TEODORA EMPERATRIZ. LA REVUELTA «NIKA», II

A primeras horas de la madrugada del jueves salieron del Palacio Imperial dos destacamentos de hérulos mandados por Mundus. Se dirigieron hacia Santa Sofía, cuyas humeantes ruinas contornearon mientras empezaban a ser hostigados por el vecindario que de las ventanas y azoteas les tiraba cuanto le venía a mano. Como el camino que habían proyectado seguir se veía obstaculizado por las ruinas de las casas saqueadas e incendiadas, decidieron ir hacia la Mesé, que quisieron atravesar en el preciso instante en que una procesión organizada por varios monjes y sacerdotes la atravesaba. Los eclesiásticos llevaban antorchas encendidas y, gritando palabras de paz, intentaban apaciguar al vecindario con invocaciones al Señor. En cuanto a los hérulos, sea porque al ver las antorchas creyeron encontrarse con una partida de incendiarios, sea porque, en su ignorancia, confundiesen los gritos de paz con exhortaciones a la revuelta, atacaron la procesión, con lo que la multitud que la seguía, más o menos convencida o tal vez cansada de rebeldías, se vio de nuevo envuelta en el conflicto. Los hérulos debieron retirarse sin poder llegar a ninguno de los objetivos propuestos.

Por una parte, Belisario y Narsés habían hecho un recuento de las tropas y de las provisiones almacenadas en palacio, y decidieron hacer salir de él a todo el personal que no fuese apto para su defensa. Al llegar los desconcertados hérulos, la decisión tomada se ejecutó inmediatamente: a mediodía abandonaban el palacio centenares de personas, entre ellas algunos senadores y patricios, contentos de huir de la quema que, sin ninguna duda para ellos, se estaba preparando. Así pasó el día, y al llegar la mañana del viernes la situación había empeorado, ya que los pequeños destacamentos enviados con la misión de enterarse de los acontecimientos llegaban invariablemente con bajas y con la misma invariable noticia: el sector al que habían ido estaba totalmente en poder de los revoltosos. ¿Podía contarse con las guarniciones de ciudades alejadas de Constantinopla? Nadie podía contestar a esta pregunta, pues todos estaban seguros de que, según fuese el resultado de la lucha en la capital, sería la reacción de los jefes militares más interesados en salvarse a sí mismos que al emperador. Por otra parte, estaban demasiado lejos para, en el caso de una fidelidad sin trabas, poder llegar a tiempo a fin de prestar ayuda a Justiniano.

Éste, a primeras horas de la tarde hizo saber su decisión: puesto que el centro de toda la revuelta se encontraba en el Hipódromo, al día siguiente, sábado, se presentaría en un palco para dar una satisfacción al pueblo y dialogar con él. Los consejeros se miraron estupefactos, pues no podían creer lo que estaban oyendo. ¿Hablar al pueblo cuando éste se hallaba alzado en rebeldía? Era ya demasiado tarde. De haber actuado así cuando empezó la disputa en el Hipódromo, seguramente no se hubiera llegado a tales extremos. Teodora miró a su marido y algo que vio en sus ojos le hizo callar lo que quería decirle. El Justiniano que ahora tenía ante ella era el hombre ingenuo, intelectual y crédulo que había conocido en un principio. Vio que era la última tentativa que el hijo de Pedro Sabatió hacía para salvar su persona humana de ser absorbida por la personalidad del emperador. Para ser persona y no personaje. Por eso calló, aun cuando creyó que la gestión era totalmente inútil.

Escoltado por unos cuantos excubitores y acompañado de unos sacerdotes que portaban las Santas Escrituras e incensarios, Justiniano desanduvo el camino que pocos días antes había emprendido huyendo del Hipódromo. La muchedumbre que estaba en él, al darse cuenta de la entrada de los soldados en el palco imperial y de los portadores de símbolos de la realeza, comprendió que algo había pasado o iba a pasar y, poco a poco, cesaron los gritos y discusiones. Todo el mundo estaba pendiente del palco del emperador, y por un momento se hizo el silencio, que contrastaba con el rumor sordo y persistente que llegaba procedente de la ciudad. Justiniano aprovechó este momento para aparecer ante su pueblo. Extendió la mano sobre el Santo Libro mientras los sacerdotes le incensaban y, por medio de su orador, comunicó al pueblo su decisión: «Concedo el perdón y el olvido imperial a todo el mundo. Nadie, ni verde ni azul debe temer de mí. Destituyo a todos los ministros que os han sido desagradables, y en su lugar nombro a Probo nuevo prefecto de la ciudad. Los dos condenados que por voluntad del Señor vieron salvada su vida son perdonados sin ninguna restricción. Lo juro sobre la Santa Palabra de Dios Omnipotente».

El gesto conmovió a la multitud, y sonaron incluso algunos aplausos, pues la masa es incapaz de pensar, pero no de dejarse llevar por la demagogia sentimental; pero los jefes de la rebelión, que vieron que por este camino ésta se les iba a escapar de las manos, empezaron a vociferar: «¡Fuera, fuera, tú ya no eres nadie! ¡Dios te ha quitado el poder! ¡Queremos otro emperador!». Y empezaron a tirar piedras y otros proyectiles contra el palco imperial. Pálido, Justiniano intentó hablar, pero los más excitados de los energúmenos quisieron asaltar el palco y, de nuevo, fue necesario que los soldados emplearan la fuerza para rechazarles.

Los jefes de la revuelta se reunieron para planear el ataque. Se habló de asaltar el Palacio Imperial, pero la idea fue abandonada por creer que no era necesario, pues las horas de Justiniano estaban contadas y no valía la pena arriesgar los hombres que se necesitaban para atacar, aunque sólo fuese pro forma, a los excubitores y otros soldados que aún permanecían fieles a los moradores de palacio. Si la rebelión triunfaba, de lo que apenas cabía duda, se pasarían sin lucha al lado de los vencedores. Se convino, pues, en empezar por proclamar nuevo emperador en la persona de Hipatio, uno de los sobrinos de Anastasio, que se había visto obligado a abandonar el Sacro Palacio el segundo día de la revuelta. Era un hombre pacífico a pesar de ser militar y veterano de la guerra de Persia, y cuya principal actividad, desde su retiro, había sido la dedicación al cultivo de su huerto. Los jefes del motín llegaron a su casa y tuvieron que buscarlo, pues se había escondido creyendo que se proponían matarle. Le llevaron al foro de Constantino, uno de los escasos lugares públicos no incendiados ni destrozados por las turbas, y allí le proclamaron emperador. La ceremonia de izarle sobre el escudo no fue difícil, pues había abundancia de ellos, y a falta de diadema se echó mano del cinturón de oro de un patricio. Luego fue trasladado al Hipódromo para ser presentado al pueblo.

Mientras tanto, en palacio se desarrollaba una escena decisiva. En la cámara imperial estaban reunidos los mismos personajes de siempre: Justiniano, Teodora, Juan de Capadocia, Triboniano, Belisario, Mundus, Narsés y algún otro dignatario. El ambiente era de desánimo y total derrota. Juan de Capadocia había propuesto la huida. El camino hasta los muelles sería protegido por los excubitores y los hérulos. A bordo de cinco naves embarcarían Justiniano, la emperatriz y sus acompañantes, junto con los tesoros imperiales y el oro y la plata procedentes de los impuestos, y que se encontraban almacenados en los sótanos de palacio. Servirían para financiar la vuelta de Justiniano a Constantinopla alzando un ejército en Grecia o en Antioquia, según el lugar que se decidiese adoptar como meta del viaje.

Todos dieron su conformidad, y Juan de Capadocia se levantaba ya para ir a dar las necesarias órdenes cuando se oyó la voz de Teodora, que clara y tranquilamente dejaba caer estas palabras:

—Sobre si está bien visto o no que una mujer se presente ante hombres o se atreva a mostrarse cuando otros vacilan, no creo que sea éste el momento más apropiado, ante las presentes circunstancias, para discutir un punto de vista u otro. Pero cuando una causa corre el máximo peligro hay un solo y verdadero camino: aprovechar lo mejor posible la situación actual. Creo que en estos momentos la huida es inapropiada incluso si lleva consigo la salvación. Una vez que un hombre ha nacido a la luz, es inevitable que tendrá que enfrentarse con la muerte; pero un emperador no puede soportar verse convertido en fugitivo. Emperador, si quieres huir en busca de la salvación te resultará fácil. Tenemos dinero en abundancia, a la vista está la mar, allí aguardan los barcos. Por lo que a mí respecta, Dios quiera que no sobreviva jamás a mi dignidad ni al día en que los hombres dejen de llamarme reina. Aún creo en el viejo proverbio de que la púrpura es una excelente mortaja.

Obsérvese que Procopio, de quien copiamos el texto anterior, y que no estuvo en la reunión, afirma que no pretende citar textualmente las frases de la emperatriz; pero asegura que ése fue el sentido. Siempre nos cabrá, pues, la duda de si las frases anteriores, que recuerdan extrañamente las de Clitemnestra en el Agamenón de Esquilo, fueron producto inconsciente de la identificación de Teodora con la reina micénica o de la erudición de Procopio.

El silencio cayó sobre la reunión. Callaba avergonzado Justiniano, que miraba con admiración a su esposa. La antigua prostituta daba lecciones de dignidad a los demás. ¿Comprendió entonces que sólo la desgracia y la comprensión confieren la dignidad que en vano se quiere pedir a la sangre o a las riquezas? Juan de Capadocia no se atrevió a levantar sus ojos ni hacia la emperatriz ni hacia la ventana desde la que podía haber divisado el puerto en el que se balanceaban sus últimas esperanzas. Los tres militares, Belisario, Mundus y Narsés, guardaban silencio, abrumados también por la lección de entereza dada por la emperatriz: un rey debe morir en un trono o combatiendo por él si cree que ese trono es el símbolo de su país.

En esto, unos gritos más fuertes que los demás hicieron levantar la cabeza a todos: «Nika, Nika! ¡Viva el emperador! ¡Muera Justiniano!». ¿Qué emperador era ése? De un salto, Belisario y Mundus se lanzaron hacia la terraza que daba al Hipódromo. La multitud se apiñaba en él aclamando a Hipatio y a los jefes de la rebelión, que a su alrededor se encontraban.

Una mirada se cruzó entre los dos militares: ambos habían tenido la misma idea. Llamaron a Narsés, e inmediatamente estuvieron de acuerdo. Allí estaba la solución. Contaban con unos dos mil hombres, y en el Hipódromo había más de treinta mil. Se dejó un centenar para que protegieran a Justiniano y a Teodora, y el resto se dividió en tres batallones, dos de unos ochocientos hombres cada uno y otro con doscientos. Los dos primeros, mandados por Belisario y Mundus, se dirigieron hacia el Hipódromo. Ya que los principales jefes de la rebelión y sus más entusiastas seguidores se encontraban allí, lo natural era aplastar la cabeza para terminar con la revuelta. Belisario, con sus hombres, se dirigió hacia el Pórtico Azul. Mundus llevó los suyos hacia el lado opuesto. Narsés se quedó atrás para vigilar desde fuera las puertas de servicio y de salida que quedaban libres.

Al entrar en el Hipódromo, los soldados se dirigieron por las escaleras interiores hacia las localidades más altas. Cuando sus hombres estuvieron dispuestos, Belisario desenvainó la espada y se lanzó sobre la multitud. Los soldados hicieron lo mismo desde varias entradas altas. Los ocupantes de los grandes ríos altos, presas del pánico, cayeron sobre los ocupantes de las localidades bajas. Algunos quisieron resistir, pero a un grito de Belisario los soldados envainaron las espadas y desde sus altas posiciones empezaron a lanzar fríamente dardos y flechas contra la multitud. Los heridos caían sobre los que estaban debajo, y los que querían huir pisoteaban brutalmente a los que yacían en el suelo antes de caer a su vez.

Los espectadores de la otra parte del Hipódromo no sabían qué pasaba, y veían que algo sucedía frente a ellos; cuando se dieron cuenta de lo que pasaba no tuvieron tiempo de reaccionar, pues los soldados mandados por Mundus empezaban, por su lado, la misma tarea que los de Belisario por el suyo. Sólo cabía escapar por el centro de la arena y por las puertas de los carros y servidores. Hacia ellos se dirigió un alud incontenible; pero los primeros llegados se encontraron con que los soldados de Narsés les impedían la salida, abatiéndoles a medida que se asomaban a la calle. Los cadáveres de los primeros que lo intentaron bloquearon estas últimas esperanzas de salvación. Aplastados, pisoteados, malheridos por los soldados de Justiniano, treinta mil ciudadanos murieron en menos de media hora.

Hipatio, que con su hermano Pompeyo se encontraba en el palco imperial, fue hecho prisionero por los soldados que, desde palacio, entraron en aquel recinto siguiendo la galería dorada. Los dos fueron ejecutados al día siguiente, aunque Hipatio juraba y perjuraba que había enviado aviso a Justiniano de que él representaba el papel que le imponían por la fuerza, aunque se proclamaba fiel súbdito del emperador. Y noblemente decía la verdad. (Según parece, el enviado de Hipatio se encontró a su llegada a palacio con un alto funcionario que le aseguró que Justiniano estaba abandonando el mismo, en vista de lo cual dio media vuelta y no comunicó a nadie el mensaje que Hipatio le había entregado para el emperador. Cuando fue interrogado a este respecto, el mensajero negó todo lo negable, lo que contribuyó aún más a la condena de Hipatio y Pompeyo). Los cadáveres de ambos hermanos fueron arrojados al mar.

Los jefes militares que se habían mostrado apáticos ante los sucesos esperando ver de qué lado caía la moneda, se declararon, claro está, partidarios de Justiniano, y ocuparon militarmente la ciudad. El emperador prohibió toda represalia, y durante muchos días el silencio y la calma se apoderaron de Constantinopla. Sólo el ir y venir de las familias buscando a sus muertos en el Hipódromo daba a la ciudad un aire de vida. De triste vida. La mayor parte de los edificios públicos estaba destrozada. Santa Sofía enseñaba al cielo sus muros ennegrecidos por las llamas y el pueblo, atemorizado, esperaba temblando la imperial venganza.

Pero los días pasaron uno tras otro sin que Justiniano diese signos de reaccionar, y cuando lo hizo fue en forma inesperada. Cumpliendo la palabra dada al pueblo en el Hipódromo, perdonó a los dos supervivientes de la fallida ejecución, no tomó ninguna represalia, indemnizó a los hijos de Hipatio y Pompeyo, a los que restituyó el rango que ocupaban en la corte y la parte que se pudo recuperar de las riquezas que en los primeros días les fueron confiscadas. Se dedicó a trazar planes y a hacer proyectos para la reconstrucción de los edificios destruidos o dañados, empezando por Santa Sofía, y no quiso volver a hablar con nadie de los sucesos. Destituyó a Juan de Capadocia y a Triboniano; el primero se retiró a sus negocios en espera de volver a ser llamado cuando las finanzas empezasen a tambalearse, y el segundo se dedicó a la redacción del nuevo código y las nuevas leyes que debían hacer brillar para siempre el nombre de Justiniano, que jamás volvió a condenar a muerte a nadie por un delito político. Y por supuesto tuvo por siempre a Teodora como la verdadera salvadora del Imperio.