CATALINA LA GRANDE, I
Fernando Díaz-Plaja, buen amigo y excelente historiador, en un no menos excelente libro La mujer, el amor y el poder, empieza la semblanza biográfica de Catalina de la siguiente manera:
«Una vez (y no va de cuento aunque lo parezca) había una princesita llamada Sofía Federica Augusta, nacida el 21 de abril de 1729 en Stettin, Pomerania (la Alemania actual), hija de uno de tantos príncipes que existían en el siglo XVIII en los países germánicos, gentes con más títulos que dinero y cuya única misión parecía ser enlazar con las poderosas casas de Austria, de Francia, de Inglaterra, de España…».
Debo hacer una puntualización: Stettin es, sí, un territorio alemán, pero se encuentra bajo administración polaca desde la conferencia de Potsdam (1945). Oficialmente se llama Szczecin y no me pregunten cómo se pronuncia este garabato de consonantes, porque no lo sé. Por lo demás, el cuento que en forma tan atractiva cuenta Díaz-Plaja no deja de ser cautivador.
En 1740, cuando la niña contaba once años de edad, un canónigo aficionado a la quiromancia le predijo tres coronas imperiales. Cuatro años después, la zarina Isabel de Rusia la llamó para darla por esposa a su sobrino Pedro, que sería después el zar Pedro III de todas las Rusias. La llamada fue imperiosa, tanto que Sofía salió hacia Moscú con su equipaje compuesto únicamente por dos vestidos, doce camisas, doce medias y pañuelos. Durante el viaje, un accidente que hizo volcar el trineo puso en peligro la vida de la joven y pobre princesa, que llegó a la capital moscovita y, con listeza sin igual antes de que se lo indicaran, abjuró de su fe luterana y se convirtió a la Iglesia ortodoxa tomando el nombre de Catalina.
«El 21 de agosto de 1745 se celebra el matrimonio —son palabras de Díaz-Plaja—. Ciento veinte carrozas forman el cortejo, ocho caballos blancos tiran de la que lleva a la emperatriz y a los novios. Tras la larga ceremonia, la cena y el baile, llega el momento ansiado y temido de todas las jóvenes de su tiempo. Catalina, ataviada con un bello camisón, espera. Y espera. Unas horas más tarde el gran duque —su esposo— llegará tras haber comido y bebido sin cuento, le dirá unas frases insípidas y se dormirá… La vida conyugal de Catalina había comenzado».
¿Sería una borrachera accidental? No; cada noche el futuro rey se acostaba oliendo a vino y sin hacer caso de su esposa. Pero no era sólo el alcohol: Pedro sufría de fimosis y no podía cumplir con su deber conyugal. Como Luis XVI de Francia, pudo haber escrito en su diario, de haberlo llevado, refiriéndose a cada noche: «Nada».
Los súbditos esperaban un heredero y éste no llegaba. Pasaron ocho años y Catalina seguía virgen. Un día se presentó a ella el gran canciller Bestuchef para indicarle que el gobierno había decidido que, puesto que el marido no servía, era menester que tomase un amante. Catalina se indignó y amenazó al ministro de comunicar esta ofensa a quien más podía ofender. Bestuchef se inclinó e inquirió:
—¿Ante quién se lamentará Su Alteza? ¿Ante aquel que me ha enviado?
Catalina adivinó entonces que su propio marido se encontraba en el origen de la proposición, y preguntó:
—Entonces, ¿qué debo hacer?
—Permitidme que esta noche os envíe al príncipe Sergio Saltikof.
Aquella misma noche, gracias al adulterio, Catalina conoció los «goces conyugales».
Se corría el azar del embarazo, deseado por todos, pero nadie sabía cuál iba a ser la reacción de Pedro. Entonces se conjuraron los cortesanos para emborracharle, cosa nada difícil, y aprovechando su estado arrancarle una autorización para operarle. Apenas dijo «sí», un cirujano que estaba en la habitación contigua empezó la operación. Pocos días después el príncipe pudo cumplir con su esposa.
Pero ésta se encontraba más a gusto con Saltikof que con su marido: a éste se le sometía; con su amante, gozaba. Tanto se notó en la corte el enamoramiento, que el gobierno presidido por Bestuchef decidió destinar al favorito. Catalina solicitó su retorno, pero el ministro se negó a ello diciendo:
—¿Qué necesidad tenéis de Saltikof? Escoged a vuestro alrededor.
Desde entonces la pasión de Catalina no conoció límites, y se entregó al amor, o a sus sucedáneos, con ardor y entusiasmo. La lista de sus amantes comenzaba y no es muy seguro que se conozca completa a pesar de ser larga.
Catalina dio a luz a su primer hijo, Pablo, que le fue arrebatado por la emperatriz Isabel para educarle a su modo. Llena de ardor, se enamoró de Estanislao Augusto Poniatovski, que se convirtió en su amante. Poniatovski era joven, educado a la francesa, elegante… y virgen. Catalina le enseñó las artes eróticas y él fue un buen discípulo. Tanto, que la gran duquesa quedó embarazada de nuevo. Su marido preguntó en voz alta en una reunión:
—¿De dónde diablos salen los embarazos de mi mujer?
Pedro era un cínico que no escondía a sus amantes ni los deseos de casarse con una de ellas, la condesa Voronzof.
Poniatovski cumplió con su deber de garañón se le envió a un destino fuera de Rusia, y asunto concluido.
Catalina se enamoró de otro militar —toda la aristocracia rusa era más o menos militar— llamado Gregorio Orlof, teniente de la guardia imperial.
Gina Kaus, en su biografía de Catalina la Grande (Ed. Juventud), dice que los Orlof no son una familia de rancio abolengo. El abuelo fue condenado a muerte por Pedro el Grande, que, siguiendo su inclinación hacia la crueldad, gustaba de asistir a las ejecuciones e incluso intervenir en ellas. Cuando le llegó a Orlof el momento de colocar la cabeza en el tajo, apartó de un puntapié la cabeza sangrante de su camarada exclamando:
—Tengo que hacer sitio para mí.
Esta frialdad frente a la muerte inevitable despertó la admiración de Pedro, que no sólo le perdonó la vida a Orlof, sino que le incorporó a un regimiento regular en el que, con el tiempo, ascendió a oficial y obtuvo un título de nobleza.
Los Orlof descendientes no desmintieron la audacia, sangre fría y serenidad de su antecesor. El Gregorio Orlof en quien se fijó Catalina, antiguo ayudante de campo del general Schovalof, se había ganado fama de donjuán. Tenía «una cabeza de ángel» sobre un cuerpo de atleta. Gregorio raptó a la princesa Kuzokin, amante de Schovalof, y cuando todo el mundo temía las consecuencias de semejante acción, el general murió repentinamente. Orlof salió, pues, indemne, y fortalecida su fama de conquistador.
Catalina escribió en sus Memorias:
«Lo terrible es que mi corazón no puede estar sin amor ni siquiera una hora. Se dice que estos deseos no sirven más que para encubrir los vicios humanos… ¡Como si éstos pudiesen tener su fundamento en la llama del corazón! Pero tal vez un estado semejante del corazón sea más bien un vicio que una virtud».
Orlof era bello, pero extremadamente rudo.
Catalina quedó encinta, y esta vez Pedro no aceptó de buen agrado el embarazo de su mujer. El 25 de diciembre de 1761 a las dos de la tarde murió la zarina Isabel. Su hijo Pedro fue proclamado zar de todas las Rusias, pero él no estaba a la altura de esta dignidad ni sabía usar de su poder. Continuó con su amante, la condesa Voronzof, y exigió que se la tratara con más respeto que a su propia esposa. A ésta la sometió a continuos ultrajes y vejaciones. Catalina aguantaba en silencio las provocaciones, mientras se acercaba el momento del parto. Gina Kaus recoge la siguiente tradición cuya veracidad no está garantizada: Pedro se había propuesto «matar a la diablesa» en el momento del alumbramiento. Pero cuando se dirigía a sus habitaciones fue desviado por gritos que avisaban de un incendio, por lo cual se precipitó, seguido de su corte, al lugar del siniestro. A su regreso, la hora crítica había pasado para Catalina, quien recibió a su marido vestida, pintada y peinada. Llena de indignación, rechazó las insensatas sospechas que ya en nada se podrían apoyar. En cuanto al fuego, su fiel servidor Schkurin lo había provocado en sus propios aposentos, en el momento decisivo.
No olviden que los trajes de aquella época permitían a las mujeres ocultar con facilidad su estado de buena esperanza.
El hijo de Catalina y Orlof sería el futuro señor de Bobrynski.
Pero Catalina ya no estaba dispuesta a soportar más. Orlof, nombrado tesorero de la artillería, pudo disponer de un dinero que empleó en facilitar vino a los soldados. Los conocía bien y le constaba que teniéndoles contentos podría contar con ellos en el momento preciso.
Una noche, en medio de un gran banquete oficial, Pedro insultó a su esposa, que se encontraba al otro extremo de la mesa.
—Dura, Dura! (tonta, en ruso) —le gritó. Se hizo un gran silencio. Los presentes se dieron cuenta de que había sucedido algo irremediable. Catalina, con lágrimas en los ojos, pidió al conde de Stroganof que le dijera algo para aliviar la tensión. Stroganof, con gran presencia de ánimo, inició una conversación intrascendente. Terminada la cena, Stroganof se vio desterrado por el zar a sus lejanas propiedades.
Pedro, decidido ya en su afán de atacar a la emperatriz, anunció a un amigo su decisión de arrestarla. Enterado Orlof, junto con su hermano Alejandro y algunos íntimos decidió adelantarse al zar. Uno de los conspiradores, empero, fue detenido, por lo que hubo que jugar con audacia y adelantar la conjura. Catalina se encontraba en Peterhof, lejos de la capital. Allí fue a buscarla Alejandro Orlof. La emperatriz se vistió sencillamente, montó en un coche y se dirigió al cuartel del regimiento Ismailovski. Allí Catalina arengó a los oficiales que acababan de levantarse:
—He venido a buscar protección entre vosotros. El emperador ha dado orden de arrestarme. Quiere matarme a mí y a mi hijo.
Los oficiales se miraron unos a otros. Los soldados se arremolinaron alrededor de la emperatriz. De pronto, alguien gritó:
—¡Viva nuestra madrecita Catalina!
Tal fue el inicio de la proclamación de Catalina como emperatriz, y de la destitución de su marido el zar Pedro.
El regimiento Semionovski de la Guardia Imperial se unió también a los partidarios de Catalina; pero, extrañamente, el regimiento de artillería al que estaba adscrito Gregorio Orlof no se unió a los sublevados. Catalina llegó al cuartel y mandó llamar al general Villebois, que lo mandaba.
—No os he mandado llamar para escuchar vuestras razones, sino para saber qué habéis decidido hacer.
Villebois se arrodilló ante Catalina.
—Os sigo.
El Senado estaba reunido en el Palacio de Invierno, y hasta allí llegó una extraña procesión: sacerdotes revestidos fastuosamente, soldados a medio vestir, oficiales, miles de hombres y mujeres reunidos en un solo grito:
—¡Catalina! ¡Madrecita Catalina!
Y ante el Senado se leyó un manifiesto:
«Nos, por la gracia de Dios emperatriz autócrata de todas las Rusias…».
El golpe de Estado había triunfado. El canciller Voronzof, hermano de la amante del zar, se presentó ante Catalina con un mensaje de Pedro, pero terminó su alocución diciendo:
—Como no me es posible servir a Vuestra Majestad como militar que soy, os ruego que me hagáis arrestar y custodiar por vuestros hombres más seguros, pues no quiero hacer ni decir nada contra mi zarina.
¡Sutil estratagema! Si ganaba Catalina no tendría nada que temer; si, por el contrario, al final la suerte se decantaba hacia Pedro, Voronzof podría aducir que la zarina le había hecho prisionero.
Catalina se puso al frente de las tropas vistiendo ropas de hombre pertenecientes al príncipe Galitzin, y montó a caballo a horcajadas. De pronto, se dio cuenta de que había olvidado el tahalí. Un joven oficial se adelantó y le ofreció el suyo. El oficial se llamaba Gregorio Potemkin y llegaría a ser el más importante de los amantes que tuvo Catalina II la Grande, emperatriz de todas las Rusias.