-No quiero influir sobre usted sugiriéndole teorías o
sospechas, Watson. Limítese a informarme de los hechos de la manera
más completa posible y deje para mí las teorías. -¿Qué clase de
hechos? -pregunté yo.
-Cualquier cosa que pueda tener relación con el caso, por
indirecta que sea, y sobre todo las relaciones del joven
Baskerville con sus vecinos, o cualquier elemento nuevo relativo a
la muerte de Sir Charles. Por mi parte he hecho algunas
investigaciones en los últimos días, pero mucho me temo que los
resultados han sido negativos. Tan sólo una cosa parece cierta, y
es que el señor James Desmond, el próximo heredero, es un caballero
virtuoso de edad avanzada, por lo que no cabe pensar en él como
responsable de esta persecución.
Creo sinceramente que podemos eliminarlo de nuestros
cálculos. Nos quedan las personas que en el momento presente
conviven con Sir Henry en el páramo. -¿No habría que librarse en
primer lugar del matrimonio Barrymore?
-No, no; eso sería un error imperdonable. Si son inocentes
cometeríamos una gran injusticia y si son culpables estaríamos
renunciando a toda posibilidad de demostrarlo. No, no; los
conservaremos en nuestra lista de sospechosos. Hay además un mozo
de cuadra en la mansión, si no recuerdo mal. Tampoco debemos
olvidar a los dos granjeros que cultivan las tierras del páramo.
Viene a continuación nuestro amigo el doctor Mortimer, de cuya
honradez estoy convencido, y su esposa, de quien nada sabemos. Hay
que añadir a Stapleton, el naturalista, y a su hermana quien, según
se dice, es una joven muy atractiva. Luego está el señor Frankland
de la mansión Lafter, que también es un factor desconocido, y uno o
dos vecinos más. Esas son las personas que han de ser para usted
objeto muy especial de estudio.
-Haré todo lo que esté en mi mano. -¿Lleva usted algún
arma?
-Sí, he pensado que sería conveniente.
-Sin duda alguna. No se aleje de su revólver ni de día ni de
noche y manténgase alerta en todo momento.
Nuestros amigos ya habían reservado asientos en un vagón de
primera clase y nos esperaban en el andén. -No; no disponemos de
ninguna nueva información -dijo el doctor Mortimer en respuesta a
las preguntas de Holmes-. De una cosa estoy seguro, y es que no nos
han seguido durante los dos últimos días. No hemos salido nunca sin
mantener una estrecha vigilancia y nadie nos hubiera pasado
inadvertido.
-Espero que hayan permanecido siempre
juntos.
-Excepto ayer por la tarde. Suelo dedicar un día a la
diversión cuando vengo a Londres, de manera que pasé la tarde en el
museo del Colegio de Cirujanos.
-Y yo fui a pasear por el parque y a ver a la gente -dijo
Baskerville-. Pero no tuvimos problemas de ninguna
clase.
-Fue una imprudencia de todas formas -dijo Holmes, moviendo
la cabeza y poniéndose muy serio-. Le ruego, Sir Henry, que no vaya
solo a ningún sitio. Le puede suceder una gran desgracia si lo
hace. ¿Recuperó usted la otra bota?
-No, señor; ha desaparecido definitivamente.
-Vaya, vaya. Eso es muy interesante. Bien, hasta la vista
-añadió mientras el tren empezaba a deslizarse-.
Recuerde, Sir Henry, una de las frases de aquella extraña
leyenda antigua que nos leyó el doctor Mortimer y evite el páramo
en las horas de oscuridad, cuando se intensifican los poderes del
mal.
Volví la vista hacia el andén unos segundos más tarde y
comprobé que aún seguía allí la figura alta y austera de Holmes,
todavía inmóvil, que continuaba mirándonos.
El viaje fue rápido y agradable y lo empleé en conocer mejor
a mis dos acompañantes y en jugar con el spaniel del doctor
Mortimer. En pocas horas la tierra parda se convirtió en rojiza, el
ladrillo se transformó en granito y aparecieron vacas bermejas que
pastaban en campos bien cercados donde la exuberante hierba y la
vegetación más frondosa daban testimonio de un clima más fértil,
aunque también más húmedo. El joven Baskerville miraba con gran
interés por la ventanilla y lanzó exclamaciones de alegría al
reconocer los rasgos familiares del paisaje de
Devon.
-He visitado buena parte del mundo desde que salí de
Inglaterra, doctor Watson -dijo-, pero nunca he encontrado lugar
alguno que se pueda comparar con estas tierras.
-No conozco ningún natural de Devonshire que reniegue de su
condado -hice notar.
-Depende de la raza tanto como del condado -intervino el
doctor Mortimer-. Una simple mirada a nuestro amigo permite
apreciar de inmediato la cabeza redonda de los celtas, que se
traduce en el entusiasmo céltico y en la capacidad de afecto. La
cabeza del pobre Sir Charles pertenecía a un tipo muy raro, mitad
gaélica, mitad irlandesa en sus características. Pero usted era muy
joven cuando vio por última vez la mansión de los Baskerville, ¿no
es eso?
-No era más que un adolescente cuando murió mi padre y no vi
nunca la mansión, porque vivíamos en un pequeño chalet de la costa
sur. De allí fui directamente a vivir con un amigo norteamericano.
Le aseguro que todo esto es tan nuevo para mí como para el doctor
Watson y ardo en deseos de ver el páramo. -¿Es eso cierto? Pues ya
tiene usted su meta al alcance de la mano, porque se divisa desde
aquí -dijo el doctor Mortimer, señalando hacia el
paisaje.
Por encima de los verdes cuadrados de los campos y de la
curva de un bosque, se alzaba a lo lejos una colina gris y
melancólica, con una extraña cumbre dentada, borrosa y vaga en la
distancia, semejante al paisaje fantástico de un sueño. Baskerville
permaneció inmóvil mucho tiempo, con los ojos fijos en ella, y supe
por la expresión de su rostro lo mucho que significaba para él ver
por primera vez aquel extraño lugar que los hombres de su sangre
habían dominado durante tanto tiempo y en el que habían dejado una
huella tan honda. A pesar de su traje de tweed, de su acento
americano y de viajar en un prosaico vagón de ferrocarril, sentí
más que nunca, al contemplar su rostro, moreno y expresivo, que era
un auténtico descendiente de aquella larga sucesión de hombres de
sangre ardiente, tan fogosos como autoritarios. Las cejas espesas,
las delicadas ventanas de la nariz y los grandes ojos de color
avellana daban fe de su orgullo, de su valor y de su fortaleza. Si
en aquel páramo inhóspito nos esperaba una empresa difícil y
peligrosa, contaba al menos con un compañero por quien se podía
aceptar un riesgo con la seguridad de que lo compartiría con
valor.
El tren se detuvo en una pequeña estación junto a la
carretera y allí descendimos. Fuera, más allá de una cerca blanca
de poca altura, esperaba una tartana tirada por dos jacos. Nuestra
llegada suponía sin duda todo un acontecimiento, porque el jefe de
estación y los mozos de cuerda se arracimaron a nuestro alrededor
para llevarnos el equipaje. Era un lugar sencillo y agradable, pero
me sorprendió observar la presencia junto al portillo de dos
hombres de aspecto marcial con uniforme oscuro que se apoyaban en
sus rifles y que nos miraron con mucho interés cuando pasamos. El
cochero, un hombrecillo de facciones duras y manos nudosas, saludó
a Sir Henry y pocos minutos después volábamos ya por la amplia
carretera blanca. Ondulantes tierras de pastos ascendían a ambos
lados y viejas casas con gabletes asomaban entre la densa
vegetación, pero detrás del campo tranquilo e iluminado por el sol
se elevaba siempre, oscura contra el cielo del atardecer, la larga
y melancólica curva del páramo, interrumpida por colinas dentadas y
siniestras.
La tartana se desvió por una carretera lateral y empezamos a
ascender por caminos muy hundidos, desgastados por siglos de
ruedas, con taludes muy altos a los lados, cubiertos de musgo
húmedo y carnosas lenguas de ciervo. Helechos bronceados y zarzas
resplandecían bajo la luz del sol poniente. Sin dejar de subir,
pasamos sobre un estrecho puente de granito y bordeamos un ruidoso
y veloz torrente, que espumeaba y rugía entre grandes rocas. Camino
y curso de agua discurrían después por un valle donde abundaban los
robles achaparrados y los abetos. A cada vuelta del camino
Baskerville lanzaba una nueva exclamación de placer y miraba con
gran interés a su alrededor haciendo innumerables preguntas. A él
todo le parecía hermoso, pero para mí había un velo de melancolía
sobre el paisaje, en el que se marcaba con toda claridad la
proximidad del invierno. Los caminos estaban alfombrados de hojas
amarillas que también caían sobre nosotros. El traqueteo de las
ruedas enmudecía cuando atravesábamos montones de vegetación
podrida: tristes regalos, en mi opinión, para que la naturaleza los
lanzara ante el coche del heredero de los Baskerville que regresaba
a su casa solariega. -¡Caramba! -exclamó el doctor Mortimer-, ¿qué
es esto?
Teníamos delante una pronunciada pendiente cubierta de
brezos, una avanzadilla del páramo. En lo más alto, tan destacado y
tan preciso como una estatua ecuestre sobre su pedestal, vimos a un
soldado a caballo, sombrío y austero, el rifle preparado sobre el
antebrazo. Estaba vigilando la carretera por la que circulábamos.
-¿Qué es lo que sucede, Perkins? -preguntó el doctor
Mortimer.
El cochero se volvió a medias en su asiento.
-Se ha escapado un preso de Princetown, señor. Ya lleva tres
días en libertad y los guardianes vigilan todas las carreteras y
las estaciones, pero hasta ahora no han dado con él. A los
agricultores de la zona no les gusta nada lo que pasa, se lo
aseguro.
-Bueno, según tengo entendido, se les recompensará con cinco
libras si proporcionan alguna información. - Es cierto, señor, pero
la posibilidad de ganar cinco libras es muy poca cosa comparada con
el temor a que te corten el cuello. Porque no se trata de un preso
corriente. Es un individuo que no se detendría ante nada. -¿De
quién se trata?
-Selden, señor: el asesino de Notting Hill.
Yo recordaba bien el caso, que había despertado el interés de
Holmes por la peculiar ferocidad del crimen y la absurda brutalidad
que había acompañado todos los actos del asesino. Se le había
conmutado la pena capital en razón de algunas dudas sobre el estado
de sus facultades mentales, precisamente por lo atroz de su
conducta. Nuestra tartana había coronado una cuesta y entonces
apareció ante nosotros la enorme extensión del páramo, salpicado de
montones de piedras y de peñascos de formas extrañas. Enseguida se
nos echó encima un viento frío que nos hizo tiritar. En algún lugar
de aquella llanura desolada se escondía el diabólico asesino,
oculto en un escondrijo como una bestia salvaje y con el corazón
lleno de malevolencia hacia toda la raza humana que lo había
expulsado de su seno. Sólo se necesitaba aquello para colmar el
siniestro poder de sugestión del páramo, junto con el viento helado
y el cielo que empezaba a oscurecerse. Hasta el mismo Baskerville
guardó silencio y se ciñó más el abrigo.
Habíamos dejado atrás y abajo las tierras fértiles. Al volver
la vista contemplábamos los rayos oblicuos de un sol muy bajo que
convertía los cursos de agua en hebras de oro y que brillaba sobre
la tierra roja recién removida por el arado y sobre la extensa
maraña de los bosques. El camino que teníamos ante nosotros se fue
haciendo más desolado y silvestre por encima de enormes pendientes
de color rojizo y verde oliva, salpicadas de peñascos gigantescos.
De cuando en cuando pasábamos junto a una de las casas del páramo,
con las paredes y el techo de piedra, sin planta trepadora alguna
para dulcificar su severa silueta. De repente nos encontramos ante
una depresión con forma de taza, salpicada de robles y abetos
achaparrados, retorcidos e inclinados por la furia de años de
tormentas. Dos altas torres muy estrechas se alzaban por encima de
los árboles. El cochero señaló con la fusta.
-La mansión de los Baskerville -dijo.
Su dueño se había puesto en pie y la contemplaba con mejillas
encendidas y ojos brillantes. Pocos minutos después habíamos
llegado al portón de la casa del guarda, un laberinto de
fantásticas tracerías en hierro forjado, con pilares a cada lado
gastados por las inclemencias del tiempo, manchados de líquenes y
coronados por las cabezas de jabalíes de los Baskerville. La casa
del guarda era una ruina de granito negro y desnudas costillas de
vigas, pero frente a ella se alzaba un nuevo edificio, construido a
medias, primer fruto del oro sudafricano de Sir
Charles.
A través del portón penetramos en la avenida, donde las
ruedas enmudecieron de nuevo sobre las hojas muertas y donde los
árboles centenarios cruzaban sus ramas formando un túnel en sombra
sobre nuestras cabezas. Baskerville se estremeció al dirigir la
mirada hacia el fondo de la larga y oscura avenida, donde la casa
brillaba débilmente como un fantasma. -¿Fue aquí? -preguntó en voz
baja.
-No, no; el paseo de los Tejos está al otro
lado.
El joven heredero miró a su alrededor con expresión
melancólica.
-No tiene nada de extraño que mi tío tuviera la impresión de
que algo malo iba a sucederle en un sitio como éste -dijo-. No se
necesita más para asustar a cualquiera. Haré que instalen una
hilera de lámparas eléctricas antes de seis meses, y no reconocerán
ustedes el sitio cuando dispongamos en la puerta misma de la
mansión de una potencia de mil bujías de Swan y
Edison.
La avenida desembocaba en una gran extensión de césped y
teníamos ya la casa ante nosotros. A pesar de la poca luz pude ver
aún que la parte central era un macizo edificio del que sobresalía
un pórtico. Toda la fachada principal estaba cubierta de hiedra,
con algunos agujeros recortados aquí y allá para que una ventana o
un escudo de armas asomara a través del oscuro velo. Desde el
bloque central se alzaban las torres gemelas, antiguas, almenadas y
horadadas por muchas troneras. A izquierda y derecha de las torres
se extendían las alas más modernas de granito negro. Una luz
mortecina brillaba a través de las ventanas con gruesos parteluces,
y de las altas chimeneas que nacían del techo de muy pronunciada
inclinación brotaba una sola columna de humo negro. -¡Bienvenido,
Sir Henry! Bienvenido a la mansión de los
Baskerville!
Un hombre de estatura elevada había salido de la sombra del
pórtico para abrir la puerta de la tartana. La figura de una mujer
se recortaba contra la luz amarilla del vestíbulo. También esta
última se adelantó para ayudar al hombre con nuestro
equipaje.
-Espero que no lo tome a mal, Sir Henry, pero voy a volver
directamente a mi casa -dijo el doctor Mortimer-. Mi mujer me
aguarda. -¿No se queda usted a cenar con nosotros?
-No; debo marcharme. Probablemente tendré trabajo
esperándome. Me quedaría para enseñarle la casa, pero Barrymore
será mejor guía que yo. Hasta la vista y no dude en mandar a
buscarme de día o de noche si puedo serle útil.
El ruido de las ruedas se perdió avenida abajo mientras Sir
Henry y yo entrábamos en la casa y la puerta se cerraba con
estrépito a nuestras espaldas. Nos encontramos en una espléndida
habitación de nobles proporciones y gruesas vigas de madera de
roble ennegrecida por el tiempo que formaban los pares del
techo.
En la gran chimenea de tiempos pretéritos y detrás de los
altos morillos de hierro crepitaba y chisporroteaba un fuego de
leña. Sir Henryyyo extendimos las manos hacia él porque estábamos
ateridos después del largo trayecto en la tartana. Luego
contemplamos las altas y estrechas ventanas con vidrios antiguos de
colores, el revestimiento de las paredes de madera de roble, las
cabezas de ciervo, los escudos de armas en las paredes, todo ello
borroso y sombrío a la escasa luz de la lámpara
central.
-Exactamente como lo imaginaba -dijo Sir Henry-. ¿No es la
imagen misma de un antiguo hogar familiar? ¡Pensar que en esta sala
han vivido los míos durante cinco siglos! Esa simple idea hace que
todo me parezca más solemne.
Vi cómo su rostro moreno se iluminaba de entusiasmo juvenil
al mirar a su alrededor. Se encontraba en un sitio donde la luz
caía de lleno sobre él, pero sombras muy largas descendían por las
paredes y colgaban como un dosel negro por encima de su cabeza;
Barrymore había regresado de llevar el equipaje a nuestras
habitaciones y se detuvo ante nosotros con la discreción
característica de un criado competente. Era un hombre notable por
su apariencia: alto, bien parecido, barba negra cuadrada, tez
pálida y facciones distinguidas. -¿Desea usted que se sirva la cena
inmediatamente, Sir Henry? -¿Está lista?
-Dentro de muy pocos minutos, señor. Encontrarán agua
caliente en sus habitaciones. Mi mujer y yo, Sir Henry, seguiremos
a su servicio con mucho gusto hasta que disponga usted otra cosa,
aunque no se le ocultará que con la nueva situación habrá que
ampliar la servidumbre de la casa. -¿Qué nueva
situación?
-Me refiero únicamente a que Sir Charles llevaba una vida muy
retirada y nosotros nos bastábamos para atender sus necesidades.
Usted querrá, sin duda, hacer más vida social y, en consecuencia,
tendrá que introducir cambios. -¿Quiere eso decir que su esposa y
usted desean marcharse?
-Únicamente cuando ya no le cause a usted ningún
trastorno.
-Pero su familia nos ha servido a lo largo de varias
generaciones, ¿no es cierto? Lamentaría comenzar mi vida aquí
rompiendo una antigua relación familiar.
Me pareció discernir signos de emoción en las pálidas
facciones del mayordomo.
-Mis sentimientos son idénticos, Sir Henry, y mi esposa los
comparte plenamente. Pero, a decir verdad, los dos estábamos muy
apegados a Sir Charles; su muerte ha sido un golpe terrible y ha
llenado esta casa de recuerdos dolorosos. Mucho me temo que nunca
recobraremos la paz de espíritu en la mansión de los
Baskerville.
-Pero, ¿qué es lo que se proponen hacer?
-Estoy convencido de que tendremos éxito si emprendemos algún
negocio. La generosidad de Sir Charles nos ha proporcionado los
medios para ponerlo en marcha. Y ahora, señor, quizá convenga que
los acompañe a ustedes a sus habitaciones.
Una galería rectangular con balaustrada, a la que se llegaba
por una escalera doble, corría alrededor de la gran sala central.
Desde aquel punto dos largos corredores se extendían a todo lo
largo del edificio y a ellos se abrían los dormitorios. El mío
estaba en la misma ala que el de Baskerville y casi puerta con
puerta. Aquellas habitaciones parecían mucho más modernas que la
parte central de la mansión; el alegre empapelado y la abundancia
de velas contribuyeron un tanto a disipar la sombría impresión que
se había apoderado de mi mente desde nuestra
llegada.
Pero el comedor, al que se accedía desde la gran sala
central, era también un lugar oscuro y melancólico. Se trataba de
una larga cámara con un escalón que separaba la parte inferior,
reservada a los subordinados, del estrado donde se colocaban los
miembros de la familia. En un extremo se hallaba situado un palco
para los músicos. Vigas negras cruzaban por encima de nuestras
cabezas y, más arriba aún, el techo ennegrecido por el humo. Con
hileras de antorchas llameantes para iluminarlo y con el colorido y
el tosco jolgorio de un banquete de tiempos pretéritos quizá se
hubiera dulcificado su aspecto; pero ahora, cuando tan sólo dos
caballeros vestidos de negro se sentaban dentro del pequeño círculo
de luz que proporcionaba una lámpara con pantalla, las voces se
apagaban y los espíritus se abatían. Una borrosa hilera de
antepasados, ataviados de las maneras más diversas, desde el
caballero isabelino hasta el petimetre de la Regencia, nos miraba
desde lo alto y nos intimidaban con su compañía silenciosa.
Hablamos poco y, de manera excepcional, me alegré de que terminara
la cena y de que pudiéramos retirarnos a la moderna sala de billar
para fumar un cigarrillo.
-A fe mía, no se puede decir que sea un sitio muy alegre
-exclamó Sir Henry-. Supongo que llegaremos a habituarnos, pero por
el momento me siento un tanto desplazado. No me extraña que mi tío
se pusiera algo nervioso viviendo solo en una casa como ésta. Si no
le parece mal, hoy nos retiraremos pronto y quizá las cosas nos
parezcan un poco más risueñas mañana por la
mañana.
Abrí las cortinas antes de acostarme y miré por la ventana de
mi cuarto. Daba a una extensión de césped situada delante de la
puerta principal. Más allá, dos bosquecillos gemían y se
balanceaban, agitados por el viento cada vez más intenso. La luna
se abrió paso entre las nubes desbocadas. Gracias a su fría luz vi
más allá de los árboles una franja incompleta de rocas y la larga
superficie casi llana del melancólico páramo. Cerré las cortinas,
convencido de que mi última impresión coincidía con las
anteriores.
Aunque no fue la última en realidad. Pronto descubrí que
estaba cansado pero insomne y di muchas vueltas en la cama,
esperando un sueño que no venía. Muy a lo lejos un reloj de pared
daba los cuartos de hora, pero, por lo demás, un silencio sepulcral
reinaba sobre la vieja casa. Y luego, de repente, en la quietud de
la noche, llegó hasta mis oídos un sonido claro, resonante e
inconfundible. Eran los sollozos de una mujer, los jadeos ahogados
de una persona desgarrada por un sufrimiento incontrolable. Me
senté en la cama y escuché con atención. El ruido procedía sin duda
del interior de la casa. Por espacio de media hora esperé con los
nervios en tensión, pero de nuevo reinó el silencio, si se
exceptúan las campanadas del reloj y el roce de la hiedra contra la
pared.