-Sir Henry Baskerville los espera en su habitación -dijo el
recepcionista-. Me ha pedido que les hiciera subir en cuanto
llegaran. -¿Tiene inconveniente en que consulte su registro? -dijo
Holmes.
-Ninguno.
En el registro aparecían dos entradas después de la de
Baskerville: Theophilus Johnson y familia, de Newcastle, y la
señora Oldmore con su doncella, de High Lodge,
Alton.
-Sin duda este Johnson es un viejo conocido mío -le dijo
Holmes al conserje-. ¿No se trata de un abogado, de cabello gris,
con una leve cojera?
-No, señor; se trata del señor Johnson, propietario de minas
de carbón, un caballero muy activo, no mayor que usted. -¿Está
seguro de no equivocarse sobre su ocupación?
-No, señor: viene a este hotel desde hace muchos años y lo
conocemos muy bien.
-En ese caso no hay más que hablar. Pero…, señora Oldmore;
también me parece recordar ese apellido. Perdone mi curiosidad,
pero, con frecuencia, al ir a visitar a un amigo se encuentra a
otro.
-Es una dama enferma, señor. Su esposo fue en otro tiempo
alcalde de Gloucester. Siempre se aloja en nuestro hotel cuando
viene a Londres.
-Muchas gracias; me temo que no tengo el honor de conocerla.
Hemos obtenido un dato muy importante con esas preguntas, Watson
-continuó Holmes, en voz baja, mientras subíamos juntos la
escalera-. Sabemos ya que las personas que sienten tanto interés
por nuestro amigo no se alojan aquí. Eso significa que si bien,
como ya hemos visto, están ansiosos de vigilarlo, les preocupa
igualmente que Sir Henry pueda verlos. Y eso es un hecho muy
sugerente. -¿Qué es lo que sugiere?
-Sugiere… ¡vaya! ¿Qué le sucede, mi querido amigo? Al
terminar de subir la escalera nos tropezamos con Sir Henry
Baskerville en persona, con el rostro encendido por la indignación
y empuñando una bota muy usada y polvorienta. Estaba tan furioso
que apenas se le entendía y cuando por fin habló con claridad lo
hizo con un acento americano mucho más marcado del que había
utilizado por la mañana.
-Me parece que me han tomado por tonto en este hotel
-exclamó-. Pero como no tengan cuidado descubrirán muy pronto que
donde las dan las toman. Por todos los demonios, si ese tipo no
encuentra la bota que me falta, aquí va a haber más que palabras.
Sé aceptar una broma como el que más, señor Holmes, pero esto ya
pasa de castaño oscuro. -¿Aún sigue buscando la
bota?
-Así es, y estoy decidido a encontrarla.
-Pero, ¿no dijo usted que era una bota nueva de color
marrón?
-Así era, señor mío. Y ahora se trata de otra negra y vieja.
-¡Cómo! ¿Quiere usted decir…?
-Eso es exactamente lo que quiero decir. Sólo tenía tres
pares…, las marrones nuevas, las negras viejas y los zapatos de
charol, que son los que llevo puestos. Anoche se llevaron una
marrón y hoy me ha desaparecido una negra. Veamos, ¿la ha
encontrado usted? ¡Hable, caramba, y no se me quede
mirando!
Había aparecido en escena un camarero alemán presa de gran
nerviosismo.
-No, señor; he preguntado por todo el hotel, pero nadie sabe
nada.
-Pues o aparece la bota antes de que se ponga el sol, o iré a
ver al gerente para decirle que me marcho inmediatamente del
hotel.
-Aparecerá, señor…, le prometo que si tiene usted un poco de
paciencia la encontraremos.
-No se le olvide, porque es lo último que voy a perder en
esta guarida de ladrones. Perdone, señor Holmes, que le moleste por
algo tan insignificante…
-Creo que está justificado preocuparse.
-Veo que le parece un asunto serio. -¿Cómo lo explica
usted?
-No trato de explicarlo. Me parece la cosa más absurda y más
extraña que me ha sucedido nunca.
-La más extraña, quizá -dijo Holmes pensativo. -¿Cuál es su
opinión?
-No pretendo entenderlo todavía. Este caso suyo es muy
complicado, Sir Henry. Cuando lo relaciono con la muerte de su tío
dudo de que entre los quinientos casos de importancia capital con
que me he enfrentado hasta ahora haya habido alguno que presentara
más dificultades. Disponemos de varias pistas y es probable que una
u otra nos lleve hasta la verdad. Quizá perdamos tiempo siguiendo
una falsa, pero, más pronto o más tarde, daremos con la
correcta.
El almuerzo fue muy agradable, aunque en su transcurso apenas
se dijo nada del asunto que nos había reunido. Tan sólo cuando nos
retiramos a una sala de estar privada Holmes preguntó a Baskerville
cuáles eran sus intenciones.
-Trasladarme a la mansión de los
Baskerville.
-Y, ¿cuándo?
-A finales de semana.
-Creo que, en conjunto -dijo Holmes-, su decisión es
acertada. Tengo suficientes pruebas de que está usted siendo
seguido en Londres y entre los millones de habitantes de esta gran
ciudad es dificil descubrir quiénes son esas personas y cuál pueda
ser su propósito. Si su intención es hacer el mal pueden darle un
disgusto y no estaríamos en condiciones de impedirlo. ¿Sabía usted,
doctor Mortimer, que alguien los seguía esta mañana al salir de mi
casa?
El doctor Mortimer tuvo un violento sobresalto. -¡Seguidos!
¿Por quién?
-Eso es lo que, desgraciadamente, no puedo
decirles.
Entre sus vecinos o conocidos de Dartmoor, ¿hay alguien de
pelo negro que se deje la barba?
-No…, espere, déjeme pensar…, sí, claro, Barrymore, el
mayordomo de Sir Charles, es un hombre muy moreno, con barba.
-¡Ajá! ¿Dónde está Barrymore?
-Tiene a su cargo la mansión de los
Baskerville.
-Será mejor que nos aseguremos de que sigue allí o de si, por
el contrario, ha tenido ocasión de trasladarse a Londres. -¿Cómo
puede usted averiguarlo?
-Déme un impreso para telegramas. «¿Está todo listo para Sir
Henry?» Eso bastará. Dirigido al señor Barrymore, mansión de los
Baskerville. ¿Cuál es la oficina de telégrafos más próxima?
Grimpen. De acuerdo, enviaremos un segundo cable al jefe de correos
de Grimpen: «Telegrama para entregar en mano al señor Barrymore. Si
está ausente, devolver por favor a Sir Henry Baskerville, hotel
Northumberland». Eso deberá permitirnos saber antes de la noche si
Barrymore está en su puesto o se ha ausentado.
-Asunto resuelto -dijo Baskerville-. Por cierto, doctor
Mortimer, ¿quién es ese Barrymore, de todas
formas?
-Es el hijo del antiguo guarda, que ya murió. Los Barrymore
llevan cuatro generaciones cuidando de la mansión. Hasta donde se
me alcanza, él y su mujer forman una pareja tan respetable como
cualquiera del condado.
-Al mismo tiempo -dijo Baskerville-, está bastante claro que
mientras en la mansión no haya nadie de mi familia esas personas
disfrutan de un excelente hogar y carecen de
obligaciones.
-Eso es cierto. -¿Dejó Sir Charles algo a los Barrymore en su
testamento? -preguntó Holmes.
-Él y su mujer recibieron quinientas libras cada uno. -¡Ah!
¿Estaban al corriente de que iban a recibir esa
cantidad?
-Sí; Sir Charles era muy aficionado a hablar de las
disposiciones de su testamento.
-Eso es muy interesante.
-Espero -dijo el doctor- que no considere usted sospechosas a
todas las personas que han recibido un legado de Sir Charles,
porque también a mí me dejó mil libras. -¡Vaya! ¿Ya alguien
más?
-Hubo muchas sumas insignificantes para otras personas y
también se atendió a un gran número de obras de caridad. Todo lo
demás queda para Sir Henry. -¿Y a cuánto ascendía lo demás?
-Setecientas cuarenta mil libras. Holmes alzó las cejas
sorprendido.
-Ignoraba que se tratase de una suma tan enorme -dijo. -Se
daba por sentado que Sir Charles era rico, pero sólo hemos sabido
hasta qué punto al inventariar sus valores. La herencia ascendía en
total a casi un millón. -¡Cielo santo! Por esa apuesta se puede
intentar una jugada desesperada. Y una pregunta más, doctor
Mortimer. Si le sucediera algo a nuestro joven amigo aquí presente
(perdóneme esta hipótesis tan desagradable), ¿quién heredaría la
fortuna de Sir Charles?
-Dado que Rodger Baskerville, el hermano pequeño, murió
soltero, la herencia pasaría a los Desmond, que son primos lejanos.
James Desmond es un clérigo de avanzada edad que vive en
Westmorland.
-Muchas gracias. Todos estos detalles son de gran interés.
¿Conoce usted al señor James Desmond?
-Sí; en una ocasión vino a visitar a Sir Charles. Es un
hombre de aspecto venerable y de vida íntegra.
Recuerdo que, a pesar de la insistencia de Sir Charles, se
negó a aceptar la asignación que le ofrecía.
-Y ese hombre de gustos sencillos, ¿sería el heredero de la
fortuna?
-Heredaría la propiedad, porque está vinculada. Y también
heredaría el dinero a no ser que el actual propietario, que, como
es lógico, puede hacer lo que quiera con él, le diera otro destino
en su testamento. -¿Ha hecho usted testamento, Sir
Henry?
-No, señor Holmes, no lo he hecho. No he tenido tiempo,
porque sólo desde ayer estoy al corriente de todo.
Pero, en cualquier caso, creo que el dinero no debe separarse
ni del título ni de la propiedad. Esa era la idea de mi pobre tío.
¿Cómo sería posible restaurar el esplendor de los Baskerville si no
se dispone del dinero necesario para mantener la propiedad? La
casa, la tierra y el dinero deben ir juntos.
-Así es. Bien, Sir Henry: estoy completamente de acuerdo con
usted en cuanto a la conveniencia de que se traslade sin tardanza a
Devonshire. Pero hay una medida que debo tomar. En ningún caso
puede usted ir solo.
-El doctor Mortimer regresa conmigo.
-Pero el doctor Mortimer tiene que atender a sus pacientes y
su casa está a varios kilómetros de la de usted.
Hasta con la mejor voluntad del mundo puede no estar en
condiciones de ayudarle. No, Sir Henry; tiene usted que llevar
consigo a alguien de confianza que permanezca constantemente a su
lado. -¿Existe la posibilidad de que venga usted conmigo, señor
Holmes?
-Si llegara a producirse una crisis, me esforzaría por estar
presente, pero sin duda entenderá usted perfectamente que, dada la
amplitud de mi clientela y las constantes peticiones de ayuda que
me llegan de todas partes, me resulte imposible ausentarme de
Londres por tiempo indefinido. En el momento actual uno de los
apellidos más respetados de Inglaterra está siendo mancillado por
un chantajista y únicamente yo puedo impedir un escándalo
desastroso. Comprenderá usted lo imposible que me resulta
trasladarme a Dartmoor.
-Entonces, ¿a quién recomendaría usted? Holmes me puso la
mano en el brazo.
-Si mi amigo está dispuesto a acompañarle, no hay persona que
resulte más útil en una situación dificil. Nadie lo puede decir con
más seguridad que yo.
Aquella propuesta fue una sorpresa total para mí, pero, antes
de que pudiera responder, Baskerville me tomó la mano y la estrechó
cordialmente.
-Vaya, doctor Watson, es usted muy amable -dijo-. Ya ve la
clase de persona que soy y sabe de este asunto tanto como yo. Si
viene conmigo a la mansión de los Baskerville y me ayuda a salir
del apuro no lo olvidaré nunca.
Siempre me ha fascinado la posibilidad de una aventura y me
sentía además halagado por las palabras de Holmes y por el
entusiasmo con que el baronet me había aceptado por
compañero.
-Iré con mucho gusto -dije-. No creo que pudiera emplear mi
tiempo de mejor manera.
-También se ocupará usted de informarme con toda precisión
-dijo Holmes-. Cuando se produzca una crisis, como sin duda
sucederá, le indicaré lo que tiene que hacer. ¿Estarán ustedes
listos para el sábado? -¿Le convendrá ese día al doctor
Watson?
-No hay ningún problema.
-En ese caso, y si no tiene usted noticias en contra, el
sábado nos reuniremos en Paddington para tomar el tren de las
10,30.
Nos habíamos levantado ya para marcharnos cuando Baskerville
lanzó un grito de triunfo y, lanzándose hacia uno de los rincones
de la habitación, sacó una bota marrón de debajo de un armario.
-¡La bota queme faltaba! -exclamó. -¡Ojalá todas nuestras
dificultades desaparezcan tan fácilmente! -dijo Sherlock
Holmes.
-Resulta muy extraño de todas formas -señaló el doctor
Mortimer-. Registré cuidadosamente la habitación antes del
almuerzo.
-Y yo hice lo mismo -añadió Baskerville-. Centímetro a
centímetro.
-No había ninguna bota.
-En ese caso tiene que haberla colocado ahí el camarero
mientras almorzábamos.
Se llamó al alemán, quien aseguró no saber nada de aquel
asunto, y el mismo resultado negativo dieron otras pesquisas. Se
había añadido un elemento más a la serie constante de pequeños
misterios, en apariencia sin sentido, que se sucedían unos a otros
con gran rapidez. Dejando a un lado la macabra historia de la
muerte de Sir Charles, contábamos con una cadena de incidentes
inexplicables, todos en el espacio de cuarenta y ocho horas, entre
los que figuraban la recepción de la carta confeccionada con
recortes de periódico, el espía de barba negra en el cabriolé, la
desaparición de la bota marrón recién comprada, la de la vieja bota
negra y ahora la reaparición de la nueva. Holmes guardó silencio en
el coche de caballos mientras regresábamos a Baker Street y sus
cejas fruncidas y la intensidad de su expresión me hacían saber que
su mente, como la mía, estaba ocupada tratando de encontrar una
explicación que permitiera encajar todos aquellos extraños
episodios sin conexión aparente. De vuelta a casa permaneció toda
la tarde y hasta bien entrada la noche sumergido en el tabaco y en
sus pensamientos.
Poco antes de la cena llegaron dos telegramas. El primero
decía así:
«Acabo de saber que Barrymore está en la mansión.
BASKERVILLE.»
Y el segundo:
«Veintitrés hoteles visitados siguiendo instrucciones, pero
lamento informar ha sido imposible encontrar hoja cortada del
Times. CARTWRIGHT.»
-Dos de mis pistas que se desvanecen, Watson. No hay nada tan
estimulante como un caso en el que todo se pone en contra. Hemos de
seguir buscando.
-Aún nos queda el cochero que transportaba al espía.
-Exactamente. He mandado un telegrama al registro oficial para que
nos facilite su nombre y dirección. No me sorprendería que esto
fuera una respuesta a mi pregunta. La llamada al timbre de la casa
resultó, sin embargo, más satisfactoria aún que una respuesta,
porque se abrió la puerta y entró un individuo de aspecto tosco que
era evidentemente el cochero en persona.
-La oficina central me ha hecho saber que un caballero que
vive aquí ha preguntado por el 2704 -dijo-. Llevo siete años
conduciendo el cabriolé y no he tenido nunca la menor queja. Vengo
directamente del depósito para preguntarle cara a cara qué es lo
que tiene contra mí.
-No tengo nada contra usted, buen hombre -dijo mi amigo-.
Estoy dispuesto, por el contrario, a darle medio soberano si
contesta con claridad a mis preguntas.
-Bueno, la verdad es que hoy he tenido un buen día, ¡ya lo
creo que sí! -dijo el cochero con una sonrisa-. ¿Qué quiere usted
preguntarme, caballero?
-Antes de nada su nombre y dirección, por si volviera a
necesitarle.
-John Clayton, del número 3 de Turpey Street, en el Borough.
Encierro el cabriolé en el depósito Shipley, cerca de la estación
de Waterloo.
Sherlock Holmes tomó nota.
-Vamos a ver, Clayton, cuénteme todo lo que sepa acerca del
cliente que estuvo vigilando esta casa a las diez de la mañana y
siguió después a dos caballeros por Regent Street.
El cochero pareció sorprendido y un tanto
avergonzado.
-Vaya, no voy a poder decirle gran cosa, porque al parecer ya
sabe usted tanto como yo -respondió-. La verdad es que aquel señor
me dijo que era detective y que no dijera nada a nadie acerca de
él.
-Se trata de un asunto muy grave, buen hombre, y quizá se
encontraría usted en una situación muy difícil si tratase de
ocultarme algo. ¿El cliente le dijo que era detective? -Sí, señor,
eso fue lo que dijo. -¿Cuándo se lo dijo?
-Al marcharse. -¿Dijo algo más?
-Me dijo cómo se llamaba.
Holmes me lanzó una rápida mirada de triunfo. -¿De manera que
le dijo cómo se llamaba? Eso fue una imprudencia. Y, ¿cuál era su
nombre?
-Dijo llamarse Sherlock Holmes.
Nunca he visto a mi amigo tan sorprendido como ante la
respuesta del cochero. Por un instante el asombro le dejó sin
palabras. Luego lanzó una carcajada: -¡Tocado, Watson! ¡Tocado, sin
duda! -dijo-. Advierto la presencia de un florete tan rápido y
flexible como el mío. En esta ocasión ha conseguido un blanco
excelente. De manera que se llamaba Sherlock Holmes, ¿no es
eso?
-Sí, señor, eso me dijo. -¡Magnífico! Cuénteme dónde lo
recogió y todo lo que pasó.
-Me paró a las nueve y media en Trafalgar Square. Dijo que
era detective y me ofreció dos guineas si seguía exactamente sus
instrucciones durante todo el día y no hacía preguntas. Acepté con
mucho gusto. Primero nos dirigimos al hotel Northumberland y
esperamos allí hasta que salieron dos caballeros y alquilaron un
coche de la fila que esperaba delante de la puerta. Lo seguimos
hasta que se paró en un sitio cerca de aquí.
-Esta misma puerta -dijo Holmes.
-Bueno, eso no lo sé con certeza, pero aseguraría que mi
cliente conocía muy bien el sitio. Nos detuvimos a cierta distancia
y esperamos durante hora y media. Luego los dos caballeros pasaron
a nuestro lado a pie y los fuimos siguiendo por Baker Street y a lo
largo de…
-Eso ya lo sé -dijo Holmes.
-Hasta recorrer las tres cuartas partes de Regent Street.
Entonces mi cliente levantó la trampilla y gritó que me dirigiera a
la estación de Waterloo lo más deprisa que pudiera. Fustigué a,la
yegua y llegamos en menos de diez minutos. Después me pagó las dos
guineas, como había prometido, y entró en la estación. Pero en el
momento de marcharse se dio la vuelta y dijo: «Quizá le interese
saber que ha estado llevando al señor Sherlock Holmes». De esa
manera supe cómo se llamaba.
-Entiendo. ¿Y ya no volvió a verlo?
-No, una vez que entró en la estación.
-Y, ¿cómo describiría usted al señor Sherlock
Holmes?
El cochero se rascó la cabeza.
-Bueno, a decir verdad no era un caballero fácil de
describir. Unos cuarenta años de edad y estatura media, cuatro o
seis centímetros más bajo que usted. Iba vestido como un dandi,
llevaba barba, muy negra, cortada en recto por abajo, y tenía la
tez pálida. Me parece que eso es todo lo que recuerdo. -¿Color de
los ojos?
-No; eso no lo sé. -¿No recuerda usted nada
más?
-No, señor; nada más.
-Bien; en ese caso aquí tiene su medio soberano. Hay otro
esperándole si me trae alguna información más. ¡Buenas
noches!
-Buenas noches, señor, y ¡muchas gracias!
John Clayton se marchó riendo entre dientes y Holmes se
volvió hacia mí con un encogimiento de hombros y una sonrisa de
tristeza.
-Se ha roto nuestro tercer cabo y hemos terminado donde
empezamos -dijo-. Ese astuto granuja sabía el número de nuestra
casa, sabía que Sir Henry Baskerville había venido a verme, me
reconoció en Regent Street, supuso que me había fijado en el número
del cabriolé y que acabaría por localizar al cochero, y decidió
enviarme ese mensaje impertinente. Se lo aseguro, Watson, esta vez
nos hemos tropezado con un adversario digno de nuestro acero. Me
han dado jaque mate en Londres. Sólo me cabe desearle que tenga
usted mejor suerte en Devonshire. Pero reconozco que no estoy
tranquilo. -¿No está tranquilo?
-No me gusta enviarlo a usted. Es un asunto muy feo, Watson,
un asunto muy feo y peligroso, y cuanto más sé de él menos me
gusta. Sí, mi querido amigo, ríase usted, pero le doy mi palabra de
que me alegraré mucho de tenerlo otra vez sano y salvo en Baker
Street.