ISABEL II. LA REINA GOBERNADORA

Inmediatamente de conocida la muerte de Fernando VII, María Cristina, de veintisiete años de edad, quedó investida como regente del reino y de la pequeña reina Isabel. Al mismo tiempo, el infante don Carlos se consideró rey y así lo manifestó en la siguiente proclama:

«Carlos V a sus amados vasallos: Bien conocidos son mis derechos a la corona de España en toda la Europa y los sentimientos en esta parte de los españoles que son harto notorios para que me detenga a justificarlos… Ahora soy vuestro rey; y al presentarme por primera vez a vosotros bajo este título no puedo dudar un solo momento que imitaréis mi ejemplo sobre la obediencia que se debe a los príncipes que ocupan legítimamente el trono y volaréis todos a colocaros bajo mis banderas haciéndoos así acreedores a mi afecto y soberana munificencia; pero sabéis igualmente que recaerá el peso de la justicia sobre aquellos que, desobedientes y desleales, no quieren escuchar la voz de un soberano y un padre que sólo desea haceros felices. Octubre de 1833. Carlos».

La primera guerra civil ha estallado.

Creo que no estarán de más algunas reflexiones. Los partidarios de la causa monárquica quizá creen en abstracto y así lo proclaman que la monarquía es la mejor solución para asegurar la continuidad en el gobierno de los pueblos. Los republicanos consideran que el régimen por ellos preconizado es mejor y más justo, pues aducen que un hombre, por el mero hecho de haber nacido de una determinada mujer, no tiene por qué poseer unos derechos negados a los demás. Si cualquiera puede llegar a presidente de la república, sólo un hombre, bueno o malo, inteligente o tonto, puede ser rey. Los monárquicos arguyen en España el fracaso de las dos repúblicas, la primera terminada en el sainete protagonizado por el general Pavía, y la segunda en la tragedia de nuestra guerra civil. Pero la monarquía en España no puede presentar mejores finales de acto. El reinado de Carlos IV acabó con la vergonzosa farsa de Bayona, el de Fernando VII con la guerra civil provocada por su propio hermano —causas monárquicas una y otra—, el de María Cristina con abdicación y destierro, y el de Isabel II también con el exilio de la soberana. Amadeo I abdicó, y Alfonso XII fue el único que murió en su cama siendo rey. Alfonso XIII también sufrió exilio… No, no creo que un régimen sea mejor que otro; creo sinceramente que un hombre es mejor o tiene más suerte que otro. Deseo para mi rey don Juan Carlos I, que Dios guarde, el reinado venturoso y feliz que merece.

Unas dos semanas después del fallecimiento de Fernando VII, su viuda decidió ir a descansar al Real Sitio de San Ildefonso de la Granja, y en el camino sucedió un curioso acontecimiento que narra su nieta doña Eulalia de Borbón, hija menor de Isabel II, en sus sabrosas memorias:

«A mitad del camino comenzó mi abuela a echar sangre por la nariz, y la hemorragia continuó hasta consumir los pañuelos de que disponían sus damas de honor. Fue preciso, en el apuro, acudir al oficial de la escolta, que, doblegándose sobre la montura, extendió hasta la acongojada reina un pañuelo. Un minuto después, pasado el mal, Cristina sacó del coche la mano, pulida y blanca, y, con sonrisa amable, devolvió la prenda al capitán Muñoz quien, bizarramente y con gesto galante, se lo llevó a los labios…».

Todas las damas se preguntaron cómo reaccionaría la reina. Todas se sorprendieron de ver que correspondía al gesto con una sonrisa.

¿Quién era el capitán Muñoz? Eulalia de Borbón dice que tenía el empleo de capitán, pero otros lo degradan hasta cabo. Algunos lo presentan como hijo de unos estanqueros de Tarancón, pero Fernando González-Doria en su documentado, ameno e interesantísimo libro Las reinas de España (Ed. Cometa), escribe:

«Don Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, Funes y Ortega, había nacido en Tarancón, Cuenca, el 4 de mayo de 1808, hijo de don Juan Antonio Muñoz y Funes, Carrillo de Torres y Martínez, conde de Retamoso, y de doña Eusebia Sánchez Ortega, y nieto por línea paterna de don Javier Muñoz y de doña Eugenia Funes, que fue en 1774 nodriza de la infanta doña Carlota Joaquina, hija mayor de los entonces príncipes de Asturias don Carlos y doña María Luisa de Parma. El rey Carlos III, siguiendo la costumbre de ennoblecer a las nodrizas de los infantes de España, y a sus esposos y descendientes, había firmado en Aranjuez el 30 de mayo de 1780 el Privilegio de Hidalguía a favor de esta doña Eugenia Funes; así pues, aunque gozaban de calidad de hidalgos, la vida de los Muñoz era muy sencilla, aunque con cierto desahogo económico».

La reina contaba veintisiete años y era viuda; él, veinticinco y permanecía soltero. El flechazo fue fulminante. Juan Balansó, citado por González-Doria, explica así la declaración de la reina a Fernando Muñoz:

«… El dilema se solventa en diciembre, tras dos meses de lucha interior. En el curso de una excursión a una finca segoviana de nombre predestinado, “Quitapesares”, María Cristina ofrece su mano a Fernando Muñoz. En el jardín de la quinta quedaron solos un instante (ella lo había previsto al detalle y envió al segundo oficial de la guardia en busca de una taima de piel “por el relente”)… Miráronse a los ojos; dubitativos los de él, ardientes los de ella:

»—¿Será preciso que sea yo quien me declare? —murmuró la reina con sonrisa cautivadora.

»—¡Señora…!

»—¿Me obligarás a decirte que estoy loca por ti, que sin tu amor no vivo…?

»—¡Señora…!

»Cuando el segundo oficial regresó portando el abrigo, su camarada era ya el prometido de la reina de España».

Se casaron en el Palacio Real el 28 de diciembre de 1833, es decir, la víspera de cumplirse tres meses del fallecimiento de Fernando VII. Cuando el pueblo se enteró de la boda, mucho después, a Fernando Muñoz le llamó Fernando VIII. El nuevo consorte de la reina, digámoslo ya, fue un buen marido y jamás intentó mezclarse en los asuntos del Estado. Copio del citado libro de González-Doria que, repito, recomiendo vivamente a mis lectores:

«Ocho hijos tuvo el matrimonio; de ellos nacieron dos en el palacio del Pardo; tres en el Palacio Real de Madrid; y tres en París, por este orden. El 17 de noviembre de 1834 nacía doña María Amparo Muñoz y Borbón, a quien su medio hermana la reina doña Isabel II concedería, el 9 de agosto de 1847, el título nobiliario de condesa de Vista-Alegre, que casó el 1 de marzo de 1855 con el príncipe Ladislao Czartoryski, y falleció de tuberculosis en París el 19 de agosto de 1864. La segunda hija de la Reina Gobernadora y de su segundo esposo nació el 8 de noviembre de 1835, bautizándola con el nombre de doña María de los Milagros Muñoz y Borbón, otorgándole Isabel II el título de marquesa de Castillejo el 19 de agosto de 1847; contrajo matrimonio esta marquesa en el castillo de la Malmaison el 23 de enero de 1856 con Felipe de Drago, príncipe de Mazzano, de Antuni y de Trevignano. El 15 de marzo de 1837, la reina doña María Cristina de Borbón da a luz por tercera vez, en su segundo matrimonio, naciendo un niño a quien imponen el nombre de don Agustín Muñoz y Borbón, creado duque de Tarancón por Isabel II el 19 de noviembre de 1847; fue guardiamarina y falleció soltero en París en 1855. Fue el cuarto hijo de doña María Cristina y de su esposo morganático y secreto, don Fernando María Muñoz y Borbón, que nació el 27 de abril de 1838, otorgándole su medio hermana la reina doña Isabel II el título de vizconde de la Alborada el 19 de noviembre de 1847; casó en Oviedo el 11 de septiembre de 1861 con doña Eladia Bernaldo de Quirós y González-Cienfuego, hija de los marqueses de Campo Sagrado, y falleció el 7 de diciembre de 1910. Otra niña traía al mundo la Reina Gobernadora el 19 de abril de 1840: doña María Cristina Muñoz y Borbón, creada marquesa de la Isabela por Real Despacho de 29 de febrero de 1848; casó el 20 de octubre de 1860 con don José María Bernaldo de Quirós y González-Cienfuego, marqués de Campo Sagrado.

»Ya desterrada la Reina Gobernadora, y abdicada su regencia por los avatares de la política, según veremos, dio a luz en París al sexto de los hijos de don Agustín Fernando Muñoz, el 29 de agosto de 1841; se le impuso el nombre de don Juan María Muñoz y Borbón, y la reina Isabel II le concedió el título de conde del Recuerdo el 29 de febrero de 1848; fue ayudante de campo del emperador Napoleón III, y falleció soltero. El séptimo hijo del matrimonio secreto de la reina doña María Cristina de Borbón fue don Antonio Muñoz y Borbón, que nació el 23 de diciembre de 1842, y falleció poco después. El último vástago del matrimonio de la reina con su antiguo guardia de corps vino al mundo el 6 de febrero de 1844; se llamó don José María Muñoz y Borbón, e Isabel II le otorgó el condado de Gracia el 29 de febrero de 1848, falleciendo soltero en Pau el 17 de diciembre de 1863».

Algunos de estos títulos aparecen alguna vez en las notas sociales de las revistas del corazón.

Por todo ello, los carlistas iban cantando:

Clamaban los liberales

que la reina no paría,

y ha parido más Muñoces

que liberales había.

La misma boda se quiso mantener en secreto. Se buscó a un sacerdote que se comprometió al sigilo más completo y a dos testigos que, al terminar su cometido, fueron enviados, con diversos cargos, lejos de Madrid.

La infanta doña Eulalia escribe sobre su abuela María Cristina que «ocultar su matrimonio y su nutrida prole impuso a mi linda abuela sacrificios increíbles, y la enamorada pareja suspiraba por el día en que la heredera del trono lo ocupara.

»María Cristina, durante la minoría de su primogénita, no podía alejarse de sus actividades políticas ni del ceremonial cortesano, de manera que cuando nació su último hijo se vio obligada a vestirse y acudir a leer el discurso de apertura de las Cortes a las cinco horas de haber dado a luz. A consecuencia de esto sufrió un desmayo que desató las habladurías…».

La moda de aquel tiempo permitía con sus faldas y miriñaques ocultar el embarazo, pero había ceremonias a las que la reina debía asistir inexcusablemente, lo que dio pie a que se dijese: «La Reina Gobernadora está casada en secreto y embarazada en público».

En aquella época los idilios reales o principescos no estaban jaleados como ahora por la llamada prensa del corazón. Era impensable entonces una publicidad como la que «gozan» la princesa Margarita de Inglaterra o Carolina de Mónaco. Los soberanos eran intocables, y cuando perdían el halo de su realeza causaban más decepción que ahora entre las masas y llegaban a hacerse impopulares. María Cristina empezó a perder su prestigio. Hoy una empresa de relaciones públicas podría dirigir la opinión a su favor, pero entonces eso era inimaginable. La realeza estaba rodeada por una aureola de respetabilidad y prestigio que la más insignificante mácula podía destruir.

A los problemas y situaciones personales de la Reina Gobernadora debían añadirse los inherentes a la situación del Estado, con la guerra civil en plena actividad.

En Madrid, los liberales veían cómo los gobiernos se sucedían sin arreglar gran cosa de los problemas nacionales. Martínez de la Rosa, gran poeta, escritor notable, intentaba aunar las diversas tendencias que se disputaban el gobierno del país. Sus esfuerzos y su atildado porte le valieron el apodo de Rosita la pastelera. Entonces se llamaba pastel a lo que ahora se conoce por consenso. Le sucedió el conde de Toreno, José María Queipo de Llano, y a éste Juan Álvarez Méndez, llamado Mendizábal o Juan y Medio por su estatura. Para rehacer la hacienda española se le ocurrió una idea que, de haberse realizado bien, hubiera sido genial. Buena parte de las propiedades rurales españolas estaban en manos de la Iglesia y no producían rentas al Estado. Por el decreto de desamortización del 19 de febrero de 1836, se ponían a la venta en subasta todas aquellas propiedades de las corporaciones religiosas extinguidas. De hacerse eso hoy en día no hay duda de que se obtendrían pingües beneficios, pero hace ciento cincuenta años la sociedad española estaba aún muy influida por el estamento eclesiástico, y sucedió que muchos posibles postores dejaron de asistir a las subastas, que terminaron concediendo las propiedades a burgueses enriquecidos y sin los escrúpulos religiosos de los otros. De este modo, se quedaron con las propiedades religiosas por cantidades irrisorias. En el recinto del monasterio de Santes Creus —ahora parroquia—, en la provincia de Tarragona, hay todavía unas dependencias propiedad de los descendientes de los compradores de aquel cenobio. Se trata de una familia española muy conocida, especialmente en la provincia de Málaga y en algún importante Estado europeo.

En el ínterin, continua la guerra carlista. El Pretendiente llega hasta las puertas de Madrid, convencido de que María Cristina le reconocerá como soberano pactando el matrimonio de Isabel II con su hijo, pero la Reina Gobernadora no cede y, apoyada por su mejor ejército al mando de Espartero, se niega a pactar. Espartero derrota a don Carlos en Peñacerrada, Diego de León los aplasta en Belascoain, y don Carlos debe retirarse. El 29 de agosto de 1839, en Vergara, Espartero y el general carlista Maroto firman la paz. Don Carlos pasa a Francia e Isabel II se convierte en la soberana indiscutible de España.

Baldomero Espartero —su nombre completo era Joaquín Baldomero Fernández Álvarez, y el apellido Espartero era el segundo de su padre— había nacido en Granátula (Ciudad Real) en 1793. Cursó sus primeros estudios en el seminario de Almagro, que abandonó al estallar la guerra de la Independencia para incorporarse al ejército. Hallándose en el Perú quiso proclamar la Constitución de 1812, la Pepa. De convicciones liberales, tomó el partido de María Cristina, que le concedió el título de conde de Luchana y duque de la Victoria por el abrazo de Vergara. Pero siendo presidente del Consejo de Ministros, su ambición o sus convicciones políticas le indujeron a forzar la abdicación de la Reina Gobernadora.

El 12 de junio de 1840, María Cristina decidió viajar a Cataluña, por dos motivos: uno, que Isabel II tomara los baños de Caldas recomendados por los médicos para su afección cutánea; otro, congraciarse con los catalanes, que, en su mayoría, y especialmente en los ambientes rurales, habían sido partidarios de don Carlos. El 29 del mismo mes de junio llegó María Cristina a Barcelona y recibió en la Rambla el homenaje floral de los barceloneses. El 22 de agosto salieron las augustas personas hacia Valencia, donde se las recibió con gritos de «¡Viva Espartero! ¡Muera la reina absoluta!». Espartero ambicionaba la regencia y organizó una insurrección en Madrid el 1 de septiembre, mientras él permanecía en Barcelona. María Cristina le ordenó que regresara a Madrid a restaurar el orden, pero el general exigió públicamente que la Reina Gobernadora se comprometiera a formar un Consejo de la Corona compuesto por «liberales puros, justos y prudentes». El día 8, Espartero llegó a Valencia y fue recibido triunfalmente por el pueblo. Cedo la palabra al tantas veces citado González-Doria y vuelvo a recomendar la lectura de su libro:

«Doña María Cristina dice a Espartero que está decidida a abdicar y marcharse del país; pero don Manuel Cortina, único ministro que, según un autor, dará muestras de poseer verdadero talento político entre quienes en esta hora ha reclutado Espartero para gobernar, se entrevista a solas con la Reina Gobernadora, y le hace saber que la renuncia de la regencia no está prevista en las leyes, y que solamente estaría justificada si fuese cierto el rumor que circula insistentemente desde hace tiempo y por ciertas esferas. Doña María Cristina le pregunta con candida sonrisa:

»—¿Qué queréis decir…?

»—Señora, me refiero —responde el ministro— al casamiento que se atribuye a Vuestra Majestad…

»La Reina no puede evitar el ponerse encarnada, pero exclama con desparpajo:

»—¡Oh, no! ¡Eso no es cierto! ¡Yo no me he casado con nadie!».

Y la verdad es que María Cristina, sin saberlo, no mintió del todo, pues en Roma se le haría saber poco después que el casamiento celebrado cuando solamente habían transcurrido tres meses de la muerte de su primer esposo no era válido, por lo que se vio precisada a celebrarlo de nuevo. Pero en aquel momento era consciente de que mentía a don Manuel Cortina para salvar la legalidad de la regencia que había venido desempeñando, y para no restar elegancia y desinterés a la renuncia a seguirla ejerciendo; deseaba que su gesto se interpretara como altruista, ofreciéndose como víctima de la política de Espartero.

El 12 de octubre de 1840, a las ocho de la noche, en el salón principal del palacio de Cervelón, María Cristina, espléndidamente vestida, como años después haría su hija en similar circunstancia, leyó su renuncia a la regencia en presencia de la corte, el gobierno, el cuerpo diplomático, y de cuantas autoridades se encontraban en Valencia. El 17 del mismo mes, abrazó llorando a sus hijas doña Isabel II y doña Luisa Fernanda, que la miraban atónitas sin comprender absolutamente nada de lo que estaba sucediendo, y embarcó en el vapor español Mercurio. Al arribar a Port-Vendres, se acogió a la hospitalidad que le brindaba el rey Luis Felipe I de Francia, casado con la princesa Amalia de Borbón, tía carnal de doña María Cristina.