ANECDOTARIO, I
Cuando se inauguró en Vitoria el monumento a Eduardo Dato, se dieron cita en la ciudad las más altas personalidades del momento, años de la dictadura de Primo de Rivera. El caso es que don José del Prado Palacio se puso a examinar el monumento. Lo hizo con atención y, volviéndose de pronto hacia Abilio Calderón, le dijo:
—¡Qué gran monumento! Pero ¡qué lástima que Benlliure no haya atinado en una cosa!
—¿Cuál?
—Que si hace mayor el medallón se hubiera podido poner el busto de Dato de cuerpo entero.
El conde de Soissons, que tenía las barbas rojas, quiso burlarse de un jardinero suyo, barbilampiño, y le preguntó:
—¿Cómo es que no tienes barbas?
—Señor, cuando Dios andaba distribuyendo barbas yo no llegué a tiempo de escoger, pues estaban repartidas todas menos las rojas y, como era natural, antes que tomar barbas de semejante color preferí quedarme lampiño.
Ya es sabido que, según una tradición muy antigua, Judas era pelirrojo.
Dice Menage que los portugueses son tan aficionados a la música, que tras cierta derrota de un ejército luso, al recorrer el vencedor el campamento, encontró abandonadas catorce mil guitarras.
Un magistrado, pariente de madame de La Sablière, le dijo un día con mucha gravedad:
—Siempre andas con amantes. Uno tras otro. Por lo menos las bestias tienen sólo una época de celo.
—Por eso son bestias —replicó ella.
El novelista francés Pierre Loti viajaba por Alsacia cuando vio en una granja un magnífico perro y quiso comprarlo.
—¿Para qué quiere usted al perro? —preguntó el dueño.
—Me lo llevaré conmigo a América.
—Imposible. Yo no quiero separarme de mi perro.
Pocos días después, Loti se enteró de que un vecino suyo había comprado el perro por una cantidad inferior a la que él había ofrecido, e indignado fue a ver al granjero.
—Usted me dijo que no quería vender el perro…
—No, no —le interrumpió el alsaciano—. Yo no dije que no lo quisiera vender, sino que no deseaba separarme de él. Y estoy tranquilo: mi perro es listo y dentro de dos o tres días volverá a mi casa. Pero si se lo hubiera vendido a usted para llevárselo a América, seguro que no hubiera podido atravesar el mar para reunirse conmigo.
Cuando doña Casilda Alonso Martínez era novia de don Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, que luego había de ser su esposo y que, como es notorio, era cojo, solía presentarlo a sus amistades diciendo:
—Mi futuro imperfecto…
El corazón de una mujer es impenetrable, cosa que no puede decirse del resto…
Un alemán llamado Christianus Pierius escribió un poema sacro en latín titulado Christus crucifixus, que constaba de unos mil versos —mil— cuyas palabras empezaban todas por C. Empezaba así: Currite, castalides. Christo camitante camaenae.
Ni que decir tiene que el tal poema no ha pasado a la posteridad.
La Fontaine, autor de las morales Fábulas y de los licenciosos Cuentos y novelitas en verso, era un hombre tan honrado y veraz que de él se dijo:
—Es un hombre que, hablando en prosa, no sabe mentir.
Una encantadora respuesta de una no menos encantadora muchacha que concurría a un premio de belleza en la Costa Brava.
Un miembro del jurado le dijo:
—Eres muy, pero muy bonita.
—Es necesario serlo cuando no se tiene dinero.
Hay un secreto que por lo menos las mujeres saben guardar: el de su edad.
Dicen que un galán de nuestro cine se encontraba una tarde en un café flirteando con una señora casada. Se presenta, de pronto, el marido y le dice, indignado:
—¡Y le advierto que si le llego a ver otra vez con mi mujer, le costará caro!
—¿Que me costará caro? ¡Pues vaya oficio el de usted!
Ensayo en un teatro. El director se dirige a una joven actriz:
—Pero ¿es que no sabes actuar? Imagina tu papel. Imagina que estás esperando a tu amante.
—¿A cuál de ellos?
En uno de los viajes que Alfonso XIII hizo por tierras españolas, llegó a una ciudad en la que fue recibido por el alcalde. Hacía calor y el rey llevaba el sombrero en la mano. El alcalde, al verle descubierto, le invitó.
—Cúbrase, Majestad, cúbrase.
El rey sonrió divertido y continuó con el sombrero en la mano.
—Pero cúbrase, Majestad —repitió el alcalde. Entonces, don Alfonso se puso el sombrero diciendo:
—Con su permiso, señor alcalde.
Decía Tayllerand que el filósofo es el hombre que se distingue por su habilidad para dejar caer manchas negras con tinta negra en un paño negro.
El filósofo Diógenes dijo un día a Aristipo:
—¿Ves lo que yo hago? Si tú supieras alimentarte de coles, no tendrías necesidad de lisonjear a los grandes.
—¿Y qué? —respondió Aristipo—. Si tú supieras lisonjear a los grandes, no te verías obligado a alimentarte de coles.
Una señora de noventa años le dijo un día a Fontenelle, que contaba noventa y cinco:
—Parece que nos haya olvidado la muerte. Y Fontenelle, poniéndose el dedo en los labios, la interrumpió:
—¡Chist…!
Fontenelle murió un mes antes de cumplir los cien.