CATALINA LA GRANDE, III
El poder de Orlof como favorito tocaba a su fin. Engañaba a la emperatriz a sabiendas de todo el mundo, incluso con una prima suya de trece años de edad. Catalina envió a Orlof a Turquía con una misión diplomática, y se dispuso a encontrarle sucesor. Durante un tiempo, pareció que iba a serlo un tal Wasseltchikof, pero su relación con la soberana duró poco. Enterado Orlof de su caída en desgracia, abandonó su misión, en la que, a decir verdad, no sobresalía, y regresó a la capital. En el camino recibió una orden de Catalina: debía quedarse en Moscú. Le concedió el título de príncipe, le entregó cien mil ducados para que se construyera un palacio, le asignó una pensión anual de quince mil rublos, le cedió seis mil campesinos y le obsequió con mil objetos valiosos. Catalina, que podía desterrarle, y aun hacerle ejecutar o desaparecer, se contentó con mantenerle alejado, prohibiéndole regresar a la corte.
Un amigo de la familia Orlof era aquel Potemkin que había entregado su tahalí a la zarina cuando ésta dio su golpe de Estado. Uno de los hermanos Orlof, Gregorio o Alejandro, le introdujo en la corte, ya que con sus imitaciones de grandes personajes creyeron que podría divertirse la emperatriz. Un día llegó a imitar a la propia Catalina, la cual, lejos de tomárselo a mal, se divirtió grandemente. Desde aquel día fue asiduo en las reuniones imperiales.
Alejandro Orlof riñó con Potemkin en el curso de una partida de billar, levantó el taco y, voluntaria o involuntariamente, lo dejó tuerto. Potemkin, afligido por aquella desgracia, abandonó la corte y partió a la guerra contra los turcos. Gracias a su talento y, sobre todo, a las recomendaciones de la zarina, su carrera fue fulgurante. Volvió a la corte y aplicó todas sus energías a luchar contra Orlof.
Potemkin era alto, rudo pero no grosero, con un físico que al pronto repelía. Más tarde, su simpatía se adueñaba del interlocutor. Gran histrión, fingía estar enamorado locamente de la zarina y afirmaba, a todo aquel que quisiera oírle, que, terminada la guerra, se retiraría a un convento, puesto que había perdido la esperanza de que Catalina lo amase. En parte era sincero: enamorado tal vez no lo estuviera, pero interesado y atraído, sin duda. Piénsese en la atracción y el deslumbramiento que la realeza absoluta ejercía sobre los cortesanos en particular y el pueblo en general.
Potemkin sustituyó a Orlof. La tan citada Gina Kaus afirma que el nuevo favorito adoraba a la zarina como ninguno de sus amantes, y pone como ejemplo el hecho de cuando Orlof se decidió a hacer un regalo a Catalina compró por cuatrocientos mil rublos —que ya podemos suponer de dónde salieron— un diamante, demasiado grande para ser llevado como adorno, y que por ello pasó a engrosar el tesoro imperial. Potemkin, en cambio, con una delicadeza que no podía sospecharse guiándose por su físico, le regaló en invierno rosas que mandó transportar desde Italia, o un cesto de cerezas maduras el día de Año Nuevo. En cierta ocasión contrató a un bailarín de París… El dinero para todo ello salía de los fondos de la zarina, es decir, del Estado. Pero ¡qué importaba!
Catalina hubo de hacer un viaje por el país, y Potemkin se encargó de organizarlo. Como un director de cine en un Hollywood ambulante, mandó construir pueblos de madera y contrató «extras» que, vestidos con trajes típicos, vitoreaban a la emperatriz a su paso. Por la noche, mientras la zarina dormía, el pueblo era desmontado y trasladado a varios kilómetros de distancia para repetir la comedia. Cinco o seis «compañías» se relevaban en el trabajo. Todos sus componentes ofrecían a la emperatriz la mejor de sus sonrisas y el más cálido de los entusiasmos. Ni que decir tiene que Catalina cayó en la trampa —¿y quién no?— y el viaje se desarrolló felizmente.
En Poltava, Potemkin organizó un espectáculo impresionante. Reprodujo con toda exactitud la batalla que en aquel lugar libraron Pedro el Grande y Carlos XII de Suecia. Catalina aplaudió la magnífica reconstrucción de la derrota sueca, y el emperador José II de Austria, que asistía a la representación, no pudo ocultar la emoción al ver al jefe del ejército vencido ataviado con el mismo uniforme que llevaba el rey de Suecia aquel día para él infausto. Potemkin acababa de inventar las maniobras militares ahora tan corrientes en todos los ejércitos.
Hizo instalar en su palacio lo que ahora llamaríamos calefacción central. En su jardín de invierno, unas columnas sostenían una especie de anfiteatro destinado a la orquesta. Las columnas ocultaban unos tubos llenos de agua caliente que caldeaban el salón hasta el punto de que en él se cultivaban plantas tropicales traídas de los más lejanos confines del Imperio.
Catalina no sólo era generosa sino, a veces, dilapidadora. Potemkin gastaba sumas enormes y llevaba una vida fastuosa. En las fiestas que ofrecía a la zarina, los pintores, tapiceros, artistas de todas clases, bailarines, músicos, cocineros, pasteleros, etc., sabían que habían de superarse so pena de caer en desgracia. Incluso se repartían víveres y perfumes al pueblo que se agolpaba en las calles esperando el desfile de las aristocráticas carrozas, del mismo modo y con el mismo papanatismo con que hoy el gentío espera el paso de su estrella de cine preferida.
En una de sus fiestas, Potemkin recibió a la emperatriz vestido con un traje cubierto de diamantes. Su sombrero estaba tan cargado de ellos que, a causa del peso, lo sostenía un lacayo.
Su prodigalidad le llevó a extremos a veces incomprensibles. Algunos proveedores debían esperar meses y meses para ser pagados. Tenían que tratar con administradores que se pasaban los acreedores uno a otro. Algunos llegaban a conseguir una audiencia con Potemkin. Éste les recibía y, claro está, representaba una comedia. Llamaba a su secretario y le increpaba:
—¿Por qué no has pagado a este señor? ¿Qué has hecho del dinero que te he dado para pagar a todo el mundo? ¡Paga inmediatamente o te doy de baja en mi administración!
El acreedor se iba satisfecho, pero ignoraba que Potemkin actuaba en combinación con su secretario: si abría las manos, el acreedor debía ser pagado, pero si las unía se debía dar largas al asunto y hasta sabe Dios cuándo.
Potemkin alternaba períodos de gran actividad con otros de vagancia absoluta. Durante la campaña contra los turcos en 1790, se encontró ante la fortaleza de Ismail y se quedó inmóvil ante ella sin intentar ningún ataque ni asalto.
—Una gitana ha predicho que tomaréis Ismail dentro de tres semanas —le dijeron.
—¿Cómo, dentro de tres semanas? ¡Dentro de tres días! Y, efectivamente, ordenó al día siguiente el asalto a la fortaleza. No ahorró hombres ni medios. A los tres días, en efecto, Ismail capitulaba y Potemkin escribía a la zarina: «Ismail está a vuestros pies».
Catalina era una mujer valiente. En cierta ocasión comentó con el príncipe de Ligne:
—De haber sido yo soldado, no hubiese llegado a capitán. Hubiese muerto antes en una batalla.
Una prueba de su valentía la dio al acceder a vacunarse antes que nadie en 1768, a pesar de las opiniones de muchos médicos, que creían peligrosa la operación. Baste decir que se ordenaron rogativas públicas en todo el país para que la salud de la soberana no sufriera daño. Un niño de seis años, Markof, fue inoculado previamente a fin de que pudiera proporcionar vacuna a la emperatriz. El niño fue ennoblecido con el título de Ospienny, es decir, «Vacunado». Ser el barón Vacunado no deja de tener gracia.
Catalina fue una trabajadora incansable. El célebre erudito alemán Grimm le preguntó un día si se aburría:
—No me aburro porque amo estar ocupada. Creo que el hombre no es feliz más que cuando trabaja.
Personalmente, no comparto la opinión de la zarina.
Decía también:
—La política está hecha de tres c: circunstancias, conjeturas y coyunturas.
Esto lo he sacado de un libro italiano de Palazzi. Ignoro el ruso y, por lo tanto, no puedo precisar si en este idioma las tres c corresponden exactamente a la frase de Catalina.
La señora Bielke se burlaba de la gente devota y se vanagloriaba de ser atea, lo que suscitó este comentario de Catalina:
—Señora, yo en cambio me felicito de ser uno de esos imbéciles que creen en Dios.
Se daba cuenta de la dificultad de reinar:
—En mi situación me veo obligada a leer cuando quisiera escribir y a hablar cuando quisiera leer. Debo reír cuando tengo ganas de llorar y no me dejan tiempo para reflexionar. No debo nunca mostrar cansancio. Y, enferma o sana, debo mantenerme alerta en todo momento. No crean que es fácil.
Por ello, como se exigía mucho a sí misma, quería reinar como verdadero monarca absoluto:
—Soy siempre del parecer de mis ministros cuando ellos son de mi parecer.
Cuando estalló la Revolución francesa, ella, tan liberal en sus manifestaciones y tan amiga de los filósofos que la habían protagonizado, se declaró en contra de los principios de libertad, igualdad y fraternidad:
—¿Igualdad? ¿Desde cuándo los zapateros entienden de política? Los zapateros sólo entienden de zapatos.
Y más adelante:
—Si la Revolución triunfa en Francia, surgirá un Gengis Kan o un Tamerlán que reducirá sus ímpetus y creará un nuevo imperio.
Presintió a Napoleón.
Potemkin fue el último de sus favoritos, pero no el último de sus amantes. Cuando la relación terminó, ella contaba cuarenta y seis años, y murió a los sesenta y seis. Entre sus amantes, se cuentan Zabadwski, veinte años más joven que ella, y Zubov, al que llevaba cuarenta años.
Ya no importaba el qué dirán, no ya de la corte, que eso siempre le importó muy poco, sino la opinión de Europa. Los filósofos, que la tuvieron por una protectora, la consideraban ahora una Mesalina depravada.
Escogía a jovencitos, que pasaban previamente por los brazos de dos amigas de la emperatriz. Si ellas daban su visto bueno, pasaban al lecho de la zarina; en caso contrario, las «experimentadoras» —así las llamaban en palacio— debían reclutar nuevos mancebos. ¡Ah! Catalina era mujer «moderna», y mandaba someter a sus candidatos a amantes a un examen médico. Todas las precauciones son pocas.
Cuando se cansaba de un amante, lo que sucedía con harta frecuencia, lo despedía sin contemplaciones. Se le destinaba a un sitio remoto, hacia el que debía partir en el acto y sin despedirse de la soberana.
Y así durante veinte años. Hubo amantes que duraron un mes; otros, una sola noche. Uno de ellos, Lanskoi, murió tal vez intoxicado por unos afrodisíacos. Otro, Mamonov, se enamoró de una de las damas de honor de la zarina.
—¡Qué cruel lección! Pero ¡que Dios os acompañe! ¡Sed felices!
Y quiso ser madrina de boda. Incluso cedió sus aposentos a la novia para que vistiera sus galas nupciales.
Potemkin gobernaba, pero cada día se encontraba más enfermo. Los médicos le prescribieron un régimen estricto que él no siguió. Comía carne salada y bebía un par de litros diarios de vodka. A veces más. En el curso de un viaje se agravó su enfermedad, mandó parar el coche y murió al borde del camino, sin más compañía que el cochero y dos lacayos. Catalina le lloró y decidió levantarle un mausoleo, que no pasó de mero proyecto. El hijo de Catalina hizo exhumar el cadáver y ordenó que lo arrojaran a la fosa común. Unas manos piadosas le desenterraron de nuevo —¿se trataría realmente de su cuerpo?—, y ahora en el convento de Nevski se enseña su tumba.
Cinco años después que Potemkin, el 16 de noviembre de 1796, murió Catalina de un cólico, estando sentada en un sillico en el que hacía sus necesidades.