto. Había indagado todo lo que había podido, pero no había conseguido demasiada información sobre la vida privada de ese hombre. Solo sabía lo que Christina Mavros había dicho de él. En cuanto a su vida profesional, sabía que había tenido mucho éxito y que lo había empezado a cosechar antes incluso de terminar sus estudios, cuando había conseguido desarrollar algún tipo de genial software tecnológico. Unos años después, ya como empresario, había ido invirtiendo su dinero de manera muy inteligente, en productos farmacéuticos, bienes inmobiliarios y en empresas tecnológicas. Había aprendido además que era un hombre solidario que dedicaba gran parte de su tiempo y fortuna a fines filantrópicos, pero no había podido descubrir nada más sobre el hombre que se escondía tras el personaje público.

      El hijo del dueño de la taberna corrió hacia ella cuando vio que se levantaba y le ayudó a llevar el equipaje hasta uno de los pequeños apartamentos que había alquilado. Petros dejó su equipaje en el interior y ella le dijo que iría a cenar esa noche a la taberna.

      –Entonces le reservaré una mesa, kyria. Porque habrá mucha gente cenando esta noche allí. El festival es ya mañana –le dijo el joven.

      Sabía que Petros no se equivocaba y que el lugar estaría abarrotado de turistas que estaban deseando ir a Kyrkiros al día siguiente. No entendía por qué un hombre tan amante de su intimidad como Alexei Drakos abría la isla a todo el mundo, aunque fuera solo un día al año.

      Estaba agotada. Decidió deshacer su equipaje y echarse una siesta.

      Algo más descansada, se duchó y se puso unos pantalones vaqueros blancos y una camiseta negra algo escotada para lucir su bronceado.

      Tal y como Petros le había advertido, la taberna estaba llena de turistas y lugareños. El joven salió a recibirla y la llevó hasta una pequeña mesa desde donde tenía una buena vista de Kyrkiros. Le sirvieron pan y aceitunas para que picara algo mientras esperaba el salmonete que había pedido. Llegó pocos minutos después, acompañado de una ensalada y media jarra de vino de la isla.

      Le dio las gracias a Petros por ser tan servicial.

      –¿El Baile del Toro es solo para hombres? –le preguntó ella después.

      –No, en la taurokathapsia también bailan mujeres. Disfrute de su comida, kyria.

      Eleanor miró las luces de la otra isla en la distancia y pensó en Alexei Drakos. Suponía que no debía de agradarle que los turistas invadieran su territorio al día siguiente, pero al menos tenía a su lado a esa mujer rubia con la que lo había visto para levantarle el ánimo. No tenía constancia de que tuviera ninguna relación sentimental en esos momentos.

      Investigando la vida de ese hombre antes del viaje, había descubierto que su madre había sido una de las modelos fotográficas más famosas de su época. La carrera de Talia Kazan había sido breve. Su rostro exquisito no había vuelto a aparecer en las portadas de las revistas tras su boda con Milo Drakos. Sabía además que Alexei no tenía ninguna relación con su padre. No sabía por qué, pero estaba deseando descubrirlo.

      Al salir de la taberna, Eleanor felicitó al propietario por la cena. Le dijo que bajaría a comer al día siguiente y confirmó con él que le habían reservado un barco para poder acercarse a Kyrkiros. Cuando llegara, quería disfrutar de la fiesta, hacer muchas fotografías y sentarse a observarlo todo desde la mesa que había reservado para ver el baile. Esperaba además tener ocasión de ver a Drakos.

      Volvió a su apartamento y encendió su ordenador portátil para intentar descubrir más cosas. Volvió a leer el artículo de Christina Mavros, la joven de la alta sociedad cretense que no había conseguido casarse con Alexei Drakos. Frustrada y dolida, se había vengado contando todo tipo de cosas sobre Drakos.

      Siguió buscando información y encontró una fotografía del padre de Alexei. Su corte de pelo, sus rasgos y su gesto serio lo hacían parecer alguien a quien no querría tener como enemigo.

      Cuando se despertó tarde al día siguiente, se preparó un café para tratar de despejarse. Tenía mucho que hacer.

      Después de la ducha, siguió las instrucciones de Ross McLean y se puso un vestido en vez de sus habituales pantalones vaqueros. Aunque sabía que ese vestido no era el tipo de prenda que su jefe había tenido en mente cuando le pidió que se mostrara sexy. Era sencillo y tan cómodo como una camiseta, pero al menos mostraba sus piernas bronceadas por el sol de Grecia.

      Más tarde, en la taberna, disfrutó del almuerzo mientras observaba las embarcaciones de todo tipo dirigiéndose ya a la otra isla. Cuando Petros se acercó para decirle que su barco la esperaba, el sol era tan fuerte que le alegró llevar consigo gafas y un buen sombrero para protegerse durante el viaje. No podía evitarlo, tenía un nudo en el estómago y le encantaba la idea de poder por fin visitar aquella isla escarpada y rocosa, dominada por un antiguo kastro. A pocos metros del muelle de la otra isla, aspiró profundamente y le llegaron los aromas a romero y lavanda que tanto abundaban por las islas griegas. También podía oír música y voces. Había un ambiente muy festivo por todas partes.

      Le dio las gracias al barquero cuando la dejó en el muelle y le dijo a qué hora quería que fuera a buscarla esa noche. Después, se puso a trabajar, haciendo fotografías de las casas que se agrupaban en torno al kastro. Había otras viviendas por encima del antiguo edificio fortificado, a lo largo de senderos que subían hasta la cumbre más alta de la isla, donde había una blanca iglesia con una cúpula azul que brillaba bajo el sol. Cuando terminó de hacer las fotografías, se abrió paso entre la multitud hasta la mesa que había reservado bajo la pérgola principal. Los músicos estaban tocando al otro lado de la terraza. Petros le había dicho que la atracción principal sería por la noche, cuando encendieran las hogueras para contemplar el famoso Baile del Toro. Miró el escenario con recelo. Había visto fotos de los frescos de Creta que representaban a bailarines dando volteretas sobre un toro. Le daba la impresión de que allí no había manera de frenar a un toro si decidía escaparse. Le preocupaba mucho esa posibilidad.

      Pero se olvidó de los toros cuando se abrieron las puertas del kastro y salieron tres personas. Vio que bajaban los escalones hasta la terraza. De los dos hombres del grupo, le quedó muy claro quién era el rey de ese castillo. Alexei Drakos estaba sonriendo a la mujer que los acompañaba y vio entusiasmada que se trataba de Talia Kazan. Seguía siendo una mujer muy hermosa que llevaba con elegancia sus años. Después de todo, la rubia a la que lo había visto abrazado el día anterior no era otra amante más, sino su madre. Llevaba un elegante vestido azul y un gran sombrero de paja.

      El hijo también había conseguido sorprenderla. Su cabello, algo rizado, era un poco más oscuro que el de su madre, pero también era rubio. Por algún motivo, se había imaginado que sería moreno. Su rostro tenía rasgos muy marcados, como si estuvieran tallados en mármol. Era muy masculino y tan atractivo como su padre. Era ancho de hombros y, a pesar de los pantalones de lino y la camisa blanca que llevaba, le pareció adivinar fuertes músculos. Se dio cuenta de que Alexei Drakos era un magnífico ejemplo de virilidad en todos los sentidos.

      Lo observó fascinada mientras se acercaba con su madre a mirar los puestos del mercado. Vio que se detenía para hablar con todos los vendedores.

      Tomó algunas fotos de Alexei con su madre desde su mesa y también del resto de la gente, paseando bajo el cálido sol.

      Cuando terminó, guardó la cámara y se levantó para mirar los puestos. Quería comprar algunos regalos y recuerdos de su viaje. Encontró unas tallas de madera que le iban a encantar a su padre y un cuadro pequeño, exquisitamente bordado, que sería perfecto para su madre. Sintió cierto pesar al ver los puestos con vasijas de cerámica y cobre. Era demasiado difícil transportarlos de vuelta a casa.

      Vio poco después un puesto de joyas que le encantó. Se concentró en las bandejas con artículos pequeños y más asequibles. Uno de ellos le llamó especialmente la atención. Tenía que comprarlo.

      –Es una copia de un antiguo adorno minoico –le dijo el vendedor–. ¿Le gusta?

      Era un toro de cristal que podía colgar de su pulsera. Le gustaba mucho.

      –¿Cuánto? –le preguntó ella.

      Cuando le dijo el precio, sacudió la cabeza con pesar. El hombre le dijo algo en griego para tratar de convencerla, pero no entendía nada. Solo se interrumpió cuando llegó alguien que le preguntó a ella en griego si necesitaba ayuda. Fue entonces cuando se dio cuenta de que necesitaba ayuda de verdad. Su principal problema en ese momento era tratar de recuperar el aliento y la capacidad para hablar. Porque se había quedado con la boca abierta al ver que era el mismísimo Alexei Drakos quien le hablaba.

      –No hablo el suficiente griego para regatear con el vendedor –le dijo ella en inglés.

      –¡Ah! De acuerdo. Permítame a mí.

      Habló rápidamente con el hombre del puesto y se volvió después para mirarla con una sonrisa que la dejó de nuevo sin aliento. Nombró entonces el nuevo precio, que estaba dentro de sus posibilidades.

      –¡Muchísimas gracias! –exclamó ella mientras contaba el dinero.

      –Dice el vendedor que lo puede enganchar a su pulsera si se la deja aquí –le explicó Alexei después de hablar con el otro hombre.

      –Gracias –contestó Eleanor mientras se quitaba su pulsera de oro y se la entregaba al vendedor.

      –Le he dicho que se la lleve cuando termine –le dijo Alexei–. ¿Tiene una mesa?

      Eleanor asintió con la cabeza sin decir nada. No podía abrir la boca, se sentía completamente hipnotizada.

      –Alexei mou, te he oído hablar en inglés –comentó la madre del empresario acercándose a ellos dos–. ¿No vas a presentarme a esta joven?

      Él sonrió.

      –Bueno, no puedo hacerlo, mamá. Acabo de conocerla yo también.

      –Entonces, haré yo misma las presentaciones. Soy Talia Kazan y este es mi hijo, Alexei Drakos.

      Su acento era fascinante, más pronunciado que el de su hijo, que hablaba un inglés muy correcto.

      –Y yo soy Eleanor Markham –repuso ella sonriendo–. ¿Cómo está?

      –Encantada de conocerla. ¿Está aquí con amigos? –le preguntó la señora.

      –No, estoy viajando sola.

      –Entonces, ¿le importaría acompañarme a tomar una copa? –le sugirió Talia.

      No podía creerlo. Sonrió feliz.

      –Me encantaría. ¿Quiere venir a mi mesa? –le preguntó Eleanor.

      –Ahora envío a alguien –les dijo Alexei.

      Vio que se alejaba para hablar con un camarero.

      Talia le dedicó a Eleanor la sonrisa que la había hecho famosa.

      –Estoy encantada de tener compañía. Alex está muy ocupado hoy.

      –¿Está aquí solo para el día del festival o se va a quedar en Karpyros? –le preguntó la madre de Alexei mientras se sentaban.

      Eleanor le explicó lo que hacía en las islas griegas y vio que Talia la miraba de repente con sus ojos violetas llenos de suspicacia.

      –¡Es periodista!

      –Sí, pero no trabajo para ninguna revista del corazón. Escribo sobre viajes, así que no voy a aprovecharme de haber tenido el gran honor de conocer a la famosa Talia Kazan.

      La mujer se encogió de hombros al oír sus palabras.

      –Hace mucho de aquello, ya no soy famosa.

      –Pero apenas ha cambiado –le dijo Eleanor con sinceridad.

      –¡Es muy amable! Entonces, ¿está aquí para escribir sobre el festival?

      Eleanor asintió con la cabeza, esperaba que la otra mujer no dudara de ella. Se dio cuenta de que era mejor no revelarle que su principal objetivo era conseguir una entrevista con Alexei Drakos.

      –Hacía mucho que no venía a la celebración del festival –le dijo Talia–. Pero Alex siempre hace un hueco en su apretada agenda para estar aquí, así que tuve el impulso repentino de venir sin decirle nada y darle una sorpresa.

      –¡Debe de haberle encantado!

      –Afortunadamente, creo que sí se alegró de verme. Y eso que no a todos los hombres les gusta recibir la visita sorpresa de su madre –le dijo Talia sonriendo al ver que llegaba el camarero con vasos, botellas de agua mineral y zumos–. Efcharisto, Yannis –le agradeció la señora al camarero en griego.

      –Bueno, ¿por qué no me cuenta entonces qué hace aquí?

      Eleanor le describió las islas menos conocidas que había estado visitando esos días para escribir una serie de artículos.

      –Y hago yo misma las fotografías, así que suelo viajar siempre yo sola.

      –Pero seguro que tiene a alguien en el Reino Unido que espera con impaciencia su regreso, ¿no? –le preguntó la mujer con curiosidad.

      Eleanor sacudió la cabeza sonriendo.

      –El único que espera con impaciencia mi regreso es mi jefe. Pero tengo la suerte de tener muy buenos amigos. Además, también tengo allí a mis padres.

      –Yo también tengo suerte en ese sentido. Mi hijo es un hombre muy ocupado, pero siempre hace tiempo para verme. ¿Vive en casa con sus padres?

      Antes de que Eleanor pudiera contestar su pregunta, se les unió Alexei Drakos.

      –Siéntate un momento con nosotras –le pidió su madre.

      –No puedo –repuso él–. Stefan me acaba de decir que he de hacer unas llamadas bastante urgentes. Señorita Markham, ¿le han devuelto ya su pulsera? –le preguntó mirándola a ella.

      –No, todavía no.

      –De acuerdo, voy a hablar con ese hombre para que se dé prisa –le dijo.

      Volvió a dejarlas solas.

      –Siempre está tan ocupado, todo el mundo quiere algo de él y no lo dejan tranquilo ni siquiera aquí, en su lugar de descanso. Aunque la verdad es que Stefan, su asistente, hace todo lo posible por quitarle trabajo al menos este día.

      –Ya me he dado cuenta de que esta fiesta es muy importante para él –le dijo Eleanor.

      –Sí. Y para mí, también –señaló Talia.

      Se les acercó entonces un chico a la mesa con un paquete en la mano.

      –Supongo que eso es para mí –le dijo Eleanor.

      Sacó la pulsera del paquete y contempló el toro de cristal.

      Efcharisto –le agradeció Eleanor al chico mientras le daba una propina–. Era algo caro, pero no pude resistirme. Sobre todo después de que su hijo fuera tan amable como para regatear con el vendedor –agregó mostrándole el adorno de la pulsera.

      Talia se inclinó para examinarlo.

      –Es exquisito y un buen recuerdo de su visita a Kyrkiros.

      Eleanor se puso la pulsera.

      –Bueno, ya está. Ningún capricho más para mí durante este viaje.

      El ayudante de Alexei Drakos se les acercó entonces.

      –Perdonen que las interrumpa, pero Sofia me ha dicho que la cena ya está lista, kyria Talia. La ha preparado un poco antes para no perderse la taurokathapsia.

      –Por supuesto –repuso Talia levantándose–. Señorita Eleanor Markham, le presento a Stefan Petrides, el ayudante de Alexei en Atenas.

      Stefan saludó formalmente a Eleanor.

      Chairo poly, kyria Markham –le dijo en griego.

      Pos eiste –repuso ella.

      –No me gusta la idea de dejarla aquí sola, querida –le dijo Talia frunciendo el ceño–. Por favor, cene con nosotros.

      Eleanor sonrió agradecida, pero negó con la cabeza.

      –Es muy amable por su parte, pero no tengo apetito. He comido bastante al mediodía para no perderme nada del espectáculo de esta noche. Adiós. Ha sido todo un placer conocerla.

      –Lo mismo le digo, Eleanor Markham. Aunque el día no ha terminado aún –le dijo Talia con una sonrisa mientras se alejaba con el secretario de Alexei.

      Eleanor se quedó mirándolos unos segundos. Después, se volvió a sentar y empezó a escribir en su cuaderno sobre los eventos de esa tarde. Pocos minutos después, estaba tan absorta en lo que hacía que se sobresaltó cuando alguien golpeó con los nudillos la mesa de metal. Levantó la mirada sonriente y se encontró con Alexei Drakos mirando su cuaderno con suspicacia.

      –A mi madre le preocupa dejarla aquí sola –le dijo con frialdad–. Pero veo que está ocupada. Ya me ha dicho que es periodista.

      Su sonrisa desapareció al oír sus palabras.

      –Sí, es verdad. Soy periodista.

      –Y supongo que en mi isla ha encontrado más información aún de la que buscaba, ¿no?

      Se puso a la defensiva al ver que su presencia no parecía agradarle.

      –Así es –le confesó ella.

      –Escriba una sola palabra sobre mi madre y la demandaré –le dijo Alexei amenazadoramente.

      Ella levantó orgullosa la cara.

      –Estoy aquí solo para escribir sobre el festival. Pero, ya que me lo pide con tanta amabilidad, no diré nada en el artículo sobre mi encuentro con Talia Kazan. Aunque, si lo hiciera, estaría describiendo algo que ha ocurrido, así que no podría demandarme.

      –Puede que no –dijo Alexei con sus fríos ojos clavados en ella–. Pero créame, señorita Markham, no sé para qué revista trabaja, pero podría encargarme de que la despidieran con tanta facilidad como la ayudé antes con el vendedor.

       

       

      Alexei Drakos se alejó furioso de allí. No podía creer que hubiera tenido tan mala suerte como para que su madre hubiera hecho tan buenas amigas con esa mujer. Las declaraciones que Christina Mavros había hecho a la prensa sobre él le habían perjudicado mucho. Y, desde entonces, había evitado el contacto con cualquier mujer que no fuera su madre. Al menos hasta ese día, cuando una atractiva turista de sonrisa melancólica le había seducido lo suficiente como para que le ofreciera su ayuda cuando la vio perdida frente a uno de los puestos. Por desagracia para él, no solo era una mujer muy atractiva, sino además una periodista.

       

       

      Eleanor se quedó mirándolo mientras se alejaba de ella. Acababa de darse cuenta de que no iba a conseguir entrevistar al hijo de Talia Kazan. Pero algo le decía que sí había descubierto cómo había hecho su fortuna ese hombre, le había parecido un hombre despiadado, capaz de pisar a cualquiera que se interpusiera en su camino.

      Se sintió muy tonta. El encuentro casual con él había sido una de las experiencias más importantes de su vida, mientras que para Alexei ella no era más que un problema del que quería librarse cuanto antes, aunque para ello tuviera que amenazarla.

      Miró a su alrededor. Ya estaban todas las mesas ocupadas. Los turistas comían, bebían y se reían. Había artistas animando a los comensales. Ese ambiente tan festivo solo estaba consiguiendo que se sintiera más sola y triste aún.

      Era una situación que se daba a menudo en sus viajes. Y, hasta ese momento, nunca la había molestado. No podía evitarlo, estaba disgustada. Después de lidiar con el dragón de Kyrkiros, necesitaba tomar algo dulce. Se acercó a los puestos del mercadillo y compró un par de pasteles rellenos de miel y nueces. Cuando volvió a su mesa, vio que un muchacho la esperaba allí.

      Kyria Talia le envía esto –le informó el joven mientras señalaba la bandeja que había dejado en la mesa.

      Eleanor sonrió cálidamente y le pidió que le diera las gracias de su parte a la señora Kazan. Se sentó y vertió un poco de té en una delicada taza de porcelana. Sonrió cuando lo probó. Era una mezcla de té muy del gusto de los británicos. Disfrutó mucho más de los pasteles que acababa de comprar con ese acompañamiento. Cuando terminó su merienda, ya se había hecho de noche y habían encendido las lámparas sobre la terraza.

      Un cantante y un conjunto de músicos los deleitaba y ya se había recuperado casi del todo después de su desagradable encuentro con Alexei Drakos. No pudo evitar que todo su cuerpo volviera a tensarse cuando vio que ese hombre volvía a aparecer en compañía de su madre y se sentaban en una mesa al lado de la de ella. Le bastó con mirarlo de reojo para sentirse de nuevo furiosa. Estaba tan enfadada con ese hombre que le costó sonreír cuando vio que Talia le hacía una seña para que se acercara a ellos.

      –Ven a sentarte con nosotros, Eleanor. El baile comenzará muy pronto.

      –Es muy amable por su parte, pero no quiero imponerles mi presencia –dijo ella.

      –¡Tonterías! ¿Por qué vas a quedarte ahí sola? Stefan traerá tus cosas.

      Como no quería hacer una escena, aceptó la silla que Alexei Drakos le ofrecía para sentarse al lado de su madre. Ella le dio las gracias cortésmente y sonrió a Talia.

      –Muchas gracias por el té. Era justo lo que necesitaba –le dijo Eleanor.

      –¡Cuánto me alegro! Lo hice yo misma.

      El resplandor de la sonrisa de Talia contrastaba con la expresión en el rostro de su hijo.

      –Deja de mirarnos y siéntate con nosotras, Alexei mou. Tú también, Stefan –les pidió Talia a los dos hombres.

      Todo el cuerpo de Eleanor se tensó y los músculos de su estómago se contrajeron cuando oyó el bramido de un toro desde algún lugar dentro del kastro. Era un sonido lo suficientemente fuerte como para hacerse oír por encima de la música y el ruido de la multitud.

      –Parece que empezará pronto –comentó entusiasmada Talia.

      Alexei miró a Eleanor.

      –¿Está bien, señorita Markham? –le preguntó Alexei con sarcasmo.

      –Sí, claro –mintió ella.

      Pero contuvo el aliento, estaba muerta de miedo. Se quedaron en la oscuridad durante varios segundos. La tensión iba en aumento. De repente, se encendieron multitud de antorchas en la terraza y hogueras en la playa.

      –Muy dramático todo, ¿verdad? –comentó Talia entusiasmada mientras tocaba con amabilidad la mano de Eleanor–. Querida, estás helada. ¿Te pasa algo?

      –No, solo estoy algo nerviosa y excitada –le dijo Eleanor mientras miraba de manera desafiante a Alexei Drakos y sacaba su cámara–. Por el artículo que voy a escribir sobre esta fiesta.

      –Puede tomar tantas fotografías de los bailarines como desee –le aseguró él.

      Su mensaje no podía ser más alto ni más claro. Si se atrevía a hacerle una sola foto a su madre, se encargaría personalmente de echarla de su isla.

      –Gracias –dijo ella.

      Volvió a concentrarse en el escenario. Los músicos habían intercambiado sus instrumentos modernos por arpas y flautas que parecían piezas de museo. Comenzaron a tocar una música muy diferente. No se parecía a nada que hubiera escuchado antes y sintió que se estremecía. Su sangre comenzó a latir al compás de ese hipnótico ritmo.

      Con gran dramatismo, se abrieron de golpe las grandes puertas del kastro y un estruendo de aplausos dio la bienvenida a los bailarines que salían de dos en dos, moviéndose al ritmo de los tambores. Al principio, Eleanor pensó que eran todos hombres, pero cuando los vio algo más cerca, a la luz de las antorchas, se dio cuenta de que algunos de ellos eran chicas. Ellas llevaban una banda de tela cubriendo sus senos. Los hombres llevaban el pecho al descubierto y todos lucían faldas cortas de gasa, brillantes joyas de oro, pelucas rizadas muy oscuras y sandalias de cuero con cintas atadas a sus pantorrillas.

      A Eleanor se le olvidó de repente su enfado y se dejó llevar por todo aquello como si estuviera en trance. Toda esa escena parecía salida directamente de la pintura de algún jarrón antiguo, pero esas figuras estaban vivas y en movimiento. La procesión dio la vuelta al escenario. Después, los bailarines se alinearon en dos filas de cara a los invitados que los contemplaban desde la terraza. El líder del grupo de baile, un hombre muy musculoso y con los ojos pintados de negro, se adelantó para saludar a Alexei.

      Eleanor se puso entonces en movimiento y comenzó a hacer fotografías en cuanto esos ágiles bailarines empezaron a bailar. Se tambaleaban al unísono, siguiendo una complicada y sinuosa coreografía que la tenía completamente fascinada. El baile se hizo más y más complejo y el ritmo de la música se fue acelerando. Se hizo más y más rápido hasta que sonó de repente el bramido de un toro a unos metros del escenario.

      Las puertas del castillo se abrieron y salió la figura mítica del toro. La multitud enloqueció al ver la cabeza del poderoso animal, con ojos de cristal y feroces cuernos que portaba un musculoso cuerpo masculino.