No encontré momento para contar al baronet lo que había
averiguado la noche anterior acerca de la señora Lyons, porque el
doctor Mortimer se quedó jugando con él a las cartas hasta muy
tarde. A la hora del desayuno, sin embargo, le informé de mi
descubrimiento y le pregunté si quería acompañarme a Coombe Tracey.
Al principio se mostró deseoso de hacerlo, pero al pensarlo con más
calma llegamos ambos a la conclusión de que el resultado sería
mejor si iba yo solo. Cuanto más oficial hiciéramos la visita,
menos información obtendríamos. Dejé, por consiguiente, a Sir Henry
en casa, aunque no sin ciertos remordimientos, y me puse en camino
para emprender la nueva investigación.
Al llegar a Coombe Tracey le dije a Perkins que buscara
acomodo a los caballos e hice algunas preguntas para localizar a la
dama a la que me proponía interrogar. Encontré sin dificultad su
alojamiento, céntrico y bien señalado. Una doncella me hizo pasar
sin muchas ceremonias y, al entrar en el salón, la dama que estaba
sentada delante de una máquina de escribir marca Remington se puso
en pie con una agradable sonrisa de bienvenida. Su expresión
cambió, sin embargo, al comprobar que se trataba de un desconocido;
acto seguido se sentó de nuevo y preguntó cuál era el objeto de mi
visita.
Lo primero que impresionaba de la señora Lyons era su
extraordinaria belleza. Tenía los ojos y el cabello de un color
castaño muy cálido, y sus mejillas, aunque con abundantes pecas, se
veían agraciadas con la perfección característica de las morenas:
la delicada tonalidad que se esconde en el corazón de la rosa. La
admiración era, como digo, la primera impresión. Pero a la
admiración sucedía de inmediato la crítica. Había un algo muy sutil
que no funcionaba en aquel rostro, una vulgaridad en la expresión,
quizá una dureza en la mirada, un rictus en la boca que desvirtuaba
belleza tan perfecta. Pero todas estas reflexiones son, por
supuesto, tardías. En aquel momento no hice más que darme cuenta de
que tenía delante a una mujer muy hermosa que me preguntaba cuál
era el motivo de mi visita. Y hasta entonces yo no había entendido
bien hasta qué punto era delicada mi misión.
-Tengo el placer -dije- de conocer a su
padre.
Era un presentación muy torpe y la señora Lyons no la pasó
por alto.
-Mi padre y yo no tenemos nada en común -respondió-. No le
debo nada y sus amigos no lo son míos. Si no hubiera sido por el
difunto Sir Charles Baskerville y otras personas de buen corazón
podría haberme muerto de hambre sin que mi padre moviera un
dedo.
-He venido a verla precisamente en relación con el difunto
Sir Charles Baskerville.
Las pecas adquirieron mayor relieve sobre el rostro de la
dama. -¿Qué puedo decirle acerca de él? -preguntó, mientras sus
dedos jugueteaban nerviosamente con los marginadores de la máquina
de escribir.
-Usted lo conocía, ¿no es cierto?
-Ya le he dicho que estoy muy en deuda con su amabilidad. Si
soy capaz de mantenerme, se lo debo en gran parte al interés que se
tomó al conocer mi desgraciada situación. -¿Se carteaba usted con
él?
La dama levantó rápidamente la vista, con un brillo de cólera
en los ojos de color de avellana. -¿Cuál es el objeto de estas
preguntas? -quiso saber, con tono cortante.
-El objeto es evitar un escándalo público. Es mejor hacerlas
aquí, y evitar que este asunto escape a nuestro
control.
La señora Lyons guardó silencio al tiempo que palidecía. Por
fin alzó de nuevo los ojos con un algo temerario y desafiante en su
actitud.
-Está bien, responderé -dijo-. ¿Qué es lo que quiere saber?
-¿Se carteaba usted con Sir Charles?
-Le escribí por supuesto una o dos veces para agradecerle su
delicadeza y su generosidad. -¿Recuerda usted las fechas de esas
cartas?
-No. -¿Lo conoció usted personalmente?
-Sí, estuve con él una o dos veces, cuando vino a Coombe
Tracey. Era un hombre muy reservado y prefería hacer el bien con
mucha discreción.
-Si lo vio tan pocas veces y le escribió con tan poca
frecuencia, ¿qué fue lo que le impulsó a ayudarla, como usted
asegura que hizo?
La señora Lyons resolvió mi objeción con la mayor
facilidad.
-Eran varios los caballeros que estaban al tanto de mi triste
historia y que se unieron para ayudarme. Uno de ellos, el señor
Stapleton, vecino y amigo íntimo de Sir Charles, fue muy amable
conmigo, y el baronet supo de mis problemas por mediación
suya.
Yo estaba enterado de que Sir Charles Baskerville había
recurrido en diferentes ocasiones a Stapleton como limosnero suyo,
de manera que la explicación de mi interlocutora tenía todos los
visos de ser cierta. -¿Escribió usted alguna vez a Sir Charles
pidiéndole una cita? -continué.
La señora Lyons enrojeció unavez más, movida por la ira. -A
decir verdad, señor mío, se trata de una pregunta
singular.
-Lo siento, señora, pero debo repetírsela. -En ese caso
respondo: desde luego que no. -¿Ni siquiera el mismo día de la
muerte de Sir Charles? El rubor desapareció en un instante y tuve
ante mí una palidez mortal. La sequedad que se apoderó de su boca
le impidió pronunciar el «No» que yo vi más que
oí.
-Sin duda la traiciona la memoria -le respondí-. Podría
incluso citar un pasaje de su carta. Decía así: «Por favor, por
favor, como es usted un caballero, queme esta carta y esté junto al
portillo a las diez en punto».
Pensé que se había desmayado, pero se recuperó gracias a un
esfuerzo supremo. -¿Es que ya no quedan caballeros?
-jadeó.
-Es usted injusta con Sir Charles, que sí quemó la carta.
Pero a veces una carta puede ser legible incluso después de arder.
¿Reconoce que la escribió?
-Sí, lo hice -exclamó, volcando el alma en un torrente de
palabras-. La escribí. ¿Por qué tendría que negarlo? No hay motivo
para avergonzarme de ello. Quería que me ayudara. Estaba convencida
de que si me entrevistaba con él conseguiría que me ayudara, de
manera que le pedí una cita.
-Pero, ¿por qué a esa hora?
-Porque acababa de enterarme duque salía para Londres al día
siguiente y quizá tardara meses en regresar.
Había motivos que me impedían llegar antes a la
mansión.
-Pero, ¿por qué una cita en el jardín en lugar de una visita
a la casa? -¿Cree usted que una dama puede entrar sola a esa hora
en el hogar de un soltero?
-Bien; ¿qué sucedió cuando llegó usted allí? -No fui.
-¡Señora Lyons!
-No, se lo juro por lo más sagrado. No fui. Sucedió algo que
me impidió acudir. -¿Qué fue lo que sucedió?
-Es un asunto privado. No se lo puedo contar. -Entonces,
¿reconoce que concertó una cita con Sir Charles a la hora y en el
lugar donde encontró la muerte, pero niega que acudiera a
ella?
-Así es.
Seguí interrogándola para comprobar si había dicho la verdad,
pero no logré sacar nada más en limpio. - Señora Lyons -dije
mientras me ponía en pie, después de terminar aquella larga
entrevista tan poco satisfactoria-, incurre usted en una gran
responsabilidad y se coloca en una posición muy falsa al no
confesar todo lo que sabe. Si tengo que solicitar el auxilio de la
policía, descubrirá lo gravemente que está usted comprometida. Si
es usted inocente, ¿por qué empezó negando que hubiera escrito a
Sir Charles en esa fecha?
-Porque temía que se sacaran conclusiones erróneas y me viera
envuelta en un escándalo.
-Y, ¿por qué tenía usted tanto interés en que Sir Charles
destruyera la carta?
-Si la ha leído sabrá el porqué.
-Yo no he dicho que hubiera leído la carta.
-Ha citado usted un fragmento.
-He citado la postdata. Como ya he dicho, la carta ardió y no
era legible en su totalidad. Le pregunto una vez más por qué
insistió tanto en que Sir Charles destruyera esa
carta.
-Se trata de un asunto muy privado.
-Una razón más para que evite usted una investigación
pública.
-Se lo contaré, en ese caso. Si ha oído algo acerca de mi
desgraciada historia, sabrá que hice un matrimonio imprudente y que
he tenido motivos para lamentarlo.
-Estoy enterado de eso.
-Mi vida ha sido una persecución incesante por parte de un
marido al que aborrezco. La justicia está de su parte, y todos los
días me enfrento con la posibilidad de que me fuerce a vivir con
él. En el momento en que escribí la carta a Sir Charles se me
informó de que existía una posibilidad de recobrar mi libertad si
se podían atender ciertos gastos. Eso lo significaba todo para mí:
tranquilidad, dicha, propia estimación…, absolutamente todo. Sabía
de la generosidad de Sir Charles y pensé que si escuchaba la
historia de mis propios labios me ayudaría.
-En ese caso, ¿cómo es que no acudió a la cita? -Porque
mientras tanto recibí ayuda de otra fuente. -¿Por qué, entonces, no
escribió a Sir Charles explicándoselo?
-Lo habría hecho así si no hubiera leído la noticia de su
muerte en el periódico a la mañana siguiente.
Su historia tenía coherencia y no conseguí que se
contradijera a pesar de mis preguntas. Sólo podía comprobarla
averiguando si, de hecho, en el momento de la tragedia o poco
antes, había iniciado los trámites para conseguir el
divorcio.
No era probable que mintiera al decir que no había estado en
la mansión de los Baskerville, dado que se necesitaba un cabriolé
para llegar hasta allí, y que tendría que haber regresado a Coombe
Tracey de madrugada, lo que hacía imposible mantener el secreto
sobre una expedición de tales características. Lo más probable era,
por consiguiente, que dijera la verdad o, por lo menos, parte de la
verdad. Me marché desconcertado y desanimado.
Una vez más me tropezaba con la misma barrera infranqueable
que parecía interponerse en mi camino cada vez que trataba de
alcanzar el objetivo de mi misión. Y, sin embargo, cuanto más
pensaba en el rostro de la dama y en su actitud, más seguro estaba
de que ocultaba algo. ¿Por qué había palidecido tanto? ¿Por qué se
resistió a reconocer lo sucedido hasta que se vio forzada a
hacerlo? ¿Por qué tendría que haberse mostrado tan reservada en el
momento de la tragedia? Con toda seguridad la explicación no era
tan inocente como pretendía hacerme creer. De momento no podía
avanzar más en aquella dirección y debía regresar a los refugios
del páramo en busca de la otra pista.
Pero se trataba de un rastro sumamente vago, como advertí en
el viaje de regreso al comprobar que, una tras otra, todas las
colinas conservaban huellas de sus antiguos pobladores. La única
indicación de Barrymore había sido que el desconocido vivía en uno
de aquellos refugios abandonados, pero existían cientos de ellos a
todo lo largo y ancho del páramo. Contaba, sin embargo, con mi
experiencia como guía, puesto que había visto al desconocido con
mis propios ojos en la cima del Risco Negro. Aquel lugar, por lo
tanto, debía ser el punto de partida de mi búsqueda. Allí iniciaría
la exploración de todos los refugios hasta que diera con el que
buscaba. Si aquel individuo estaba dentro, sabría de sus propios
labios, a punta de revólver si era necesario, quién era y por qué
nos había seguido durante tanto tiempo. Quizá podía darnos
esquinazo entre el gentío de Regent Street, pero le iba a resultar
imposible en la soledad del páramo. Por otra parte, si encontraba
el refugio y su ocupante no estaba dentro, me quedaría allí, por
larga que resultara la espera, hasta que regresase. Holmes lo había
perdido en Londres. Sería para mí un verdadero triunfo lograr
capturarlo después del fracaso de mi maestro.
La suerte se había vuelto una y otra vez contra nosotros en
el curso de aquella investigación, pero ahora vino por fin en mi
ayuda. Y el mensajero de mi buena suerte no fue otro que el señor
Frankland que se hallaba de pie, con sus patillas grises y su tez
rojiza, junto a la puerta del jardín de su casa, que daba a la
carretera por la que yo viajaba.
-Buenos días, doctor Watson -exclamó con insólito buen
humor-; permita que sus caballos disfruten de un descanso y entre
en casa a beber un vaso de vino y felicitarme.
Mis sentimientos hacia Frankland distaban mucho de ser
amistosos después de lo que había oído sobre su manera de tratar a
la señora Lyons, pero estaba deseoso de enviar a Perkins y la
tartana a casa, y aquélla era una buena oportunidad. Descendí del
coche y envié un mensaje a Sir Henry comunicándole que regresaría a
pie, a tiempo para la cena. Después seguí a Frankland hasta su
comedor.
-Es un gran día para mí, uno de los días de mi vida escritos
con letras doradas -exclamó, interrumpiéndose varias veces para
reír entre dientes-. He conseguido un doble triunfo. Me proponía
enseñar a las gentes de esta zona que la ley es la ley, y que aquí
vive un hombre a quien no le asusta recurrir a ella. He establecido
un derecho de paso que cruza por el centro de los jardines del
viejo Middleton, que atraviesa la propiedad a menos de cien metros
de la puerta principal. ¿Qué me dice de eso? Vamos a enseñar a esos
magnates que no se puede pisotear los derechos de los plebeyos, ¡y
que Dios los confunda! Y también he cerrado el bosque donde iba de
excursión la gente de Fernworthy. Esos infernales pueblerinos
parecen creer que no existe el derecho de propiedad y que pueden
meterse por donde les apetezca y ensuciarlo todo con papeles y
botellas.
Ambos casos fallados, doctor Watson, y los dos a mi favor. No
recuerdo un día parecido desde que conseguí que condenaran a Sir
John Morland por cazar en sus propias tierras. -¿Cómo demonios
consiguió usted eso?
-Mírelo en la jurisprudencia, señor mío. Merece la pena
leerlo: Frankland contra Morland, llegamos hasta el Tribunal
Supremo. Me costó doscientas libras, pero conseguí que se fallara a
mi favor. -¿Le reportó algún beneficio?
-Ninguno, señor mío, ninguno. Me enorgullece decir que yo no
tenía interés material alguno en aquella cuestión. Siempre actúo
por sentido del deber. No me cabe la menor duda, por ejemplo, de
que los habitantes de Fernworthy me quemarán esta noche en efigie.
La última vez que lo hicieron dije a la policía que deberían
impedir espectáculos tan lamentables. La incompetencia de la
policía del condado es escandalosa, señor mío, y no se me
proporciona la protección a la que tengo derecho. Mi pleito contra
la Reina servirá para atraer la atención del público sobre este
asunto. Les dije que tendrían oportunidad de lamentar la manera en
que me tratan y mis palabras se han hecho ya realidad. -¿Cómo así?
-pregunté.
El anciano hizo un gesto de complicidad.
-Porque podría decirles lo que están deseando saber, pero
nada ni nadie me persuadirá para que ayude a esos sinvergüenzas en
lo más mínimo.
Yo había estado tratando de encontrar alguna excusa para
escapar a su charla incesante, pero ahora sentí deseos de saber
más. Sin embargo había tenido suficientes pruebas de su tendencia a
llevar la contraria como para comprender que cualquier
manifestación de vivo interés sería la mejor manera de poner fin a
las confidencias de aquel viejo excéntrico.
-Algún caso de caza furtiva, imagino -dije, con aire
indiferente.
-Ja, ja; ¡algo mucho más importante que eso, caballerete!
¿Qué me dice del preso escapado?
Me sobresalté. -¿No querrá usted decir que sabe dónde se
esconde? -le pregunté.
-Quizá no sepa exactamente dónde se esconde, pero estoy
completamente seguro que podría ayudar a la policía a echarle el
guante. ¿Nunca se le ha ocurrido que la manera de atrapar a ese
sujeto es descubrir dónde consigue la comida y llegar después hasta
él?
El señor Frankland daba toda la impresión de hallarse
incómodamente cerca de la verdad.
-Sin duda -dije-; pero, ¿cómo sabe que está en el
páramo?
-Lo sé porque he visto con mis propios ojos al mensajero que
le lleva la comida.
Se me cayó el alma a los pies pensando en Barrymore. Era un
grave problema estar en manos de aquel viejo entrometido y
rencoroso. Pero su siguiente observación me quitó un peso de
encima.
-Le sorprenderá saber que es un niño quien le lleva la
comida. Lo veo todos los días gracias al telescopio que tengo en el
tejado. Siempre pasa por el mismo camino a la misma hora y, ¿cuál
puede ser su destino excepto el refugio del huido? ¡Una vez más la
suerte me sonreía! Y sin embargo evité dar muestras de interés. ¡Un
niño! Barrymore me había dicho que al desconocido lo atendía un
muchacho. Frankland había tropezado por casualidad con su rastro y
no con el de Selden. Si me enteraba de lo que él sabía, quizá me
ahorrara una búsqueda larga y fatigosa. Pero la incredulidad y la
indiferencia eran sin duda mis mejores armas.
-En mi opinión es mucho más probable que se trate del hijo de
uno de los pastores del páramo y que se limite a llevar la comida a
su padre.
El menor signo de oposición bastaba para que el viejo
autócrata echara chispas por los ojos. Me miró con malevolencia y
se le erizaron las patillas grises como podría hacerlo el lomo de
un gato enfurecido. -¿Así que eso es lo que usted piensa? -dijo,
señalando al páramo que se extendía delante de nuestros ojos-. ¿Ve
allí el Risco Negro? Bien; ¿ve la pequeña colina de más allá en la
que crece un espino? Es la parte más pedregosa de todo el páramo.
¿Le parece probable que un pastor se sitúe en un lugar así? Su
sugerencia, señor mío, es completamente absurda.
Le respondí mansamente que había hablado sin conocer todos
los datos. Mi docilidad le agradó y ello provocó nuevas
confidencias.
-Puede tener la seguridad de que siempre piso terreno firme
antes de llegar a una conclusión. He visto una y otra vez al
muchacho con su hatillo. Todos los días, y en ocasiones dos veces
al día, he podido… un momento, doctor Watson. ¿Me engañan los ojos,
o hay en este momento algo que se mueve por la falda de aquella
colina?
La distancia era de varios kilómetros, pero vi con claridad
un puntito oscuro sobre la monotonía verde y gris. -¡Venga, señor
mío, venga conmigo! -exclamó Frankland, subiendo las escaleras a
toda prisa-. Va usted a verlo con sus propios ojos y podrá juzgar
por sí mismo.
El telescopio, un instrumento formidable montado sobre un
trípode, se hallaba sobre la azotea de la casa.
Frankland se acercó para mirar y dejó escapar un grito de
satisfacción. -¡Deprisa, doctor Watson, deprisa antes de que pase
al otro lado!
Allí estaba, sin la menor duda: un pilluelo con un hatillo al
hombro, subiendo sin prisas por la pendiente.
Cuando llegó a la cresta vi, recortada por un momento contra
el frío cielo azul, la figura desaseada y rústica.
El chiquillo miró a su alrededor con aire furtivo y
cauteloso, como alguien que teme ser perseguido. Luego desapareció
por la ladera opuesta.
-Bien, señor mío, ¿estoy en lo cierto?
-Se trata sin duda de un muchacho que parece tener una
ocupación secreta.
-Y cuál sea esa ocupación es algo que hasta un policía rural
podría adivinar. Pero no seré yo quien les diga una sola palabra, y
a usted le exijo también que guarde el secreto, doctor Watson. ¡Ni
una palabra! ¿Entendido?
-Como usted desee.
-Me han tratado vergonzosamente, ésa es la verdad. Cuando
salgan a la luz los hechos en mi pleito contra la Reina me atrevo a
creer que un escalofrío de indignación recorrerá el país. Nada me
impulsará a ayudar a la policía. Por lo que a ellos se refiere, les
daría lo mismo que esos tunantes del pueblo me quemaran en persona
y no en efigie. ¡No irá a marcharse ya! ¡Tiene que ayudarme a
vaciar la botella para celebrar este gran
acontecimiento!
Pero desoí todas sus súplicas y logré que renunciara también
a acompañarme andando a casa. Seguí carretera adelante hasta perder
de vista a Frankland y luego me lancé campo a través por el páramo
en dirección a la colina pedregosa en donde habíamos perdido de
vista al muchacho. Todo trabajaba en mi favor y me juré que ni por
falta de energía ni de perseverancia desperdiciaría la oportunidad
que la fortuna había puesto a mi alcance.
Atardecía cuando alcancé la cumbre de la colina; los largos
declives que quedaban a mi espalda eran de color verde oro por un
lado y gris oscuro por otro. En el horizonte más lejano las formas
fantásticas de Belliver y del Risco Vixen sobresalían por encima de
una suave neblina. No había sonido ni movimiento alguno en toda la
extensión del páramo. Un gran pájaro gris, gaviota o zarapito,
volaba muy alto en el cielo. El ave y yo parecíamos los únicos
seres vivos entre el enorme arco del cielo y el desierto a mis
pies. El paisaje yermo, la sensación de soledad y el misterio y la
urgencia de mi tarea se confabularon para helarme el corazón. Al
muchacho no se le veía por ninguna parte. Pero por debajo de mí, en
una hendidura entre las colinas, los antiguos refugios de piedra
formaban un círculo y en el centro había uno que conservaba el
techo suficiente como para servir de protección contra las
inclemencias del tiempo. El corazón me dio un vuelco al verlo.
Aquélla tenía que ser la guarida donde se ocultaba el desconocido.
Por fin iba a poner el pie en el umbral de su escondite: tenía su
secreto al alcance de la mano.
Mientras me acercaba al refugio, caminando con tantas
precauciones como pudiese hacerlo Stapleton cuando, con el
cazamariposas en ristre, se aproximara a un lepidóptero inmóvil,
comprobé que aquel lugar se había utilizado sin duda alguna como
habitación. Un sendero apenas marcado entre las grandes piedras
conducía hasta la derruida abertura que servía de puerta. Dentro
reinaba el silencio. El desconocido podía estar escondido en su
interior o merodear por el páramo. La sensación de aventura me
produjo un agradable cosquilleo. Después de tirar el cigarrillo,
puse la mano sobre la culata del revólver y, llegándome rápidamente
hasta la puerta, miré dentro. El refugio estaba
vacío.
Signos abundantes confirmaban, sin embargo, que había seguido
la pista correcta. Se trataba del lugar donde se alojaba el
desconocido. Sobre la misma losa de piedra donde el hombre
neolítico había dormido en otro tiempo se veían varias mantas
envueltas en una tela impermeable. En la tosca chimenea se
acumulaban las cenizas de un fuego. A su lado descansaban algunos
utensilios de cocina y un cubo lleno a medias de
agua.
Un montón de latas vacías ponía de manifiesto que el lugar
llevaba algún tiempo ocupado y, cuando mis ojos se habituaron a la
relativa oscuridad, vi en un rincón un vaso de metal y una botella
mediada de alguna bebida alcohólica. En el centro del refugio, una
piedra plana hacía las veces de mesa y sobre ella se hallaba un
hatillo: el mismo, sin duda, que había visto por el telescopio
sobre el hombro del muchacho. En su interior encontré una barra de
pan, una lengua en conserva y dos latas de melocotón en almíbar. Al
dejar otra vez en su sitio el hatillo después de haberlo examinado,
el corazón me dio un vuelco al ver que debajo había una hoja
escrita.
Alcé el papel y esto fue lo que leí, toscamente garabateado a
lápiz:
«El doctor Watson ha ido a Coombe Tracey».
Durante un minuto permanecí allí con la hoja en la mano
preguntándome cuál podía ser el significado de aquel escueto
mensaje. El desconocido me seguía a mí y no a Sir Henry. No me
había seguido en persona, pero había puesto a un agente -el
muchacho, tal vez- tras mis huellas, y aquél era su informe.
Posiblemente yo no había dado un solo paso desde mi llegada al
páramo sin ser observado y sin que después se transmitiera la
información. Siempre el sentimiento de una fuerza invisible, de una
tupida red tejida a nuestro alrededor con habilidad y delicadeza
infinitas, una red que apretaba tan poco que sólo en algún momento
supremo la víctima advertía por fin que estaba enredada en sus
mallas.
La existencia de aquel informe indicaba que podía haber
otros, de manera que los busqué por todo el refugio. No hallé, sin
embargo, el menor rastro, ni descubrí señal alguna que me indicara
la personalidad o las intenciones del hombre que vivía en aquel
sitio tan singular, excepto que debía de tratarse de alguien de
costumbres espartanas y muy poco preocupado por las comodidades de
la vida. Al recordar las intensas lluvias y contemplar el techo
agujereado valoré la decisión y la resistencia necesarias para
perseverar en alojamiento tan inhóspito. ¿Se trataba de nuestro
perverso enemigo o me había tropezado, quizá, con nuestro ángel de
la guarda? Juré que no abandonaría el refugio sin
saberlo.
Fuera se estaba poniendo el sol y el occidente ardía en
escarlata y oro. Las lejanas charcas situadas en medio de la gran
ciénaga de Grimpen devolvían su reflejo en manchas doradas. También
se veían las torres de la mansión de los Baskerville y más allá una
remota columna de humo que indicaba la situación de la aldea de
Grimpen. Entre las dos, detrás de la colina, se hallaba la casa de
los Stapleton. Bañado por la dorada luz del atardecer todo parecía
dulce, suave y pacífico y, sin embargo, mientras contemplaba el
paisaje mi alma no compartía en absoluto la paz de la naturaleza,
sino que se estremecía ante la imprecisión y el terror de aquel
encuentro, más próximo a cada instante que pasaba. Con los nervios
en tensión pero más decidido que nunca, me senté en un rincón del
refugio y esperé con sombría paciencia la llegada de su
ocupante.
Finalmente le oí. Desde lejos me llegó el ruido seco de una
bota que golpeaba la piedra. Luego otro y otro, cada vez más cerca.
Me acurruqué en mi rincón y amartillé el revólver en el bolsillo,
decidido a no revelar mi presencia hasta ver al menos qué aspecto
tenía el desconocido. Se produjo una pausa larga, lo que quería
decir que mi hombre se había detenido. Luego, una vez más, los
pasos se aproximaron y una sombra se proyectó sobre la entrada del
refugio.
-Un atardecer maravilloso, mi querido Watson -dijo una voz
que conocía muy bien-. Créame si le digo que estará usted más
cómodo en el exterior que ahí dentro.