-No he hecho otra cosa que sentirme abatido desde que Watson
se marchó por la mañana -dijo el baronet-.
Imagino que se me debe reconocer el mérito, porque he
cumplido mi promesa. Si no hubiera jurado que no saldría solo,
podría haber pasado una velada más entretenida, porque Stapleton me
envió un recado para que fuese a visitarlo.
-No tengo la menor duda de que habría pasado una velada más
animada -dijo Holmes con sequedad-. Por cierto, no sé si se da
cuenta de que durante algún tiempo hemos lamentado su muerte,
convencidos de que tenía el cuello roto.
Sir Henry abrió mucho los ojos. -¿Cómo es
eso?
-Ese pobre infeliz llevaba puesta su ropa desechada. Temo que
el criado que se la dio tenga dificultades con la
policía.
-No es probable. Esas prendas carecían de marcas, si no
recuerdo mal.
-Es una suerte para él…, de hecho es una suerte para todos
ustedes, ya que todos han transgredido la ley. Me pregunto si, en
mi calidad de detective concienzudo, no me correspondería arrestar
a todos los habitantes de la casa. Los informes de Watson son unos
documentos sumamente comprometedores.
-Pero, dígame, ¿cómo va el caso? -preguntó el baronet-. ¿Ha
encontrado usted algún cabo que permita desenredar este embrollo?
Creo que ni Watson ni yo sabemos ahora mucho más de lo que sabíamos
al llegar de Londres.
-Me parece que dentro de poco estaré en condiciones de
aclararle en gran medida la situación. Ha sido un asunto
extraordinariamente difícil y complicado. Quedan varios puntos
sobre los que aún necesitamos nuevas luces, pero llevaremos el caso
a buen término de todos modos.
-Como sin duda Watson le habrá contado ya, hemos tenido una
extraña experiencia. Oímos al sabueso en el páramo, por lo que
estoy dispuesto a jurar que no todo es superstición vacía. Tuve
alguna relación con perros cuando viví en el Oeste americano y
reconozco sus voces cuando las oigo. Si es usted capaz de poner a
ése un bozal y de atarlo con una cadena, estaré dispuesto a afirmar
que es el mejor detective de todos los tiempos.
-No abrigo la menor duda de que le pondré el bozal y la
cadena si usted me ayuda.
-Haré todo lo que me diga.
-De acuerdo, pero le voy a pedir además que me obedezca a
ciegas, sin preguntar las razones.
-Como usted quiera.
-Si lo hace, creo que son muchas las probabilidades de que
resolvamos muy pronto nuestro pequeño problema. No tengo la menor
duda…
Holmes se interrumpió de pronto y miró fijamente al aire por
encima de mi cabeza. La luz de la lámpara le daba en la caray
estaba tan embebido y tan inmóvil que su rostro podría haber sido
el de una estatua clásica, una personificación de la vigilancia y
de la expectación. -¿Qué sucede? -exclamamos Sir Henry y yo.
Comprendí inmediatamente cuando bajó la vista que estaba
reprimiendo una emoción intensa. Sus facciones mantenían el
sosiego, pero le brillaban los ojos, jubilosos y
divertidos.
-Perdonen la admiración de un experto -dijo señalando con un
gesto de la mano la colección de retratos que decoraba la pared
frontera-. Watson niega que yo tenga conocimientos de arte, pero no
son más que celos, porque nuestras opiniones sobre esa materia
difieren. A decir verdad, posee usted una excelente colección de
retratos.
-Vaya, me agrada oírselo decir -replicó Sir Henry, mirando a
mi amigo con algo de sorpresa-. No pretendo saber mucho de esas
cosas y soy mejor juez de caballos o de toros que de cuadros. E
ignoraba que encontrara usted tiempo para cosas
así.
-Sé lo que es bueno cuando lo veo y ahora lo estoy viendo. Me
atrevería a jurar que la dama vestida de seda azul es obra de
Kneller y el caballero fornido de la peluca, de Reynolds. Imagino
que se trata de retratos de familia.
-Absolutamente todos. -¿Sabe quiénes son?
-Barrymore me ha estado dando clases particulares y creo que
ya me encuentro en condiciones de pasar con éxito el examen.
-¿Quién es el caballero del telescopio?
-El contraalmirante Baskerville, que estuvo a las órdenes de
Rodney en las Antillas. El de la casaca azul y el rollo de
documentos es Sir William Baskerville, presidente de los comités de
la Cámara de los Comunes en tiempos de Pitt. -¿Y el que está frente
a mí, el partidario de Carlos I con el terciopelo negro y los
encajes?
-Ah; tiene usted todo el derecho a estar informado, porque es
la causa de nuestros problemas. Se trata del malvado Hugo, que puso
en movimiento al sabueso de los Baskerville. No es probable que nos
olvidemos de él.
Contemplé el retrato con interés y cierta sorpresa.
-¡Caramba! -dijo Holmes-, parece un hombre tranquilo y de buenas
costumbres, pero me atrevo a decir que había en sus ojos un demonio
escondido. Me lo había imaginado como una persona más robusta y de
aire más rufianesco.
-No hay la menor duda sobre su autenticidad, porque por
detrás del lienzo se indican el nombre y la
fecha,1647.
Holmes no dijo apenas nada más, pero el retrato del
juerguista de otros tiempos parecía fascinarle, y no apartó los
ojos de él durante el resto de la comida. Tan sólo más tarde,
cuando Sir Henry se hubo retirado a su habitación, pude seguir el
hilo de sus pensamientos. Holmes me llevó de nuevo al refectorio y
alzó la vela que llevaba en la mano para iluminar aquel retrato
manchado por el paso del tiempo. -¿Ve usted algo
especial?
Contemplé el ancho sombrero adornado con una pluma, los
largos rizos que caían sobre las sienes, el cuello blanco de encaje
y las facciones austeras y serias que quedaban enmarcadas por todo
el conjunto. No era un semblante brutal, sino remilgado, duro y
severo, con una boca firme de labios muy delgados y ojos fríos e
intolerantes. -¿Se parece a alguien que usted
conozca?
-Hay algo de Sir Henry en la mandíbula.
-Tan sólo una pizca, quizá. Pero, ¡aguarde un instante!
Holmes se subió a una silla y, alzando la luz con la mano
izquierda, dobló el brazo derecho para tapar con él el sombrero y
los largos rizos. -¡Dios del cielo! -exclamé, sin poder ocultar mi
asombro.
En el lienzo había aparecido el rostro de Stapleton. -¡Ajá!
Ahora lo ve ya. Tengo los ojos entrenados para examinar rostros y
no sus adornos. La primera virtud de un investigador criminal es
ver a través de un disfraz.
-Es increíble. Podría ser su retrato.
-Sí; es un caso interesante de salto atrás en el cuerpo y en
el espíritu. Basta un estudio de los retratos de una familia para
convencer a cualquiera de la validez de la doctrina de la
reencarnación. Ese individuo es un Baskerville, no cabe la menor
duda.
-Y con intenciones muy definidas acerca de la
sucesión.
-Exacto. Gracias a ese retrato encontrado por casualidad,
disponemos de un eslabón muy importante que todavía nos faltaba.
Ahora ya es nuestro, Watson, y me atrevo a jurar que antes de
mañana por la noche estará revoloteando en nuestra red tan
impotente como una de sus mariposas. ¡Un alfiler, un corcho y una
tarjeta y lo añadiremos a la colección de Baker Streef Holmes lanzó
una de sus infrecuentes carcajadas mientras se alejaba del retrato.
No le he oído reír con frecuencia, pero siempre ha sido un mal
presagio para alguien.
A la mañana siguiente me levanté muy pronto, pero Holmes se
me había adelantado, porque mientras me vestía vi que regresaba
hacia la casa por la avenida.
-Sí, hoy vamos a tener una jornada muy completa -comentó,
mientras el júbilo que le producía entrar en acción le hacía
frotarse las manos-. Las redes están en su sitio y vamos a iniciar
el arrastre. Antes de que acabe el día sabremos si hemos pescado
nuestro gran lucio de mandíbula estrecha o si se nos ha escapado
entre las mallas. -¿Ha estado usted ya en el
páramo?
-He enviado un informe a Princetown desde Grimpen relativo a
la muerte de Selden. Tengo la seguridad de que no los molestarán a
ustedes. También me he entrevistado con mi fiel Cartwright, que
ciertamente habría languidecido a la puerta de mi refugio como un
perro junto a la tumba de su amo si no le hubiera hecho saber que
me hallaba sano y salvo. -¿Cuál es el próximo
paso?
-Ver a Sir Henry. Ah, ¡aquí está ya!
-Buenos días, Holmes -dijo el baronet-. Parece usted un
general que planea la batalla con el jefe de su estado
mayor.
-Ésa es exactamente la situación. Watson estaba pidiéndome
órdenes.
-Lo mismo hago yo.
-Muy bien. Esta noche está usted invitado a cenar, según
tengo entendido, con nuestros amigos los Stapleton. -Espero que
también venga usted. Son unas personas muy hospitalarias y estoy
seguro de que se alegrarán de verlo.
-Mucho me temo que Watson y yo hemos de regresar a Londres.
-¿A Londres?
-Sí; creo que en el momento actual hacemos más falta allí que
aquí.
Al baronet se le alargó la cara de manera
perceptible.
-Tenía la esperanza de que me acompañaran ustedes hasta el
final de este asunto. La mansión y el páramo no son unos lugares
muy agradables cuando se está solo.
-Mi querido amigo, tiene usted que confiar plenamente en mí y
hacer exactamente lo que yo le diga.
Explique a sus amigos que nos hubiera encantado acompañarlo,
pero que un asunto muy urgente nos obliga a volver a Londres.
Esperamos regresar enseguida. ¿Se acordará usted de transmitirles
ese mensaje?
-Si insiste usted en ello…
-No hay otra alternativa, se lo aseguro.
El ceño fruncido del baronet me hizo saber que estaba muy
afectado porque creía que nos disponíamos a abandonarlo. -¿Cuándo
desean ustedes marcharse? -preguntó fríamente.
-Inmediatamente después del desayuno. Pasaremos antes por
Coombe Tracey, pero mi amigo dejará aquí sus cosas como garantía de
que regresará a la mansión. Watson, envíe una nota a Stapleton para
decirle que siente no poder asistir a la cena.
-Me apetece mucho volver a Londres con ustedes -dijo el
baronet-. ¿Por qué he de quedarme aquí solo?
-Porque éste es su puesto y porque me ha dado usted su
palabra de que hará lo que le diga y ahora le estoy ordenando que
se quede.
-En ese caso, de acuerdo. Me quedaré. -¡Una cosa más! Quiero
que vaya en coche a la casa Merripit. Pero luego devuelva el
cabriolé y haga saber a sus anfitriones que se propone regresar
andando. -¿Atravesar el páramo a pie?
-Sí.
-Pero eso es precisamente lo que con tanta insistencia me ha
pedido usted siempre que no haga.
-Esta vez podrá hacerlo sin peligro. Si no tuviera total
confianza en su serenidad y en su valor no se lo pediría, pero es
esencial que lo haga.
-En ese caso, lo haré.
-Y si la vida tiene para usted algún valor, cruce el páramo
siguiendo exclusivamente el sendero recto que lleva desde la casa
Merripit a la carretera de Grimpen y que es su camino
habitual.
-Haré exactamente lo que usted me dice.
-Muy bien. Me gustaría salir cuanto antes después del
desayuno, con el fin de llegar a Londres a primera hora de la
tarde.
A mí me desconcertaba mucho aquel programa, pese a recordar
cómo Holmes le había dicho a Stapleton la noche anterior que su
visita terminaba al día siguiente. No se me había pasado por la
imaginación, sin embargo, que quisiera llevarme con él, ni entendía
tampoco que pudiéramos ausentarnos los dos en un momento que el
mismo Holmes consideraba crítico. Pero no se podía hacer otra cosa
que obedecer ciegamente; de manera que dijimos adiós a nuestro
cariacontecido amigo y un par de horas después nos hallábamos en la
estación de Coombe Tracey y habíamos despedido al cabriolé para que
iniciara el regreso a la mansión. Un muchachito nos esperaba en el
andén. -¿Alguna orden, señor?
-Tienes que salir para Londres en este tren, Cartwright. Nada
más llegar enviarás en mi nombre un telegrama a Sir Henry
Baskerville para decirle que si encuentra el billetero que he
perdido lo envíe a Baker Street por correo
certificado.
-Sí, señor.
-Y ahora pregunta en la oficina de la estación si hay un
mensaje para mí.
El chico regresó enseguida con un telegrama, que Holmes me
pasó. Decía así:
«Telegrama recibido. Voy hacia allí con orden de detención
sin firmar. Llegaré a las diecisiete cuarenta.
LESTRADE».
-Es la respuesta al que envié esta mañana. Considero a
Lestrade el mejor de los profesionales y quizá necesitemos su
ayuda. Ahora, Watson, creo que la mejor manera de emplear nuestro
tiempo es hacer una visita a su conocida, la señora Laura
Lyons.
Su plan de campaña empezaba a estar claro. Iba a utilizar al
baronet para convencer a los Stapleton de que nos habíamos ido,
aunque en realidad regresaríamos en el momento crítico. El
telegrama desde Londres, si Sir Henry lo mencionaba en presencia de
los Stapleton, serviría para eliminar las últimas sospechas. Ya me
parecía ver cómo nuestras redes se cerraban en torno al lucio de
mandíbula estrecha.
La señora Laura Lyons estaba en su despacho, y Sherlock
Holmes inició la entrevista con tanta franqueza y de manera tan
directa que la hija de Frankland no pudo ocultar su
asombro.
-Estoy investigando las circunstancias relacionadas con la
muerte de Sir Charles Baskerville -dijo Holmes-.
Mi amigo aquí presente, el doctor Watson, me ha informado de
lo que usted le comunicó y también de lo que ha ocultado en
relación con este asunto. -¿Qué es lo que he ocultado? -preguntó la
señora Lyons, desafiante.
-Ha confesado que solicitó de Sir Charles que estuviera junto
al portillo a las diez en punto. Sabemos que el baronet encontró la
muerte en ese lugar y a esa hora y sabemos también que usted ha
ocultado la conexión entre esos sucesos.
-No hay ninguna conexión.
-En ese caso se trata de una coincidencia de todo punto
extraordinaria. Pero espero que a la larga lograremos establecer
esa conexión. Quiero ser totalmente sincero con usted, señora
Lyons. Creemos estar en presencia de un caso de asesinato y las
pruebas pueden acusar no sólo a su amigo, el señor Stapleton, sino
también a su esposa. La dama se levantó violentamente del asiento.
-¡Su esposa! -exclamó.
-El secreto ha dejado de serlo. La persona que pasaba por ser
su hermana es en realidad su esposa.
La señora Lyons había vuelto a sentarse. Apretaba con las
manos los brazos del sillón y vi que las uñas habían perdido el
color rosado a causa de la presión ejercida. -¡Su esposa! -dijo de
nuevo-. ¡Su esposa! No está casado.
Sherlock Holmes se encogió de hombros. -¡Demuéstremelo!
¡Demuéstremelo! Y si lo hace… -el brillo feroz de sus ojos fue más
elocuente que cualquier palabra.
-Vengo preparado -dijo Holmes sacando varios papeles del
bolsillo-. Aquí tiene una fotografía de la pareja hecha en York
hace cuatro años. Al dorso está escrito «El señor y la señora
Vandeleur», pero no le costará trabajo identificar a Stapleton, ni
tampoco a su pretendida hermana, si la conoce usted de vista.
También dispongo de tres testimonios escritos, que proceden de
personas de confianza, con descripciones del señor y de la señora
Vandeleur, cuando se ocupaban del colegio particular St. Oliver.
Léalas y dígame si le queda alguna duda sobre la identidad de esas
personas.
La señora Lyons lanzó una ojeada a los papeles que le
presentaba Sherlock Holmes y luego nos miró con las rígidas
facciones de una mujer desesperada.
-Señor Holmes -dijo-, ese hombre había ofrecido casarse
conmigo si yo conseguía el divorcio. Me ha mentido, el muy canalla,
de todas las maneras imaginables. Ni una sola vez me ha dicho la
verdad. Y ¿por qué, por qué? Yo imaginaba que lo hacía todo por mí,
pero ahora veo que sólo he sido un instrumento en sus manos. ¿Por
qué tendría que mantener mi palabra cuando él no ha hecho más que
engañarme? ¿Por qué tendría que protegerlo de las consecuencias de
sus incalificables acciones? Pregúnteme lo que quiera: no le
ocultaré nada.
Una cosa sí le juro, y es que cuando escribí la carta nunca
soñé que sirviera para hacer daño a aquel anciano caballero que
había sido el más bondadoso de los amigos.
-No lo dudo, señora -dijo Sherlock Holmes-, y como el relato
de todos esos acontecimientos podría serle muy doloroso, quizá le
resulte más fácil escuchar el relato que voy a hacerle, para que me
corrija cuando cometa algún error importante. ¿Fue Stapleton quien
sugirió el envío de la carta?
-Él me la dictó.
-Supongo que la razón esgrimida fue que usted recibiría ayuda
de Sir Charles para los gastos relacionados con la obtención del
divorcio.
-En efecto.
-Y que luego, después de enviada la carta, la disuadió de que
acudiera a la cita.
-Me dijo que se sentiría herido en su amor propio si
cualquier otra persona proporcionaba el dinero para ese fin, y que
a pesar de su pobreza consagraría hasta el último céntimo de que
disponía para apartar los obstáculos que se interponían entre
nosotros.
-Parece una persona muy consecuente. Y ya no supo usted nada
más hasta que leyó en el periódico la noticia de la muerte de Sir
Charles.
-Así fue. -¿También le hizo jurar que no hablaría a nadie de
su cita con Sir Charles?
-Sí. Dijo que se trataba de una muerte muy misteriosa y que
sin duda se sospecharía de mí si llegaba a saberse la existencia de
la carta. Me asustó para que guardara silencio.
-Era de esperar. ¿Pero usted sospechaba algo? La señora Lyons
vaciló y bajó los ojos.
-Sabía cómo era -dijo-. Pero si no hubiera faltado a su
palabra yo siempre le habría sido fiel.
-Creo que, en conjunto, puede considerarse afortunada al
escapar como lo ha hecho -dijo Sherlock Holmes-.
Tenía usted a Stapleton en su poder, él lo sabía y sin
embargo aún sigue viva. Lleva meses caminando al borde de un
precipicio. Y ahora, señora Lyons, vamos a despedirnos de usted por
el momento; es probable que pronto tenga otra vez noticias
nuestras.
-El caso se está cerrando y, una tras otra, desaparecen las
dificultades -dijo Holmes mientras esperábamos la llegada del
expreso procedente de Londres-. Muy pronto podré explicar con todo
detalle uno de los crímenes más singulares y sensacionales de los
tiempos modernos. Los estudiosos de la criminología recordarán los
incidentes análogos de Grodno, en la Pequeña Rusia, el año 1866 y
también, por supuesto, los asesinatos Anderson de Carolina del
Norte, aunque este caso posee algunos rasgos que son
específicamente suyos, porque todavía carecemos, incluso ahora, de
pruebas concluyentes contra ese hombre tan astuto. Pero mucho me
sorprenderá que no se haga por completo la luz antes de que nos
acostemos esta noche.
El expreso de Londres entró rugiendo en la estación y un
hombre pequeño y nervudo con aspecto de bulldog saltó del vagón de
primera clase. Nos estrechamos la mano y advertí enseguida, por la
forma reverente que Lestrade tenía de mirar a mi compañero, que
había aprendido mucho desde los días en que trabajaron juntos por
vez primera. Aún recordaba perfectamente el desprecio que las
teorías de Sherlock Holmes solían despertar en aquel hombre de
espíritu tan práctico. -¿Algo que merezca la pena?
-preguntó.
-Lo más grande en mucho años -dijo Holmes-. Disponemos de dos
horas antes de empezar. Creo que vamos a emplearlas en comer algo,
y luego, Lestrade, le sacaremos de la garganta la niebla de Londres
haciéndole respirar el aire puro de las noches de Dartmoor. ¿No ha
estado nunca en el páramo? ¡Espléndido! No creo que olvide su
primera visita.