ALGUNAS HISTORIAS DE NOMBRES PROPIOS Y, A LA VEZ, COMUNES. I
AMÉRICA
En 1499, un navegante italiano que había acompañado en algunos viajes a Cristóbal Colón desembarcó en un punto del nuevo continente. Llamó a aquella región Colombia en honor del descubridor. Se dio cuenta de que no era una isla, sino «tierra firme del confín de Asia por la parte de Oriente». Dos años después, en un nuevo viaje, advirtió que las tierras por él descubiertas, llegaban mucho más allá del finis terrae señalado por Tolomeo. La concepción del mundo hasta entonces aceptada debía olvidarse y sustituirse por otra. Américo Vespucio, como dice Ruiz de Lira, «rompía con las ideas de Claudio Tolomeo y Cristóbal Colón, revolucionando no sólo la Geografía y Cartografía tradicionales de la Baja Edad Media, sino toda la anterior concepción religiosa, filosófica y cosmográfica del mundo».
En Saint-Dié, en los Vosgos franceses, el cosmógrafo Martin Waldseemüller se dedicaba a escribir una introducción a los libros de Tolomeo. La lectura del informe de Américo Vespucio hizo que en el planisferio que acompañaba a la obra introdujera la palabra América para designar el nuevo continente. Así Colón daba su nombre sólo a una parte del continente y Vespucio a todo él. Debemos decir en honor a este último que no intervino para nada en esa designación. Por otra parte, los españoles bautizaron Colombia como Nueva Granada. Fue Bolívar quien soñó en la Gran Colombia, que su muerte malogró. De Vespucio existe una amena biografía escrita por Stefan Zweig[1].
AMPERIO
Andrés María Ampère nació en 1775. Su padre fue guillotinado durante el Terror. Era un sabio distraído que en 1820 descubrió la mutua acción de las corrientes eléctricas, sentando así las bases de la electrodinámica. Dio su nombre al amperio, unidad de medida de la corriente eléctrica que corresponde al paso de un culombio por segundo. Según el diccionario —de donde copio, pues debe saber el lector que soy totalmente ignaro en cuestiones científicas—, equivale a la intensidad de una corriente que al atravesar un voltímetro durante un segundo libera 0,01035 miligramos de hidrógeno. Ampère dio también su nombre a los amperímetros.
Era la personificación del sabio distraído, siempre en las nubes. Un día, debiendo salir de su casa de improviso, dejó un papel en la puerta en el que había escrito: «He salido». Cuando volvió al cabo de un par de horas, leyó el papel y se fue otra vez a la calle.
Salió un día del Instituto pensando en un problema y, de pronto, le pareció haber encontrado la solución. Llevaba en el bolsillo un trozo de yeso y vio ante sí una pizarra, empezó a escribir cifras y más cifras y no se dio cuenta de que la pizarra se movía. Él caminó tras ella, cada vez más rápido, hasta que la pizarra corrió más que él y desapareció en la calle. Entonces comprendió que había estado escribiendo en la parte trasera de un coche de punto.
En cierta ocasión, cuando se disponía a dictar su habitual lección en la cátedra de física que le estaba encomendada, vio en el suelo un guijarro que le pareció curioso. Lo cogió y lo estuvo examinando largo rato. Se dio cuenta de que tal vez llegaba tarde a su lección. Consultó su reloj y comprobó que, efectivamente, se retrasaba. Con gesto rápido, se introdujo el guijarro en el bolsillo y arrojó el reloj al Sena desde el puente de Beaux-Arts.
Durante una visita de Napoleón al Instituto de Francia, le fue presentado a Ampère, quien preguntó al emperador:
—Y usted, ¿cómo se llama?
Napoleón advirtió la distracción del sabio y le invitó a cenar al día siguiente.
Ampère olvidó acudir.
A pesar de todo tenía una gran memoria, como muchos distraídos; recordaba casi todos los libros de la biblioteca de su padre que había leído cuando niño. Poco antes de morir le dijo a un amigo que le leía la Imitación de Cristo:
—No te molestes en leérmela. La sé de memoria.
Y recitó varias páginas para demostrarlo.
La muerte de Ampère, en 1836, fue debida a una distracción. Llegó a su casa bajo una lluvia torrencial y se acostó sin soltar de la mano su paraguas empapado. Contrajo una aguda pulmonía a consecuencia de la cual falleció.
AQUILES Y SU TALÓN
Según una antigua tradición griega, Aquiles, hijo de Peleo y de Tetis, fue sumergido por su madre en las aguas del río Styx, que tenían el poder de conceder la inmortalidad a quien en ellas se bañaba. Pero Tetis sujetó a su hijo por el talón, que resultó ser el único punto vulnerable del héroe. Durante la guerra de Troya, una flecha le atravesó el pie precisamente por esa parte del cuerpo, y murió a consecuencia de la herida. También es casualidad o, mejor dicho, doble casualidad, que la flecha le alcanzara en el talón y que le produjese la muerte en vez de una simple cojera, como sería natural. Pero en la mitología griega lo más imposible es probable. Así, puede leerse laguna Estigia donde se lee río Styx. Y la flecha fue lanzada por París o por Apolo. Aquiles, por otra parte, había recibido lecciones de medicina del centauro Quirón y para curar las heridas usaba una planta llamada «aquilea» o también «milenrama» o «milefolio».
BAREMO
El diccionario que yo uso define esta palabra como «libro de cuentas ajustadas. Por ext., libro elemental de aritmética». Creo que una definición más adecuada sería: «Conjunto de tablas numéricas que dan el resultado de ciertos cálculos. Por ejemplo, baremo de salarios, baremo de intereses».
Su inventor fue el francés François Barrême, nacido en Tarascón en 1638. Treinta años después, el 27 de enero de 1668, presentó al rey el libro de cuentas ajustadas, primero de una larga serie para cuya publicación obtuvo un privilegio. Este libro, como los otros que siguieron, estaba amenizado con dibujos, poemas y divertidas notas que hicieron populares volúmenes tan indigestos. Ahora esto nos parece absurdo, pero me pregunto si la declaración de la renta con chascarrillos intercalados y dibujitos alusivos al señor ministro de Economía haría más soportable el ordeño de nuestros bolsillos. Me parece que no.
BOICOT
Esta palabra tan usada, no ha entrado en el diccionario académico hasta fecha muy reciente. En 1950 se introdujo en el Diccionario manual, pero venía empleándose desde comienzos de siglo. Su origen es inglés, del nombre del capitán Charles Cunningham Boycott (1832-1877), administrador de las fincas que el conde de Erne poseía en Irlanda. Este país estaba entonces en lucha por su libertad, y el famoso orador Parnell había recomendado a los campesinos que no trabajasen las tierras de los propietarios ingleses, a menos que se modificara la Liga Agraria promulgada por el Parlamento británico. El capitán Boycott fue la víctima más sonada de la consigna. Fiel a su señor, aunque en el fondo disintiendo de él, Boycott vio cómo se le cerraban todos los comercios, la gente no le dirigía la palabra, se dispersaban los rebaños faltos de pastores, era interceptado su correo, etc. Al final, tuvo que ceder y volver a Inglaterra. Y, cosa paradójica, en su país Boycott abogó por los irlandeses, denunciando la opresión en que vivían. Tan decidida fue su defensa que, de regreso a Dublín, al ser reconocido en una reunión, fue aplaudido por los presentes. La palabra boycott —en castellano, boicot— se incorporó con todos los honores a los diccionarios del mundo entero.
BOLSA
Varias acepciones tiene esta palabra en el diccionario. Del latín bursa derivan, por ejemplo, «especie de taleguilla o saquillo para guardar alguna cosa. Saquillo en el que se echa el dinero y que se cierra para que éste no se salga», etc. Pero las acepciones «Lonja, sitio, pasillo donde se juntan los mercaderes y negociantes para sus tratos» o la de «Reunión oficial para la contratación de fondos públicos» no tienen aquel origen. La «Lonja» o «Casa de contratación» se llamó «Bolsa» a partir del siglo XVI y procede de las reuniones que en Brujas —Bélgica— celebraran en su casa, sita en la Plaza Mayor, los mercaderes de la familia Van der Burse. A ella acudían los parientes venecianos que habían italianizado su nombre en Della Bursa, y ambas familias, la flamenca y la véneta, usaban un escudo en el que figuraban tres bolsas de oro. Tenemos constancia de la existencia de los comerciantes Van der Burse desde 1257. En 1719 el financiero Law instituyó la Bolsa en París como centro de contratación de valores, y poco tiempo después aparecieron, oficialmente, los agentes de bolsa —hoy de cambio y bolsa—, monopolizadores de las operaciones financieras.
CAMELIA
Este arbusto del Asia tropical fue aclimatado en Europa a finales del siglo XVII por el jesuita Georges Camelli. A pesar de su apellido italiano, Camelli había nacido en Brün, Moravia, y fue destinado como misionero a las Filipinas. Los estudios de zoología y botánica a los que se dedicó le hicieron célebre en Europa a través de la Royal Society de Londres. Pero su fama perduró más que sus flores, y más todavía cuando Alejandro Dumas escribió La dama de las camelias, que se hizo célebre en el mundo entero. Ya se sabe que la heroína de la novela y del drama de Dumas llevaba siempre un ramo de camelias blancas, que cambiaba por otras rojas una semana cada mes.
CARDAN
Los automovilistas usan mucho esta palabra, que según un diccionario corresponde a «la definición móvil de dos ejes a 180o en un sistema de rotación». Lo cual a mí me suena a chino. El nombre viene de un inventor italiano, Gerulamo Cardano, nacido en París en 1501. Inventó este sistema para evitar que una brújula sufriese los efectos del balanceo de un navío. Cardano o Cardan fue un individuo muy curioso, profesor de medicina y solicitado en todas las cortes de Europa, en las que recetaba absurdos remedios; astrónomo o, mejor, astrólogo, cabalista y gran vanidoso. De sí mismo escribía: «Se han escrito infinidad de cosas en loor mío, tanto en verso como en prosa. He nacido para librar al mundo de toda clase de errores. Lo que yo he descubierto no lo ha sido por ninguno de mis contemporáneos, ni tampoco por los sabios que me han precedido. Los que escriben algo digno de permanecer en la memoria de los hombres no se avergüenzan de decir que a mí me lo deben. He compuesto un libro de dialéctica en el que no sobra ni falta una sola letra. Lo terminé en siete días, lo que parece un prodigio».
Como ejercicio de modestia no está mal. Y él sabía que era orgulloso, vanidoso, vindicativo, envidioso, traidor, brujo, maledicente, calumniador y poseedor de otros vicios más. Lo reconoce en su De Vita Propria. Para demostrarse a sí mismo que sabía soportar el dolor, se mordía los labios hasta sangrar o se pillaba los dedos en una puerta. Soportó de forma extraordinaria no sólo el dolor físico sino también el espiritual. Su hijo fue juzgado, condenado y decapitado por haber asesinado a su esposa. Y este hombre original, que dio nombre a una fórmula, a una suspensión, a una articulación y a otras cosas más, murió también originalmente. Dado que la astrología había predicho que iba a morir a los 75 años, y que al cumplir esta edad no sobrevenía el óbito, optó por suicidarse. Ocurrió en Roma en 1576.
CEREAL
Deriva de la diosa Ceres, que presidía las cosechas en la mitología latina. Es hija de Cronos y Cibeles. Su culto era especialmente intenso en las regiones agrícolas, como es natural; por ejemplo, en las comarcas meridionales de Italia. Se le tributaban sacrificios cuando las mieses empezaban a brotar, y otra vez en la época de la siega. Generalmente eran sacerdotisas, vestidas con túnicas blancas, las que cuidaban de las ceremonias.
CICERONE
Hoy esta palabra se ha sustituido por «guía turístico». En el diccionario figura como «Persona que enseña y explica a los extranjeros las curiosidades de una población, un edificio, etc.». Creo que forastero sería preferible a extranjero, porque cuando visito El Escorial o Santiago de Compostela, por ejemplo, soy un forastero en el lugar, pero ciertamente no un extranjero. ¡Pobre Cicerón, de quien deriva el nombre! El más grande de los oradores latinos sirviendo de alias a algunos guías, no todos, por fortuna, que enseñan —¿enseñan?— los grandes monumentos o ciudades del país (del nuestro y de otros). Visitar El Escorial ha sido siempre para mí fuente de disgustos. Aprisa y corriendo, sin tiempo para extasiarse ante el San Mauricio o el Códice Áureo; ¡ni un momento de respiro! ¡Hala, hala, corred, rebaño de visitantes! ¡No os paréis! ¿Qué hace usted ahí parado? ¡Pase usted, que vamos a cerrar para que se pueda abrir en seguida a otro hato de turistas que espera…! Y lo mismo en tantos otros sitios: Versalles, el Palacio Real de Madrid…
COLT
Cualquier aficionado a las películas del Oeste conocerá la palabreja en cuestión, que incluso ha dado título a algunas de ellas con más o menos complementos: La ley del colt, El colt en mi mano, etc. En estos casos, se trata sin duda del «personaje» más importante del filme, oscureciendo al actor de fama, llámese Gary Cooper o John Wayne. Pero aún más interés despierta la figura de su inventor, Samuel Colt. Nació en Martford, en el estado de Connecticut, el 19 de julio de 1814. En este mismo año se había inventado el fulminato de mercurio, que servía para cebo de los cartuchos, y se había construido la primera máquina de vapor. La primera de dichas innovaciones permitiría desarrollar los revólveres de seguro funcionamiento; la segunda, la fabricación en serie de los mismos. Los comienzos de Colt no fueron los de un industrial, sino de un aventurero: en efecto, se embarcó como grumete en un navío que zarpaba rumbo a Calcuta. Según dijo después, ya tenía en mente la idea de un arma que pudiera disparar repetidas veces sin necesidad de cargarla después de cada disparo. La idea no era nueva: en 1818, Wheeler y Collier, dos norteamericanos, estaban trabajando en ello, partiendo de las armas de repetición que se usaron desde principios del siglo XVIII en Europa. Creo que en el Museo Lázaro Galdiano, de Madrid, puede verse una pistola con una platina de sílex, un depósito de pólvora y un sistema de rotación. Colt, que conocía lo hasta entonces ensayado, se asoció con dos armeros, Aron Chase y John Pearson, y en 1831 fabricó un prototipo basado en las posibilidades del fulminato de mercurio. La patente es de 1835 y 1836 en Inglaterra y Estados Unidos, respectivamente. También en 1836 inventó el revólver de repetición, lo ofreció al ejército de los Estados Unidos, pero éste lo rechazó. En cambio, el entonces independiente estado de Texas lo compró y lo usó con éxito. Sus víctimas son los indios comanches. Cuando Texas y México entraron en guerra, el primero de dichos países compró miles de revólveres Colt para sus hombres. Ya era hora, pues Colt se había declarado en suspensión de pagos y este pedido salvó su fábrica. Un alto mando del ejército texano declaró: «Prefiero enfrentarme a un millón de soldados enemigos con doscientos cincuenta soldados armados con revólveres Colt, que con mil hombres provistos de armas tradicionales». El revólver más célebre, el que aparece en las películas, es el de seis disparos, cañón de 229 milímetros y calibre 11,4 milímetros: se trata del llamado Colt Walker o, en la jerga del Oeste, «el juez Colt y sus seis jurados». Colt murió en 1862. Jesse James, Buffalo Bill, Billy el Niño, John Wayne, Gary Cooper, unos en la realidad y otros en la ficción, hicieron célebre la fórmula de la época: «Dios creó los hombres; Colt los hizo iguales».
CHOVINISMO
Nombre que se da al patriotismo exagerado, inflexible y ridículo cuando no falso. Es lo que en castellano se llama patriotería. El término chovinismo nos viene del francés, en cuyo vocabulario entró gracias a Nicolás Chauvin, natural de Rochefort, exagerado en sus sentimientos napoleónicos, soldado bravísimo, herido diecisiete veces. No conocía otro entusiasmo que el muy ingenuo que profesaba a Napoleón, en quien veía la quintaesencia de Francia. En 1830 se hizo célebre por una comedia, La Cocarde tricolore, original de los hermanos Cogniard y que fue representada innumerables veces. Francia es la patria del chovinismo, que presenta unas características distintas del patriotismo de otros países. Un inglés, un español, un italiano, por ejemplo, dirán: «Esto es inglés o español o italiano, luego esto es bueno». El francés por su parte, dirá: «Esto es bueno, luego es francés». Así, por ejemplo, hace suyos a Miró, Picasso, Dalí, Chagall, Kandinski, Van Dongen…, todos extranjeros. No importa: se les clasifica dentro de la «Ecolé de París» y ya están «nacionalizados».