MIGUEL SERVET: MÉDICO, TEÓLOGO, HEREJE Y MÁRTIR

¿Nació en Tudela como pretendió en un principio Menéndez Pelayo? De creer a Ángel Alcalá, el mayor de los servetistas españoles, el gran polígrafo se retractó luego y reconoció, con la casi totalidad de los estudiosos, que Servet vio la luz en Villanueva de Sigena, población de la diócesis de Lérida que, por la absurda división de 1835, pertenece hoy a la provincia de Huesca. En su último proceso fue llamado y condenado como «Miguel Servet de Villanueva en el reino de Aragón en España». Su padre era notario en Sigena y su madre, Catalina Conesa, era de ascendencia oscense. El padre, Antonio, redactaba escrituras en latín o en catalán hasta 1554, es decir, hasta un año después de la trágica muerte de su hijo Miguel. Hoy nadie discute ya el sitio de su nacimiento. Véase el magnífico prólogo a la edición española de la Restitución del cristianismo por Ángel Alcalá, ya citado.

Este espíritu inquieto y aventurero pertenecía a una familia muy religiosa. Uno de sus hermanos era sacerdote. Desde su niñez dio pruebas de gran inteligencia, y al llegar a la adolescencia dominaba perfectamente el latín, el griego, tal vez el francés, las matemáticas, la historia y la geografía. Pasó a estudiar a Barcelona, donde conoció a Juan de Quintana, confesor luego de Carlos I, que le protegió y le ayudó muchísimo. De Barcelona se trasladó a Toulouse, y allí cursó los estudios de Derecho. Terminados éstos volvió al lado de Quintana, con quien estuvo en la coronación del emperador Carlos I. Fue luego a Alemania, donde experimentó la influencia del incipiente protestantismo. En Basilea contrajo amistad con Ecolampadio, con quien terminó peleándose a causa de las ideas de Servet sobre la Santísima Trinidad. Sobre este tema publicó un libro que fue condenado y perseguido.

Empezó entonces una vida errante durante la cual tropezó muchas veces con la justicia, tanto civil como eclesiástica. Viajaba de un sitio para otro, y de todos tenía que salir huyendo a causa de sus ideas.

Cambiando de nombre y haciéndose pasar por tudelano —lo que alimentó la falsa idea de su nacimiento en esa ciudad navarra—, se dedicó a vivir de sus vastos conocimientos, revisando, corrigiendo y anotando obras eruditas, como la Geografía de Tolomeo.

Pero la narración de las aventuras de Miguel Servet necesitaría más páginas de las que dispongo. Baste decir que continuaba escribiendo y estudiando. Se doctoró en medicina y ejerció esta profesión en París, donde sus servicios fueron muy apreciados. Sin embargo, tuvo que abandonar la capital francesa a causa de un libro poco respetuoso con la tradición galénica, que levantó las iras de la facultad parisina.

Por este tiempo conoció a Juan Calvino, al que de inmediato se enfrentó violentamente. Se creó un mal enemigo, pues Calvino era rencoroso y fanático, aunque en punto a fanatismo Miguel Servet no le andaba a la zaga.

Tal vez producto de esta brutal fricción fue el libro de Servet Christianismi restitutio y la Institución de la religión cristiana de Calvino. Con una imprudencia que le fue fatal, Servet comunicó por carta a Calvino la publicación de su obra. El destinatario se enfureció y prometió que si Servet iba a Ginebra, ciudad a la sazón dominada por Calvino, no permitiría que saliera vivo de ella.

En la Restitución del cristianismo se encuentra la descripción de su descubrimiento de la doble circulación de la sangre, que pasó inadvertido durante muchos años, por hallarse en una obra de teología y no de medicina. El texto dice así, siguiendo la traducción de Ángel Alcalá:

«El espíritu vital tiene su origen en el ventrículo izquierdo del corazón, y a su producción contribuyen principalmente los pulmones. Es un espíritu tenue elaborado por la fuerza del calor, de color rojizo, de tan fogosa potencia que es como una especie de vapor claro de la más pura sangre, que contiene en sí sustancia de agua, de aire y de fuego. Se produce en los pulmones al combinarse el aire aspirado con la sangre sutil elaborada que el ventrículo derecho del corazón transmite al izquierdo. Pero este trasvase no se realiza a través del tabique medio del corazón, como corrientemente se cree, sino que, por un procedimiento muy ingenioso, la sangre sutil es impulsada desde el ventrículo derecho del corazón por un largo circuito a través de los pulmones. En los pulmones es elaborada y se torna rojiza, y es trasvasada desde la arteria pulmonar, se mezcla con aire aspirado, (y) por espiración se vuelve a purificar de la fulígine; y así, finalmente, la mezcla total, material apto ya para convertirse en espíritu vital, es atraída por la diástole desde el ventrículo izquierdo del corazón».

Siguen dos páginas y media, por lo menos, en las que aclara y completa esta descripción (pp. 333 y ss. de la edición varias veces citada de Ángel Alcalá). Como decía Menéndez Pelayo, tal vez exagerando un poco, no es que en España no hubiese investigación científica, sino que sus resultados se encuentran mezclados en obras de tipo religioso. Digamos, por otra parte, que tal vez la primera aplicación práctica de la psicología naciente se halla en el Examen de ingenios de Huarte de San Juan.

Miguel Servet, que había sido condenado a muerte en Francia, cometió la imprudencia de presentarse en Ginebra, y más imprudencia todavía mostró al escuchar un sermón de Calvino que éste pronunciaba en la catedral de San Pedro. Aunque se hacía llamar Miguel Vilamonti, fue reconocido y encarcelado el 13 de agosto de 1553. El odio de Calvino contra Servet se hizo patente en el proceso que se le siguió. Rehusó a su prisionero vestidos, alimentos y defensa. El proceso mismo fue un ejemplo de parcialidad: todo estaba preparado para llevar a Servet a la hoguera, y Calvino manifestaba a las claras que ése era su deseo.

En la madrugada del domingo 27 de octubre —y conste que en domingo no se acostumbraba llevar a cabo ejecuciones—, Servet fue conducido a la hoguera.

Sigamos en este punto el relato magnífico de Menéndez Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles, que recoge el momento en que al reo se le comunica que va a ser quemado junto con sus libros:

«Oída la terrible sentencia, el ánimo de Servet flaqueó un punto, y, cayendo de rodillas, gritaba:

»—¡El hacha, el hacha, y no el fuego…! Si he errado, ha sido por ignorancia… No me arrastréis a la desesperación.

»Farei —seguidor incondicional de Calvino— aprovechó este momento para decirle:

»—Confiesa tu crimen, y Dios se apiadará de tus errores.

»Pero el indomable aragonés replicó:

»—No he hecho nada que merezca muerte. Dios me perdone y perdone a mis enemigos y perseguidores.

»Y, tornando a caer de rodillas y levantando los ojos al cielo, como quien no espera justicia ni misericordia en la tierra, exclamaba:

»—¡Jesús, salva mi alma! ¡Jesús, hijo del eterno Dios, ten piedad de mí!».

Caminaron al lugar del suplicio. Los ministros ginebrinos le rodeaban procurando convencerle, y el pueblo seguía con horror, mezclado de conmiseración, a aquel cadáver vivo, alto, moreno, sombrío y con la barba blanca hasta la cintura. Y como repitiera sin cesar en sus lamentaciones el nombre de Dios, díjole Farel:

«—¿Por qué Dios y siempre Dios?

»—¿Y a quién sino a Dios he de encomendar mi alma? —le contestó Servet».

Habían llegado a la colina de Champel, al Campo del Verdugo, que aún conserva su nombre antiguo y domina las encantadas riberas del lago de Ginebra, cerradas en inmenso anfiteatro por la cadena del Jura. En aquel lugar, uno de los más hermosos de la Tierra, iban a cerrarse a la luz los ojos de Miguel Servet. Había una columna hincada profundamente en el suelo, y en torno muchos haces de leña todavía verde, como si hubieran querido sus verdugos hacer más lenta y dolorosa la agonía del desdichado.

«—¿Cuál es tu última voluntad? —le preguntó Farel—. ¿Tienes mujer e hijos?».

El reo movió desdeñosamente la cabeza. Entonces el ministro ginebrino dirigió al pueblo estas palabras:

«—Ya veis cuán gran poder ejerce Satanás sobre las almas de que toma posesión. Este hombre es un sabio y pensó, sin duda, enseñar la verdad: pero cayó en poder del demonio, que ya no le soltará. Tened cuidado que no os suceda a vosotros lo mismo».

Era mediodía. Servet yacía con la cara en el polvo, lanzando espantosos aullidos. Después se arrodilló, pidió a los circundantes que rogasen a Dios por él, y sordo a las últimas exhortaciones de Farel, se puso en manos del verdugo, que le amarró a la picota con cuatro o cinco vueltas de cuerda y una cadena de hierro, le puso en la cabeza una corona de paja untada con azufre, y al lado un ejemplar del Christianismi restitutio. A continuación, prendió fuego con una tea en los haces de leña, y la llama comenzó a levantarse y a envolver a Servet. Pero la leña, húmeda por el rocío de aquella mañana, ardía mal, y además se había levantado un impetuoso viento, que apartaba de aquella dirección las llamas. El suplicio fue horrible: se prolongó por espacio de dos horas, y durante mucho rato oyeron los circunstantes estos desgarrados gritos de Servet: «¡Infeliz de mí! ¿Por qué no acabo de morir? Las doscientas coronas de oro y el collar que me robasteis ¿no os bastarán para comprar la leña necesaria para consumirme? ¡Eterno Dios, recibe mi alma! ¡Jesucristo, hijo de Dios eterno, ten compasión de mí!».

Algunos de los que oían, movidos a compasión, echaron a la hoguera leña para abreviar su martirio. Al cabo no quedó de Miguel Servet y de su libro más que un montón de cenizas que fueron esparcidas al viento.

No faltan autores que afirman que Calvino presenció la ejecución y reía ante el martirio de su enemigo. No creo que sea verdad. Quien haya leído las obras del reformador ginebrino —aunque no nacido en Ginebra— se dará cuenta de que tal actitud no se aviene con su talante. Como buen fanático, Calvino era hombre que obraba de buena fe, y su crueldad estaba acorde con sus trágicos principios religiosos y las costumbres de su época. El cristianismo de Calvino es triste, apabullante, atormentado. Su fe firme, sin ningún género de duda, sufre ante el problema de la predestinación. Calvino, cruel y fanático, podía ser injusto, pero él no lo creía así, y estoy seguro de que en vez de reír ante la muerte de Servet estaría rezando por la salvación de los cristianos que pensaban como él.